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Libro Sabrina 2

El libro 'Los Cuentos de Sabrina' de Sergio Cortés, publicado en 2025, narra las experiencias de una joven que se convierte en prostituta mientras estudia psicología, enfrentando dilemas morales y económicos. A través de su historia, se exploran temas de identidad, vulnerabilidad y la lucha por la supervivencia en un contexto social complicado. El prólogo, escrito por César Huispe, reflexiona sobre la valentía de expresarse artísticamente a pesar de las expectativas sociales.

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Libro Sabrina 2

El libro 'Los Cuentos de Sabrina' de Sergio Cortés, publicado en 2025, narra las experiencias de una joven que se convierte en prostituta mientras estudia psicología, enfrentando dilemas morales y económicos. A través de su historia, se exploran temas de identidad, vulnerabilidad y la lucha por la supervivencia en un contexto social complicado. El prólogo, escrito por César Huispe, reflexiona sobre la valentía de expresarse artísticamente a pesar de las expectativas sociales.

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total ni parcialmente.

Todos los derechos reservados.


© 2025 Sergio Cortés – El Borrador

Derechos exclusivos de edición.


Editorial "El Borrador"
La Capitania 80 Of. 226 Ps 2. Las Condes,
Santiago de Chile.

1ª edición: Mayo de 2025.

Edición: Carlos Meza


Diseño de portadas y diagramación:
Dannia Ardiles – www.daniaardiles.cl

Registro de Propiedad Intelectual


Nº 2024 – A – 5741

ISBN Obra independiente:


978–956–420–546–5

Impreso en Chile.
SERGIO CORTÉS

VOLUMEN I
Para el Noche
ÍNDICE

PRÓLOGO 11

Desirée: César Huispe

HISTORIAS DE SABRINA 17

01: No soy puta. 19


02: Enferma. 29
03: Reina. 39
04: Un trío en tu cama. 51
05: Hotel Paraíso. 59
06: Virginia. 69
07: Velorio. 89
08: Destinos cruzados. 119

EXPERIENCIAS 129

01: Sabrina, mi desdicha de principio a fin. 131


02 : Sabrina, mi confesión. 139
03: Sabrina, un juego cruel. 147
04: Sabrina: trampas y caretas. 157
05: Yo, no Sabrina. 163
06: Sabrina, mi inspiración. 173
PRECUELAS 181

01: Los dientes. 183


02: Me arriendo. 191
03: Hijo de puta. 207

EL BORRADOR 3 227

01: Uberdriver. 229


02: La Penitencia. 267
03: Mi mejor cita . 279
04: Efecto Reset. 287
05: La Visita. 295
06: La puerta del clóset. 301
07: Pepe Grillo. 311
08: Los miedos de esta casa. 319
09: Chinito se fue. 329
10: DeepFake. 337
11: Trinidad. 347
12: Jonathan. 361
13: Dejar de existir y no morir. 377
14: Te amo Lorenza 387
Prólogo

DESIRÉE

C
uando el Sergio me pidió que escribiera el prólogo de su
nuevo libro “Los Cuentos de Sabrina”, sentí una mezcla de
cosas diferentes. La primera, claro, incredulidad. ¿Por qué un res-
petable escritor querría un texto que viniera de alguien que des-
cuida tanto el lenguaje? Pensé yo. Luego, incertidumbre. A pesar
de que efectivamente he escrito, y bastante, creo estar bastante
lejos de considerarme un escritor. Para mí existe una diferencia
sustancial entre un escritor consolidado y alguien que juega a es-
cribir, que tiene que ver con la adaptabilidad. ¿Puedo yo escribir
un texto que resulte interesante para un grupo de personas que
vengan con la predisposición a leer lo que escribo? Por supues-
to. ¿Podría yo, de la misma manera, escribir un texto a pedido,
cumpliendo con los estándares de lo que se considera etimoló-
gicamente correcto, poniendo especial atención a las leyes gra-
maticales? Ni cagando.

El problema, me he dado cuenta mientras escribo este preciso


texto, es ése. Las expectativas que uno se autoimpone a la hora
de dar a conocer su arte. Culturalmente me parece que estamos

11
demasiado acostumbrados a temer salirnos de lo establecido.
O, dicho de otra manera, la gente solo pretende que surjas de
las maneras “correctas”, de las maneras en que todo el mundo
“surge”. Si vas a hacer cine, más te vale haberlo estudiado; y si
quieres abrir un restaurante con platos de tu autoría… bueno, ¿Y
quién te dijo a ti que sabías cocinar?

Con esto no pretendo en ningún momento decir que esto te libe-


ra de recibir comentarios, críticas (o incluso insultos) de personas
que se hayan atrevido a darte una oportunidad. Para nada. Pero
si todos nos atreviéramos a simplemente hacer lo que nos nace,
quizás estaríamos dispuestos a recibir este tipo de comentarios
sin que nos afecten o, mejor aún, sabríamos que es “parte de”. Un
pequeño precio que pagar por exponernos frente a una multitud
que muchas veces repudia el hecho de que no tengas el mismo
miedo que ellos. Algo así como lo que hace Sabrina.

Mi contacto con la prostitución es ínfimo, por no decir inexisten-


te. La primera vez que interactué con una real prostituta fue por
mera casualidad. Iba camino a una disco en Calgary por allá por
el 2007. Unas cuadras antes de llegar veo un convertible de lujo
con una mujer igual de glamorosa a bordo. Alrededor, unas 15
mujeres con vestidos cortos y vistosas joyas asentían con la ca-
beza las inentendibles instrucciones que ella les daba y, como si
nada mas existiera en el mundo, echa a andar el auto y se va. “Son
Putas”, me dijo mi amigo canadiense con el que íbamos a la disco
esa noche. “¿Putas?”, le pregunté incrédulo, “¿De verdad?”. “Sí”,
me confirmó, “las putas acá ganan caleta de plata”

12
Probablemente, debido a mi crianza, o a las experiencias que te-
nía al haber visto putas en películas como Gringuito o de transitar
por Santiago Centro por las noches, es que quedé bastante sor-
prendido. Y a los 19 años la curiosidad, al menos en mi caso, es
casi inaguantable.

Me acerqué a una de ellas, rubia y muy linda, a preguntarle dife-


rentes cosas. Desiree, dijo que se llamaba. Porque, claro, nunca
vas a conocer a una prostituta llamada “Marta”.

Me contaba que todo empezaba en 100 dólares, onda, eso era lo


mínimo. De ahí subía. Le pregunté que me daban con esos 100
dólares (una paja). Que cuánto tiempo duraba eso (lo que tarda-
ra en irme). Que cuánto el sexo oral (150 con condón). Y cuánto
duraba eso (lo mismo que la paja). Que de haber penetración (sí)
cuánto costaba (250) y dónde sería (ella sabía de un lugar). ¿Ese
lugar se paga aparte? (Obvio que sí), y si mejor íbamos en mi casa
(no van a lugares desconocidos).

Sepan, amigos míos, que no tenía intención alguna de acostarme


con ella, ni tampoco tenía 100 dólares pa una paja que, sincera-
mente, pa eso me la corro yo. Pero a medida en que le hacía mis
“inocentes” preguntas, noté que sus compañeras comenzaron
a acercarse, no precisamente con expresiones amigables. “¿Por
qué tanta pregunta?, disparó una, pregunta que me dejó totalmen-
te descolocado, “no sé”, respondí titubeando, “solo conversaba”.

Asumo que ninguna de estas minas estaba acostumbrada a que


llegaran personas “solo a conversar”, por lo que no quedaron
muy contentas con mi respuesta. Sin contar que, además, mi

13
pelo corto era muy similar al corte que usaba la policía canadien-
se. “Yo creo que eris paco”, dijo la Desiree, “nunca había conocido
a alguien tan curioso que no fuera un paco culiao”1.

Ahí debo decir que me empecé a asustar. Eran muchas las muje-
res que se me acercaban, ninguna lucía particularmente feliz de
verme, y estoy seguro que esa mina del convertible lujoso cono-
cía a hartos hueones capaces de sacarme la mierda.

“Tócame una teta”, dijo la Desiree. Estas palabras fueron tan


inesperadas, que tuve que pedirle que por favor repitiera lo que
acababa de decir. “Tócame una teta”, repitió, no de una manera
sensual, sino sumamente desafiante. “Si no erís un paco culiao,
entonces agárrame una teta, ¿O tenís miedo de perder la pega?”,
remató antes de que yo pudiera decir algo.

