CINCO BALAZOS CERTEROS
Duncan M. Cody
Edición catorcenal
4-020487 RURALES DE TEXAS No. 382
- "CINCO BALAZOS CERTEROS" - © DUNCAN M. CODY
1987 Derechos reservados por EDITORIAL ANDINA, S. A. Madrid,
España Edición mexicana de
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Col. las Peritas,
Tepepan, Xochimilco 16010,
México, D. F.
ISBN 968-479-105-4 ISBN 84-06-04708-9 edición española PRINTED
IN MEXICO
CAPÍTULO 1
FORMABAN, sin duda, una buena pareja. El tenía unos cuarenta
y cinco años, y ella apenas cuarenta. El hombre, míster John
Bromfield, era alto, apuesto, con el cabello prematuramente gris, los
ojos oscuros, inteligentes, y parecía un hombre sobrio en todo.
La dama, Audrey Bromfield, tenía el cabello muy claro, como los
ojos. Por cierto, que los ojos de la señora Bromfield eran muy
expresivos aquella noche; unos ojos sonrientes, una mirada entre
picara y feliz. Parecía que la señora Bromfield se reservaba algún
secreto; quizá alguna pequeña sorpresa.
La señora Bromfield había entrado en el despacho de aquella
espléndida casa que se habían construido en Yazoo, a orillas del
Trinity River, Texas. Una casa grande, demasiado para ellos, quizá;
confortable, cómoda... En una punta del pueblo, en un lugar
tranquilo de Yazoo, que, la verdad sea dicho, no era demasiado
grande ni importante.
Audrey le sonreía a su esposo, que en aquellos momentos estaba
en pie y se dirigía hacia la percha, para tomar el sombrero.
Al ver a su esposa, John Bromfield se detuvo; arqueó una ceja,
en señal de discreta perplejidad.
—¿Audrey? —inquirió.
—Pero... ¿te marchas? —inquirió, a su vez, ella.
—Sí... Será sólo un rato; media hora... No más.
—Oh, John..., por favor...
—Tengo que ir, Audrey. Los negocios hay que cuidarlos.
—Pero todo está en marcha; se diría que la línea funciona por sí
misma...
—En apariencia tan sólo, Audrey.
—Está bien... Media hora, John.
—Prometido —sonrió míster Bromfield.
Tomó el sombrero, se acercó a su esposa, y la besó. Luego, la
miró a los ojos, sorprendido.
—Eh... ¿Qué pasa? —inquirió.
—¿Notas algo? —sonrió, feliz, Audrey.
—Por lo pronto, que hueles estupendamente, querida.
—Ajá. Me he regalado un frasco de perfume...
—Hum... Eso suena a reproche, Audrey. Viene a ser algo así
como si me echaras en cara que debería habértelo regalado yo. ¿Es
eso?
—Algo hay, John.
—Pues no entiendo... Un momento, un momento... ¿Sabes?, no
todo acaba en el perfume. Hoy te encuentro muy... hermosa. Eso es;
hermosa. Tal vez rejuvenecida. Y..., demonios, estás muy elegante...
Audrey suspiró.
—Ya es algo que vayas abriendo los ojos, John —dijo.
El la miraba atentamente.
Audrey musitó:
—Bésame, John.
—Claro...
Se besaron largamente. Luego, John Bromfield se separó de su
esposa.
—Hasta luego, Audrey. Voy a...
—Está bien, ve a tus asuntos...
—Pareces decepcionada, Audrey. Más o menos, todos los días
hago lo mismo...
—Hoy no es un día corriente, John.
—¿No?
—Por favor, piensa un poco...
John Bromfield parecía un poco desconcertado.
—Lo siento, Audrey...
—John..., ¿por casualidad no hará hoy quince años que nos
casamos?
—Dios mío... Audrey... Querida, perdona, te lo ruego... Mi
cabeza...
—No importa, John. Tienes muchas ocupaciones, lo sé. Vete
ahora, y regresa pronto. Naturalmente, tenemos una cena muy
especial.
—Oh, vamos, Audrey... Me quedo. No voy a ningún sitio... Esta
noche, ciertamente, es distinta...
—John, debes ir.
—¿Por qué? Tengo que conseguir que me perdones...
—Estás perdonado, tonto —rió ella—. Tienes que ir, puesto que
de lo contrario temo que no estarías totalmente pendiente de mí;
como ves, soy un poco egoísta, o astuta, quizá. Estarás media hora
ausente, pero luego estaremos juntos sin que pienses en otras
cosas. ¿De acuerdo?
—Audrey, preferiría quedarme, y...
—No, John. Es sólo media hora.
—Como quieras, cariño...
Y la besó de nuevo.
Iba a separarse de Audrey, pero ella le retuvo, rodeándole por la
cintura con los dos brazos. La mirada de Audrey había cambiado un
poco; parecía incluso un poco triste, y escrutaba con ansiedad las
pupilas negras de Bromfield.
—John...
—¿Sí, querida?
—John..., ¿de veras eres feliz? —inquirió Audrey.
—Lo soy —dijo, sin vacilaciones, John.
—Es que... a veces pienso... Yo... no he sido capaz de darte un
hijo, y...
—No te tortures, Audrey. No importa.
—No es posible. Todos los hombres desean, como es natural...
—Yo también lo deseé en otros tiempos, Audrey; no llegó, pues
mala suerte. Ya no he vuelto a pensar en eso. Todo está bien así,
querida. Te amo aún. Y creo que te amaré siempre. ¿De acuerdo?
—Gracias, John... Eso me tranquiliza —suspiró Audrey.
—No sé... No estoy muy seguro. Me quedo, Audrey.
—Oh, no discutamos más... Te espero dentro de medía hora. Yo
creo que tu lucha, quizá demasiado dura, se debe a... a...
John esperaba.
Ante las vacilaciones de su esposa, pidió:
—Di lo que sea, Audrey.
—Yo pienso que te absorbe el trabajo, la lucha, y que sólo
pretendes olvidar que yo no he sido madre...
—Ya basta, Audrey. No seas absurda, querida. Esta noche no
habrá tristeza; ni esta noche, ni ninguna otra. Soy feliz. ¿Bien?
—De nuevo gracias, John.
Por fin, John Bromfield pudo ponerse el sombrero, y se dirigió
hacia la puerta, observado por su esposa.
Instantes más tarde, John salía a la calle. Quedó en el porche,
mirando hacia el centro del pueblo, único lugar donde se advertía
algo de animación. No era demasiado tarde, pero ya había
empezado la vida en los dos «saloons» del pueblo. Acercándose un
poco, podría oír la música, las risas, las voces de la gente...
John Bromfield aún vacilaba. Quizá debería quedarse con
Audrey... Era, en verdad, un día especial.
Y era feliz, sí. Lo era.
¿Un hijo? Sí, claro, ¿quién no? No obstante, también era verdad
que había olvidado por completo tal cosa.
Por tanto, no pensaría más en ello.
Y descendió del porche, para cruzar la calzada.
Procuraría estar listo en unos minutos.
Y estaba cruzando la calzada, a solas, bajo la luz de la luna, que
alargaba una leve sombra de su figura, cuando aparecieron en la
calle un par de luces; luces cárdenas, fugaces. A continuación, casi
simultáneamente, sonaron las dos detonaciones. Los dos disparos,
que encontraron ecos, rebotando de pared en pared, por todo el
pueblo.
John Bromfield, parado en mitad de la calle, empezaba a
arrugarse, con las dos manos en el pecho; se tambaleaba, cayó
hacia atrás, rodó su sombrero... Las dos manos estaban en el pecho,
llenándose de sangre.
John Bromfield tocaba ya el suelo con la cara.
Y una puerta se había abierto.
Sonó un grito de locura:
—¡JOOOHN...!
Audrey, enloquecida, corrió por la calzada, en dirección al lugar
donde estaba caído John Bromfield, sin importarle al parecer que
sonaran más disparos; ni siquiera se le había ocurrido la posibilidad.
Audrey sólo era capaz de ver a John tendido en el suelo, tan
inmóvil...
Llegó junto a él y se dejó caer de rodillas, tomándole la cabeza
con manos temblorosas; sus ojos estaban muy abiertos. le temblaba
la boca.
—John... John, querido... Oh, no... ¡No, Dios mío! ¡John...! No es
posible...
Lo era.
Estaba muerto.
No volvió a sonar disparo alguno.
La señora Bromfield, con el cadáver de su marido pegado a ella,
parecía una estatua. Sus lágrimas eran enormes, silenciosas; su
incredulidad, su aturdimiento, total. No veía tan siquiera a la gente
que, asombrada, encogida, se acercaba un poco, sin comprender...
***
La reunión tenía lugar en el despacho de la línea de diligencias
«Texas Overland», en Yazoo. Había allí dos hombres y una mujer. Lo
más espectacular era aquel tipo, el rural, el de la placa de cinco
puntas, que parecía presidir la reunión. Tenía aspecto de tipo que
había nacido ya ceñudo, torvo, de pésimo humor...
Se llamaba Duke Bronson, y era sargento de los Rurales de
Texas. Un hombre alto, enjuto, cabello y ojos marrones, como la
barba de varios días. Un tipo impresionante por su mirada, por su
mentón fuerte, cuadrado; por sus manos, por aquella forma de llevar
los revólveres...
Otra cosa espectacular, era la señora Bromfield; la dama
enlutada, encogida, de expresión casi ausente, que en cuatro días
parecía haber envejecido una docena de años.
El otro hombre, Brian Morley, era la insignificancia más absoluta;
un tipo pequeño, regordete, muy elegante, de cara sonrosada y ojos
azules. Un tipo que miraba, muy inquieto, al rural, como esperando
que éste, en cualquier momento, abriera la boca y soltara un rugido
de león.
Lo cierto era que Duke Bronson empezaba a impacientarse,
cuando se abrió la puerta de aquel despacho y entró un tipo. Un
hombre llamado Richard Trevor, que entró en el despacho, con un
sobrio saludo. Se sentó en una silla. Nadie despegaba los labios.
Quien recibía más miradas, por parte de todos, era la desdichada
Audrey. Era tan visible su angustia...
—Falta, Trudy Cermack, ¿no es eso? —dijo, de pronto, el rural.
—Sí —dijo el insignificante Morley—. Por supuesto, no es así
como yo entiendo los negocios. Yo...
—Cállese —gruñó Duke—. Alguien irá a buscarla. Alguien de la
línea. Por favor, señor Trevor, ocúpese de eso.
Trevor, sin despegar los labios, salió del despacho, regresando un
instante más tarde.
—Han ido a buscarla —dijo.
—Bien... Podemos esperar un poco más —dijo Duke.
—¿Puede darnos una idea del motivo de esta reunión? —inquirió
el señor Trevor.
Duke le miró a los ojos.
—No es difícil de entender —dijo—. Por lo pronto, se ha cometido
un asesinato, y la Ley tiene plena competencia sobre ese suceso. Por
tanto...
—Un momento, sargento. ¿Quiere decir que va a acusar a alguno
de nosotros de la muerte de míster Bromfield? —inquirió Trevor.
—Por ahora, no habrá acusaciones contra nadie. Simplemente,
espero colaboración por parte de ustedes; y sensatez. Para no
repetirme, insisto en que es mejor esperar a miss Trudy Cermack.
—Esa estúpida... —masculló Trevor—. ¿Qué demonios sabe ella?
Lo que sucede es que se encontró con una importante participación
en la línea, y...
—Eso es lo que cuenta, en definitiva—cortó Duke—. Ella, como
ustedes, participa en el capital de la línea de diligencias, y todo lo
que suceda le afecta; por lo menos, a sus intereses.
—Pero..., sargento, usted, insisto, parece buscar al asesino aquí,
entre nosotros... —dijo Trevor.
—No es exacto. Sólo les he rogado que acudan a esta reunión
para pedirles que no se pongan nerviosos. Míster Bromfield era el
presidente de esa línea, ¿no es así?
—En efecto...
—Tengo entendido que míster Bromfield, entre otras muchas
cosas, consiguió recientemente una autorización para extender el
recorrido de la línea, de modo que en cuanto estén listos algunos
pormenores, las diligencias llegarán hasta Tyler; eso, de momento,
pues creo que piensan ampliar el recorrido hasta la frontera con
Oklahoma. Puede decirse, por tanto, que la «Texas Overland», en
unos meses, redoblará su importancia..., y, consecuentemente, los
beneficios. Es fácil que... aparezca la ambición, ¿comprenden?
—La ambición... Bueno, todos somos ambiciosos, sargento —
gruñó Trevor—. Pero tenemos unos límites. Concretamente, quiero
decir que no creo que ninguno de los capitalistas de la línea haya
matado a míster Bromfield.
—¿Por alguna razón especial? ¿Ser presidente no tendrá
innumerables ventajas?
—Sí, sí... Habrá ventajas para el nuevo presidente, ¿quién lo
duda? Pero habrá también muchas dificultades. Tengo que admitir
que a míster Bromfield le necesitábamos. Por eso digo que no creo
que ninguno de nosotros cometiera esa salvajada. ¿Lo entiende?
—No obstante, míster Bromfield ha sido asesinado —dijo Duke.
—Sí... ésa es la única y desoladora verdad...
—Y ustedes seguirán adelante, ¿no es así?
—Por supuesto, sargento. No podemos detenernos. Tenemos
todos los elementos necesarios para crear algo importante. Es algo
así como... una herencia de míster Bromfield.
—Muy bien. Ustedes tendrán que nombrar un nuevo presidente.
¿No es eso? —inquirió Duke.
—Claro. Oiga, ya veo... —rezongó el señor Trevor—. Usted va a
esperar a que se nombre el nuevo presidente para luego, sin más,
acusarle del asesinato de míster Bromfield... Sí, eso es... Se supone
que el nuevo presidente ha asesinado al anterior, para ocupar su
puesto. Pues sepa esto: quien más posibilidades tiene de ser elegido
nuevo presidente, soy yo. Yo, sí. Y nada tengo que ver con ese
asesinato... Y mi afirmación de que puedo ser el nuevo presidente se
basa en algo muy simple, algo que salta a la vista. Como principales
propietarios, quedamos míster Zachary Bentley, ausente hace mucho
tiempo de Yazoo, y representado aquí y ahora por el señor Morley—
miró al sonrosadito—. Luego, estamos nosotros, los que vivimos en
Yazoo. La señora Bromfield, miss Cermack y yo.
Duke no interrumpía.
En realidad, era preferible escuchar; se aprende.
Míster Trevor seguía:
—Por mí, si la señora Bromfield aceptara el puesto de su esposo,
no opondría reparo alguno. Me temo, sin embargo, que no será así,
y lo comprendo... y participo del dolor de la señora Bromfield. No es
necesario hablar más sobre eso. En cuanto a miss Cermack..., que
me perdone, pero... Oh, vamos, es una completa inútil. Una señorita
de más de cuarenta años, que sólo sabe suspirar. Bien, quedo yo. Y
yo, repito, no he asesinado al señor Bromfield.
—Podemos dejar eso ahora, señor Trevor —dijo Duke—. Para mí,
es muy importante que no se cometa un nuevo crimen; es eso lo
que trato de impedir. En cuanto a detener al asesino del señor
Bromfield..., nunca se sabe; se puede tardar una hora, o diez años.
Pero no habrá más crímenes. Para eso está aquí la Ley.
—¿Quiere decir que no se ocupará de buscar al asesino del señor
Bromfield? —inquirió Trevor.
—Nada más lejos de la realidad. Usted se empeña en ver las
cosas a su modo, señor Trevor.
—Bien...
—Antes de seguir hablando, debo repetir que propongo una
espera. Miss Cermack no tardará en llegar —gruñó Duke.
Se percibió un apagado suspiro, y todos miraron a la señora
Bromfield.
Estaba muy pálida; los ojos demasiado secos, no obstante.
—¿Se siente mal, señora Bromfield? —inquirió Duke.
Este la observó unos instantes.
—¿Tan necesaria es su presencia? —inquirió Trevor—. La señora
Bromfield tiene motivos para...
Algo ocurría en aquellos momentos; la puerta del despacho se
había abierto con cierta violencia, y apareció un hombrecillo, con
ropas muy usadas, un mozo del establo de la línea, cuyos ojos
estaban desmesuradamente abiertos; su palidez era incluso
alarmante...
—¿Ocurre algo, Joe? —inquirió el señor Trevor.
—Fui... fui a... a buscar a... a miss Cermack...
—¿Y bien?
Aún se le abrieron más los ojos al tipo.
—Es-está... muerta... ¡Está muerta! —casi gritó, histérico.
El rural, corno Trevor, y el sonrosado Morley, empezaron a
ponerse en pie.
—¿Está seguro, Joe? —inquirió Duke.
—Claro que lo estoy... Claro que sí... L-la... la vi en su cuarto, con
un cuchillo en la espalda... No abrí la puerta, me di cuenta de que
sólo estaba entornada, y... entré. Dios mío...
Duke empezó a tomar decisiones.
—Por favor, señor Trevor, acompañe a la señora Bromfield a su
casa. Usted, señor Morley, regrese al hotel. Temo que haya
excesivos motivos para suspender la reunión. Iré a ver lo ocurrido.
Usted, Joe, por favor, condúzcame al domicilio de miss Cermack.
Reaccionaba lentamente.
Era evidente el estupor, la incredulidad, en aquellos rostros.
CAPÍTULO 2
AQUELLA mañana se enterraban los restos de miss Trudy
Cermack. No había despertado muchas simpatías; tampoco odios.
De ahí que en el entierro no se calculase mucha animación. Ni
muchos amigos, ni muchos enemigos. Ni pocos. Poca gente iría al
entierro.
Duke Bronson había pasado la noche sólo regular, pensando en
todo aquel asunto que, por el momento, había costado dos vidas.
No halló huellas del asesino; sólo el cuchillo clavado en la espalda
de la delgadita, casi transparente, miss Cermack; y aun el cuchillo
era de la cocina de la propia miss Cermack. El ambiente,
lógicamente, se había tensado, y Duke estaba dispuesto a actuar
con rapidez.
Se había lavado, se pasó un peine por los cabellos cobrizos, y
tras ceñirse el doble cinturón-canana, salió al pasillo. Descubrió, una
vez más, aquel rápido movimiento de una puerta que se entorna;
alguien que, sin duda, le espiaba.
Y Duke, quieto, miraba hacia aquella puerta, situada frente a la
de su cuarto, en la pensión de Jock Nat.
Lentamente, sin hacer ruido, Duke se acercó a la puerta; se pegó
al tabique, y esperó un poco.
Esbozó una sonrisa casi siniestra, cuando notó que la puerta
empezaba a abrirse. Se aplastó todo lo que pudo contra el tabique
de madera, y esperó aún un poco.
Pestañeó, sorprendido, al ver asomar aquella cabeza, que miraba
en dirección al descansillo de la escalera que conducía al vestíbulo.
Una cabecita rubia, bien formada; un perfil muy suave, con la nariz
algo respingona...
Y, de pronto, Duke alargó el brazo derecho, atrapando a la joven
rubia por la muñeca izquierda. Tiró bruscamente de ella, sacándola
del cuarto, y casi la pegó contra sí, mientras la miraba, ceñudo. Ella
había soltado un gritito, y sus ojos verdes, enormes, miraban con
espanto al rural.
—Linda cara la tuya, pequeña espía... —masculló Duke—. Anoche
me espiaste; ahora también... Veamos cuál es tu explicación.
La joven enrojeció vivamente.
Bajó la mirada, mientras que Duke aflojaba un poco la presión
que ejercía sobre la delicada muñeca izquierda de la joven.
—Eh, un momento... —musitó Duke—. No serás Rita, ¿eh? Rita
Burke... No serás tú, ¿eh?
Ella vacilaba; consiguió mirar tímidamente a Duke a los ojos.
—S-sí... Soy Rita... —dijo, con un hilillo de voz.
—Estabas delante cuando le dije a tu padre, hace ya cinco o seis
años, que jamás volviera a cruzarse en mi camino. ¿Recuerdas?
—Lo recuerdo, señor Bronson... Lo recuerdo muy bien. Usted fue
muy bueno. Y... y también recuerdo que usted dijo que no debían
encontrarse de nuevo, a menos que él se convirtiera en una persona
decente.
Duke la soltó.
La miraba, asombrado.
Rita era especialmente dulce...
—¿Tu padre se ha convertido en un hombre honrado, Rita? —
inquirió el rural.
—Sí, sí... Trabaja; en lo único que sabe hacer; claro, que con sus
revólveres. Pero su trabajo es honrado, señor Bronson. Se lo juro. Es
uno de los nuevos guardas contratados por la «Texas Overland», con
motivo de la ampliación de sus líneas. Mi padre aceptó ese trabajo, y
pensamos vivir aquí, en Yazoo. De momento, como es nuevo en el
empleo, pues... vivimos aquí. Pero nos construimos una casita... Yo
ya he elegido el lugar. Le juro que mi padre ha cambiado, señor
Bronson. Yo..., ahora, me siento orgullosa de él; estando a su lado...
Duke permanecía grave, mirando con fijeza a la joven.
—¿Dónde está tu padre ahora, Rita? —inquirió.
—Llegará a media mañana, en la diligencia de Dallas.
—Quiero verle.
—Se lo diré, señor Bronson. Pero debe creerme...
—No voy a acusarle de nada, Rita. Sólo quiero verle.
—Bien...
Ella se estrujaba las manos.
—¿Por qué te asustas, Rita? —inquirió Duke.
—Es que... suceden esas cosas tan horribles...
—¿A qué cosas te refieres?
—Oh..., lo sabe todo el pueblo. Primero, el señor Bromfield.
Luego, miss Cermack... Todo relacionado con la línea de diligencias...
—¿Y bien? ¿Tiene acaso algo que ver con vosotros, Rita?
—¡Oh, no! Lo que yo imagino es que... usted, quizá, quiera
acusar de algo a mi padre. Y le juro que él se limita a su trabajo,
señor Bronson...
Duke sonrió levemente.
—Si eso es cierto, tranquilízate, Rita. ¿Bien?
—Le diré a mi padre que usted y yo hemos hablado...
—Eso es.
—¿Dónde le encontrará, señor Bronson?
—No sé. Tengo que moverme... Que me localice. Puedo estar
aquí, o en la oficina del comisario, o en las oficinas de la línea...
Yazoo no es muy grande.
—Más bien chiquito... —sonrió un poco Rita.
Duke la miraba a los ojos fijamente.
—¿Por qué me espiabas? —inquirió.
—No sé... Siempre temía que usted buscase a mi padre...
—¿Le has dicho a tu padre que estoy aquí?
—No le he visto desde hace dos días; realiza viajes muy largos,
señor Bronson.
—Está bien, Rita. Tengo trabajo ahora. Recuerda esto: sería una
lástima que esa linda naricilla tuya fuese aplastada por una de estas
groseras puertas.
Y, sin más, Duke echó a andar, dejando a Rita poco menos que
desfallecida, pegada al quicio de la puerta, mirándole a sus anchas
espaldas, sin tener que ocultarse puesto que él ya sabía que era
observado. Duke aún sonrió un poco, de un modo extraño antes de
olvidar a la jovencísima y guapísima Rita.
Poco después estaba en la calle. Era verdad que poca gente se
disponía a acompañar el cadáver de miss Cermack, pero aun así
había un grupito delante de la funeraria. Por lo demás, algo
desagradable se notaba en el cálido y seco ambiente. La animación
en la calle era la de costumbre puesto que Yazoo, naturalmente,
contaba con otros negocios.
El sol, amarillo, solitario en lo alto, ponía de manifiesto lo tosco
de la mayor parte de las construcciones de Yazoo; de madera
envejecida por los elementos. Las falsas aceras, con matojos y
desperdicios debajo de los falsos bordillos. El leve viento, a su vez,
ponía de manifiesto que aquella calzada amarilla se componía casi
exclusivamente de polvo. Un polvo fino, irritante, lanzado a ráfagas
arremolinadas.
Duke se dirigió rectamente hacia la administración de la «Texas
Overland».
Notó, ya de lejos, que allí había movimiento.
Había gente en el porche; gente, y bultos; mercancías. Incluso
gente con aspecto de esperar su turno para emprender un viaje.
Duke se metió en el edificio, y fue recibido en la oficina por el
señor Trevor.
También estaba allí el señor Morley, un poco más sonrosado que
de costumbre; más bien... alterado; enrojecido por algo su rostro.
—Sargento... —dijo Trevor.
—¿Alguna novedad? —inquirió Duke.
—No... Y es de esperar que no siga esa clase de novedades —
rezongó Trevor—. Por lo pronto, estamos trabajando normalmente.
No podemos perder todo lo conseguido, sargento. Usted comprende,
sin duda.
—Así es, señor Trevor. He venido a verles para...
—Un momento —cortó el señor Morley.
Duke miró al hombrecillo; éste pestañeaba. O estaba asustado, o
furioso... O ambas cosas a la vez.
—¿Sí, señor Morley? —inquirió el rural.
—Yo... En fin, ya se lo he dicho a Trevor; me marcho de aquí.
Duke se pasó el dorso de la mano por el mentón.
Le miraba de soslayo.
—¿Se marcha, señor Morley? —inquirió.
—Sí, eso he dicho.
—Pues no sé si entiendo...
—Me marcho de Yazoo, señor Bronson —dijo Morley—. Y mi
decisión es irrevocable. Oh, no crea... Mi decisión va mucho más
lejos... No crea que me limito a abandonar este pueblo, no... Esta
misma mañana he cursado un telegrama dirigido a míster Bentley,
que es mi representado aquí. He comunicado a míster Bentley, en
ese telegrama, que presento mi dimisión como representante suyo, y
que regreso... Eso he hecho, sí. Y no me arrepiento.
—Ya... ¿Puedo saber el motivo? —inquirió, calmoso, Duke.
—¿No está claro? Yo no quiero ser el siguiente en la lista... No,
no... No interesa, señor Bronson. No tengo el menor interés en
seguir en este pueblo de salvajes... Me marcho.
Duke esbozó una sonrisa y miró a míster Trevor.
Trevor masculló:
—Es casi como declararse culpable... Cuando usted llegó,
estábamos discutiendo este asunto. No me gusta esa prisa por irse.
No es que pretenda acusarle abiertamente, pero...
—No podemos acusarle, en efecto —dijo Duke.
—¡Claro que no! ¡Ni retenerme aquí en contra de mi voluntad!
Y... es todo. Me despido aquí, señores. Buena suerte —dijo Morley.
Y con un pasito corto pero nervioso, decidido, abandonó aquel
despacho.
Cuando se hubo cerrado la puerta, míster Trevor miró a Duke.
—Usted no puede dejarle ir, sargento... —musitó Trevor.
—¿Por qué no?
—Pero... debe comprenderlo. Morley ha podido ordenar esos
crímenes, y ahora se marcha..., quizá para asesinar a míster
Bentley... ¡Cualquiera sabe! Es sospechosa su actitud, ¿no?
—Tal vez.
—Pero...
—Que se marche —cortó Duke—. En cierto modo, eso es una
reacción, y a mí me interesa observar todas las reacciones que se
produzcan. Puede ser que huya por miedo..., o que lo haga por
haber realizado una parte del trabajo que se había propuesto. En los
dos casos, yo sabré a qué atenerme.
—¿Le mandará vigilar?
—Bueno, es mejor que ahora no hablemos de lo que pienso
hacer con Morley.
—¿De qué hablamos, entonces? —inquirió Trevor.
—Se me ha ocurrido que puesto que han desaparecido dos de los
capitalistas de la línea...
—De hecho, sólo uno —atajó míster Trevor—. Fue asesinado
míster Bromfield, es verdad, pero su esposa, como heredera, sigue
teniendo su participación. Digamos que sólo ha desaparecido miss
Cermack.
—¿Ella tenía herederos?
—Que yo sepa, no.
—¿Qué ocurrirá con su capital invertido aquí?
—Eso queda en manos del juez, sargento. Nosotros queremos
adquirir las participaciones de miss Cermack, para no ampliar el
número de personas con derecho a pensar y a opinar en las cosas
de la «Texas Overland».
—Comprendo... Ha dicho «nosotros». ¿A quiénes se refiere?
—Bueno..., contaba con Morley, pero... se va. Y pienso hablarle
de esto a la señora Bromfield. Creo que estará de acuerdo.
—Es lógico... De todos modos, y por eso he venido a verle. creo
que sería conveniente que ustedes hagan llegar a mi conocimiento
cualquier oferta que reciban, provenga de quien provenga, con
respecto a la «Texas Overland». Alguien podría querer invertir
capital, puesto que de todos es sabido que la línea, actualmente, es
ya un buen negocio, y será magnífico dentro de unos meses.
—¿Cree que alguien asesina para adquirir participaciones?
—No sé... Pero es posible.
Míster Trevor meneaba la cabeza.
—Lo dudo, sargento —dijo—. Nadie de aquí tiene tanto dinero...
En Yazoo hay muchos pequeños ganaderos; otros prefieren la cría
de potros; hay agricultores... Pero, por lo general, gente más bien
modesta, o gente que, en todo caso, no tienen una economía tan
poderosa como para pensar en formar parte de la «Texas Overland».
—No tiene que ser forzosamente alguien de Yazoo, señor Trevor.
—Oh, bien...
—Usted piense un poco. Si oye alguna oferta, le ruego que me lo
haga saber.
—Sí, sí...
—Iré a ver a la señora Bromfield. ¿Cree que ella, en estos
momentos, reaccionaría cediendo sus intereses de la «Texas»?
—Lo creo posible. La señora Bromfield se ha derrumbado... —
musitó míster Trevor.
—Comprensible, ¿verdad?
—Ella amaba a su esposo... Lo ha perdido, y... mi impresión es la
de que Audrey, al perder a su esposo, ha perdido, al mismo tiempo,
su interés por todo. Es penoso de verdad... Tal vez, como usted
sugiere, sea presa fácil en estos momentos. Yo... trato de ayudarla,
pero ella prefiere estar sola.
Duke asintió con movimientos de cabeza.
—Y yo no la molestaré demasiado—dijo—. Nos veremos, señor
Trevor.
***
El solitario jinete que se había metido en la cañada, de fondo
sombreado, fresco, con rumor de agua, era míster Morley. Míster
Morley ni siquiera había esperado la diligencia. No, no. Tardaría más,
quizá, a caballo, pero se alejaría antes de Yazoo. Míster Morley sabía
muy bien que era un tipo insignificante; era casi feo, gordito, sin
mucha personalidad...
De acuerdo, de acuerdo... Pero él quería lo que tenía. Su piel
sonrosadita podía quedar convertida en algo de deprimente color
terroso si permanecía en Yazoo. No, no... No poseía intereses
propios en el negocio ni tenía madera de héroe.
Así que cabalgaba por la cañada, sintiéndose un poco más feliz.
Le duró poco, no obstante.
El no había visto ni oído nada; míster Morley no estaba
acostumbrado a aquello.
Lo que sí oyó con toda claridad fue la voz:
—Pare ahí, míster Morley. Y no se vuelva. ¡No se vuelva!
La repetición fue realmente imperativa, y Morley, que quedó
blanco como un sudario de modo inmediato, obedeció, quedando
muy quieto, sin intentar volver la cabeza. Notaba ya brotar el sudor.
Su pobre piel sonrosadita...
Oía pasos; más de un hombre, estaba seguro...
—Así, señor Morley. Y no tema.
—Oiga... Y-yo... yo me iba. Abandono, ¿lo entiende? He dimitido.
¿A mí qué me importan esas diligencias? ¿Lo entiende? Ya no
significo nada...
—Cállese.
—Le juro que es cierto...
Morley no terminó de hablar. Tiraron de él, tras agarrarle por la
espalda, y mientras caía, con un angustioso chillido, repleto de
terror, le golpearon con fuerza en la cabeza, de modo que Morley,
sin conocimiento, quedó en manos de aquellos dos tipos, que le
miraban inexpresivamente.
Uno de ellos dijo:
—No perdamos tiempo; cárgale sobre el caballo. Yo voy a buscar
los nuestros.
—Bien.
El pistolero que se había quedado, cargó con ciertas dificultades
a Morley en la silla del caballo, cruzado sobre ella, colgando brazos y
piernas a ambos costados del animal. Luego, el tipo se quitó el
pañuelo del cuello, y lo anudó alrededor de la cabeza de Morley, con
el clarísimo objetivo de vendarle los ojos.
Se aseguró de que el tipo no vería cuando recobrase el
conocimiento, y esperó un poco. Llegaba el otro, montado, y con un
caballo de la brida. Se detuvo, sin desmontar, junto a su compañero.
—Vamos —dijo.
Poco después, dos jinetes salían de la cañada, guiando un caballo
que llevaba su carga humana cruzada. Y no fueron muy lejos, en
realidad. Tan sólo a un par de millas de la cañada, a un promontorio
rocoso, no muy alto, pero sí alargado; rocas grises, con matojos,
hierbas, florecillas entre los resquicios y alguna carrasca de delgado
y retorcido tronco.
Se internaron por entre las rocas, para llegar poco más tarde
frente a un orificio natural.
Desmontaron.
Se acercaron los dos a míster Morley, y le apearon, dejándole de
pie.
Morley, que hasta el momento no sabía muy bien lo que sucedía,
se limitaba a tener miedo, lo cual, a su entender, era muy
recomendable. Tener miedo, y demostrarlo. Tenían que creerle: él
abandonaba. El no tenía parte alguna en aquel asunto de la «Texas
Overland».
—Camine —oyó.
Y, además, le agarraban de un brazo, guiándole.
Notó que le introducían en algún sitio; muy fresco, muy
agradable. No tenía noción de dónde, ésa es la verdad, pero él
obedecía; obedecer en todo momento, sí...
—Aquí está —dijo una voz.
—Bien, que se siente.
—Ya oyó, Morley. Siéntese. Perdone que no podamos ofrecerle
comodidades.
—Oigan, yo...
—Primero, escuche. Es lo correcto, ¿no?
Morley suspiró; se sentó.
Sólo sabía que dos hombres le habían conducido a un lugar
donde otro hombre esperaba.
CAPÍTULO 3
AQUELLA voz que oía, correspondía al hombre que le había
estado esperando. Era una voz un poco rara. Pese a sus
inexperiencias en ciertos aspectos, Morley no era un estúpido, y
dedujo que el tipo disimulaba la voz. Bien, eso, y todo lo que estaba
ocurriendo, lo olvidaría si se lo pedían.
La voz decía:
—¿Por qué se iba, señor Morley?
—Estoy asustado; es la única verdad... Yo no tengo intereses
propios en la «Texas Overland»; como tampoco soy un héroe, me
marcho. Nadie puede obligarme a permanecer aquí...
—Bien, bien. Entonces..., digamos que nosotros no vamos a
obligarle, señor Morley. Para hacer las cosas bien, digamos que... le
pedimos por favor que se quede.
Morley se humedeció los labios.
—Pero... ¿por qué? —musitó.
—No puedo anticiparle gran cosa, señor Morley, pero sí quiero
que sepa que usted, en breve, recibirá una oferta, en relación con la
«Texas Overland». Por tanto, repito, le rogamos que permanezca en
Yazoo, con el fin de que pueda escuchar esa oferta.
—¿Una oferta...?
—Eso he dicho.
—Pero..., en fin, me gustaría complacerles...
—Va a complacernos, señor Morley, ¿de acuerdo?
Morley suspiró.
El, a obedecer.
—Está bien... —dijo con voz débil—. ¿Y cuándo recibiré esa
oferta?
—Lamento no poder ser preciso en estos momentos. Puede que
la reciba hoy mismo, puede que sea dentro de cuatro días. No lo sé
aún, lo siento.
—¿Tampoco puede anticiparme algo sobre esa oferta?
—No.
—Bien...
—Usted regrese, señor Morley. Y limítese a esperar.
—Pero... ustedes me matarán...
Se oyó una risa casi amable.
—No, no señor Morley, nada de eso —dijo aquella voz—. Observe
la serie de precauciones que hemos tomado. Le pedimos disculpas
por el golpe, y las incomodidades que le causamos, pero comprenda
que es necesario para que usted no nos conozca, ni reconozca el
lugar donde se encuentra en estos momentos. Pues bien; tantas
precauciones obedecen al único motivo de que no deseamos
matarle. ¿Lo comprende?
—Creo que sí...
—Excelente. Puesto que usted no puede hablar de nosotros, no
tenemos necesidad de matarle. Por otra parte, le necesitamos
para..., en fin, para esos negocios. Usted, señor Morley, si se
muestra razonable tiene garantizada la vida.
Morley suspiró ruidosamente.
—Les obedeceré, sí... Claro que sí... Haré lo que me digan.
—Muchas gracias, señor Morley. Ahora, vendado, le
conduciremos lejos de aquí. En el momento oportuno se le retirará la
venda, y usted, puesto que dispone de su caballo, regresará sin
complicaciones a Yazoo. Le deseamos buen retorno, y, por favor,
cumpla; regrese, y espere. De lo contrario, podríamos sentimos
molestos con usted. Y es peligroso.
Morley tragó saliva. El ya sabía que era peligroso... Bromfield,
dos balazos de rifle en el pecho; miss Cermack, una horrenda
cuchillada en la espalda.
—Pienso obedecer, ya lo he dicho —musitó Morley.
—Perfecto. Hasta pronto, señor Morley. Oh, otra cosa; no se
impaciente si la oferta tarda un poco. Usted ya sabe que los
negocios, los buenos negocios, se consiguen sin precipitaciones. ¿De
acuerdo en todo?
—Sí, sí...
—Hemos terminado, entonces. Ha sido un placer tratar con
usted. Acompañadle.
Morley notó que le ponían en pie. Casi, casi, se sentía satisfecho
y feliz. ¿Acaso no estaba vivo?
Le sacaron de aquel lugar de agradable ambiente fresco y le
montaban. Ya se estaban alejando, al trote.
***
La señora Bromfield estaba en el despacho de la casa. ¿Ella tenía
que cuidar de los negocios? ¿Ella? ¿Y qué podían importarle los
negocios, el dinero, la «Texas Overland» ¿Dónde estaba John?
¿Dónde? Y la desdichada Audrey lloraba; una vez más. Lágrimas
gruesas, inagotables... Había momentos en que creía agotada su
capacidad para el llanto, pero no era así. Una y otra vez sus ojos se
llenaban de lágrimas, su corazón de congoja.
Aquella era una soledad espantosa.
Espantosa, exactamente. Daba espanto seguir viviendo...
Negocios, papeles, decisiones... ¿Ella?
Llamaron a la puerta en aquel momento. Debía ser Tuck, el viejo
peón que cuidaba de la casa.
—Sí —musitó.
El arrugado y curtido Tuck abrió la puerta; tenía el sombrero en
las manos.
—Señora..., quieren verla.
—¿Quién? —inquirió, sin el menor interés en su tono, Audrey.
—Es Edward Grundy.
—Ned... Oh, bien, que entre, Tuck...
—Sí, señora.