Tuve que tocarle la teta a la Desiree, segundos antes de que ella y


sus amigas me echaran cagando. Hablándolo después con com-
pañeros de trabajo, me contaban que hubo un caso bullado de
policías sobrepasándose con prostitutas, al punto en que iban a
hacerles una demanda colectiva. Y que, si yo hubiese resultado
realmente ser un policía, habría quedado la mansa cagá si se lle-
gaba a saber que estuve agarrando tetas ajenas.

Afortunadamente no soy paco así que no es más que una anéc-


dota de mis tiempos en los fríos parajes de Canadá.

Ahora, ustedes se estarán preguntando qué es lo que tiene que


ver esta historia con el inicio de este prólogo, donde hablábamos

1 No olviden que esta conversación transcurrió en inglés, solo la adapto para


transmitir la intención original.

14
de no tenerle miedo a exponer el arte a pesar de que a la socie-
dad no le gusta que la gente surja.

La verdad es que nada. Porque, tal como se los dije en un princi-


pio:

No soy escritor.

César Huispe.

15
HISTORIAS
DE SABRINA
Capítulo
01

NO SOY PUTA

M
e prostituí a los veinte en la universidad. Estudiaba psico-
logía, un compañero me dio el dato. Al principio no acep-
té. De hecho, no le creí. Pero hace rato venía cachando que una
compañera de carrera (que por razones obvias no diré su nombre
real… pero llamémosle “Lucía”) subía fotos a sus redes pasean-
do en un auto de lujo, selfies en suites de hoteles y vacaciones
exprés en islas paradisíacas a las que partía de un día para otro.
Raro: sus padres eran más ratas que los míos y nadie sabía que
trabajara en algo… Llámenme sapa, mal hablada, lo que quieran,
pero fue inmediato el intuir lo que hacía cuando me ofrecieron la
pega. Peor aún fue compararme con ella en el momento que en-
contré llorando a mi mamá. Había dejado de pagar el dividendo
hace varios meses y le llegó una notificación por demanda hipo-
tecaria. Nos teníamos que ir. Para más remate, a mi hermana la
pillaron los pacos vendiendo lechugas y se las botaron. Ingresos
cero. Solo éramos las tres, mi padre brilla por su ausencia, como
siempre, seguramente andaba borracho por ahí tomándose lo
poco que podría darnos.

19
Tuve que hablar con aquel compañero. Lo pensé mucho, no les
miento, jamás creí que caería en esto.

– ¿Cuánto dijiste que pagaban?


– Depende del cliente, pero yo te tengo uno bien bueno, con
hartas monedas. Y paga mucho más si eres detallista.

Seis dividendos de 120 mil pesos, más los intereses bancarios,


daba un total de casi un millón. Mi madre tenía 10 días para pagar.

– ¿Unas cien lucas? – Pregunté.


– ¿Cien? Ni cagando. Por lo bajo unas quinientas.
– ¿Y tú? ¿Cuánto recortas?
– Mira, por ser primera vez no te voy a recortar nada. Me interesa
que dejes feliz a este viejo no más, porque después me llamará
siempre y ahí sí que lloverán las lucas de verdad, ¿Estamos?

Si lo que me ofrecía era cierto entonces ya tenía un poco más de


la mitad de la deuda pagada. Me prometí que solo lo haría una
vez, solo esa vez… Por supuesto, a él no se lo dije.

¿Cómo me tenía que vestir para salir a trabajar de puta? Se me


apretaba la guata, me arrepentí en varios momentos, me puse
a llorar en el baño de la casa, un miedo horrible que me embar-
gaba, sentí vergüenza, a ratos un poco de asco. Estaba a tiempo
de dar un paso atrás. El teléfono que sonaba, varios mensajes de
Whatsapp sin contestar, me senté en la cama, Clonazepam, un
pito prendido y me miré en el espejo.

– Una vez, solo una. Nadie tiene que saberlo… No soy puta. No
lo soy – me dije a mi misma.

20
Respondí el celular y tomé el taxi.

– Arquitecto Jaime Sanfuentes 1581, Vitacura.

Timbre y una voz en el citófono.

– Hola… soy… eh…


– Hable pronto, ¿Quién es?
– Soy yo, la mujer a la que esperas… soy Sabrina.

Me acordé de la serie de la bruja adolescente que vi en Nickelo-


deon cuando pendeja, no se me ocurrió otro nombre. La puerta
de afuera se abrió, caminé lentamente y me detuve. Mejor me
marcho, mejor irme a la cresta, puedo buscar trabajo en otra cosa.

Me devolví.

– ¿Sabrina?

La voz era de aquel tipo. me di media vuelta y allí estaba, obser-


vándome el culo y las tetas. Se veía de 40… o más ¿50? Buena
ropa, físicamente bien mantenido. Un sugar daddy, como le lla-
man las cabras de mi carrera. Intenté autoconvencerme: cállate,
disfruta, solo será una noche de sexo como cualquier otra, solo
que esta vez te van a pagar. Adentro de su living (que resultó ser
más grande que mi casa entera), me hizo sentarme en un sillón
que seguramente costaba una mensualidad de mi carrera. El
Clonazepam comenzó a hacer efecto, peor aún con la copa de
whisky que me ofreció. Hablamos un poco, el tipo era educado,
culto y me hizo reír un par de veces. Me relajé. De hecho, a ratos
pensé que, si hubiese sido una cita real, podría haber sido la me-
jor. Nadie me había tratado tan bien como él.

21
Me tocó la pierna, mis ojos que no se despegaron de sus manos…
y nuevamente la culpa.

– ¿Deja ir al baño? Vengo al tiro.

Me senté a mear, el tic de mis pies tocando el mármol del piso


una y otra vez. Dejé correr la llave de la ducha para hacer tiem-
po… Pero tenía que salir.

– Te demoraste – me dijo.

Le sonreí y me serví otra copa de whisky para entrar en persona-


je. Subió el volumen de los parlantes, un tango de Gardel.

– Báilame.

Nunca había bailado tango en mi vida, pero daba lo mismo, su-


puse que tenía que hacer cualquier cosa que lo calentara. Asumí
en ese instante que ya estaba metida en el fango, crucé con los
dos pies hacia el otro lado, estaba adentro, ahora solo tenía que
cerrar los ojos y dejarme llevar. Comencé a sacarme la blusa…

– Espera. No te desvistas.

Sin saber qué hacer, me quedé ahí, congelada. Su mirada había


cambiado, ya no era el hombre maduro que hasta hace un rato
me había encantado. Agaché la cabeza para no mirarlo, algo en él
me incomodaba. Por inercia, seguí bailando.

– Deja de bailar. Quiero que te quites los zapatos.

Tuve que salir de mi especie de trance, ahí fue cuando me di


cuenta de que yo no estaba para disfrutar de nada, solo era re-

22
cibir órdenes como una robot. Le hice caso, me los pidió y se los
entregué.

– Ahora sí, sácate la ropa… toda… y no pares de bailar.

Se quitó los pantalones. Luego se levantó y se fue sin avisar. Me


quedé desnuda, sola en el living, bailando, temiendo que si lo de-
jaba de hacer el cliente se iba a molestar. Dos, tres, cinco, más de
veinte minutos sin saber si parar, vestirme e irme, o seguir en la
extraña dinámica que se estaba dando.

Pero volvió…

– Ponte esto…

Unos tacos deteriorados, pegados con neoprén, una colonia in-


glesa… y lo increíble.

– No me voy a colocar eso.


– Sí, te los pondrás.
– Lo siento, no quiero…
– Si te los pones, te doy quinientos mil más.

Era una placa dental postiza, emanaba un profundo olor a mier-


da. Las arcadas, los ojos lagrimosos del asco… tenía que respirar
profundo y aguantar. Mi madre, mi hermana, mi casa, la plata, te-
nía que hacerlo, sería una sola vez.

Me tomó el rostro de golpe y comenzó a besarme mientras ape-


nas me pude ajustar la placa. Su lengua atravesando mi boca, no
aguanté la apnea. Me soltó y escupí aquella encía de yeso al piso.

23
Su rostro definitivamente ya no era el de aquel tipo amable que
me recibió. Se recostó en la alfombra, supuse que me tenía que
montar sobre él.