Desapareció el peón, y un instante después aparecía Edward
Grundy. Un tipo alto, seco, pero fuerte; cabellos rubios y canos se
mezclaban de modo extraño en su cabeza; ojos grises, boca pálida.
Vestía traje oscuro y no llevaba armas; manoseaba un sombrero y su
expresión era claramente compungida; incluso algo tímida.
—Audrey..., señora Bromfield... —musitó el hombre.
—Entra, Ned —dijo ella, sin dejar de mirar a aquel hombre, ni
hacer nada por disimular sus lágrimas.
Grundy cerró la puerta y dio unos pasos hacia Audrey.
—Siéntate.
—Gracias, señora...
—Oh, vamos... Nos conocemos hace mucho tiempo, Ned.
—Sí, Audrey.
—¿Qué sucede, Ned?
—Yo... he dejado pasar unos días, Audrey... Por tu dolor, ¿sabes?
Hubiese venido antes a verte, pero... Imaginé que te sobraba todo a
tu alrededor... Yo también siento dolor, Audrey. John ha sido siempre
bueno conmigo, tú lo sabes. A veces, lo confieso, no he merecido su
ayuda, pero...
Se interrumpió; miró al suelo.
Audrey dijo:
—Debes tener algún problema. Ned. ¿Sí?
—Sí, claro... Si crees que es pronto para hablar de eso, volveré
otro día...
—No, no. Lo tuyo es distinto. Si John era bueno contigo, debo
atenderte.
—Pero no estás obligada a ser como él, Audrey.
—Lo estoy. Lo estoy, Ned. Si yo tuviera fuerzas, lucharía por
conseguir lo que él se proponía; crear algo importante. No sé... Creo
que fracasaré... Lo veo todo negro, espeso, deprimente, absurdo,
irreal... Siento la impresión de que yo no soy yo... Que nada de esto
ha ocurrido, ni reza conmigo. Pero... vayamos a tu problema.
—No quisiera molestar...
—Por favor, Ned.
El la miró a los ojos; ya no lloraba. Sus ojos sólo mostraban dolor
en aquellos momentos; ojos enrojecidos, algo abotagados por el
llanto.
—Bien... Tú sabes que yo me dedico a la cría de potros, ¿no es
así?
—Sí, en efecto.
—Es... un trabajo que me ofreció John. Tú sabes que estuve
ausente de aquí y regresé... fracasado. John me tendió la mano; me
prestó unos terrenos, muy buenos, además, y me proporcionó el
primer dinero para la adquisición de crías. He ido trabajando...
Resulta que he conseguido algo. Pero ocurre que si bien le devolví a
John su préstamo en efectivo, no sucede lo mismo con las tierras,
que, naturalmente, siguen siendo suyas... Es decir, ahora son de tu
propiedad.
Audrey consiguió una pálida sonrisa; asomó una luz de bondad a
sus pupilas.
—Por favor, Ned... ¿Temes que te eche de esas tierras? —
inquirió.
Ned Grundy parecía un poco indeciso.
—Ya digo que no estás obligada a ser tan buena como John...
—No lo soy, es verdad; es muy difícil imitarle. Sin embargo,
repito que respetaré cuanto él hizo.
—Gracias... Gracias, Audrey... Pero hay algo más.
—Sigue, entonces.
—Sucede que... quería darle una sorpresa a John...
—¿Una sorpresa?
—Sí, sí... Verás: con mi trabajo, con mi esfuerzo, y por primera
vez en mi vida, he conseguido algo... Bueno, me refiero a un poco
de dinero. Son cinco mil dólares. Yo... estaba muy ilusionado,
¿comprendes? Pensaba venir a ver a John y pedirle que me vendiera
esas tierras. Puedo pagarlas; tengo los cinco mil dólares que valen.
Estoy seguro de que..., sí: John se hubiese alegrado... Ha sido
mucho esfuerzo, Audrey, para reunir ese dinero...
—¿Quieres comprarme las tierras?
—Ya digo que era mi gran ilusión. Por todo... Por mi constancia
en el trabajo; por el dinero ahorrado, por la sorpresa que hubiese
causado a John... Por todo, Audrey. Y, claro, para ser totalmente
independiente.
—Quédatelas.
—Audrey..., no sé si entiendo...
—Te las regalo, Ned... Supongo que John hubiese reaccionado de
la misma manera. A mí no me hacen falta y, por lo que veo,
representan mucho para ti. Pues bien, son tuyas. Te las regalo.
Edward Grundy tragó saliva; sus ojos grises miraban, con
sorpresa, a Audrey.
—Gracias... Muchas gracias, Audrey... Pero no puedo aceptar.
—¿Por qué? —se asombró Audrey—. ¿No las quieres?
—Sí, sí... Pero no acepto el regalo. Compréndelo... Quiero
pagarlas... Quiero obtenerlas con mi esfuerzo; quiero darte, a
cambio, en una operación de compraventa, esos cinco mil dólares...
Tienes que aceptarlos, Audrey... He luchado por eso... No quiero
ahora la solución fácil. ¿Lo entiendes? Te ruego que aceptes mi
dinero; lo he ido ahorrando para eso...
—Creo entender, Ned... Tal vez considerarías inútil tu esfuerzo si
yo te allano tanto las cosas.
—¡Exacto, Audrey!
—Muy bien. Aceptaré tu dinero, entonces.
—Eso es... Yo... yo quisiera hacer algo por ti, Audrey, pero no veo
qué... Lo siento de verdad; no es una frase, ¿comprendes? Yo sería
un perro mal nacido..., perdona, pero lo sería, si no sintiera dolor por
la... desaparición de John Bromfield... ¿Puedo ayudarte en algo,
Audrey? ¿Qué necesitas?
Ella negaba con la cabeza.
—Agradezco tu aliento, Ned, pero... no necesito nada. Es decir,
sí: a John. Pero... —contuvo apenas un sollozo.
Grundy, silencioso, respetaba su dolor.
Cuando ella se repuso, Grundy dijo:
—Para que no tengas que molestarte, Audrey, iré a hablar con el
notario; extenderemos el documento y yo mismo te lo traeré para la
firma. ¿Te parece bien? ¿No te será molesto...?
—No, no. Y buena suerte, Ned.
—Lo mismo te deseo, Audrey. Te ruego que si necesitas algo, no
vaciles en comunicármelo...
—Gracias, Ned.
—Soy sincero, Audrey: rabiosamente sincero. Y pídeme lo que
sea.
—No sé... Nada, ahora. Nada, Ned...
Edward Grundy se puso en pie.
Tenía la cabeza inclinada y le daba vueltas al sombrero.
—Volveré cuando tenga esos papeles listos; traeré el dinero —
murmuró.
—Está bien.
—Gracias de nuevo, Audrey. Hasta esta tarde o mañana.
—Adiós, Ned.
Se fue.
Paso largo, nervioso. Al salir al vestíbulo, Edward Grundy vio al
rural, al sargento Duke Bronson, que estaba sentado, esperando,
con cara totalmente inexpresiva; aquella cara con barba color
bronce, con los ojos quietos, de mirada tranquila, indiferente, casi de
superioridad. Edward Grundy saludó con unos murmullos y poco
después estaba en la calle. El rural, entonces, se anunció a Audrey y
pasó al despacho, donde ella le invitó a tomar asiento.
—¿Ha sucedido algo más, sargento? —susurró Audrey.
—No...
—¿A qué se debe su visita, entonces?
—Será breve, señora Bromfield. Tan sólo quiero rogarle que si
usted recibe alguna oferta relativa a la «Texas Overland», me lo
comunique inmediatamente; cualquier oferta, y de quien quiera que
provenga.
Audrey asentía con movimientos de cabeza.
—Parece lógico que se realice esa oferta —musitó—. De otro
modo, la muerte de John y de miss Cermack sería inútil... ¿No es
eso?
—Exacto, señora Bromfield. Esos asesinatos no tendrían objeto.
Por tanto, tiene que ocurrir algo; alguien intentará formar parte de la
«Texas Overland». Hay que... encontrar algún camino, señora
Bromfield. No es posible sospechar de usted, ni... ni de Trevor, por lo
que voy viendo... Morley se ha ido, pero se le vigilará... Es
desconcertante, no crea.
Audrey pestañeó, como dolorida, a juzgar por su expresión.
—Sargento..., ¿usted sospechó de mí? —susurró.
—Por Dios, señora Bromfield... No he querido decir eso. Nuestra
obligación es sospechar de todo, pero hay cosas que...
—Le comprendo, sargento. Le informaré si se produjera esa
oferta; descuide. Yo... quisiera que el asesino de John pagara su
crimen... Sí, sí... Que lo pague. Ha hecho mucho daño ese asesino...
—Lo procuraremos, señora Bromfield. Y... es todo. No la molesto
más.
—No me molestaba, sargento...
—Muy amable. Diga..., ¿quién es el hombre que ha estado aquí?
—¿Ned?
—Acaba de salir.
—Sí, Ned... Ned Grundy. Un viejo amigo nuestro. Oh, por
supuesto, no, tiene relación alguna con la «Texas Overland».
—Ya...
Duke prefirió omitir que había oído bastante de la conversación
entre Audrey y aquel Edward Grundy.
Y se despidió.
Era la hora del almuerzo. Salió a la calle, dispuesto a ir a su
cuarto en la pensión de Jock Nat, refrescarse un poco y luego salir a
almorzar. Cruzó la calle, ya muy poco animada, aplastada por el sol,
con las moscas zumbando, con los porches sombreados, albergando
a gente llena de pereza...
Cinco minutos más tarde abría la puerta de su cuarto. Iba a
quitarse el chaleco oscuro, cuando sonó una llamada en la puerta.
Abrió.
Durante medio minuto, estuvo mirando con fijeza a aquel
hombre. Un tipo bajo, fuerte, cabello gris, ojos marrones; un rostro
curtido, inexpresivo... Un hombre sin armas, vestido algo
toscamente, pero bien afeitado y limpio. Al lado de aquel hombre,
estaba Rita, que sentía tremendas palpitaciones cada vez que veía a
Duke Bronson, el rural de bronce.
—Roy... —murmuró Duke—. Pasa.
CAPÍTULO 4
AQUEL hombre, Roy Burke, dio un paso hacia el interior del
cuarto. Rita, junto a él, quiso avanzar también, pero el rural avanzó
una mano, que quedó a dos pulgadas tan sólo del pecho de Rita.
—Tú, no, Rita. Espera en tu cuarto.
—Pero... Debo oírlo; quiero estar delante. Tengo derecho, señor
Bronson...
—Seguramente, a tu padre no le interesará que...
—Por mí, que entre, sargento —murmuró Roy Burke.
Duke miró a la joven, que en aquellos momentos sonreía feliz.
¿Feliz? Sí, demonios, feliz. ¿Y por qué?, se preguntaba, perplejo,
ceñudo, Duke, mientras se hacía a un lado, dejando paso libre a
ambos sin que Rita dejase de mirarle, con algo tan evidentísimo en
sus pupilas que la confusión de Duke aumentaba por segundos.
Luego, ella, silenciosa, como demostrando que estaba dispuesta a
ser discreta, se sentó en una silla, con las manos sobre el regazo.
Pero cambió de sitio, al ver que Duke ocupaba un asiento desde el
que Rita sólo le veía de perfil. Ella quería verle de frente.
Duke carraspeó; había observado la maniobra, lo mismo que Roy
Burke.
—Veo que no llevas armas, Roy —dijo por fin, Duke.
—No estoy trabajando, sargento.
—Ya... Rita me dijo que ahora se siente orgullosa de ir contigo,
de estar a tu lado.
—Se lo agradezco... Aún no le he dado mucho, sargento, pero
espero poder hacerlo... Ella me dijo que usted quería hablar
conmigo...
—Así es.
—Bien... En primer lugar, tengo que decir que me alegro de
verle, sargento. Y que le estoy agradecido.
—Magnífico, Roy... ¿Cuánto hace que trabajas en la «Texas
Overland»?
—Tres semanas.
—¿Vas conociendo el ambiente?
—Pues... algo, claro. No es mucho el tiempo que paso en Yazoo.
Viajo casi constantemente, junto al conductor de la diligencia; ése es
mi trabajo, claro; con un rifle y dos revólveres. Debo decir que hasta
ahora no ha ocurrido absolutamente nada; mi trabajo se
desenvuelve plácidamente, hasta el punto de que tengo la impresión
de que no gano lo que me pagan.
—Realizas un trabajo, Roy, y por eso te pagan. Bien... ¿Qué has
observado en la «Texas Overland»?
—Tiene buen futuro; magnífico..., siempre y cuando se elija como
cerebro del negocio a un hombre que posea algunas de las
cualidades de míster Bromfield. Lo conocí personalmente, sargento,
y mi impresión sobre él era magnífica. Gozaba del... cariño, diría yo,
de la gente que trataba con él. Un gran hombre, sargento. Y... un
lamentable final.
—Sí... A eso iba, Roy.
—¿Sospecha de mí?
—No. Oh, vamos, Roy... Estoy dispuesto a creerte; me prometiste
honradez en lo sucesivo y convertir a Rita en una mujer. Lo primero,
si lo dices, lo creo. Lo segundo... —miró a Rita, que enrojeció de
placer al observar la mirada de Duke—. Lo segundo, Roy, salta a la
vista. Rita es una chica guapísima, limpia, sana... Y parece feliz. Por
tanto, lo que quiero preguntarte, lo que quiero que me digas, es tu
impresión sobre lo ocurrido.
Roy meneó la cabeza.
—No sé, sargento...
—¿No crees que haya intervenido alguien de la «Texas»?
—Podría ser, claro...
—¿Cuántos guardas existen en nómina?
—Diez.
—¿Nuevos como tú?
—Cuatro..., incluido yo.
—¿Qué hacen?
—Lo mismo que yo, supongo... Ellos viven de otro modo, puesto
que mientras yo me alojo en la pensión, por estar cerca de Rita,
ellos conviven en el dormitorio que hay en la casa de postas... No los
conozco a fondo.
—¿Puedes conocerlos, Roy?
—Puedo intentarlo —dijo, con cara inexpresiva, Roy.
—Sin que... sospechen de ti, claro.
—Espero poder arreglármelas.
—Roy..., te das cuenta de que la Ley te pide colaboración.
—En efecto, sargento. Y estoy dispuesto a prestarla.
—Excelente, Roy... Me alegro de ello. Por ti, y... —la miró de
nuevo— por ella, por Rita, claro. No te delates, Roy, ¿comprendes?
Observa, simplemente. Ten en cuenta que se han cometido ya dos
crímenes.
—Lo sé bien, sargento.
—Eso es todo, entonces. Ya sabes cómo localizarme; aquí. Es
más discreto.
Roy se puso en pie.
Rita, desganadamente, le imitó. El rural les acompañaba hasta la
puerta.
—Tendrá noticias mías, sargento —dijo Roy Burke.
Y salió el primero.
Rita se retrasó un poco, mirando con sus grandes ojos al rural. Le
sonreía. Había millones de destellos en sus verdes pupilas...
Después de la hora genera! de siesta, Duke se había dirigido a la
oficina del comisario Roberts, un pelirrojo barbudo, de cincuenta
años, que olía a mil demonios. El tipo estaba aún resoplando, con los
pies sobre el escritorio. Duke no se molestó por eso, agarró una silla
y la arrastró hacia el porche de la oficina, donde el sombrajo
protegía del sol. Lió un cigarrillo y lo encendió. Estaba a la espera de
alguna noticia con respecto a Morley, ya que había cursado tres
telegramas, a distintos destacamentos, con instrucciones al respecto.
Fumaba, entornados los ojos, viendo, lentamente, desperezarse
el pueblo. Ya llegaba algún jinete; alguna carreta se ponía en
movimiento, con un perro detrás, escandalizando con sus ladridos...
Y unos minutos más tarde, Duke achicaba los ojos, como si
tratase de ocultarse a sí mismo aquella sorpresa: Brian Morley
regresaba. Era aquel jinete cansino que había aparecido por una
punta del pueblo, y se acercaba, cabalgando por el centro de la
calzada, al hotel; debía pasar frente a la oficina de Roberts, y Duke
se puso en pie, mirándole.
Morley le había visto ya, y varió ligeramente el rumbo del caballo,
acercándose al atadero situado frente a la oficina de Roberts, cuyos
resoplidos eran audibles desde el exterior.
Morley, pálido, lleno de polvo, espantado, desmontó frente a la
oficina del comisario, trabó el caballo y subió al porche, quedando
frente a Duke.
—Señor Morley...
—Usted, sargento, tiene que ayudarme. Ha sido horrible...
—Pase. Hablaremos dentro.
—Sí, sí...
Los dos hombres pasaron a la oficina; hicieron un poco de ruido
y Roberts despertó, exagerando su sorpresa al ver a Morley.
—Pero, oiga, ¿usted no se había largado? Las bromas no...
—Cierre la boca, Roberts —gruñó Duke—. Es más interesante
escucharle a él.
—Sin duda... —gruñó Roberts.
Morley se pasaba un pañuelo por el rostro.
—Horrible, horrible... Horrible... —repetía—. Tropecé con ellos,
sargento...
—Vaya... ¿Le maltrataron?
—No, no... Verá; me apuntaban con varios rifles...
—¿Cuántos eran?
—No sé... Me vendaron los ojos...
Duke esbozó una sonrisa.
—Cálmese, señor Morley, se lo ruego —pidió.
—Sí, sí... Me condujeron a...
—Vamos, dígalo.
—¡Es que no lo sé! ¡Me vendaron los ojos! Luego..., cuando me
encontré libre, estaba desorientado. ¡Oh..., ni siquiera sé dónde he
estado! Es horrible...
—Ya veo; le detuvieron, le vendaron los ojos y le condujeron a un
lugar. ¿Qué más, señor Morley?
—Me... me han ordenado regresar. Y debo esperar aquí una
oferta sobre la «Texas Overland»... Eso es lo que hay. Me dijo que
no me impacientase. Lo mismo puede llegar esa oferta esta tarde,
que dentro de cuatro días. Yo protesté, les dije que había
presentado la dimisión como representante del señor Bentley... No
me hicieron caso. Y... y tengo que esperar. Una hora, o cuatro días;
o más. ¡Cualquiera sabe...! Señor Bronson, usted tiene que
protegerme... Tal vez sólo es una trampa para matarme... Usted
tiene que...
—No sea absurdo, señor Morley —dijo Duke—. No hacía falta
tanta sutileza para matarle; con haberle clavado dos balas en la
coronilla, en paz. No tenían que molestarse tanto..
—¿D-dos... dos balas en la... la coronilla...?
—Es un decir.
—Dios mío...
El sonrosadito, pálido aún, temblaba.
—Pero no lo harán, está claro. Usted de momento, no corre
peligro. Usted recibirá una oferta. Bien... Yo quiero saber, de
inmediato, el momento en que usted reciba a alguien con esa oferta,
o con instrucciones... Señor Morley, esto es lo mejor que podía
ocurrir. ¿No lo entiende? Alguien le buscará a usted... y me
encontrará a mí...
—¡Pero yo en medio! No. no...
—Por favor, señor Morley; nada le ocurrirá. Podemos buscar un
medio para que usted comunique de inmediato lo que haya al
respecto. Por ejemplo, si es de noche, encenderá el quinqué, pero al
tercer intento. Yo estaré vigilando la ventana; por tanto, cerca de
usted. Si la llegada del hombre que esperamos se produce durante
el día, usted se aproxima a la ventana, y enciende un puro...
—Pero yo no fumo...
—Por una vez... —gruñó secamente el rural.
—Bien, bien... ¿Y si se dan cuenta de que hago señales?