– Písame con los tacos.

Caminé sobre su estómago desnudo, me pidió que lo aplastase y


que saltase sobre él.

– Lo estás haciendo muy despacio, ¡Písame fuerte!

Le enterré la punta de un taco en el pecho, gritó de dolor y me


pidió más, una y otra vez. Fueron al menos 8 minutos de tortura,
que para él era placentera y para mí pesadillesca. Marcas de san-
gre por las heridas que le dejaba, y me permitió detenerme solo
porque un zapato estaba a punto de romperse.

Supuse que habíamos finalizado, pero no… Comenzó a masturbar-


se. El semen sobre su alfombra y mis ganas de irme a la cresta.

– Pisa el moco con el taco que no se rompió.

Me tenía cansada y se me notaba en la cara. Aunque, la verdad,


no creo que el viejo haya sido capaz de notar algo, tampoco creo
que le hubiese importado, sus ojos solo se enfocaban en cómo
aplastaba su esperma sobre el tapete.

La voz apretada y la exhalación que hizo notar con un segundo or-


gasmo. Se fue sobre mis piernas. El silencio total en mi cabeza y
el “Volver” de Gardel que se repetía nuevamente en el tocadiscos.

– Muchas gracias, ¿Cómo me dijiste que te llamabas? – Me


preguntó fríamente.

24
No respondí.

– Toma, cien, trecientos, quinientos… ¿Estás bien con un mi-


llón? Mejor quinientos más, por la discreción. Espero verte de
nuevo, eres muy linda, la pasé muy bien contigo. Si quieres te
puedes duchar mientras yo me voy a acostar. Cuando te va-
yas, asegúrate de cerrar bien la puerta. Gracias.

Me lavé la pierna y los pies con la manguera de la ducha mientras


lloraba. Apurada, me sequé con mi blusa. Me lavé los dientes con
tanta desesperación que me rompí las encías. Me vestí, tomé el
taxi y me fui.

Entré a mi casa, insomnio total. Con un Clonazepam me ayudé a


dormir apenas. Cuando desperté, eran las cuatro de la tarde. Me
levanté y vi a mi madre sufriendo. Como siempre.

– ¿Adónde andabas anoche que recién te estás levantando?


Con tu hermana fuimos a vender lechugas bien temprano, te-
nías que habernos acompañado, estamos terriblemente can-
sadas.

En ese instante, recordé que en mi pieza, dentro de la cartera que


ocupé para salir, había un millón y medio de pesos. Eso equivalía
a tres mil lechugas que solo se podrían vender en 9 meses, creo.
Ése fue el momento en que el asunto dejó de ser tan terrible, in-
cluyendo el recuerdo de aquellos tacos de vieja.

Al otro día llegué a la universidad sintiéndome observada, juzga-


da, no sé por qué, si nadie sabía mi secreto. Pero la paranoia no

25
me duró mucho. Para mi sorpresa, estaba la policía esposando
a mi compañero. Sí, el mismo compañero que me metió en esto.

– ¿Por qué se lo llevan? – Pregunté.

Sentí pánico. ¿Qué pasa si descubren que él manejaba una red


de prostitución? La verdad saldría a la luz, y con ello todos se en-
terarían de que yo también fui una de sus trabajadoras… pero la
realidad no es siempre como una la espera. Puede ser incluso
mucho peor.

Me acerqué a mi compañera, “Lucía”, la misma que tenía aquella


vida lujosa, la que creí que hacía lo mismo que yo… pero con el
tiempo supe que resultó ser una suertuda de mierda que había
recibido una herencia. Sin mirarme, me dijo:

– Se lo están llevando porque encontraron el cadáver des-


compuesto de una viejita en la casa de su tío, en Vitacura. Sa-
lió hasta en las noticias. Parece que ellos la mataron y la tenían
escondida hace días – me contó.

Fue en ese momento cuando levanté mi mano lentamente y co-


mencé a tocarme los dientes.

26
Capítulo
02

ENFERMA

M
e he acostado con más de cien personas. Casados, solte-
ros, con fantasías y todo tipo de fetiches. Me he meado y
cagado encima de varios clientes. A estas alturas, lo más extraño
es que solo me penetren. Gano como 5 palos al mes, pero me
quedo con la mitad. La otra mitad se la lleva la persona que me
protege. No es llegar y andar vendiéndose sola, tengo compañe-
ras que lo han hecho así y han terminado muy mal. En fin, ya no
me ando preocupando por vender lechugas y pasar penurias con
mi mamá. La plata llega rapidito y por montones.

Hace un par de días una persona vio mi publicidad en Internet,


donde dice que cobro 100 lucas la hora, incluyendo besos, pene-
tración vaginal y oral. Los adicionales, por supuesto, se conver-
san conmigo.

– ¿Tú eres Sabrina? – Me escribió.


– Sí, mi amor, ¿Me quieres venir a ver?

Entré a la ducha, me coloqué el colaless nuevo y un sostén que


me apretaba las tetas. Llamé al loquito que me protege para in-

29
formarle que venían a verme. La llamada del conserje avisando
que mi cliente ya estaba aquí, me pegué un jale y esperé en la
puerta. Timbre, puse el ojo en la mirilla para asegurarme y abrí.

– Hola, corazón. Te estaba esperando.

Lo besé y le cobré al tiro.

– Si no tienes efectivo, puede ser también con transferencia


o Pago Rut.

Me entregó la suma en efectivo. Conté la plata y le ofrecí que se


metiera a la ducha. Lo esperé en la cama y, de puro aburrida, miré
de reojo cómo se enjabonaba apurado para no perder tiempo.
Recuerdo perfectamente el enorme y exagerado tatuaje de un
escorpión en su brazo derecho.

– ¿Y ese tatuaje? ¿Qué significa? – Le pregunté apenas volvió


a mi lado.
– ¿Este escorpión? Significa que prefiero matarme antes de
que me maten. Si te das cuenta, el aguijón se lo entierra a sí
mismo. Es una leyenda urbana que escuché por ahí hace ca-
leta… Igual me lo hice porque me gustó no más, no sé si tenga
más explicación.
– Que erí loco.

Bajé y comencé a hacer lo mío. Gemidos de mentira, patas abier-


tas mientras pensaba en otra cosa, conversaciones posteriores
que no me importaban, masajes y la segunda vuelta.

Se duchó otra vez, se vistió y se fue.

30
Otro cliente más esa misma tarde, y así todos los días. Una ruti-
na que jamás terminaba, pero que entre más soportaba, más me
forraba. El cuarto auto y vacaciones en Miami para mi mamá y mi
hermana. Facturaba como si el mundo se fuese a acabar, nunca
paré… o sea, casi nunca.

Eran las 3 de la mañana y un tipo me habló al teléfono.

– Hola. Entiendo que es tarde, pero quisiera saber si estás


atendiendo. Acabo de mirar una publicación en Internet y creo
que eres la mujer más bella que he visto.

A algunos clientes les encanta ponerle color, jotearme innecesa-


riamente, pero sí, la verdad es que ahora estoy mucho más opera-
da que antes y, obviamente, no paso desapercibida en ningún lado.

– Hola, mi amor. Ya estoy acostadita, pero, por ti, voy a hacer


una excepción. Ven, te mando la dirección.

Estaba tan jalada que no podía cerrar una pestaña, así que apro-
veché el insomnio para hacer plata.

El tipo no se demoró nada en llegar, abrí la puerta y me sorprendí


al ver a un hombre tan mino. Facciones perfectas, alto, ojos azu-
les, pelo castaño claro, vestido como si viniese de una gala. Su
perfume exquisito llenó todo el departamento desde el primer
momento en que puso un pie adentro.

– Son 100 mil por lo que vi en la publicación – me dijo.


– ¿Ah? Ah… sí, 100 mil – respondí, aturdida.

31
Guachito rico, no te cobraría nada, pensé. Pero, en fin, pega es
pega.

– Es lindo el departamento ¿Hace cuánto lo arriendas? ¿O es


tuyo?
– Es mío.
– Está bonito… ¿Me permites usar el baño?

Lo esperé recostada, como siempre lo hago, pero con muchas


más ansias, aunque éste demoró un poco más de la cuenta.
Cuando salió se sentó a los pies de la cama, dándome la espalda.
Le toqué el hombro y comencé a acariciarlo.