—Usted lo hace con naturalidad, y no sospecharán.
—¿No sería mejor tenerle a usted más cerca, sargento?
—Pues..., realmente, no me seduce dormir con usted, señor
Morley. Por otra parte, comprenda que si me ven junto a usted, no
se producirá la oferta; le rehuirán, como es lógico. Usted
permanezca aislado..., aparentemente, claro. ¿De acuerdo? Supongo
que se dará cuenta de que para que yo vea sus señales, debo estar
permanentemente de guardia. Es decir, constante vigilancia cerca de
usted, lo cual debe tranquilizarle. Si por cualquier razón yo abandono
la vigilancia, me sustituirá el comisario Roberts, quien, de captar sus
señales, me avisará inmediatamente.
Morley suspiró.
Soltó un gemidito luego.
—Maldita sea... Me matarán...
—No antes de que usted escuche la oferta, y tome una decisión.
Y para cuando quieran matarle, ya será tarde.
—Dios mío... Es horrible... Horrible...
—Ahora, regrese al hotel y tranquilícese.
***
—¿Nada? —inquirió Roberts.
—No.
—Yo he cenado, sargento. Puedo relevarle —dijo el comisario.
—Gracias, Roberts... Tardaré menos de media hora.
—Bueno, no se apresure...
Duke salió de la oficina del comisario, dejando la vigilancia de la
ventana al cargo de Roberts. Era ya noche cerrada y Duke se alegró
de poder estirar las piernas. Luego invirtió unos quince minutos en
cenar un poco y fue a la pensión, por si Roy tenía algo que
comunicarle. No era de esperar que Roy se presentase en la oficina
de la Ley, ya que su colaboración, para ser efectiva, debía ser
discreta.
Así que el rural fue a su cuarto, encendió el quinqué, lió un
cigarrillo y se sentó, fumando, en el borde del lecho.
La verdad es que estaba impaciente, desorientado. Tan sólo lo
ocurrido con Morley podría arrojar un poco de luz sobre aquel
asunto. Aunque..., realmente, era un modo muy torpe de hacer las
cosas... Casi parecía imposible que el asesino de Bromfield y miss
Cermack fuese tan confiado como para detener a Morley y decirle
que regresara en espera de una oferta sobre la Texas.
Demonios...
Cada vez resultaba menos verosímil.
Y si Morley mentía, ¿por qué había regresado?
Duke apuraba la colilla, arrugada la frente, sin dejar de pensar.
El asesino debía tener previsto que Morley hablaría con e rural.
No podía ser de otro modo... ¿Cómo esperaba, pues comunicarse
con Morley? El asesino, por fuerza, debía saber que el rural vigilaría
a Morley.
Inconcebible.
Lo único real era aquella llamada en la puerta del cuarto.
Duke se apresuró a abrir y pestañeó al ver allí a Rita. Ella estaba
quieta, sonriendo tímidamente, con aquella luz en sus ojos...
—Rita... Hum, estás muy bonita; muy elegante con ese vestido.
Pareces una damita. Bueno, ¿qué quieres?
—Un recado para usted, señor Bronson.
—Ah...
—Si pasamos, todo será más discreto —dijo ella.
—Claro... ¿Y qué es todo, adorable pequeña?
Ella ya había entrado.
—¿Lo de adorable es una burla? —susurró.
—No creo... Me ha salido en serio...
—Oh, señor Bronson...
—¿Y lo discreto, Rita?
—E-el... recado... —se sonrojó ella.
—Bien, siéntate. Me da la impresión de que vas a alguna fiesta,
Rita. Tan elegante y guapa... No sabía que había algún baile esta
noche. ¿El cumpleaños de algún ganadero, quizá? ¿O...?
—No, no. L-la... la fiesta, señor Bronson... está... aquí —susurró
ella.
—¿Aquí? ¿En el pueblo?
—No, no. Aquí.
—¿Jock Nat da un fiesta?
—Oh. Duke, por favor... Me he puesto elegante por us... por ti...
Y me he peinado por ti, y... y si mis ojos brillan es por ti, y si me
siento feliz, es por verte; sólo por verte. Imagina qué sería para mí si
tú...
—Rita... ¿Te estás declarando?
—Piensa lo que quieras. Si te parece poco...
—Oh, vamos. ¿No ves? Tengo doce años más que tú; me afeito
cada cuatro meses, me limpio las uñas con una navaja, me...
—Eso no es verdad. Por lo demás, adoro a los hombres que me
llevan doce años, y que se afeitan cada cuatro meses.
Duke frunció el ceño.
—¿A todos los hombres que tienen treinta y dos años y que se
afeitan cada cuatro meses? —gruñó.
—Duke, por favor... A uno sólo; a ti. ¿Crees que he declarado que
te amo?
—Yo diría que... que sí, claro...
—Ahora, el recado de mi padre. Dice que míster Trevor, como
simple medida de precaución, ha dispuesto que dos de los hombres
que en estos momentos están libres de servicio le protejan. Ha
situado a uno en el patio de su casa y a otro en la fachada principal,
en el porche. Que míster Trevor se muestra preocupado por el
regreso del señor Morley. Y... mi padre opina que míster Trevor es un
poco egoísta, al no nombrar el mismo servicio para la protección de
la señora Bromfield, aunque es posible que Trevor crea de buena fe
que a ella no la atacarán. En cuanto a míster Morley, nadie debe
estar cerca de él, con el fin de facilitar que quien sea pueda llegar
hasta él, y hacerle esa oferta. De ahí que no exista vigilancia en
torno a míster Morley.
—Bien... En realidad, míster Trevor actúa correctamente —dijo
Duke—. Sus precauciones me parecen lógicas. Es verdad, por otra
parte, que yo he ordenado que no haya nadie cerca de míster
Morley. Y..., sería sorprendente que atacaran a la señora Bromfield.
Está bien, Rita, eso es todo, ¿eh?
—Mi padre dice que está a la espera por si le corresponde algún
turno de guardia en la casa de míster Trevor. De todos modos, si
ocurriese algo, te avisaría inmediatamente.
—Excelente. Rita..., ¿sabes?, eres tú quien ha conseguido que tu
padre sea ahora un hombre honesto.
—Fuiste, tú, Duke.
—No, demonios...
—¿Entre los dos, Duke, entre tú y yo?
—Ajá. Vamos a dejarlo así.
—Duke..., pienso que... entre nosotros dos podríamos seguir
haciendo grandes cosas... —dijo Rita, sonriendo dulcemente, y
acercándose mucho al rural; tanto, que casi le tocaba. Y le miraba a
los ojos. Había que ser ciego e imbécil para no darse cuenta de que
Rita era una auténtica mujer. Bonita y dulce, capaz de confesar un
amor, de sonrojarse, de ser feliz con sólo ver al hombre al que
amaba...
—¿Grandes... cosas? —gruñó Duke.
—Con amor, sí. Muchas y grandes. Desde... una casita feliz, hasta
criar hijos como montañas... Son... ejemplos, mi amor...
—Rita..., me aturdes un poco.
—Te quiero, Duke. Oh, no sé... Más que eso. Te adoro. Tú no
digas nada, por favor. Nada, aún. Cuando..., alguna vez, sientas algo
hacia mí, entonces me lo dices. Yo te esperaré. Lo que sea. Cien
años, si es preciso; siempre. Y cuando quieras, ven a mi lado. Ya sé
que todo esto puede parecer más propio de una niña que de una
mujer, pero, compréndelo, sólo tengo veinte años. Y me gusta
tenerlos. Y..., tengo algo que decirte: sólo los tendré una vez, Duke.
Me gustaría que fuesen para ti... Es decir, deseo con toda mi alma
que mi juventud sea para ti...
Duke estaba realmente serio en aquellos momentos. No ceñudo,
ni torvo, ni con un gesto malhumorado, no; serio.
Rostro grave; ojos escrutadores, fijos en los de Rita.
De pronto, alargó las manos un poco; hacía falta poco para llegar
hasta el rostro de Rita, y acariciarla.
—Es muy posible que junto a ti se puedan hacer grandes cosas,
Rita—murmuró el rural—. Y, realmente, tienes razón: veinte años se
tienen una vez. Y se ama de. verdad una vez; creo yo. Y lo que se
emprende con juventud, amor e ilusión, dura siempre... ¿Estás de
acuerdo?
—En todo, Duke.
—Pequeña...
—Si no quieres, no digas más. Me siento ya..., muy feliz... —
sonrió—. Y mi... fiesta ha sido un éxito...
Duke sonrió también.
—Que sea un poco de fiesta para los dos —susurró.
Y con ambas manos atrajo el rostro de Rita hacia sí. Vio el
temblor de aquellos labios sonrosados, brillantes, juveniles; observó
que la respiración de Rita perdía el ritmo; un bonito busto, erguido,
firme, estaba estremecido... Luego, el beso.
Duke tuvo que cerrar los ojos.
Luego se miraron.
—Rita... —susurró el rural.
—¿Me quieres un poco?
—¡Un poco...! No sé... Me ha sorprendido el amor, pequeña...
—¿Es bonito?
—Ajá...
—Ahora, me marcho, Duke. Tienes cosas que hacer.
—Sí, es verdad...
El segundo beso.
Maravilloso...
CAPÍTULO 5
EL apergaminado Tuck abrió la puerta de la casa de la señora
Bromfield y miró a Edward Grundy, que se había quitado el
sombrero; lo llevaba en la zurda; en la diestra, unos papeles
enrollados.
—Buenas noches. Ya sé que es un poco tarde, pero si la señora
Bromfield pudiera recibirme... —dijo.
—Pase. Y aguarde —respondió Tuck.
Edward Grundy quedó solo en el vestíbulo. Observó que la
señora Bromfield estaba en el despacho, lo cual no dejaba de ser
extraño. Parecía que los negocios le interesaban mucho...
Apareció Tuck, diciendo:
—La señora Bromfield le espera.
—Gracias, Tuck.
Un instante más tarde, Grundy era recibido por Audrey. Ella
estaba, como en los últimos días, demacrada, avejentada... Con su
vestido negro, la cara pálida, sin cuidados en su cabello... Allí, en el
despacho.
—Audrey..., deberías descansar —murmuró Grundy—. ¿Por qué
no estás en la cama? Yo hubiese regresado mañana o...
—No puedo. Ned —musitó ella—. No puedo... Prefiero estar aquí,
en el despacho. Si... si subo al dormitorio, mis... mis recuerdos se
intensifican y todo es mucho más doloroso... Ni siquiera me atrevo a
entrar en el que fue el cuarto de John y mío... Sufriría aún más...
Pero no quiero hacerte perder el tiempo.
—Mi tiempo, si lo necesitas, es para ti, Audrey.
—Muy amable, Ned... ¿Qué quieres? Oh, esos documentos...
—Sí, así es. ¿Puedes firmarlos? Te traigo también el dinero.
—¿Has reflexionado? Ese dinero te serviría para...
—No, no. Lo deseo así, Audrey.
—Bien...
Audrey firmó los papeles.
—Bueno, tus tierras, Ned. Te deseo suerte.
—Muchas gracias, Audrey. Eres tan buena como John.
—Oh, no digas eso. Nadie puede ser como John...
—Yo... Audrey: sé que míster Trevor ha situado vigilancia en su
casa; lo sabe todo el mundo, claro. Y aquí no. ¿Por qué, me
pregunto yo? Si tú quieres, yo mismo realizaré esa vigilancia... Si te
ocurriese algo... Si tienes miedo, Audrey, yo me quedo. Iría en busca
de mi carabina y me quedaría aquí...
Audrey consiguió una sonrisa más espontánea.
—No, no, Ned... No es necesario. Además, no tengo miedo... Y,
¿sabes?, hasta... hasta deseo que me... que me...
—No digas eso, Audrey. No sigas, te lo ruego.
Ella cerró los ojos.
—De todos modos, es verdad que no temo nada, Ned —dijo—.
Ya ocurrió lo peor... Puedes irte; agradezco tu buena intención.
—Preferiría que fuesen hechos...
—Si te necesito, te llamaré, Ned.
—Está bien, Audrey. Buenas noches.
—Adiós.
Edward Grundy salió de allí. Poco después estaba en la calle,
destrabando su caballo de un atadero. Lógicamente, dado su
negocio, el caballo de Grundy era soberbio; negro, de piel brillante,
de remos esbeltísimos, como el cuerpo; airoso el largo cuello...
Grundy montó y se alejó, simplemente al trote.
Cuando hubo recorrido algo menos de una milla, se desvió un
poco de la senda, dirigiéndose hacia un lugar donde el Trinity River
daba un pequeño salto, formando una bella catarata. El rumor del
agua tan sólo era suficiente para refrescar. Y Grundy iba al paso;
hasta que oyó la voz:
—Grundy.
Detuvo el caballo, desmontó y fue hacia el hombre que estaba
junto a las rocas de la catarata.
—Cushing... —dijo Grundy.
Un tipo de piernas largas y estevadas, que sostenía un rifle con la
mano derecha, hizo su aparición. Grundy llegó hasta él, hizo un
gesto y ambos se sentaron sobre unas rocas. Realmente, el riesgo
de ser vistos u observados era inapreciable.
—¿Cómo ha ido, Grundy? —inquirió Cushing.
—Bien.
—¿Tienes los papeles?
—Soy dueño de unas tierras, sí. Esta noche actuaremos de
nuevo.
—¿Cómo?
—Te lo explicaré luego; tenemos muchas ventajas, que se
traducirán luego en éxitos, Cushing. Eso es lo importante; los éxitos.
—Pues yo diría que no hace falta...
—Tú te callas. Yo pienso, y yo ordeno, ¿de acuerdo?
—Está bien...
—Lo de Morley ha salido bien, creo. Realmente, el rural debe
estar bastante desconcertado; no es muy verosímil que Morley haya
regresado con esas noticias... Y después de nuestra actuación de
esta noche, aún existirán más motivos para que el sargento Bronson
crea que todo lo dicho por Morley no es más que una patraña. Con
ello, conseguimos muchas cosas; muchas, Cushing. Entre ellas, que
Morley se constituya en un serio sospechoso.
—Entonces, ¿qué hacemos con Morley?
—Nada.
—Pues no entiendo...
—Ahora lo entenderás. Escucha.
***
Cushing se había asegurado de que nadie le viera. Por supuesto,
la parte trasera de las casas, los patios, el descampado, no eran muy
transitados de noche; ni poco. Todo aquello estaba solitario, casi a
oscuras; eran visibles muy pocas luces, y diseminadas, además.
Con buen criterio, Cushing optó, sin embargo, por extremar las
precauciones.
Se había deslizado por unas vallas, y estaba sólo a media docena
de yardas del patio de la casa de míster Trevor, situada entre las
últimas de la punta norte del pueblo. Cushing se movió un poco y
vio al tipo que estaba sentado sobre una caja de madera, con el rifle
sobre las rodillas y dormitando.
Cushing esbozó una irónica sonrisa y se acercó.
—Scott... —llamó.
El pistolero de vigilancia alzó vivamente la cabeza; realizó un
nervioso movimiento con el rifle, pero Cushing le agarró el arma por
el cañón.
—Quieto... Quieto, idiota—gruñó.
Scott había reconocido ya a Cushing y le miraba, sorprendido.
—¿Qué demonios haces aquí? —inquirió.
—Hay trabajo.
Scott entornó los ojos; miraba de soslayo a Cushing.
—¿Qué trabajo? —inquirió.
—Todo es cosa mía. Lo único que debes hacer tú es dejarte
golpear en la cabeza con la culata de mi revólver.
—Pero...
—Ha de ser así, Scott —cortó Cushing—. Cuando te recuperes,
entras en la casa, a ver qué ha ocurrido. Y, seguidamente, actúas
con naturalidad. ¿Bien? Grundy dice que, puesto que, por azar, tú
eres el de guardia aquí detrás, debemos aprovechar la oportunidad.
Verdaderamente, debemos admitir que Grundy sabe cómo sembrar
la confusión, el desconcierto.
—Sí, sí, lo admito, pero... ¿por qué no te atizo yo a ti?
—Por dos cosas. Una: yo no trabajo en la Texas. Dos: eres tú el
que está de guardia aquí y has sido sorprendido, tú, no yo.
¿Comprendido ya?
—Maldita sea... No pegues fuerte, ¿eh?
—Lo necesario.
—Yo sabría fingir lo que...
—Mejor que no haya dudas, Scott. ¿Preparado?
—Espera, hombre...
Cushing no esperó; aquella era una buena oportunidad y Scott lo
pasaría menos mal que aguardando el golpe. Por tanto, Cushing
pegó, con fuerza, riendo silenciosa, burlonamente. Nadie dudaría de
que a Scott le habían pegado fuerte. Y Scott quedó fulminado;
empezó a manar sangre de una brecha, que le resbalaba por el oído
izquierdo y cuello.
Fue hacia la casa y sin dificultad alguna pudo penetrar por la
cocina. Siguió por un pasillo, y estaba llegando al vestíbulo cuando
vio luz en el despacho de míster Trevor. Ni era muy tarde, ni míster
Trevor consideraba suficientes veinticuatro horas de trabajo, por lo
visto.
Cushing fue hacia la puerta del despacho, y tras unos segundos
de escucha, se cercioró de que míster Trevor estaba solo.
Entonces abrió la puerta.
Entró en el despacho y cerró.
Míster Trevor, absorto en su trabajo, había alzado la cabeza, un
poco ceñudo por el hecho de que ni siquiera hubiesen llamado a la
puerta.
—¿Qué quiere? —inquirió.
—Soy el relevo de...
—Pues vaya a su puesto —ordenó secamente el señor Trevor.
—Hay novedades, señor Trevor.
—¿Novedades?
Míster Trevor se puso en pie, palideciendo.
—¿A qué se refiere? —inquirió.
—Venga, por favor.
Aturdido, nervioso, míster Trevor abandonó su puesto y se acercó
a Cushing. De pronto, míster Trevor respingó.
—Oiga..., a usted no le conozco. Usted no pertenece a nuestra
nómina. ¿Quién es usted? ¿Qué... qué...?
Cushing enseñaba los amarillentos colmillos, a causa de su
sonrisa.
Enseñó algo más; un terrorífico cuchillo.
Y cuando míster Trevor se disponía a gritar, a hacer algo para
defenderse, una brutal cuchillada le alcanzó en el vientre. Míster
Trevor, de pronto, se convirtió en un fantasma agonizante. La
segunda cuchillada empotró la hoja de acero en su pecho. Y la
tercera en el cuello.
Muerto, míster Trevor caía; se arrugaba, lentamente.
Cushing, meticuloso él, impidió que hiciera el menor ruido al caer.
Y no perdió tiempo; no hacía falta asegurarse de que estaba
muerto. Por tanto, salió del despacho y se dio prisa en salir. Poco
después estaba contemplando a Scott, que seguía inmóvil. Un poco
perplejo, Cushing, para asegurarse de que no le había matado, se
inclinó sobre Scott.
Sólo estaba desvanecido; asunto en marcha.
Desapareció.
Y unos momentos más tarde. Scott, con la cabeza dolorida, llena
de sangre la parte izquierda, estaba de rodillas, cerrados los ojos, y
tratando de adaptarse a la situación, maldiciendo con toda su alma
al bestia de Cushing. Se fue encontrando mejor, aunque persistía el
dolor de cabeza. Se puso en pie y, vacilante, sin necesidad de
fingimiento alguno, pasó a la casa; y al despacho.
Miraba el cadáver de míster Trevor.
Luego se precipitó hacia la puerta principal y abrió. La ráfaga de
aire pareció sentarle mal, y tuvo que apoyarse en el quicio. Se veía
brillante la sangre que resbalaba desde la brecha abierta en el cuero
cabelludo. Llamó:
—¡Davis...! ¡Davis, maldito!