– Me engañaron…

No era la primera vez que llegaba un despechado a contarme sus


problemas amorosos.

– Pobrecito. Yo puedo hacer que la olvides por un ratito – y


comencé a bajar, como siempre.
– No… – me detuvo – solo quiero conversar.

Se puso a llorar, lo intenté consolar. Luego se recostó sobre mis


piernas y comenzó a quedarse dormido.

– Te pagaré las horas extras, no te preocupes. Solo quiero


quedarme aquí un rato.

Desperté por la mañana y ya no estaba. Me dejó un cheque por


un millón en el velador. Cuando fui al banco a cobrarlo, me llegó
su mensaje.

32
– Disculpa por lo de anoche.
– ¿Estás bien? – Le respondí.

No suelo hablar con mis clientes de otra cosa que no sean mis
servicios, pero él, de alguna forma, sacó a mi antiguo yo, a aque-
lla mujer sensible que era antes de convertirme en Sabrina. Ser
puta no te hace ser una mala persona, ¿O sí?

No me respondió. Ese día solo supe de su plata y nada más.

Pasaron los días, cliente tras cliente… hasta que nuevamente


apareció.

– Sabrina, ¿Tienes tiempo para mí un rato?

Llegó al departamento, yo esperándolo casi empelota. Me man-


dó a ponerme ropa para que saliéramos.

– Te invito a tomar algo, quiero que esta noche seas mi novia.


No importa cuánto cueste, solo quiero que me acompañes.

Primero fuimos a un café, luego a un bar y, finalmente, me pagó el


taxi hasta mi departamento. No me besó ni me tocó más allá de la
mano cuando me saludó. Me trató como si de verdad fuese una
cita. E Igual me compré un poco el cuento, no les voy a mentir.

Luego de eso salimos casi todos los días. El trato siempre fue el
mismo, parecíamos una pareja dando sus primeros pasos: co-
queteos suaves, miradas tímidas y gestos románticos, hasta que
un día dio el gran paso y me llevó hasta su casa, una mansión con
innumerables habitaciones y baños en cada una de ellas.

33
– ¿Y tu familia? Por lo que veo estás solo.
– No, no lo estoy. Además de la nana que viene en la semana,
hay una persona aquí que me gustaría que conocieras – me
dijo.

Me llevó hasta la habitación del fondo. En una gran cama, como si


fuese una muñeca de tamaño real, una mujer yacía recostada. Se
encontraba postrada por una enfermedad que venía sufriendo
desde hacía un tiempo, según contó.

– Es mi hermana. Decidí dejarla acá, conmigo. Yo me encargo


de ella.

Sacó maquillaje de su velador y le comenzó a poner base y co-


rrector para tapar las imperfecciones propias de su padecimien-
to. Antes de su actual estado era una joven preciosa, me dijo, y
el modo de mantenerla digna y alegre era seguir maquillándola
a diario, tal como ella lo hacía cuando aún le era posible. La tenía
hermosa, bien arreglada y oliendo tan rico como él.

– ¿Te ayudo con eso? – pregunté.


– No. Tú no te preocupes. Siempre hemos sido solo los dos.
De hecho, siempre mantengo la puerta cerrada de esta pieza
porque no le gusta que la vean así. Es difícil acostumbrarse,
supongo.

Luego se levantó y me miró a la cara con ojos llenos de lágrimas.

– Pobrecito, has sufrido tanto.

La costumbre de verlo todos los días me había prendado a él,


como una especie Pretty Woman. A su lado estaba bien atendida,

34
regaloneada y con lujos que ni con el pago de cien mil hombres
en un día podría tener. Playas, hoteles, viajes… pero casi nunca
me tocó, salvo una vez que se emborrachó.

– No puedes olvidarla aún, ¿Verdad? – le pregunté.


– No, Sabrina… no puedo.

Mi corazón se rompió, sorprendentemente. Hace cuánto que no


me enganchaba así de alguien. “Soy su puta, no me puedo ena-
morar”, pensé.

Pasaron los meses, y seguir en los roles de empleador y traba-


jadora ya se hacía ridículo. Por lo mismo, imagino, me invitó a
sentarme, respiró profundo y puso un cheque en blanco sobre
la mesa.

– Si te quedas conmigo para siempre vas a tener todo lo que


quieras – propuso.
– No sabes cuántas cosas haría por plata, lo sabes mejor que
nadie… pero no puedo aceptar.
– ¿Por qué?
– Porque estoy sintiendo cosas por ti, ya no me siento a gusto
en esta casa. No puedo verte como un cliente.

Que tonta… llegué a pensar que tú eventualmente olvidarías de


tu expareja y comenzarías a verme a mí, a mi yo real, como tu mu-
jer. ¿Sabes? Hubiese sido capaz de dejar esta pega por ti.

Me tomó la mano y me besó.

– Yo sí te quiero – me dijo, y me desnudó.

35
Esa noche le hice de todo, ni siquiera me cuidé. Estaba entregada
como quien pierde la cabeza por amor.

Al otro día desperté como una Cenicienta en su habitación. Me


levanté temprano, él no estaba, su nana con domingo libre. Así
que comencé a limpiar, a tal punto que me metí hasta la pieza de
su hermana. Estaba como siempre, con la boca abierta y seca.

No paré de hablarle de su hermano, que era lo mejor que me


pudo pasar. De pronto, sorpresivamente, vi una lágrima caer por
su mejilla que le corrió un poco el maquillaje.

– ¿Me escuchas? – le pregunté.

Le acaricié la cabeza, abrí el velador para volver a maquillarla.


Cuando busqué, encontré varias fotos que observé una a una… y
mi estómago comenzó a revolverse, la corriente en la espalda y
una duda horrible que pasó por mi cabeza. No pude creerlo, apa-
recía él, con un tipo, besándose. Pero todo fue a un peor cuando
me di cuenta de que yo lo conocía… estuve con su pareja, su ros-
tro inmediato en mis recuerdos.

Miré a su hermana que perdía cada vez más maquillaje por sus
lágrimas, el verdadero rostro masculino comenzó a aparecer. Y
allí estaba la respuesta a todo, el fetiche de tener a su pareja con
ropa de mujer y la puta con la que lo engañó juntos, en la misma
casa.

36
Tomé el brazo derecho de aquel sujeto que alguna vez creí que
era su hermana, corrí lentamente su manga, y ahí se asomó toda
la verdad.

El puto tatuaje con el cuerpo de escorpión.

37
Capítulo
03

REINA

M
i familia no sabe que soy prostituta. Creen que terminé
psicología. Mi madre está orgullosa. La mantengo a ella y
a mi hermana. Ya no tienen que salir a vender lechugas. Los úni-
cos que conocen la verdad son mis clientes y las colegas de este
mundillo.

Braulio en mi pieza. Un joven alto que perdió la virginidad conmi-


go. Siempre me pagaba con monedas y billetes sueltos que yo
guardaba junto a todos mis milloncitos en un cajón. Al parecer, un
ladronzuelo que robaba para comer y pagarme cada vez que me
lo tiraba. Estaba enamorado de mí. Fui su vicio por mucho tiem-
po y siempre me pedía que yo fuera su novia, que no le impor-
taba que me metiera con 20 mil hombres mientras lo quisiera a
él. Siempre llegaba con algún regalito, me trataba bien, me decía
“mi reina”.

Cicatrices en su cuerpo, de distintas peleas según él. Se jactaba


de que nunca había terminado en la cárcel porque era muy astuto
y siempre escapaba… aunque yo no le creía, lo encontraba medio
chamullento.

39
– Braulio, se terminó tu hora. Me salió trabajo en otro lado. Be-
sitos. Después me viene a ver.

La Luna me acababa de avisar que había un par de hombres en


su departamento. Que andaban pagados y querían un poco de
acción, que faltaba otra niña más. Acepté.

Lencería nueva, condones, gel lubricante y perfume en mi carte-


ra. Llegué al edificio. Aviso al conserje, ascensor. Departamento
607, timbre. La Luna me abrió, ella ya estaba lista.

– Sabrina, te está esperando. Éstos vienen de una faena mi-


nera, hay que sacarles el jugo. Son tan calientes que podrían
gastarse todo el sueldo por un culazo. Ocupa mi baño, prepá-
rate y luego te metes a esa pieza que está a la izquierda. Ahí
te lo dejé, listito. Nos vemos después, tengo pega en la otra
habitación.

Me acomodé las tetas frente al espejo. Un saque de coca y a tra-


bajar.

Abrí la puerta del baño mientras ya se escuchaban los gemidos


mentirosos de la Luna desde su cama. Miré la puerta izquierda y
me transformé en mi personaje. La maldita Sabrina caminando
hacia él. Abrí. Habitación totalmente a oscuras por las cortinas
black–out.

– Hola, amor. Ya está acostadito – le dije.


– Prende la luz, cosita. Quiero verte.

Mi dedo en el interruptor, habitación iluminada. En un princi-


pio no lo reconocí, quizás mi mente no quiso aceptarlo de in-

40
mediato. El proceso fue demasiado lento, creo que se trató de
un shock.

– Claudita… ¿Eres tú? – Me preguntó impactado.

Comencé a ahogarme. Él se levantó de la cama, caminó hacia mí.


Escapé de inmediato hacia el baño. Náuseas, vómitos, ganas de
correr. Me encerré con llave.

– Claudita, abre. No tengas vergüenza conmigo. Tenemos que


hablar.
– ¡Ándate de aquí! ¡Ándate weón!

La Luna escuchó mis gritos. Salió a ver qué pasaba. Ella, sin en-
tender nada y solo basándose en mi escándalo, decidió echar a
esos dos señores del departamento.

Cuando escuché la puerta principal cerrarse, entonces salí y la


Luna me abrazó.

– ¡Weona! ¿Qué te pasó? ¿Te hizo algo malo? ¿Te pegó?


– No…
– ¿Y entonces? No me digái que me espantaste a los clientes
porque sí.
– Luna… él era mi papá.

Él me tocó hasta los 16. Dejó de hacerlo simplemente porque un


día salió de la casa y no volvió más. Se fue con otra mujer. A ve-
ces, me preguntaba si a sus hijastros les hacía lo mismo.

Me fumé un pito y me tomé casi una botella de whisky. Borracha,


el lamento fue cada vez peor. Aquellos rincones más oscuros de

41
mi cabeza esclarecieron y no me dejaban en paz. Estuve varios
días sin atender a nadie. Mi maldita infancia en mí.

Una semana después decidí volver donde mi mamá. Era


domingo.

Mi hermana aún no bajaba a saludar. Me senté a almorzar y me di


cuenta de que había un plato demás. Le pregunté a mi madre si
teníamos visitas, ella no me respondió. Al cabo de diez minutos
lo recibió en la entrada, sonriéndome como si se tratara de una
gran sorpresa.

– Hola, Claudita.
– ¡Mamá! ¿Qué hace este viejo culiao aquí?
– No le digas así, es tu papá.

Llevaban un tiempo en una relación secreta, ella le quiso dar otra


oportunidad. Mi mamá nunca pudo superar que ese imbécil se
fuese con otra. Además, yo nunca le conté lo que ese viejo me
hacía… aunque yo creo que sí lo sabía, simplemente nunca se
atrevió a asumirlo.

– Amor, déjanos solos. Yo voy a hablar con ella – le dijo el viejo


a mi mamá.

Nos quedamos solos. Le pedí que no se acercara, pero lo


hizo igual.

– Ahora entiendo por qué tienen tan buena situación econó-


mica. Cuando vi esta casa me sentí orgulloso de ti… aunque
tu madre nunca supo explicar bien en que trabajabas. Eres tan
mentirosa, Claudita… ¿O debería decirte Sabrina?

42
– ¡Cállate, conchetumare!
– Mira, Sabrina, te la voy a hacer cortita: quiero vivir aquí. Estoy
aburrido de trabajar en el norte, viviendo en el desierto con
gente que no soporto. Tú ganas harto. Hazlo por tu papá.
– ¡No te voy a mantener, zángano culiao!
– A ver, creo que no me estás entendiendo. O me dejas volver,
o tu mamá y tu hermana sabrán de dónde viene la plata que
las mantiene viviendo tan cómodamente, ¿Estamos?
– Entonces yo les contaré lo que tú me hacías cuando niña.
– Pero si tú me provocabas. Te subías arriba de mis piernas,
solita. Además, hay cosas que ocurrieron en el pasado y otras
que siguen ocurriendo hasta hoy. Veamos a quién le creen.

Se marchó. Mi madre, que no escuchó absolutamente nada, llegó


para regañarme. Sin oírla me fui a la habitación de mi hermana y
la encontré sentada en el suelo tapándose la cara.

– ¿A ti también? – le pregunté.

Nos abrazamos y nos tiramos a llorar.

– Tranquila… yo me voy a encargar de este conchesumare. No


voy a dejar que vuelva – prometí.

No lo pensé dos veces. Agarré el teléfono y llamé al Braulio. Le


pedí que nos juntáramos en mi departamento. Lo esperé desnu-
da. Cuando entró lo besé y me lo llevé hasta la pieza.

– ¿Me amas? – Le pregunté.


– ¿Qué cree usted, mi reina?

43
Nos revolcamos todo el santo día y, cuando llegó la noche, le pedí
un favor mientras lo pajeaba.

– Dijiste qué harías todo por mí ¿Cierto, bebé? Que incluso es-
tarías conmigo, aunque siga siendo una puta…
– Sí, sí, se lo prometo, mi reina.
– Entonces, si quieres que eso se haga realidad, primero de-
bes hacer algo por mí.

Le pedí que lo asustara, que le diera un buen escarmiento a ese


viejo culiao para que no se atreviera a acercarse más a nosotras,
que supiera que esta vez yo no era la misma niña asustadiza de
antes, que ahora era una mujer capaz de hacer cualquier cosa por
proteger a mi familia.

Llegó el día. Yo me acostaba con unos clientes mientras no deja-


ba de pensar en aquel asunto. Debo reconocer que también sentí
un poco de miedo. De pronto, el teléfono personal que sonaba. Mi
madre llamando.

– Mi niña… mataron a tu papá… tu papito, mi niña, tu papito


está muerto.

Corté. Tiré el celular a la cama y me senté en el piso. Luego me


levanté, caminé por el departamento. Mi corazón a mil, un esca-
lofrío y un malestar que me llevó al baño. Sentada, no dejaba de
pegarle al piso. Ese tic que delataba la culpa. Qué mierda hice…
qué hiciste, Braulio.

Braulio llegó al departamento al poco rato contando orgulloso


que el trabajo estaba hecho. Comencé a gritarle, diciéndole que

44
cómo se le ocurría matarlo, que como mucho debía darle una
golpiza, nada más. Se sentó en el sillón y, sin escucharme, tomó
el control remoto y encendió el televisor. Ya no era el Braulio de
antes, su aura de niño enamorado había desaparecido.

– Cállate. Tengo hambre, tráeme algo pa comer – me ordenó.

Y ese fue el momento en que asumí que algo peor estaba por
venir.

– Ah, y por si acaso, quiero exclusividad, guachita. Que me la


chupes todo el día si así lo deseo, y ojo, te la voy a meter cuan-
do quiera y por donde quiera. Ahora, si no me haces caso, le
contaré a todo el mundo que me mandaste a matar a viejo cu-
liao ése.
– ¿De qué estás hablando? ¡Los dos nos iríamos presos! ¡Im-
bécil!
– No, Sabrina, los dos no. Solo tú.

Me lanzó su carnet de identidad… era menor de edad. Fue en ese


momento cuando comprendí por qué nunca se fue preso. No se
trataba de un audaz hombre de la calle que siempre se arrancaba
de los pacos y cuya astucia le permitía nunca ser atrapado, sino
que de un pendejo que soltaban una y otra vez, pero que soltaban
por ser un niño. Juro que se veía mayor.

– Además, te acusaré de abuso sexual – agregó, fingiendo un


llanto exagerado y burlesco – tú me manipulaste a tal punto…
que fui capaz de matar a un señor inocente solo por amor… sí,
eso mismo tendré que confesar. ¿Y entonces? ¿En qué que-
damos?

45
Desde ese momento, me convertí literalmente en su geisha. Ha-
cía y deshacía conmigo. Cada vez que llegaba al departamento me
obligaba a chupársela mientras jugaba con su consola. Me tenía
atrapada por mi culpa, lo asumo. Ése fue el costo por lo que me
convertí: en una asesina, una criminal, una abusadora capaz de
manipular a un sicario menor de edad con tal de arreglarme la vida.