Davis saltó, respingando, sorprendido.
—Scott... —musitó—, ¿Qué pasa?
—Ven a verlo, maldita sea...
—Pero...
—No te quejes; has tenido más suerte que yo, de todos modos.
Vamos, entra.
Davis, silencioso, entró. Y un minuto más tarde, petrificado,
miraba el cadáver de míster Trevor, que estaba ya sobre un
charquito de sangre.
—Demonios..., no hemos estado muy brillantes, Scott... —musitó.
—No... Vamos. Oh, esto duele... Ocúpate de avisar a cualquiera.
Voy a que el médico me eche un vistazo.
—Iré a comunicarle lo ocurrido al rural.
***
Antes de entrar en la casa de míster Trevor. Duke había dado
unas instrucciones a Davis. Luego, ante la general curiosidad, ya que
la noticia se había esparcido rápidamente por el pueblo, Duke se
metió en la casa, observando el cadáver de míster Trevor, Duke
estaba muy pálido. Se sentía impotente... Dos crímenes habían
tenido lugar estando él en Yazoo.
Luego fue al patio y estuvo observándolo, sin llegar a conclusión
alguna. Salió a la calle, por la puerta principal, y rogó que alguien se
ocupara del cadáver.
Se dirigió hacia la oficina de la Ley, donde Roberts, impaciente,
nervioso, le había sustituido en la vigilancia de la ventana del cuarto
del señor Morley.
—¿Hay algo? —inquirió Duke.
—No... No ha habido señal, al menos. Pero si esa gente ha
estado por aquí...
El rural miró hacia la ventana.
En aquel momento llegaba Davis, diciendo que la señora
Bromfield estaba bien.
Duke dijo:
—Iré a ver a Morley. Luego hablaré con Scott; tal vez vio algo o
recuerde alguna cosa útil...
Y fue hacia el hotel.
CAPÍTULO 6
EL rural estaba llamando a la puerta del cuarto de míster Morley.
—Abra, señor Morley; soy Bronson.
Se oyeron unos crujidos, unos roces; se encendió la luz. Luego,
se abría la puerta y apareció Morley, con los ojos muy abiertos,
desgreñado su cabello rubio, con su ridículo camisón de dormir...
—Bronson... —murmuró—. ¿Sucede algo?
Duke se metió en el cuarto, cerró la puerta y observó en torno.
Todo indicaba que Morley había estado durmiendo. Pero ello,
forzosamente, no debía tener una significación especial.
—Siéntese, señor Morley —dijo.
—Pero, ¿qué ocurre...?
—Han asesinado a míster Trevor.
Morley, que se estaba sentando, no llegó a tocar la silla con las
nalgas; saltó, con los ojos casi desorbitados, mirando a Duke. Luego
el tipo empezó a menear la cabeza.
—No... No, no... De ningún modo, sargento... Quiero decir que
no cuente conmigo... Mañana mismo, pese a quien pese, me marcho
de aquí. No quiero arriesgarme más... Son unos asesinos... No tengo
por qué correr esa suerte. ¿No lo entiende? Sé que Trevor había
tomado medidas, pero aun así, le han matado... No, no; no sigo
colaborando con nadie. Huiré de aquí.
—No puede, señor Morley.
—¿Por qué?
Duke esbozó una sonrisilla.
—Tal vez se le considera sospechoso —dijo.
—Oiga..., usted bromea...
—No. No, señor Morley. La historia que nos contó es
verdaderamente ridícula. Los asesinos han estado aquí, sí, pero no
para hacerle a usted oferta alguna, sino para asesinar a míster
Trevor. A usted, al parecer, le han olvidado. Y es también muy raro
ese impreciso plazo de una hora o cuatro días que dijeron. No, no...
Todo eso es muy inconsciente, Morley. Y cuando usted regresa,
muere míster Trevor.
—Pero... ¿sospecha que he sido yo...?
—Empiezo a creerlo. Usted estuvo unas horas ausente; pudo dar
órdenes a los asesinos.
—Usted está loco... No es posible que lo crea... ¡Juro que es
verdad cuanto dije! Me golpearon, me vendaron los ojos... El que me
recibió en... en donde fuese, disimulaba la voz, estoy seguro.... Todo
ello, supongo, significa que son gente conocida aquí, y de ahí tantas
precauciones... No entiendo lo que pretende usted, sargento. ¡Ni lo
que pretenden ellos!
Duke trató de dar claridad a sus ideas.
—Señor Morley... ¿Por qué pedirle a usted un plazo de espera?
Hubiesen podido hablar de negocios en aquellos momentos. ¿No
comprende que lo que usted explica carece de la suficiente lógica?
—¡Sin embargo, ocurrió así! —se excitó Morley.
—O sea: unos conocidos en Yazoo le dicen a usted que espere,
que recibirá una oferta; dentro de una hora, o cuatro días..., o cien
años. Han transcurrido sólo unas horas, y lo que sucede es que
asesinan al señor Trevor. Casualmente, además, de los cuatro
capitalistas de la Texas, sólo quedan usted y Audrey Bromfield; ella
está descartada.
—Un momento... Usted se equivoca, señor Bronson. No soy yo
quien queda, sino míster Bentley... Mi representado. Es él quien
tiene intereses aquí, no yo.
—Eso se aclarará a su debido tiempo, Morley. Podría ser que
míster Bentley, en realidad, no fuese ya más que un deprimente
cadáver. Y usted puede estar realizando un juego en verdad
macabro. ¿Dónde está míster Bentley?
—En Houston...
—Se comprobará.
—Oiga..., si míster Bentley fuese el... En fin, ya no sé qué pensar,
pero está claro que se va reduciendo el número de capitalistas, y...,
y sólo queda el señor Bentley...
Duke asintió con la cabeza.
—Trataremos de localizarle —dijo—. Mientras, Morley, usted tiene
prohibido abandonar Yazoo.
—Yo me largo, sargento.
—No discutamos; es mejor que no lo intente.
—Mire..., sé que míster Trevor estaba protegido, y aun así le han
asesinado. A mí sólo me vigilan de lejos, por la ventana; si yo no
enciendo la luz, ustedes nada saben de lo que sucede aquí dentro, y,
en verdad, no se puede considerar eso como una protección. Por
consiguiente, me marcho; estoy harto de este asunto...
—Será encarcelado si intenta huir.
Morley frunció el ceño; luego se fue aclarando su mirada.
—Encarcelado, ¿eh? Bien... Pensaré sobre eso. Tal vez sea la
solución... A la cárcel nadie irá a matarme...
Duke se desconcertó un poco.
—Señor Morley..., piense que es gente de Yazoo; lo demuestran
al ocultarse de usted. ¿No podría reconocerlos?
—Sólo recuerdo voces... Y una disimulada...
—Está bien. Situaré vigilancia discreta cerca de usted. No creo
que corra riesgo alguno, pero... Lo haré de modo que nadie la note.
No quiero espantar a su... hipotético visitante. Y me ocuparé de que
míster Bentley se presente aquí.
—Haga lo que quiera, pero yo quiero sentirme a salvo y...
Duke, furioso, se marchó.
Cerró de un portazo.
¿Y bien?
Salió a la calle; aún había gente que comentaba lo ocurrido; el
grupo más compacto estaba frente a la funeraria. El rural, sin
embargo, se dirigió hacia la Texas. Poco después, le indicaban el
lugar en que se encontraba Scott; en su dormitorio, tendido sobre
un catre, y con la cabeza vendada. Antes de entrar en aquel cuarto,
el rural se cruzó con el inexpresivo Roy Burke, quien le hizo una
breve seña.
Duke, tras vacilar un instante, entró a ver a Scott.
Se acercó, despacio, al tipo, observándole. Scott tenía los ojos
cerrados.
—Scott.
El pistolero abrió los ojos y miró ceñudo, al rural.
—Lo siento, sargento... —rezongó.
—¿Vio algo?
—No...
—Simplemente, le sorprendieron —dijo Duke.
—Eso es... Lo que noté fue un tremendo golpe. Luego, sólo
recuerdo que debió despertarme el dolor de cabeza; que fui a ver si
había ocurrido algo. Bien, el resto ya lo sabe, sargento. Lamento no
poder ser útil. Duele... Me siento mareado...
Duke se humedeció los labios.
—Volveré a verle mañana, Scott —dijo.
Y se fue.
No había esperado gran cosa, ésa era la verdad. Y de nuevo en
la calle, observó que Roy Burke no se encontraba por allí. En verdad,
había mucha confusión entre la gente de la «Texas Overland»,
puesto que, de pronto, se encontraban sin nadie que les diera
órdenes concretas. Había varios hombres sin servicio, que no sabían
qué hacer; la mayoría estaban en la funeraria. Pero entre ellos no
estaba Roy Burke.
Duke, entonces, se dirigió hacia la posada. Subió a su cuarto y
encendió el quinqué.
No le sorprendió en absoluto ver allí a Roy Burke, esperándole.
—Creí que no había captado mi seña, sargento —dijo Roy.
—¿Y bien? ¿Algo importante, Roy? —inquirió el rural.
—Tal vez.
—Adelante, entonces.
—Cuando llegó Scott con la cabeza vendada, tras su visita al
doctor, pidió estar solo; dijo que le dolía mucho la cabeza. Yo estaba
mirando una mano de poker y Scott se encerró en el cuarto. Los que
jugaban, tras la noticia de la muerte de míster Trevor, se sintieron
desconcertados y abandonaron la partida. —Me parece normal...
—Sí, desde luego, sargento. Salieron todos, a excepción de un tal
Eli Saunders, quien, creyéndose solo, se metió de un modo extraño
en el cuarto en el que estaba Scott. Bien, me pareció que la actitud
de Saunders merecía un poco de observación y me acerqué a la
puerta, que estaba cerrada. Hablaron algo.
—¿Pudiste oírlo, Roy? —inquirió, entornados los ojos, sin la
menor excitación en su voz, Duke.
—Muy poco.
—Quizá sea suficiente; sigue, Roy.
—Capté frases sin importancia, pero, al final... Verá, hablaba
Scott y, lo recuerdo muy bien, dijo que «aquel estúpido había
pegado demasiado fuerte»... ¿Le parece significativo? Duke
reflexionó unos instantes.
—¿Oíste algo más? —inquirió.
—No... Poco después, Eli Saunders salía de allí. Le vigilé, pero
comprobé que se limitaba a unirse a los otros.
—Scott, entonces, dijo: «aquel estúpido había pegado demasiado
fuerte». Eso, al parecer, puede denotar un conocimiento, o alguna
confianza, con quien le golpeó. ¿Has pensado eso, Roy?
—Sí.
—Normalmente, no se hubiese usado esa expresión, claro. —
Pienso que no, sargento. Cuando alguien es atacado por sorpresa,
debe esperar un buen golpe; un golpe convincente. Mi impresión es
la de que Scott estaba molesto con «aquel estúpido». Scott creía, tal
vez, que «aquel estúpido» no pegaría tan fuerte.
—Muy bien. Gracias, Roy.
Roy Burke carraspeó.
Se removió un poco.
—Sargento..., ¿me necesita para algo? —inquirió.
—No... No creo. Así está bien, Roy. Ahora, quédate a descansar
aquí. Es completamente absurdo pensar que alguien puede querer
hacerle daño a Rita, pero... Quédate con ella, Roy; estaré más
tranquilo.
Roy se limitaba a mirar a Duke a los ojos.
—Roy..., quizá sea prematuro hablar de esto... —murmuró Duke
—. Pero me parece que debes saberlo...
—Lo sé, sargento —dijo Roy.
Duke esbozó una sonrisa.
—Debes odiarme, ¿verdad, Roy? —inquirió.
—Oh, vamos, Duke... ¿Por qué?
—Te quedas sin Rita. Puedes pensar que tu esfuerzo por
convertirte en un hombre honrado no ha servido de gran cosa,
puesto que. en definitiva, pierdes a la pequeña.
—¿La pierdo? Creo que no lo has pensado bien, Duke... No sólo
no pierdo a Rita, sino que te gano a ti. Esto tenía que ocurrir algún
día; Rita es una mujer. Y..., sinceramente, Duke, mi... «rencor», llega
hasta el punto de sentirme muy satisfecho por la elección de Rita.
Nadie mejor que tú... En realidad, es cosa del Destino... Tú la
salvaste a ella, ¿recuerdas?
—Sí, sí. No eras un padre ejemplar, entonces.
—Eso es. Me convertí en un padre; muy lejos de ser ejemplar,
pero te aseguro que lleno de buenos deseos. Y..., he procurado sacar
a Rita el mejor partido..., para ella misma, claro. Tú la salvaste, y tú
te la quedas. Muy bien. Y yo..., repito: ¿necesitas ayuda? Estás solo,
Duke.
—No te preocupes por eso. Tú has terminado, Roy. Simplemente,
no te alejes de Rita. Es... increíble... Siento unos temores
verdaderamente fantasmales... Me escalofría la sola idea de que a
Rita le ocurra algo...
—Como quieras, Duke. Suerte. De todos modos, no dormiré;
estaré preparado en cualquier momento.
Duke se puso en pie.
—Hasta mañana, Roy —dijo.
Roy se fue; nada más tenía que decir.
Duke, en su cuarto, apagó la luz. Reflexionó un poco antes de
salir.
Una vez en el pasillo, oyó un leve rumor; miró hacia la puerta del
cuarto de Rita, que estaba asomando la cabeza, con los ojos muy
abiertos. Duke se acercó a ella.
—Duke..., ¿qué sucede? —susurró Rita.
Duke, tras mirar unos instantes aquel juvenil rostro, decidió que
sí. Era inevitable. Y sin responder, se inclinó, besando a Rita en los
labios; ella tenía los ojos cerrados.
—Otra vez, Duke... —pidió con voz débil:.
Duke la volvió a besar y dijo:
—Métete en el cuarto. Todo va bien. Hasta mañana.
—Buenas noches, amor...
Duke se dirigía ya hacia el descansillo. Poco después, estaba en
el porche de la posada de Jock Nat. Un simple vistazo le descubrió
que seguía el ambiente en la funeraria. Hasta que se cansaran, y
optasen por ir a refrescarse el gaznate a algún «saloon». Para Duke,
era mejor así; sin complicaciones.
No las hubo en momento alguno; pudo llegar hasta el cuarto en
que estaba Scott, sin el menor tropiezo. Abrió la puerta, se coló en la
estancia y sonrió torcidamente, al ver que Scott le miraba, con una
luz de alarma en sus pupilas.
Duke, sin despegar los labios, llegó junto a Scott, mirándole con
fijeza.
—¿Ocurre algo, sargento? —inquirió Scott.
—Levántate.
Scott pestañeó.
Palideció visiblemente.
—Pero... usted no puede obligarme a...
—Te demostraré lo contrario.
Duke lanzó ambas manos hacia Scott, le agarró por el chaleco y
de un par de tirones le dejó de pie, al borde del lecho. Luego le
asestó un tremendo derechazo en el estómago, que dejó a Scott sin
ganas de seguir viviendo. Y el segundo puñetazo, en el mismo
punto, hizo gemir al pistolero, que se estaba doblando por
momentos.
De un empujón le dejó sentado en el lecho; sentado, es un decir.
Quedó más bien encogido, arrugado, loco de angustia.
—¿Quién te golpeó, Scott? —inquirió el rural.
Scott le miró con los ojos enrojecidos, casi desorbitados.
—E-está loco... ¿Cómo quiere que lo sepa? —aulló.
—Se trata de un estúpido que pegó demasiado fuerte.
—Salta a la vista que no se anduvo con chiquitas...
—Tú le conoces.
—¿De dónde demonios ha sacado eso?
Duke esbozó una sonrisa que preocupó mucho a Scott.
—Para mí, Scott, ha llegado el gran momento. Hasta ahora, he
ido navegando, sin tener ideas muy claras sobre la situación. Cuando
se trata de pensar, el juego cansa, y no conduce, por lo general, a
parte alguna. Cuando... se requiere acción, las cosas cambian para
mí. Eso se me da bastante bien. ¿Seguimos con la acción, Scott?
—Pero yo no sé...
Duke alargó la diestra, agarró los cabellos de Scott, tiró con
fuerza y al mismo tiempo levantaba la rodilla derecha. El resultado
de esos movimientos, casi simultáneos, fue bastante espectacular, ya
que el rostro de Scott se estrelló violentamente contra la rótula de
Duke.
La nariz de Scott se estropeó un poco; sangrante, enrojecida...
Un nuevo golpe machacó el citado apéndice de Scott, cuyos ojos
estaban llenos de lágrimas.
Y un tercer golpe.
Scott no era más que un muñeco en aquellos momentos.
Duke le soltó, comprendiendo que el tipo estaba al borde del
desmayo. Y mientras Scott jadeaba, Duke echó un vistazo en torno y
se dirigió hacia el palanganero; la jarra de agua estaba casi llena, y
la volcó sobre Scott, casi ahogándole.
—Supongo que ahora estás más despejado —dijo Duke—. ¿Vas
recordando algo?
Sólo era perceptible el resuello de Scott.
—Vamos, vamos, Scott...
—Pero... es que aún no entiendo...
—Debe ser que en lugar de hablar, rebuzno. Y no me gustan los
insultos que insinúas.
Y le asestó un revés.
Scott sollozó de rabia, pero, en verdad, se sentía impotente en
aquellos momentos.
—Para mayor claridad, pues —dijo Duke—, digamos que estoy
seguro de que el tipo que te golpeó, aparte de asesinar a Trevor, es
conocido tuyo. Y de ahí se pueden deducir muchísimas cosas. En
realidad, Scott, tú eres ese extremo del hilo tan necesario. ¿Me he
explicado correctamente ahora?
—No sé nada...
—¿Quién asesina? ¿Y por qué? Me gustaría saber qué sucede con
la «Texas Overland...» ¿Es míster Bentley? O quizá el señor Morley...
Scott no hizo comentarios.
Duke empezaba a impacientarse.
—Vamos a salir de aquí, Scott —dijo—. Pasarás a la cárcel.
Espero que sólo salgas en un par de ocasiones. Una: para asistir a tu
propio juicio. Dos: para caminar hacia la horca. Andando, perro.
Tiró de él y le puso en pie.
A Scott se le doblaron las rodillas, pero un tirón le irguió. Y un
empujón le tiró de cara contra la puerta.
Scott, en verdad, estaba viviendo unos momentos de pesadilla;
dolor y miedo eran el amasijo que circulaba por su cerebro
embotado. Y lo peor era que no veía solución, a menos que el
imbécil de Eli Saunders apareciera... Era lo único que podía
salvarle...
Y estaba pensando en su salvación, cuando fue a parar de nuevo
contra la puerta.
Y Duke la abría, empujando al tipo a aquella especie de antesala,
donde había un cajón rodeado de taburetes, un quinqué encima del
cajón y medio centenar de colillas en el suelo.
Y cuando Scott estuvo fuera, empezaron a ocurrir cosas.
CAPÍTULO 7
HABÍA un grave inconveniente para Eli Saunders, y era, ni más ni
menos, que debía atacar a cuchillo, puesto que un revólver tronando
en aquellos momentos y circunstancias podía ser su peor arma. Un
revólver atraería forzosamente la atención de los hombres que aún
estaban en la calle.
Por tanto, a cuchillo.
Eli Saunders dejó que Scott realizara su brusco viaje, hasta que
cesó al aterrizar de cabeza contra el cajón que servía de mesa para
las partidas de poker.
Scott quedó allí, muy aturdido, mientras Eli Saunders,
apareciendo de súbito frente a Duke, asestó el tajo.
Hubiera sido mortal...
De acertar, claro.
No obstante, Duke, evidenciando unos extraordinarios reflejos,
pudo saltar un poco, esquivando el durísimo golpe; cuando Eli
Saunders, tras un segundo de desconcierto, quiso repetir el tajo, el
rural ya había lanzado las dos manos sobre él; le atrapó la muñeca y
realizó una brusca torsión. No consiguió, sin embargo, que Saunders
soltara el cuchillo.
Además, Saunders había alzado la rodilla derecha, alcanzando a
Duke en el bajo vientre, pero sin la fuerza necesaria; fue suficiente,
sin embargo, para que Duke aflojara la presión sobre la diestra de
Saunders, quien soltó un ronco aullido y lanzó dos tajos seguidos,
muy cerca del rostro de Duke, quien se vio obligado a retroceder.
Eli, entonces, cometió su error; avanzar en tromba.
Tropezó con algo; la puntera de la bota de Duke, que se le
incrustó en una ingle.
Allí empezó a morir Saunders; fue el principio del fin.
Súbitamente pálido, Saunders se encontró sin fuerzas.
Un simple cuchillo pesaba una tonelada.
Un cuchillo con el que quiso lanzar un nuevo tajo, pero se dio
cuenta de que ni siquiera lo tenía ya en las manos.
Fue cuando a la desesperada se dejó caer de rodillas; su diestra,
un poco torpe, fue al encuentro de la culata de su revólver; para
disparar ni siquiera tenía que desenfundar; le bastaba apretar el
gatillo, y listo...
Su índice estaba ya rígido.
El cuchillo lanzado por Duke, con terrorífica potencia, y justo a la
altura del cuello de Eli Saunders, se había clavado hasta la cruz en
aquella garganta.
Saunders, fulminado, cayó de espaldas, quedando doblado de
forma extraña, con las nalgas sobre sus botas.
Duke no perdió tiempo contemplando su obra, puesto que había
vislumbrado los movimientos de Scott, quien, como una babosa,
arrastrándose y dejando un rastro húmedo, se había deslizado hacia
una salida que comunicaba con la parte trasera; es decir, que, sin
duda, daba al establo y al patio.
Con el revólver en la diestra, Duke, a largas zancadas, empezó a
recorrer el pasillo.
Poco después llegaba al establo, que estaba a oscuras, y
silencioso.
Todo el mundo estaba en la calle, claro; incluso el de turno en el
establo. Por tanto, no había nadie..., a excepción de Scott, quien se
ocultaba. Duke, de todos modos, no vaciló. Pensó que saltando al
centro del establo, podía dominar todos los ángulos.
Y saltó.
Por menos de dos pulgadas un tridente no le ensartó el cuello.
Duke, con el vello erizado, giró velozmente; a tiempo de levantar
el antebrazo izquierdo, desviando el mango del tridente.
Scott chilló de rabia, y lanzó el tridente contra el rural, queriendo
luego huir por piernas. Duke se inclinó, tomó el tridente y lo lanzó
como si fuese una lanza india. Sin clavarse en Scott, el tridente le
alcanzó, le hizo chillar de miedo y le tiró de bruces.
Cuando quiso revolverse, Duke estaba junto a él, apoyándole la
punta del revólver en la nuca.
—Levántate; despacio. Eso es...
Scott sacudía la cabeza, aturdido.
Aún miró hacia la salida del establo, pero el rural le agarró por
los cabellos; la venda que rodeaba la cabeza de Scott no era más
que un pingajo, que acababa de llenarse de briznas de paja.
—Salgamos por aquí —dijo Duke—. ¿Te queda algún amigo entre
los guardas de la «Texas»?
—No... No sé de qué habla...
—Bueno, ya nos entenderemos, no te preocupes. Fuera.
Salieron del establo; Duke echó un vistazo y obligó a Scott a
caminar. Poco después entraban por un callejón, salían a la calle
principal, y Duke tenía la seguridad de no haber sido visto cuando se
metió en la oficina, detrás de Scott, que había efectuado una
entrada brusca, grosera, sin saludar tan siquiera al asombrado
comisario Roberts, quien se puso en pie de un salto.
—¡Demonios...! —masculló—. ¿Qué significa esto, Bronson?
—Las llaves, Roberts. Meteremos a Scott en una celda. Busca
tranquilidad para su dolor de cabeza, y hay que complacerle. Somos
humanos, ¿no?
—Sí...
Roberts, achicados los ojos, tomó las llaves e hizo un gesto. Abrió
la puerta del recinto y luego la de una celda, a la que fue a parar
Scott. Duke entró detrás, y Roberts estaba atento a lo que pudiera
ocurrir, aunque, en verdad, las posibilidades de Scott, bastante
maltrecho, eran nulas.
—¿Quién te golpeó, Scott? Vosotros, hienas, no sabéis morir
solos. ¿No prefieres saber que los demás también caerán? ¿Por qué
tú solo?
Scott se desmoronaba por segundos; era evidente.
—¿Por qué he de morir? —casi sollozó—. Yo no he matado...
—¿Quién, entonces? ¿El tipo que te golpeó?
Fue la última vacilación de Scott.
El rural no sentía compasión, por lo visto.
Era lógico... Tres crímenes brutales cometidos...
El puñetazo partió una ceja a Scott.
—¡Ya basta...! —chilló—. ¡Sí, sí, ellos...!
—Oh... Más de uno. ¿Quiénes son, y dónde están?
—Son... son Willard y Bill Hale...
—Sigue, sigue, Scott.
—Están en... Suelen estar cerca de la pequeña catarata que se
forma en el Trinity River, a una milla de aquí, aproximadamente...
Nunca se alejan de esa catarata, que es el punto de reunión.
—¿Punto de reunión? ¿Con quién?
—No lo sé. ¡Juro que no lo sé! Willard, Saunders, Bill Hale y yo...,
siempre hemos ido juntos... Bueno, hace ya algún tiempo que vamos
juntos... Un día, Willard fue a un pueblo, en busca de provisiones, y
regresó a nuestra acampada diciendo que habíamos encontrado la
gallina de los huevos de oro, y que íbamos a trabajar una temporada
en serio. Sin mucho trabajo, sin mucho riesgo, y con buenos
beneficios... Nos pusimos en marcha hacia aquí. Y juro que Willard
no dio explicación alguna con respecto a la gallina de los huevos de
oro.
—Ya las dará... —sonrió secamente el rural—. Sigue.
—Para no formar un grupo demasiado compacto, para no ser
reconocidos, ni correr riesgos, Saunders y yo nos quedamos
formando parte de la plantilla de la «Texas», mientras que Willard y
Bill Hale se quedaban acampados en las afueras.
—¿Y siempre han asesinado ellos?
—Sí, sí... Es la verdad.
—¿A míster Bromfield, a miss Cermack, al señor Trevor...?
—Han sido cosas de Hale y Willard.
—Entonces, ¿cuál era vuestra misión?
—De momento, no interveníamos de modo directo. Nos
limitábamos a observar los movimientos de la Ley, las decisiones que
se tomaban en la «Texas»... Y eso lo comunicábamos a Willard.
—Por ejemplo, fuisteis vosotros quienes informasteis a Willard y a
Hale sobre las intenciones de Morley.
—Sí.
—Y mientras tú ejercías vigilancia en la casa de míster Trevor, Eli
Saunders comunicaba a los otros la situación.
—Sí, sí... Nadie nos ordenaba nada más...
—Poco trabajo, ¿no crees?
—Ya dijo Willard que era muy sencillo; que había trabajo sólo
para dos hombres, pero que no pensaba abandonarnos, y de ahí que
nos tuviera cerca de la «Texas» y en el pueblo, por si éramos
necesarios en algún momento. Willard decía que todo era muy
simple...
Duke apretó los dientes.
Luego dijo:
—En verdad, no han tropezado con grandes dificultades. Una;
matar a míster Bromfield, con rifle; a un hombre desarmado, que no
tenía noción de lo que podía ocurrir. Dos: el asesinato de miss
Cermack, verdaderamente, no implicaba riesgo. En cuanto al último,
al de míster Trevor, existían toda clase de facilidades...
—Y usted..., ¿cómo ha sabido que...?
—Ocurre lo lógico, Scott. Yo sembré una vez, y ahora he recogido
la cosecha. ¡Ah...! Ni siquiera puedes imaginar qué clase de cosecha.
—Yo sólo tengo que repetir que me he limitado a dar unos
informes y a obedecer... Nadie me puede condenar a muerte... ¿No
me oye? ¡Maldito sea...!
Allí quedó Scott, pegado a los barrotes, loco de rabia y miedo.
El rural y Roberts estaban ya en la oficina.
Roberts se rascaba la nuca, perplejo.
—Bueno..., parece que es sólo cuestión de ir a esa catarata,
Bronson... —dijo.
—Eso creo yo. Voy a por mi caballo.
—Un momento... ¿Piensa ir solo?
—Me interesa también lo que pueda ocurrir aquí, Roberts. No
sabemos quién es... la gallina de los huevos de oro, y la situación de
Morley no es suficientemente clara. Es preferible, por tanto, que
usted se quede, Roberts.
—Bien..., usted manda, Bronson.
—Atento a Morley.
—Descuide...
***
Desde el montículo, sujetando al caballo detrás de unas
carrascas, Duke observaba el contorno. Veía bien la catarata, blanca,
con brillo de luna en torno; el rumor resultaba agradable, y, sí, por sí
solo, refrescante.
Pero Duke no observaba el menor movimiento; tampoco el
resplandor de alguna hoguera... Nada.
No obstante, la situación era aquella, y tenía que sacar partido
de lo que sabía, antes de que se produjera algún otro crimen. Por
tanto, era cuestión de arriesgarse y jugar sus bazas; la principal, la
sorpresa, el desconcierto.
Lo que hizo fue palmear el cuello del caballo, que galopó hacia el
llano, con el rural inclinado hacia adelante. Tras un minuto de
galope, realmente muy audible en todo el contorno, y cuando ya se
estaba acercando mucho a la catarata, el rural aflojó un poco el
galope, se preparó y de un limpio salto llegó al suelo, de pie,
flexionando las piernas y dando una vuelta sobre sí mismo, mientras
el caballo proseguía su galope.
Inmediatamente, Duke empuñó su revólver y corrió hacia la
parte rocosa y más alta de la catarata.
Hubo suerte.
Al oír el galope, un tipo asomó.
Seguía oyendo el galope, pero no veía el caballo ni al jinete. No
veía nada.
Ligeramente alarmado, Bill Hale quiso subir un poco, para
dominar más terreno.
Con un rifle entre las manos, trepaba, ascendiendo. Se percibía
su resuello.
Un instante más tarde vio el caballo; sólo el caballo, que
galopaba describiendo un semicírculo, desconcertado, hasta que
optó por detenerse, relinchando.
Bill Hale achicó los ojos.
No comprendía...
La voz le hizo entender:
—Suelta el rifle. Y no te vuelvas.
Respingó. Por un instante, pensó que podía volverse velozmente
y apretar el gatillo del rifle, pero mientras formulaba el pensamiento,
alguien estaba a su espalda, tras haber llegado muy silencioso, y le
apoyaba la punta del revólver entre los riñones.
Bill Hale, entonces, dejó caer el rifle; una mano le arrebató los
revólveres...
—Abajo —dijo Duke.
—Oiga, ¿quién es usted...?
—Bronson, sargento de los Rurales de Texas.
Se notó el envaramiento de Bill Hale.
—¿Y qué ocurre conmigo, sargento? —musitó el tipo.
—Ya lo verás. Abajo.
—Bien...
—¡Abajo!
Le empujó y Hale chocó contra una roca; se irguió, y optó por
obedecer. Una vez abajo, recibiendo salpicaduras de la catarata,
pudo ver a Duke, quien, sonriendo torcidamente, dijo:
—Siéntate ahí, en esa roca, y quítate las botas.
—¿Qué... que me quite...?
—Las botas. Puedes hacerlo con las manos, o puedo hacerlo yo a
balazos. Elige.
Hale, aturdido, se sentó.
—Pero, sargento...
—Date prisa. ¿Eres Hale o Willard?
—¿Cómo... cómo sabe eso...?
—En Yazoo algo se ha derrumbado. ¿Y bien?
—Soy Hale...
—Fuera de una vez las botas.
Bill Hale, sudoroso, pálido, se quitó las botas. Quedó con unos
calcetines realmente asquerosos, podridos, llenos de agujeros. Duke
frunció el ceño y dijo:
—Para lo que te sirve eso, puedes quitártelos.
Se quitó aquellos pingajos, que esparcieron los cien mil diablos
corrompidos que llevaban por todo el ámbito.
—¿Y ahora? —musitó Hale.
—A caminar.
—Oiga, no puede...
—Puedo. ¡Puedo! —masculló Duke—. ¿O creéis que sólo vosotros
sois capaces de convertiros en bestias? Yo soy peor que tú, que
Willard, que Scott... Y no digo que Saunders, porque está muerto. Y,
de momento, irás de pie. Y cuando no puedas caminar, irás a gatas.
Luego, arrastrándote. Y de ti depende tu propio sufrimiento.
—Pero..., ¿qué quiere de mí? ¿Hacia dónde debo caminar?
—Vayamos en busca de la gallina de los huevos de oro.
—La... la...
—Esa, sí. Supongo que Willard está reunido con ese hombre.
—Bien...
—En marcha. Naturalmente, si equivocas el camino, andarás
horas y horas... Tengo prisa, sí, pero no demasiada. Tú verás lo que
te conviene.
Hale, muy pálido, protestaba, pero el agudo silbido del rural
ahogó su débil voz.
Se oyó un galope, y unos segundos más tarde aparecía el caballo
de Duke.
El rural montó.
—Camina. Tú guías, Hale —dijo.
Bill Hale tuvo un instante de vacilación, pero, por fin, decidió
echar a andar.
Confiaba en que Willard regresara a tiempo, y descubriera lo que
estaba ocurriendo.
Por supuesto, cualquier cosa era más conveniente que caer
mansamente en manos de los Rurales. En cuanto a aquel tipo, el
sargento Bronson, no parecía de los compasivos.
—Más rápido... Vamos, vamos.
El morro del caballo empujó a Hale, quien, con buen criterio,
eligió inmediatamente el camino correcto. El motivo era obvio; sólo
yendo por el camino correcto estaba la posibilidad de que Willard se
diera cuenta de lo que sucedía, y actuase. Era muy probable que se
cruzaran en el camino.
Una auténtica esperanza, sí.
—¿Adónde vas? —gruñó Duke.
—Iremos por la senda, y...
—Por ahí, estúpido. Por entre los matojos y piedras; campo a
través.
Hale se mordió los labios. Bien..., era lógico que el rural
adivinara...
Y el tipo caminó; resistió bien los primeros minutos, pero luego
empezó a notar el infierno en sus pies. Se detuvo y miró a Duke.
—¿Si le digo dónde vamos, podré montar? —musitó.
—Sigue.
Hale apretó los puños.
—Usted es una mala bestia —masculló.
—Ya te lo dije, ¿no?
—¡Es en el rancho de un tal Edward Grundy! ¡Un tipo que se
dedica a la cría de potros...! Es amigo de Willard... Ya lo sabe ahora.
¿Por qué, entonces, debo seguir a pie?
Duke había achicado los ojos, Grundy... El había oído parte de
una conversación entre Grundy y la señora Bromfield...
—¡He dicho la verdad! —gritó Hale.
CAPÍTULO 8
ERA un rancho tosco, pero se notaba cierta solidez. El edificio era
de madera, rectangular, con un porche sin el menor adorno. A un
lado estaba el ruedo para la doma de potros. Luego, más a la
izquierda, se encontraba el gran establo, en el que había luz. Frente
a la casa, estaba el pozo.
Se oía algún relincho; sólo eso.
Dentro, sentados frente al hogar, apagado, estaban Edward
Grundy y Willard. Bebían whisky, moderadamente, y parecía que el
ambiente entre ellos no era demasiado cordial en aquellos
momentos.
Willard era el que parecía mostrar mayor desacuerdo.
—... y, en definitiva, Grundy, no sé para qué estos crímenes —
gruñó.
—Tampoco te importa, Willard. Nuestro pacto fue muy sencillo:
unos trabajos sin dificultades, a cambio de cinco mil dólares. ¿No es
así? Por mi parte, considero que el trabajo está a punto de finalizar.
Queda algún pequeño detalle, pero demuestro mi confianza en ti
pagándote antes de realizar ese... detalle. Yo te pago, y tú cumples.
Es todo.
—Grundy..., huelo algo más.
—¿Y qué? Es cosa mía.
—Bueno..., ¿no vas a necesitar ayuda, acaso?
—No.
—No es posible... ¿Qué hubieras hecho solo?
—Nada. Por eso, cuando necesitaba ayuda, la busqué. Ya no la
necesito.
—Bien... Entonces, tú buscas a los amigos sólo cuando te hacen
falta; no cuando puedes proporcionarles algo sustancioso.
—¿Te parece poco cinco mil dólares, Willard?
—¡Tú vas a obtener mucho más, estoy seguro!
—Cierto... Muy cierto, Willard. De lo contrario, hubiese sido
absurdo realizar la inversión.
—Maldita sea... Nos echas, simplemente.
—Habéis terminado, eso es todo. Oh, bien, antes de que me
olvide. He escrito una nota para el señor Morley. Le prometimos
ponernos en contacto con él para tratar de negocios, relativos a la
«Texas». Pues bien, hay que cumplir. Te daré la nota y sólo tienes
que hacerla llegar al señor Morley.
—¿Pero qué estúpida comedia es esa? —masculló Willard.
—¿Estúpida? ¿Te parece estúpida, Willard?
—¡Claro!
—Vamos, vamos... Hay que mantener la tensión en torno a la
«Texas Overland...» ¿No lo entiendes? Ya sólo quedan Morley y su
representado, un tal Bentley. Vamos a hacerles sufrir un poco...
Caben muchas probabilidades de que la Ley les ponga en serios
aprietos, si sabemos hacer las cosas... Primero; esta nota a Morley,
para que siga la tensión, la espera. Y vosotros ya desaparecéis.
—¿Y qué harás luego?
—Cuando empiece a distenderse el ambiente, una nueva nota: a
cualquiera. Pudiera ser incluso a la señora Bromfield... Siempre
manteniendo en vilo el asunto. Que se maten entre ellos, que se
desgañiten, que busquen soluciones, y al asesino... Pero entre ellos,
entre los que componen la «Texas».
—¿Y qué vas a...?
—Yo vivo tranquilo, Willard. No volveré a matar; no más acción
violenta; ese es precisamente, el motivo por el cual ya no os
necesito. No más crímenes; son... incluso contraproducentes, porque
si los mato a todos, ¿a quién dejo como sospechoso? ¿Lo entiendes
ya? Dejo vivos a dos o tres, para que haya alguien de quién
sospechar.
—Me parece muy astuto, sí...
—Estudiado, simplemente. Yo ya me cruzo de brazos, y vivo
como de costumbre; con naturalidad. Y a ver qué pasa.
—¿Y la Ley no sospechará nada?
—¿De mí? ¿Por qué, Willard? ¿Quién soy yo? La Ley puede
sospechar de quienes tengan intereses en la «Texas», pero de los
que no los tenemos, ¿por qué razón?
—Pero..., ¿es cierto que no buscas nada de la «Texas»?
—¡Claro que no busco nada! —rió Grundy.
—Entonces, maldita sea, ¿qué te propones?
—Ya está todo hecho...