No mentiré, pensé muchas veces en deshacerme de ese pende-


jo, contratar a otro matón de por ahí. Pero la verdad es que ya
estaba cansada y, además, ¿Qué sacaría? Sería imposible ocultar
por tanto tiempo lo que hicimos… y así fue.

“Trabajador minero asesinado dentro de su domicilio ya tendría


presunto responsable. Se trataría de menor de edad”, escuché
una mañana que decían en el matinal. Listo, no había nada más
que hacer.

Le expliqué a Braulio que se había acabado, que no sacaba nada


con seguir allí, que no lo iba a atender más. Nos habían atrapado,
y yo estaba decidida a entregarme. Él me había convertido en su
esclava, y sinceramente prefería la cárcel a seguir viviendo bajo
sus mandatos de cabro chico degenerado.

– Mi reina, tranquila, respire – me dijo, como si de pronto vol-


viera a tratarme bien, con el cariño y respeto que antes me de-
dicaba – mire, hagamos un trato: yo escapo de aquí antes de
que vengan los ratis, ¿Ya? Y si me encuentran, no la delataré,
quédese tranquilita, no llore. Me soltarán en un tiempo más y
luego volveré con usted… pero, pucha, igual es un riesgo que
no quiero correr, ¿Qué pasa si en el proceso me aburro y quie-

46
ro soltar la pepa? No es la idea po… para eso, necesito una ga-
rantía, algo para esconderme en paz y no sentir la necesidad
de echarla al agua, ¿Me entiende? ¿Sí? Y entonces, ¿Cuántos
billetes tiene escondidos ahí adentro? ¿Ah?

Todos mis milloncitos por la borda, en efectivo. Los ahorros de


cuatro años de trabajo. No pude negárselos, el pendejo sabía
dónde estaba mi cajón.

Sonó el citófono y comenzó la desesperación.

– ¿Aló? Señorita, la PDI va subiendo – informó el conserje.

Braulio agarró la plata, la metió en su bolso y bajó por las esca-


leras de emergencia mientras los ratis salían del ascensor para
llegar a mi departamento… no alcanzaron a verlo.

– Buenas noches, dama. Venimos a hacerle unas preguntas


respecto al asesinato de su padre.

Me sentí atrapada.

– ¿Alguna vez usted tuvo algún contacto del tipo sexual con
su padre?
– ¿Y cómo saben eso? – pregunté.
– Su hermana nos contó. Ella está detenida en este momen-
to… Esto puede ser duro de escuchar, pero ella confesó que lo
asesinó producto de los constantes abusos que recibió, tanto
ella como usted.

47
Sin entender absolutamente nada, sentí vibrar el teléfono. Era
ese pendejo de mierda.

– Bebé, yo iba a asustar al viejo, pero justo se me adelantó tu


hermana. La vi. Pero tranquila, ella es menor de edad. Gracias
por la plata… Chao, mi reina.

48
Capítulo
04

UN TRÍO EN TU CAMA

H
ice un trío con una pareja. 500 mil era el trato, y como bue-
na puta llegué puntual. Estaban nerviosos, diría que ella más
que él. Me comentaron que nunca habían hecho esto antes. Les
dije que estuviesen tranquilos, que se dejaran llevar. La besé a
ella primero, para quebrar el momento. El tipo se quitó los panta-
lones, bajé mi mano y le acaricié los testículos. Erección inmedia-
ta y los tres a la habitación. Primero fueron risas, luego el silencio.
Ella tomó el pené de aquel tipo y se lo metió en la boca, él hizo lo
mismo con mis tetas. Mis dedos en su clítoris. Él y su masturba-
ción mientras miraba como yo me comía a su pareja a mordis-
cones. Ella en cuatro y el tipo extasiado. Le mordí el hombro y le
susurré en el oído mientras le daba.

– Sácalo y ándate en su espalda.

Tres cigarros encendidos, uno para cada uno. Ella, una joven her-
mosa. Él, mucho más viejo, pero bien mantenido. Se despidieron
de mí con un beso en la mejilla y los 500 mil pactados. El tipo
prometió que llamaría de nuevo… y así lo hizo.

51
A la semana siguiente lo mismo, pero esta vez era otra joven,
pelo rizado y una boca pequeña, similar a la muchacha anterior,
pero algo mayor. El tipo tenía sus gustos claros. Esta vez lo sentí
más seguro, más decidido. Le sonreí cuando entré y lo ayudé a
sumar a la muchacha ya que, producto de las copas de vino que
bebimos antes de comenzar, apenas se podía levantar del sofá.

Cuando pasó un mes sonó mi teléfono y era aquel tipo. Un nuevo


trío en su cama, una nueva muchacha, otra vez joven, otra vez en-
tregada a él. Cómo no, se trataba de un multimillonario. Un viejo
galancete que se mantenía muy bien, educado y de perfil serio.
Tenía un poder absoluto, tanto así que se jactaba de manejar al
presidente desde su oficina. Obviamente pagaba bastante, y le
gustaba estar con mujeres más jóvenes y sumarme a mí como
una suerte de canalizadora de sus deseos más ocultos. Aunque
quizás exagero, porque solo le conocí a esas tres chicas. Hubie-
sen sido más, seguro, pero un día enfermó y me llamó para que
lo fuese a ver.

Lo encontré sentado en una silla de ruedas en una pequeña casa


de verano. Me contó que tenía esclerosis múltiple y que ya nadie
lo acompañaba. Lo ayudé a subirse a la cama y se molestó, me
dijo que podía solo. Si bien sus piernas ya no funcionaban, aún
tenía suficiente fuerza en sus brazos. Y sí… al tipo todavía se le
paraba.

– ¿No tienes una empleada que te ayude? ¿O una enfermera?


Con la plata que gastas en mí, demás podrías pagarle a una.
– ¿Y para qué? Tú misma lo has dicho, por algo gasto en ti. A
cambio de mi paga, tú me cuidarás. Es compañía, al fin y al
cabo, ¿O acaso solo te vendes por sexo?

52
No, ni muerta aceptaba. Yo prefería ser puta a ser empleada do-
méstica.

– Si aceptas, te dejo la cuarta parte de libre disposición de mi


herencia. Tengo una cantidad de inmuebles y un patrimonio
que no te imaginas. Además, te podré ayudar en todo lo que
pueda. Y cuando digo todo, es todo.

Me quedé callada un rato. Me imaginé limpiándole la caca al viejo


cuando llegase el momento de que él ya no pudiese mover ni la
boca… pero era verdad, el tipo estaba forrado a más no poder,
quizás no era un trato del todo malo.

– Mi hermana está bajo prisión injustamente… pero ella aun es


menor de edad y quiero que la dejen libre. Si puedes con eso,
entonces acepto el trato.
– Dalo por hecho.
– ¿Y cómo me aseguro de que cumplirás?
– No te queda más que averiguarlo cuando me toque irme al
infierno.

Lo pensé bastante. De hecho, creí que no lo haría hasta que supe


de la muerte de dos compañeras de la noche asesinada por un
psicópata que aún andaba suelto. Para qué arriesgarme. El tra-
bajo estaba complicado, los clientes cada vez pedían cosas más
salvajes, y a este viejo al menos ya lo conocía.

– Acepto el trato – le respondí por teléfono.

Le hacía el aseo, lo ayudaba a bañarse, le cocinaba lo que se le


antojara y, por supuesto, también me montaba sobre él cada vez
que se le antojaba. Fui una especie de geisha a la chilena que,

53
prácticamente, aguantaba todo. Pero no me quejaba, también
viví buenos momentos. Tenía un gran sentido del humor cuando
quería, me hacía reír con sus reflexiones profundas, un tanto filo-
sóficas que jamás entendí.

Llegó una noche en que le bajé el pantalón para chupárselo, pero


me tomó la cabeza y me sacó de allí.

– Ya no es necesario. Ya no disfruto esto. Ándate a tu cama y


me sirves desayuno temprano.

Cuando llegué a verlo al otro día, me pidió por primera vez que lo
ayudase a subirse a la silla.

– Sabrina, parece que dejaré de funcionar por completo más


pronto de lo que creí. Mañana viene mi abogado para que fir-
mes los papeles de tu herencia y comiences a concretar el tra-
to que hicimos. Después de eso, si quieres, podrás irte.

Cumplió con lo pactado… y yo también. Firmé y decidí quedarme.

Pasó el tiempo y después necesitaba que yo le diera la comida


en la boca. Hasta que sucedió lo que siempre temí por asco…
mudarlo. Al principio me costó, pero me fui acostumbrando. Para
mí, con todo lo que lo apreciaba, era como limpiar el poto de una
guagua.

La esclerosis llegó tan agresiva que ya apenas movía los ojos.


Pero no importaba, de alguna forma lo conocía de memoria, sa-
bía qué quería y le colocaba la televisión con los horarios a rajata-
bla. A las 9 CNN en inglés, a las 12 CNN en español.

54
– Son las tres. Lo siento, caballero, pero yo quiero ver mi tele-
serie – le decía.

A las 17 alguna película o serie, y a las 20 lo tenía bañado, muda-


do, comido y acostado.

Me transformé en una vieja, como él, en muy poco tiempo. Llega-


ban los niños de los vecinos a jugar a la pelota afuera de la casa y
yo los echaba porque me destrozaban el jardín. Comencé a escu-
char a Luis Miguel y a Juan Gabriel mientras barría y le cantaba a
él, inmóvil en su silla de ruedas.

– Parece que voy a dejar de ser puta. Cuando me toque irme


de aquí, caballero, voy a retomar psicología y quizás vuelva a
hablar con mi mamá – le conté.

Llegó la noche y la bulla de un motor de un auto me despertó. Me


levanté porque comenzaron a golpear la puerta muy fuerte. Un
tanto asustada abrí y era una mujer bastante mayor.

– ¿Así que tú eres la maraca miserable? – Me gritó.

Entró rápido hasta su habitación y se abalanzó sobre él para gol-


pearlo.

– ¡Cómo pudiste hacerme esto, mierda!

La tiré hacia atrás como pude. Las dos en el piso revolcándonos


afirmadas del pelo. Combos y patadas, rasguños y más gritos.
Fue más lo que di que lo que recibí, afortunadamente.

– ¡Váyase de aquí antes de que la saque yo misma!


– ¡Asquerosos, los dos! ¡Púdranse!

55
Era su esposa, la que nunca mencionó. Al viejo siempre lo vi como
un mujeriego, supuse que ella lo sufrió bastante… pero ahora yo
estaba a cargo, no podía dejar que le hiciera algo.

Me senté al lado de su cama y revisé que estuviese bien. Movió


los ojos y me tranquilicé.

Una vez también lo encontré ahogándose en su vomito con la


boca arriba y alcancé a darle vuelta.

Siempre ocurría algo y yo debía estar atenta…

Hasta que no pudo más.

Una noche soñé que entraban cinco perros a la casa y me mos-


traban sus dientes, luego se metían a la habitación y los escucha-
ba comiéndoselo a mordiscos. Yo no podía hacer absolutamen-
te nada. Mi cuerpo paralizado, la respiración que me faltaba. De
pronto desperté y el aire volvió a mi cuerpo. Me paré del sillón, y
él estaba muerto.

Llegó la ambulancia y se lo llevó. Nadie nunca lo fue a ver, salvo


su abogado. Tomé mis cosas, y de vuelta a mi departamento, a mi
entorno, a la vida que esperaba.

– Hola, hermana.

Era ella. El juez había ordenado su libertad inmediata. Él cumplió


su promesa, y yo no lo podía creer. La abracé y nos pusimos a llo-
rar. Le prometí que ahora nuestra vida cambiaría, que ya no viviría
más esto.

56
El abogado me llamó para escuchar la lectura del testamento. La
cuarta parte de libre disposición era mía, además de varias pro-
piedades, según lo prometido. Era rica, de la noche a la mañana.
Todo lo que alguna vez me robaron lo recuperé cien veces más.
Comenzaron a pronunciar los nombres de los herederos, entre
ellas su esposa, quien estaba sentada adelante con sus tres hijas.
Una de ellas se dio vuelta a mirarme con los ojos llenos de lágri-
mas y el terror me embargó por completo.

– Disculpen, no podré aceptar… – susurré apenas, mientras


me levantaba de la silla aguantando las ganas de vomitar.

Sus tres hijas, sus tres amantes… Las mismas con las que alguna
vez, junto a él, me revolqué.

57
Capítulo
05

HOTEL PARAÍSO

M
e acosté con un hombre casado. Fue su propia esposa
quien me contrató. Ella se desvistió completamente y me
pidió que me pusiera su ropa, incluso sus calzones. Él abrazo a su
mujer y le dijo que también le tenía una sorpresa. Abrió la puerta
y apareció un tipo de un metro noventa, moreno, hecho a mano e
hizo lo mismo, se desnudó, y le entregó sus prendas. Estaban de
aniversario de matrimonio y querían verse mientras lo hacían con
otros que se hacían pasar por versiones mejoradas y mucho más
erotizadas que ellos mismos.

Ambos se tomaban de la mano mientras aquel moreno la tenía


agarrada del pelo y a mí de espaldas sobre él. Ambos nos agrade-
cieron el servicio y nos pagaron 500 mil a cada uno.

Salimos de la casa y nos pusimos a reír. Me dijo que se llamaba


Ángel. Pasamos a un carro de completos que encontramos en el
camino y me contó de su vida como gigoló. En un momento no le
presté atención de lo que me estaba hablando pues me detuve
en esos labios gruesos.

59
– Disculpa que te interrumpa ¿Qué tienes que hacer ahora? –
Le pregunté.

Lo invité a una discoteque, quedé hechizada ante su maestría al


bailar. Estuvimos largas horas en la pista de trago en trago. Ya se
imaginan en que terminó todo eso. Desperté junto a él y comen-
zó a vestirse.

– Serían 500 mil por la noche – me dijo.

Era chistoso. Tanto así que la carcajada que lancé se escuchó en


todo el edificio.

– ¿De qué te ríes? – me preguntó serio.


– Obvio que de tu broma, tontito. De que estés jugando a co-
brarme.
– Ya, córtala, págame pronto que debo atender a otra señora
en un rato. Si no quieres quedarte sin efectivo, deposítame y
listo.
– ¿Estás bromeando?
– Por supuesto que no. Tú deberías saber mejor que nadie que
esto es un trabajo. Yo en ningún momento te di señales de
querer estar contigo, vine porque tú me lo pediste. Bueno, no
tengo toda la mañana. La plata, por favor.
– A ver, espera…
– La plata, última vez que te la pido por las buenas.
– Pero, Ángel, nosotros nos…

Sorpresivamente agarró mi cartera, la abrió y comenzó a sacar


todo el efectivo que me pagaron por la noche.

– Listo, con esto es suficiente.

60
– ¡Oye! ¡Qué te pasa!

Me levanté de la cama y corrí tras él mientras salía del cuarto.


Intenté recuperar mi ganancia tirando manotazos en su espalda
y éste, sin dudar, me respondió con un puño seco en el rostro que
me sacó dos dientes. Quedé mareada en el piso.

– Así es el trabajo, que nunca se te olvide – me dijo, mientras


se marchaba.

Me quedé por más de una hora tumbada en el piso, llorando. Me


levanté como pude y fui hasta el baño. Me lavé la boca sangrante
y me vi la dentadura en el espejo. Todo fue un llanto desolador.

Este incidente me ocurrió cuando apenas llevaba unos meses


trabajando en esto, cuando aún sentía vergüenza y le mentía a
todo el mundo respecto a lo que hacía. Desde aquel día han pa-
sado muchos años. El dentista hizo lo suyo, recuperé mis dientes
y le perdí el miedo a la noche, a los fetiches y a la plata.

Una tarde, después de atender a un cliente, recibí un mensaje


que al principio creí que se trataba de una broma.

– Sabrina, en dos semanas más tienes que estar en el Hotel


Paraíso, en Viña. Me pidieron una “amiga” para el “Rey de Mé-
xico”. Pero ojo, vas a tener que competir con cinco mucha-
chas. Él va a elegir con quien se quedará, así que te la tienes
que jugar entera. Si logras quedarte con él ni te imaginas la
plata que podrías llegar a ganar.

Se trataba de más ni menos que el cantante más famoso de La-


tinoamérica, que venía a hacer su show al festival. Siempre fui

61
su fan, desde niña, aunque de aquella jovencita ya no hay nada.
Ahora no me iba a revolcar con él por sus canciones, sino más
bien por la guita que, seguramente, se le caía a destajos de los
bolsillos.