—No entiendo... Estás loco, Grundy; completamente loco. Si no
tienes intereses en la «Texas», ni buscas nada de esas líneas de
diligencias, habrá que llegar a la conclusión de que te has gastado el
dinero en matar por placer, sin beneficio alguno... Lo dudo; pienso
que vas a ganar dinero; incluso lo has admitido, pero... Demonios,
Grundy, no veo cómo.
—Bueno... —Grundy entornó los ojos—. Has «fecho que parece
que haya matado por placer... Algo hay de eso, Willard; algo hay,
sí...
—Yo no creo que...
—Aquí está el dinero, Willard.
Sobre un taburete; un saquito de cuero con billetes y monedas.
Willard, desconcertado, apuró el whisky y miró alternativamente
al dinero y a Grundy, que permanecía impasible en aquellos
momentos.
—Está bien... —suspiró Willard—, Tres crímenes, sin objeto
aparente... Gastas cinco mil dólares en esos asesinatos, y es todo.
Todo. Sin más... ¿No es increíble?
—Cobra, y largo. Oh, la nota... La tengo aquí.
Extrajo un papel del bolsillo de su chaqueta, que entregó,
doblado, a Willard. Y dijo:
—Puedes leer esa nota, claro. Tan sólo le digo que espere un
poco más, que la oferta le llegará por un conducto inesperado, y que
deseo que siga mostrándose razonable... —rió brevemente—. Ese
Morley es el mejor tipo que podía encontrar para esta parte del
trabajo. Willard: mucha discreción para pasar la nota a Morley, ¿de
acuerdo? Y ya es todo. Tras la entrega de la nota, largo de Yazoo.
Los que están empleados en la «Texas», que aleguen desconcierto,
desgana, lo que sea pero que no se precipiten.
Willard, antes de despegar los labios, leyó la nota.
Luego, se encogió de hombros.
—Como quieras... —gruñó.
—¿O no te consideras bien pagado?
—Dada la facilidad del trabajo, no está mal. Pero en todo
momento había olido algo mucho más sustancioso.
—Pues no hay tal. Buena suerte, Willard.
Willard tomó el saquito del dinero.
Se sentía engañado... Desconcertado también. Tres crímenes,
para nada. Para nada. Grundy no tenía el menor interés en la
«Texas». Un poco más de reflexión conformó a Willard; en definitiva,
tres asesinatos fáciles reportaban cinco mil dólares... A otra cosa,
entonces.
—¿Volveremos a vemos, Grundy? —inquirió Willard.
—No sé... El mundo no es tan grande como creemos, aunque,
verdaderamente, dudo que tropecemos de nuevo, Willard.
Y Grundy tendía la diestra a Willard.
El pistolero, tras vacilar un instante, la estrechó.
—¿Sabes? Quizá algún día dé una vuelta por aquí... —dijo.
—Procura evitarlo —fue la fría respuesta de Grundy.
—Vaya..., ¿quieres decir que tus proyectos son a largo plazo?
—No tan largo. Un prudente compás de espera, simplemente. Y
ya te he dicho demasiado. Adiós.
Willard, riendo, se dirigía hacia la puerta.
Abrió.
Dio un paso; casi simultáneamente, un revólver se clavaba en su
abdomen, empujándole hacia atrás.
Willard, sorprendido, retrocedió, regresando al interior de la
estancia. Duke entró también y cerró la puerta de un taconazo.
Grave el semblante, el rural miraba a aquellos dos hombres, que
competían en palidez.
—Al rincón —dijo Duke.
Willard empezó a retroceder.
Fue sólo una fugaz impresión; un instante.
Para tomar impulso, en realidad.
Consiguió sorprender a Duke, quien había perdido un segundo
importante mirando a Edward Grundy. Este no se movió, pero
Willard estaba ya lanzado, con fortuna, además, puesto que
consiguió pegar con la zurda en la diestra armada del rural, y con la
derecha le alcanzó en el estómago.
Duke acusó especialmente el golpe en el estómago, y se inclinó
un poco, recibiendo, a continuación, un golpe en el mentón, que le
tiró hacia atrás manoteando; tan pronto tocó la pared, Willard se
abalanzó hacia él y le atrapó la diestra con las dos manos. Willard
tuvo suerte de aquel clavo que sobresalía del tabique de madera;
por el que pasó el dorso de la mano de Duke, quien se vio obligado
a soltar el revólver.
—¡Empúñalo! —gritó Willard, justo en el momento en que recibía
un puntapié en el vientre.
Salió hacia atrás, maldiciendo, pero Grundy había reaccionado y
logró empuñar el revólver.
—¡Quieto! —ordenó—. Ahí, pegado a la pared, sargento...
Duke, silencioso, obedeció.
Willard se acercaba, con las dos manos en el vientre.
Luego desenfundó también su revólver, apuntando a Duke.
Se oían resuellos.
En el exterior, algún relincho.
—Está todo perdido, Grundy —dijo, calmoso, Duke—. Scott está
en la cárcel, y Bill Hale cerca de aquí, oculto, bien atado. Son dos
bocas peligrosas.
Willard y Grundy cambiaron una rápida mirada.
—Tus hombres no han respondido muy bien, Willard —musitó
Grundy.
—¿No te basta con matar al rural? —gruñó Willard.
—Hay que hacerlo, pero no es suficiente —dijo Grundy—. Tengo
que huir de aquí.
—Vaya..., y adiós gran negocio,. ¿eh, Grundy? —dijo Willard.
—No, no —sonrió Grundy—. De ninguna manera; el negocio irá
conmigo. Es..., digamos, una pérdida importante, inesperada, pero
no definitiva, ni total. Nada de eso.
—Sigo sin entender —dijo Willard—. Y te aseguro que mi
curiosidad es ya intolerable, Grundy... Dices que llevarás tu negocio
encima...
—Así es. Pero no perdamos tiempo. Dispara ya.
—Eh, un momento... Estoy apuntando a un sargento de los
Rurales de Texas, Grundy; eso significa mucho, ¿no crees?
—Bien...
—Quizá me decidiría a apretar el gatillo si yo voy contigo... y tu
negocio, claro. Cuidado, Grundy. Quiero tratar esto con calma; de
modo que no levantes ese revólver... Piensa un poco. ¿Crees que
puedo ir contigo y tu negocio?
—Tus hombres...
—¿Qué hombres? Están atrapados, ¿no lo has oído?
—Bien...
—Vamos, vamos... ¿Tan importante es ese asunto, Grundy?
—Lo es... Muy importante. Y de acuerdo, Willard: dispara ya
contra el rural. Nos iremos de aquí inmediatamente. Hacia el Norte;
tenemos relativamente cerca la frontera de Oklahoma. Y lo mismo
da un sitio que otro.
—Es sorprendente en verdad... Resulta que te llevas el negocio
encima y además puedes explotarlo en cualquier sitio... ¿No es muy
complicado para una mente normal, Grundy?
—Es simplísimo —rió Grundy.
—Si tú lo dices, socio...
—Dispara. Tomaremos los dos mejores caballos, y en jornada y
media estaremos en la frontera. Hubiese preferido que las cosas
salieran de otro modo, pero...
Willard miró a Duke a los ojos.
Willard rió. Estaba notando la veloz sucesión de ideas en el
cerebro del rural, quien parecía desecharlas todas, por inútiles. Y era
inminente que Willard apretaba el gatillo.
Sonó la detonación.
Hubo un instante de desconcierto. ¿Qué le pasaba a Willard?
Se estaba inclinando, vacilaba...
Aún no había tocado el suelo, cuando Duke reaccionó vivamente,
saltando hacia Grundy, quien en realidad sólo tenía que levantar el
revólver y apretar el gatillo; pero tal vez el miedo, o el nerviosismo,
le impidieron que fuese preciso en sus movimientos. Fue torpe y
lento, sí.
Precisamente, todo lo contrario que Duke, quien atacó con
fiereza.
Duke asestó un puñetazo al hombro derecho de Grundy,
haciéndole girar, completó el giro con un puñetazo en pleno rostro.
Luego, un patadón al final de la espalda le estrelló de cara contra el
hogar, en cuyo borde Grundy cayó de rodillas.
Se le había escapado el revólver, y tanteaba desesperadamente,
buscándolo, pero Duke, tranquilo, asestó dos puntapiés. Uno, a la
mano de Grundy; el otro, al revólver, tirándolo lejos. Luego, sin
miramiento alguno, agarró los cabellos entre rubio y cano de
Grundy, izándole casi a pulso, ante la resistencia de Grundy.
Le tiró luego sobre el banco adosado a la pared; Grundy quedó
allí despatarrado, desgreñado, enrojecidos los ojos...
Duke, entonces, miró a Roy Burke.
Roy empuñaba aún su revólver; lo enfundó al ver que la situación
estaba dominada.
El rural, silencioso, miró también a Willard, que tenía un agujero
de bala en el cuello; el plomo le había atravesado.
—No podía vacilar, Duke —dijo Roy—. Era su vida o la tuya.
Duke esbozó una leve sonrisa.
—No deberías pedir excusas por haberme salvado, Roy... Pero,
dime, ¿qué haces aquí?
Roy pareció perplejo.
—Defiendo mis intereses, ¿no? —dijo.
—¿Tus intereses...? Oh, bien...
—No podía dejarte solo, Duke. Hubo un momento en que te
perdí, ya que me veía obligado a ir muy despacio. Luego encontré a
ese tipo descalzo y me informó sobre lo que me interesaba. Celebro
haber llegado a tiempo.
—Yo también lo celebro. Pero no Grundy, supongo.
Y los dos hombres, entonces, miraron a Grundy, que se sentía
aplastado; se notaba en su rostro la expresión de acorralamiento.
Duke dio un par de pasos hacia él.
—Le espera la horca, Grundy —dijo el rural.
—Yo no he matado a nadie.
—Lo que asesina es el cerebro, no la mano... Aclararemos
también todo este asunto. En verdad, me siento tan perplejo como
Willard, con respecto a ese fabuloso negocio que usted lleva encima,
y piensa explotar en cualquier sitio... ¿A qué se refiere?
Hubo un destello en los ojos de Grundy.
—No pienso decirlo —masculló.
—No podrá explotarlo, Grundy.
—No, ya lo sé... Ni nadie.
—Comprendo... Es... su venganza, su pataleo, puesto que ha
fracasado, ¿no es así?
—Es posible.
—Estaba condenado a este fin, Grundy; demasiados muertos.
Déjeme recordar... Bromfield, Trevor, miss Cermack... Y por nada.
Por nada relacionado con la «Texas»... Tres crímenes inútiles, al
parecer... Tres inocentes; tres personas que tenían más derecho a la
vida que usted. Usted, Grundy, es un perro.
Grundy no despegó los labios.
Duke avanzó aún un paso más hacia el tipo.
Le asestó un tremendo revés.
—La verdad, Grundy... ¡Quiero la verdad!
El gesto de obstinación de Grundy enfureció a Duke, quien le
asestó un puñetazo en plena boca, para seguir con otro en una ceja,
que empezó a manar sangre, la cual resbalaba por el ojo del tipo. El
tercer puñetazo le lanzó hacia atrás; la coronilla de Grundy chocó
contra la pared y perdió el conocimiento.
Duke se humedeció los labios.
Roy se acercaba.
—Vamos a tratar de encontrar ese fabuloso negocio del que
habla Grundy —gruñó Duke.
CAPÍTULO 9
DE un tirón, Duke dejó a Grundy tendido en el banco, de cara al
techo; la cara de Grundy estaba llena de sangre, la boca abierta, con
extraño ronquido.
—¿Qué esperas encontrar? —inquirió Roy.
—No lo sé. Sinceramente, Roy, no tengo idea. Pero dice que su
negocio lo lleva encima.
—Puede ser metáfora; puede querer indicar que él mismo es el
negocio...
—¿El? ¿Este puerco? El no vale nada, Roy... Intrínsecamente, es
una miseria... No, no. Estoy seguro de que se trata de algo tangible.
Voy a registrarle.
—Muy bien...
Duke empezó a registrar todos los bolsillos de Grundy. En uno de
los bolsillos llevaba unos papeles; Duke los tomó, los alisó sobre la
mesa y los examinó a la luz del quinqué.
—¿Algo interesante? —inquirió Roy.
—No sé... Son unos papeles de compraventa de unas tierras.
Teniendo en cuenta la conversación que oí entre Grundy y la señora
Bromfield, esas tierras creo que son las del rancho... Grundy ha
comprado este terreno; ha pagado cinco mil dólares; aquí está
también el recibo. En definitiva, estos papeles sólo indican que
Grundy, ahora, es dueño de estas tierras, que antes eran de míster
John Bromfield.
—Bueno, no es mucho, ¿eh?
—No... Echaré un vistazo por ahí dentro, Roy. Vigila a Grundy.
—No temas.
Duke, entonces, tras echar un vistazo, se introdujo por un pasillo,
hacia las interioridades de la casa. Descubrió el dormitorio de
Grundy, y buscó el quinqué; lo encendió y miró alrededor. Había allí
un canterano; por lo visto, Grundy llevaba allí su administración.
Duke se acercó al canterano y abatió la tapa.
Revolvió el contenido del escritorio y los cajones, sin encontrar
nada de interés. Allí sólo había papeles normales del negocio de
caballos... Facturas, recibos, apuntes... Papelotes mugrientos, sin el
menor significado especial.
Furioso, Duke dejó el canterano y fue buscando por la habitación.
No había nada de interés.
Entonces, ¿todo se centraba sobre la tierra adquirida aquel
mismo día por Grundy?
Duke aún dio una vuelta por el cuarto, cuando notó un crujido
extraño en una de las tablas del suelo; volvió a pisar, y observó una
especie de grieta. Lentamente, Duke se arrodilló, fijándose en
aquella tabla; la tanteó con ambas manos y luego, cuidadosamente,
la fue alzando.
Allí había algo...
Era en un hueco, no muy grande. Tampoco lo que había allí
abultaba gran cosa.
Un saquito de cuero, que Duke tomó. Lo abrió y vio aquellas
piedras. En el saquito había también un papel que Duke desdobló,
leyéndolo. Asentía con movimientos de cabeza, comprendiendo.
Luego se puso en pie, y con el saquito en la mano se dirigió hacia el
vestíbulo-comedor, cuando ya Grundy mostraba signos de
recuperación.
—¿Has encontrado algo? —inquirió Roy.
—Si.
Duke quedó ante Grundy, quien miraba, como hipnotizado, el
saquito que el rural sostenía en la diestra.
—Bueno..., casi sobran explicaciones, Grundy —dijo Duke.
El tipo inclinó la cabeza.
La bofetada se la ladeó; luego, un golpe en la barbilla se la alzó.
—¡Mire, Grundy, mire...! Este saquito contiene cuarzo..., con el
informe correspondiente de una oficina técnica de Houston. Por lo
visto, se trata de cuarzo muy rico... ¿Dónde lo encontró?
—Ya lo imagina... —musitó Grundy.
Duke asentía con la cabeza.
—Aquí, en estas tierras —dijo.
—Sí... Hay mucho cuarzo aurífero; mucho oro.
—Ya... ¿Cuándo lo descubrió?
—Hace más de un año.
Duke arqueó una ceja.
—Bueno..., veo que ha tenido paciencia, Grundy.
—Convenía hacer las cosas bien. Por supuesto, no pensé en
momento alguno decirle una palabra a John Bromfield. El ya... tenía
bastante; lo tenía todo, en realidad. Y por tener, hasta la suerte de
que estas tierras fuesen suyas. ¡Todo para John Bromfield! ¡Todo!
¡No era justo...!
—¿Hubiese sido más justo todo para usted?
—Bien...
—¿Ha pensado que cada uno tiene lo que merece?
—Lo de John era ya algo más que eso. La suya era una suerte
increíble, hasta ofensiva para los demás; suerte en todo, y siempre...
Demasiado.
—Usted le conocía bien, veo.
—Claro que sí. John y yo, prácticamente, nos criamos juntos, en
esta región.
—Entonces, eran buenos amigos.
—Sí...
—Digamos que, en realidad, John Bromfield era amigo de usted.
¿Sabe?, no creo que sea cierto lo de que tenía suerte en todo: no la
tuvo con un amigo; con usted. John Bromfield le dejó estas tierras
para que usted prosperara, Grundy.
—¿Cómo sabe eso?
—Usted se lo decía a la señora Bromfield; yo lo oía.
—Vaya... Es cierto; John me dejó las tierras y me ayudó en todo.
Yo encontré el oro y lo quise para mí. John ya tenía bastante. Yo,
nada.
—¿Por qué esperó tanto tiempo?
—Por hacer las cosas bien... John era querido aquí; no interesaba
matarle, asesinarle, sencillamente. Había que buscar una
oportunidad. Y no había una prisa especial; yo tenía la completa
seguridad de que nadie más sabía lo del oro, y podía esperar. La
oportunidad llegó cuando John, siempre con sus iniciativas, con su
suerte...
—Y con su duro trabajo, no olvide eso —cortó, secamente, Duke.
—También..., hay que admitirlo. Pero le digo yo que se puede
trabajar duramente, sin notar el esfuerzo, cuando existe una
compensación. Yo... también he trabajado, sargento; también, sí...
Duro, y sin suerte. Yo pasé una larga temporada fuera de Yazoo...
¿Sabe las razones?
—No.
—Quise salir para regresar rico, como John. Y estar a su altura.
Salí también porque John se había casado con Audrey. Casualmente,
yo la amaba también. Todo para John. ¡Todo! El trabajo, el éxito, la
riqueza, el amor... Tuve que irme... Y fracasé. Volví, y John me
tendió la mano. Demasiados favores, sí... Me humillaba. Peroro tenía
que vivir...
—¿Sin asco hacia sí mismo, Grundy?
—Sin escrúpulos. ¿Por qué? Cuando se odia a alguien, no se
sienten escrúpulos a la hora de terminar con él... —le brillaban los
ojos—, Y eso era lo que yo sentía: odio. Un odio furibundo,
incontrolable a veces... Cuando veía a Audrey, tan feliz al lado de
John... Bien, había que matarle. La oportunidad, estaba diciendo, se
presentó cuando una de las iniciativas de John fue la de ampliar las
líneas de la diligencia. Hacía falta más dinero, más gente; una
ampliación en todos los órdenes, para crear un negocio importante.
Y a negocio importante, a grandes beneficios, mayor ambición. Eso
fue lo que quise aprovechar.
—¿Por qué no le dijo a John lo del oro? —inquirió Duke.
Los ojos de Grundy casi se desorbitaron
—Para John, la muerte... ¡La muerte! —masculló, rabioso—.
Nada de oro para John... John, a morir. Y el oro para mí. Para él, la
muerte; para acabar de una vez con su suerte... Esa suerte irritante,
odiosa. Para acabar de una vez, sí.
—¿Tanto odio por su amistad, por los favores recibidos...?
—Por eso. Porque siempre fue así. Desde que éramos mocosos...
Si yo tenía algo, era porque John me lo daba; ya antes había pasado
por sus manos. Era generoso, hay que admitirlo... El veía en mis
ojos el deseo de aquello que tenía, y me lo daba... El era magnífico;
yo, un pobre diablo...
—Es la única verdad, Grundy.
—Ya lo sé. Por eso necesitaba que muriese. Por lo del oro,
especialmente; no podía decírselo. Era mi hallazgo, y me
correspondía. Además, el hallazgo del oro era un pretexto para
acabar con él. Yo, con John vivo, nunca hubiese tenido estas
tierras... Son mías; se las he comprado a Audrey...
—De poco le van a servir, Grundy.
—Tampoco a John. Y Audrey que se vaya al diablo, que sufra... A
mí siempre me miró con benevolencia, sí... Como se mira a un ser
inferior; a un gusano que nos inspira una momentánea curiosidad...
Eran los dos casi perfectos...
—Y, claro, por esa razón, había que condenarlos... —susurró
Duke.
—Sí. Cuando ampliaron el negocio, hubo alguna discusión entre
los capitalistas. Yo ya buscaba gente de confianza; hallé a Willard;
nos habíamos conocido hacía tiempo. Le propuse cinco mil dólares
por los trabajos que le encomendase, sin mencionarle en qué
consistía mi negocio. Aceptó. Y así han ido muriendo... Y mientras la
Ley se deshacía, desorientada por completo, yo tenía mis tierras, mi
oro... Ninguna conexión con la «Texas Overland». Siempre ha dado
la sensación de que lo que sucedía era entre ellos, ¿rio?
—Cierto, Grundy.
—Y...
—De todos modos, usted ha perdido.
—Amarga lección... No se puede confiar en nadie...
—Y la última lección, Grundy.
Grundy cerró los ojos.
—Era tan fácil... —musitó—. Sólo tenía que esperar un poco... Un
año; o menos. Luego, a gritar el descubrimiento del oro en las
tierras adquiridas... Audrey cedió fácilmente; incluso me las
regalaba... Pero para no despertar sospechas, las pagué... ¡Me las
regalaba! Siempre esa generosidad hacia el ser inferior...
—¿Por qué no piensa que era por simple humanidad, Grundy?
—¡Por lástima, es lo mismo! Como fuese, ya tenía mis tierras.
Audrey, yo ya lo sabía, no repararía en el asunto. En cambio, con
John vivo, éste no me las hubiese vendido... Y hubiera adivinado la
verdad, además... Era tan fácil... Muerto John, quizá Audrey,
aterrada por lo que sucedía en la «Texas», se hubiese ido de aquí...
Y yo, sin estorbos, a explotar los yacimientos. Por fin, la suerte, la
riqueza, para mí... Llega Willard, y deshace lo que parecía imposible
de deshacer... Comete alguna torpeza; quizá alguna sin
importancia...
—Realmente, así fue, Grundy.
—Y me hunde.
—Afortunadamente. En pie, Grundy.
Grundy parecía muy cansado; la derrota ponía plomo en sus
músculos, en sus nervios...
Quedó de pie, algo encorvado.
—Roy, por favor, prepara los caballos; nos vamos a Yazoo. De
camino, recogeremos a Bill Hale. ¿O le mataste?
—No, no... Quedó atado. Como tú le dejaste.
—Bien.
—Prepararé los caballos, Duke.
—Gracias... Oh, bueno, en realidad, aún no le he dicho a Grundy
que todo se ha resuelto gracias a ti, Roy. De tú no haber oído un
retazo de conversación, yo seguiría ahora completamente
desorientado.
Grundy miraba a Roy.
Y Roy a Grundy. Un Roy inexpresivo por completo.
—El... —musitó Grundy.
—Ya ve, Grundy... Yo, que he sido de lo peor —musitó Roy.
—¿De lo...?
—Poco importa ya. Se trata de buscar la oportunidad de ser
mejor, Grundy; no de ser peor, como usted ha hecho. Creo que no
sirvo para discursos, pero no le será difícil entenderme. Voy a por
eso, Duke.
Y Roy salió de allí.
Cuestión de quince minutos más tarde, estaban en marcha.
***
Ya estaba Grundy en el recinto de las celdas. Scott, pegado a las
rejas, le miraba con curiosidad.
—¿Este tipo es la gallina de los huevos de oro? —masculló—. Ni
siquiera lo conocía. ¡Lo juro! ¡Tú, piojoso, dilo! ¡Vamos, dilo...!
Grundy no hizo el menor caso a Scott, que se agitaba en el
interior de la celda.
Nadie, en realidad, hizo el menor caso a Scott.
Y allí quedó, con Grundy, quien se sentó en el catre, hundiendo
la barbilla en el pecho, completamente sordo para los insultos y
maldiciones de Scott.
Mientras, los demás habían pasado a la oficina.
Roberts estaba aún aturdido.
—Bueno..., tiempo atrás, hubiese sido de esperar —decía—. Pero
habían cambiado las cosas. No parecía que Grundy fuese capaz de
esto. No cabe duda de que consiguió un astuto plan...
—Yo creo que lo peor es que sólo tiene una vida. ¡Dios...! Vamos
a comprender la muerte de John Bromfield... Nunca justificarla;
pero... intentar comprender los motivos de Grundy. Pero..., lo del
mismo Trevor, y lo de la infeliz miss Cermack... Sólo para centrar
todas las sospechas en torno a la «Texas»... Dos muertes por
nada... Es lamentable, repito que Grundy sólo tenga una vida.
Roberts se rascó la barba.
—Bueno..., me pregunto qué pasará ahora con esas tierras —
gruñó—. Son propiedad legítima de Grundy.
—Tal vez se pueda anular el documento —dijo Duke—. Eso, de
todos modos, es ya de la competencia de un juez.
—Sí..., supongo que podrá hacerse algo para que vuelva a manos
de la señora Bromfield, aunque... sospecho que le importará muy
poco... En fin, esos coyotes hambrientos...
—Nos iremos relevando en la vigilancia, Roberts —dijo Duke—.
Eso, en tanto recibamos la orden del traslado de Grundy.
—De acuerdo.
—Y es todo...
—Le conviene un descanso, ¿no, Bronson?
—Casi no me noto... —sonrió, desganadamente, Duke—. Por
cierto..., olvidaba algo. En cuanto tenga ocasión, Roberts, vaya a
decirle a Morley que nada debe temer, que se ha resuelto el asunto.
Y..., otra cosa: puesto que todo está aclarado, sería preferible que
Morley se quedara. Yo creo que todo eso sería demasiado para la
señora Bromfield. Es de esperar que Morley comprenda la situación
de esa mujer, y tome el asunto en sus manos, en tanto no se llegue
a decisiones formales.
—Se lo diré. Espero que entienda, sí...
—Es todo, Roberts.
—Hasta mañana, Bronson.
Duke salió a la calle.
Roy, en el porche, a oscuras, silencioso, le estaba esperando.
—¿Todo bien? —inquirió Roy.
—Sí... Hemos perdido algunas vidas útiles, Roy... ¿Lo
comprendes?
—Ahora soy capaz... Es evidente que aun siendo verdad que
todas las vidas humanas tienen el mismo valor, hay gente más útil y
necesaria que otra...
—Eso es, Roy.
—No se pudo evitar lo ocurrido, Duke...
—Ya lo sé; pero es deprimente.
Caminaban.
Era muy tarde.
Una calle solitaria, a oscuras.
CAPÍTULO 10
AQUELLA mañana había en Yazoo cierta agitación. Las noticias
eran de lo más sorprendente, y la gente pasaba de la casa de postas
a la oficina del comisario. Allá, podían ver el movimiento, el trabajo
de siempre, bajo las órdenes del señor Morley. En la oficina de
Roberts, no era posible ver nada.
Todo eran comentarios, murmullos...
La señora Bromfield, también aquella mañana parecía haber
madrugado; salió a pleno sol, con la sombrilla en la mano. Una
señora Bromfield muy pálida; con mal aspecto. Un mal aspecto que
presentaba desde que había muerto su esposo.
La gente se mostraba respetuosa con ella; nadie la molestó. Tan
sólo algún saludo, al que la señora Bromfield, en contra de su
costumbre, no respondió.
Audrey cruzó la calzada, dirigiéndose rectamente hacia la cárcel.
Poco después penetraba en la oficina.
Al verla, Roberts empezó a ponerse en pie; aún olía a café, y
restos del desayuno del comisario.
—Señora Bromfield... —musitó Roberts.
—Buenos días, Roberts.
—¿Puedo saber...?
—Roberts..., me he enterado de que se acusa a Ned Grundy de...
de todo...
—Sí, así es, señora Bromfield. Está en una celda.
—Yo... creo que no es posible, que debe haber un error.
Roberts meneó la cabeza.
—La entiendo, señora Bromfield—dijo—. A usted le cuesta creer
que alguien haya traicionado tan monstruosamente su confianza,
amistad, generosidad... ¿No es eso?
—Oh, no sé... Pero no es posible... Para convencerme, quiero
hablar con Ned. Es necesario, Roberts. Estoy tan confundida...
—Yo... la aconsejo que no se torture más, señora Bromfield. Es
inútil. Realmente, no es difícil comprenderla, pero...
—Quiero verle, Roberts; hablar con él. Cuando Ned diga que todo
es cierto, podré creerlo.
Roberts miraba, vacilante, a aquella mujer.
Tan pálida, delicada... Los ojos, antes radiantes, muy claros,
estaban enrojecidos, casi ocultos por los párpados hinchados... Una
mujer vestida de negro, con el dolor en el centro del pecho, asido,
aferrado a ella implacablemente.
—Es en vano; sólo le causará...
—Se lo ruego, Roberts. Quiero convencerme de que todo esto no
es una pesadilla... —pidió, con voz temblorosa, Audrey.
Por fin, Roberts cedió.
Fue hacia el llavero, tomó las llaves, y abrió la puerta del recinto.
—No tarde, señora Bromfield; por usted misma.
—Ya no me ocurre nada...
—Está bien.
Audrey entró en el recinto. Silenciosa, mirando ya a Ned Grundy,
que estaba en su catre, sentado en el borde. Scott, furioso, sin
cansarse de maldecir, estaba aferrado a los barrotes, y trataba de
llamar la atención de Audrey. Sin embargo, ella estaba absorta
mirando a Grundy. Este ni siquiera la había visto aún; tal vez prefería
no mirar. Hasta que oyó la voz de Audrey:
—Ned...
Grundy alzó la cabeza; pestañeó, sorprendido, y fue irguiéndose.
Quedó a dos yardas de los barrotes.
—¿Qué quieres, Audrey? —inquirió secamente.
—¿Por qué lo hiciste? —susurró ella.
—Por odio; por ambición. Por malos y bajos instintos; porque ya
era hora de que lo hiciera... Por todo.
—Lo cual significa que volverías a hacerlo...
—¡Sí!
—Y, dime: ¿qué ocurrirá contigo? —inquirió Audrey.
Grundy frunció el ceño.
Miraba, extrañado, a Audrey... La veía con una serenidad muy
rara...
—Ya no me importa —dijo Grundy.
—¿Te ahorcarán?
Sonó la risotada de Scott:
—¡Pues claro...! ¿Qué otra cosa? Dos minutos de pataleo, y al
otro mundo... ¡Qué asco...! Sin chicas, sin whisky, sin praderas...
¡Uf...!
—Te ahorcarán... —dijo Audrey—. Una sola vez, claro...
—¡Señora, qué escándalo! —rió el imbécil de Scott—. Sólo una
vez, por supuesto...
Audrey no le hacía el menor caso a Scott.
Para ella, sólo existía Grundy, que seguía intuyendo algo extraño.
—Me ahorcarán, seguramente —dijo Grundy—. ¿Te satisface?
—No sé... O sea; matas a John, a míster Trevor y a miss
Cermack. Y sólo te ahorcarán; sólo eso..., cuando sólo por matar a
John deberían enterrarte vivo en un nido de termitas... Y tú, bestia
inmunda, dices que odiabas a John... Tú, que no eres nadie; nada.
Un miserable que no ha sabido andar por la vida... Tú, que me
dijiste que serías un perro mal nacido si no eras capaz de sentir
dolor por la muerte de John... Pues sí: eres peor que un perro mal
nacido. Tú, hipócrita, monstruo...
Grundy frunció el ceño.
—No voy a seguir escuchándote —dijo.
Y se sentó, volviendo a su postura reflexiva, tratando de ignorar
a Audrey.
Pero ella siguió:
—Tú asesinaste a John; lo único que me importaba en este
mundo. Por envidias, por odios; todo producto de tu incapacidad.
Sólo por eso. Y sólo te ahorcarán...
—¡Ya basta! —estalló Grundy.
—Aún no, Ned... Me has destrozado, me has convertido en un
despojo... Yo soy lo que ha quedado de tu odio... Yo, una piltrafa sin
fuerzas... Puede decirse que a mí también me has asesinado,
aunque... eso es menos importante que la vida de John... ¿No
comprendiste nunca por qué le elegí a él? ¿No estaba claro?
—Déjame en paz.
—Sí... Voy a hacerlo. Creo que, en definitiva, la horca sería una
muerte... casi digna, para un perro rabioso como tú... Vas a morir a
manos de un pobre despojo, de alguien que sólo sabe llorar, de
alguien que está casi muerta: yo.
Grundy la miró vivamente.
De entre los pliegues de su vestido, Audrey había extraído un
revólver.
No le empuñaba con mucha firmeza, es verdad, pero la distancia
era tan corta...
—Audrey..., estás loca... No hagas...
—¿Te da miedo morir?
—E-es... es...
—Oh, vamos, vamos, sigue... Sigue implorando.
Scott se había callado. Estaba demasiado asombrado en aquellos
momentos.
—Audrey..., no hagas...
Ella empezó a disparar.
Pésima puntería, en efecto.
Pero... las balas encontraron el blanco. Ella estaba disparando
rápidamente, brincando el revólver en su mano; cada disparo era un
salto de Grundy. El humillo irritaba, el estruendo resonaba con
fuerza entre aquellas paredes, así como los gritos de Grundy,
realmente zarandeado por el plomo. De las seis balas, cinco
penetraron en su cuerpo, le tiraron al suelo, le aplastaron... De las
cinco balas, dos eran mortales, aunque a Grundy le quedaba algo de
vida, y se arrastraba, arañaba el suelo...
Se oía la carrera de Roberts, que llegaba, muy pálido; en ello,
competía con la propia Audrey, que, por fin, soltó el revólver.
—Por Dios, señora Bromfield...
Ella le miró; soltó un irreprimible sollozo.
Roberts miraba a Grundy, a Audrey, a Scott, que estaba
impresionado...
Por fin, rodeó los hombros de Audrey con un brazo.
—Vamos... Es mejor que salga de aquí —musitó Roberts.
Ella no protestó; el llanto le ahogaba. Una vez más se
desbordaba su dolor.
Cuando salieron de la oficina, entraba Duke, en tromba. Se
detuvo frente a Roberts y Audrey.
Les escrutó unos instantes.
—Lo siento, Bronson... No podía imaginarlo... —musitó Roberts.
—¿Los disparos...?
—Ha matado a Grundy.
Duke quedó quieto, mirando a Audrey; ella, con los ojos llenos de
lágrimas, también le miraba.
Tras un instante de pesado silencio, Duke dijo:
—Por favor, señora Bromfield, regrese a su casa. Descanse.
Procure serenarse... Lo necesita. Usted, Roberts, acompáñela; que
alguien cuide de ella...
—Bien, Bronson. Vamos, señora Bromfield.
Duke les miraba.
Pobre despojo moribundo... Por un canalla que, en definitiva,
podía morir acribillado. ¿Por qué alguien no lo hizo a tiempo...?
***
Se abrió la puerta del cuarto. Roy miró a Duke, y dijo:
—Entra.
Duke entró, y se cerró la puerta.
—Me marcho, Roy. Mañana, en cuanto amanezca —dijo Duke.
Roy esbozó una triste sonrisa.
—Era de esperar, claro.... No puedes permanecer aquí
indefinidamente —dijo.
—Esto... Quería decirte algo, Roy.
—Rita se va contigo, ¿no es eso?
—Sí...
—Muy bien. Os deseo la más completa felicidad, Duke.
—¿Sólo... tienes eso que decir?
—¿Qué más? Yo me quedo aquí. El empleo en la «Texas» es
bastante bueno. Ya se arreglarán las cosas. Y... estoy deseando que
alguien me pida ayuda, para prestársela. Son momentos difíciles
aquí, Duke, ¿comprendes? Tenemos que luchar todos. Si el asunto
sale adelante, será un poco de todos..., y no me refiero al terreno
material. Quiero decir que para sentir cariño hacia algo, ese algo te
ha de costar un sacrificio. Me quedo, y espero echar raíces aquí.
—Gran propósito el tuyo, Roy... No te sentirás solo, así.
—Espero que no.
—Entonces..., buena suerte.
—Para vosotros, Duke. Sé que Rita es feliz... ¿Para qué pedir
más?
Duke le tendió la mano.
Ambos hombres se la estrecharon con fuerza.
Luego, Duke, silencioso, salió de aquella habitación. Se metió en
la suya, para dejar ya las cosas a punto.
Fue sorprendido por dos brazos suaves, cálidos, que le rodeaban
el Cuello.
Una boca sonrosada, temblorosa, se pegaba a la suya.
Tras el beso, el aliento de Rita llegó hasta Duke, a causa de un
suspiro de ella.
—Duke..., ¿qué ha dicho mi padre? —inquirió la joven.
—Se queda aquí. Luchará por la «Texas». Es un objetivo, un
aliciente, Rita.
—Pero sé que notará mi ausencia...
—Es lógico.
—En fin..., se supone que a los jóvenes se nos permite ser
egoístas, ¿no, Duke?
Duke sonrió.
—Lo que pasa es que nos tomamos muchas libertades —dijo—.
Pero..., sigue, Rita. ¿Decías algo?
—Que pensemos en nosotros. ¿Te parece bien?
—Ajá...
—Entonces, empecemos por ver el lado bueno de las cosas. Te lo
mostraré yo, Duke. Tú, ya lo sé, estás acostumbrado a tropezar con
toda clase de miseria. Yo... seré algo distinto, amor... Cuando estés a
mi lado, lo olvidarás. ¿Te conviene el trato?
Duke, sonriendo, la besó.
—Aceptado —dijo—. Ahora, vete. Rita. Mañana partiremos, muy
temprano.
—Oh, no me eches, cariño...
—Bueno, demonios... Tu padre está al acecho, y...
—Un beso. Sólo un beso, Duke.
—Sólo uno.
Uno.
Dos.
Cinco...
Luego se separaron, mirándose a los ojos.
—Hasta mañana, querido —dijo ella, con voz susurrante.
—Sí...
Seis.
—Duke..., e-es tarde...
—¿Cómo?
—Digo que...
Siete.
—Duke, por favor... Acabarás por enterrarme...
—¿No me quieres lo suficiente, acaso?
—Duke... —protestó ella—. Por favor, no digas eso...
—¿Sabes, Rita?, esa mujer, la señora Bromfield, me ha hecho
pensar mucho. Parece ser que amaba de verdad a su esposo... Un
amor muy profundo; esa es mi impresión.
—Yo puedo amar como ella. O. más,
—No lo dudo...
—¿Qué ocurrirá con ella, Duke? —inquirió Rita.
—Nada.
—¿Nada? Ha matado a un hombre. La Ley...
—La Ley soy yo, Rita. Y no he recibido cargo alguno contra esa
mujer. Tampoco yo lo formularé; ni Roberts. Tal vez... me muestro
muy flexible; tal vez no se cumpla la Ley, pero... creo que sí se
cumple la Justicia.
—Ha sufrido mucho...
—Sí.
—Duke..., hasta mañana...
Otro beso.
Duke parecía incansable. Rita se encontraba muy bien entre los
brazos de aquel hombre; notaba el amor. Estaba envolviéndoles a
ambos. Era dulce...
—Vete ya —dijo Duke, casi empujándola.
Ella fue hacia la puerta.
Brillaban sus ojos.
La única luz penetraba por la ventana.
—Amor..., mañana ya no tendremos que separamos —musitó.
Y desapareció antes de que las tenazas de Duke la atraparan.
FIN