Como buena profesional, investigué cada detalle de su vida para


ganarme el puesto y hacerlo feliz en su cama king. Me leí rápida-
mente libros de sus biografías autorizadas y no autorizadas. Vi
documentales de su vida y, por supuesto, la serie de la plataforma
de streaming. De todo ello supe que no le gustaban las mujeres
con tatuajes, tampoco que fumasen o bebiesen, que no lo mira-
ran a los ojos y que ocupasen perfumes de Chanel. De su vida pri-
vada había de todo, pero lo que más sobresaltaba era la pérdida
de su madre, Silvia Fontané, de la cual aún nadie sabía qué había
pasado con ella, supuestamente, pues en algún momento en la
infancia del artista ella simplemente desapareció.

Ya estaba lista. Me fueron a buscar en un lujoso auto a mi depar-


tamento y me llevaron hasta el hotel Paraíso.

Cuando entré a su habitación, ya estaban las otras cinco mu-


chachas y un guardaespaldas que nos ordenó ponernos en fila.
Ahí esperamos por largo rato. De pronto sonó un teléfono que el
guardaespaldas respondió con un “okey”. Fue hasta la puerta y
abrió para que ingresase uno de los hombres más cotizados del
mundo… pero ni siquiera nos saludó, se fue directo a la ducha. Lo
escuchábamos en el baño hablando por su celular discutiendo
con alguien sobre el sonido de su show. Salió semidesnudo con la
toalla en la cintura y aún seguía gritando hasta mandar al carajo
al tipo y cortar finalmente la llamada.

62
Cuando levantó su mirada hacia nosotras, yo bajé la mía.

– Señorita, usted, la de al medio, váyase. Gracias.

Alguien cometió el error de observar sus ojos. La primera elimi-


nada.

– Usted, también, por favor.

Sabía que la otra chica quedaría afuera, pues era notorio el tatua-
je en su muñeca. Solo quedamos cuatro.

– Dense vuelta por favor. Todas.

No podía quedar fuera por esto.

– La señorita de rojo puede salir. Muchas gracias.

Vuelta nuevamente y el Rey de México se acercó a nosotras.

– Eres bellísima… pero debes irte, gracias.

Fue el perfume de Chanel que eliminó a la cuarta. Pues bien, que-


damos nosotras dos y el divo se sentó en su cama. Luego co-
menzó a hablarle a la otra chica.

– Sabes, tú me recuerdas a una exnovia que tuve hace mucho,


ella me gustaba… pero me gustaba en serio ¿Cómo te llamas?
– Natalia.

Luego se dirigió a mí.

– Tú eres muy guapa, perfecta físicamente… pero no me pasa


lo mismo como con ella. Natalia me ofrece algo más que su

63
cuerpo, no sé, nostalgia, recuerdos que al parecer me gusta-
ría traer esta noche. Pero no te sientas mal, tú eres increíble
¿Cómo te llamas?

Estaba perdiendo al que podría ser uno de los mejores clientes


de mi vida. No podía dejarlo pasar. Cuando me preguntó por mi
nombre fue una oportunidad que improvisé. Juro que se me ocu-
rrió en ese momento.

– Me llamo Sabri… Perdón, ¡Me llamo Silvia!

Me inventé el nombre de su madre, sin más.

– ¿Cómo dijiste? – preguntó.

Y me arriesgué mucho más. Lo peor que podía pasar era que me


echase de la habitación.

– Como escuchas, mi nombre es Silvia… Silvia Fontané.

El tipo se quedó en silencio, se levantó nuevamente, me tomó de


la cara y comenzó a mirarme a los ojos.

– Natalia, puedes irte – le ordenó a la otra muchacha mientras


aún sostenía mi cara.

Tantos años de fetiches, tantos años de experiencia con mentes


enfermas. Sabía bien que el divo estaba tocado de la cabeza. Yo
había ganado, no podía ser de otra forma. Soy la maldita Sabrina.
Luego me soltó y se acercó a su guardaespaldas, le habló al oído
y éste salió inmediatamente de la habitación. Nos quedamos so-
los los dos.

64
– Quiero que te sientes a mi lado, no hagas nada.

Comenzó a acariciarme el pelo bastante rato y no paraba de ha-


blarme de lo cansado que estaba de ser artista. Que hubiese de-
jado pero otras personas se lo impidieron. Pasó cerca de una hora
y sonó la puerta. Abrió el guardaespaldas e hizo entrar a un tipo
de un metro noventa, moreno de labios gruesos… no pude creerlo.
Era Ángel. El mismo que me quebró la mandíbula alguna vez.

– ¿Qué pasa? No te pongas nerviosa – me dijo el cantante.

Me quedé callada y el otro imbécil hizo lo mismo. Obviamente,


ambos nos reconocimos de inmediato, pero lo único que había
que hacer era nuestro trabajo, en silencio.

– Quiero que se acuesten los dos – nos solicitó mientras se


sentaba a los pies de la cama.

Las mismas manos que alguna vez me rompieron la boca comen-


zaron a tocarme.

– Quiero que la beses como si fuese el amor de tu vida.

Tuve que cerrar los ojos y aceptar aquella petición. Abrí mi boca
y recibí sus labios mojados mientras no podía parar de recordar
cuando sangraba en el piso de mi departamento.

– Ahora quiero que la tomes del cuello, suavemente. Dile que


la amas – le ordenó.
– Te amo.
– Mas fuerte que no escucho.
– ¡TE AMO!

65
Comencé a sentirme cada vez más nerviosa, esto no iba bien.

– Ahora, quiero que aprietes su cuello, fuerte, presiona.


– ¡¿Qué cosa?! ¡No, por favor! – supliqué.

Él no dudo y comenzó a hacerlo tan fuerte que comencé a aho-


garme inmediatamente. Mis ojos enrojecidos, intentaba mover-
me, pero no podía por su fuerza, era inútil. Mi mirada piadosa so-
bre los ojos del divo de México mientras me estrangulaban. Pero
sorpresivamente el cantante se tapó el rostro, gritó fuertemente
y quebró una botella de vodka sobre la cabeza del gigoló. La res-
piración volvió a mí.

– ¡Mamita! Mamita… te salvé, ¡Ya nunca te irás de nuevo! ¡Papá


ya no te hará nunca más daño! ahora te puedes quedar conmi-
go, no te vayas nunca más, ¡No me dejes mamita!

Mis pulsaciones a mil, el guardaespaldas tomó el teléfono y llamó


a alguien.

– Pasó nuevamente el incidente – escuché.

Comenzaron a arrastrar al tipo en el piso, sin dientes por el bo-


tellazo.

– Sabrina… ayúdame… ayúdame – me suplicaba, mientras lo


metían en una bolsa.
– Tranquilo, así es el trabajo, que no se te olvide – le respondí.

Llegamos a mi edificio y el guardaespaldas me abrió la puerta


para bajarme. Me sentí la reina de Latinoamérica.

66
Desperté al otro día feliz por la plata que recibiría. Pero cuando
abrí mi cuenta bancaria, aún no había nada. Pensé que habría que
esperar un rato más… pero, al prender el televisor, supe inmedia-
tamente que ya no pasaría.

El rey se había suicidado.

67
Capítulo
06

VIRGINIA

L
lamé a mi taxista y me recogió en Ñuñoa. Tenía 78 años y ma-
nejaba como loco, se creía Schumacher y se peleaba con to-
dos. El malas pulgas de la carretera, gritos al que se le cruzara, no
usaba parquímetro y cobraba lo que quería. Bueno para fumar, ci-
garrillos para cada uno, vidrios abajo y el humo afuera. Nunca me
preguntó lo que yo hacía, pero él lo sabía. Viajes todos los días,
me dejaba y me buscaba. Risas por mil. Don Jaime trabajaba y no
le alcanzaba. La bencina subía y los Uber se lo comían.

Me dejó en Macul, calculó una hora y ya estaba afuera, me esperó


mientras yo me encontraba con un cliente demente que no me
dejaba salir de su casa.

– ¿Tienes miedo? Me calienta como te palpita el corazón –


me dijo.
– Querido, no puedo seguir atendiéndote. Me comprometí con
otra persona que estaría a las 8 en su casa, en serio no puedo
quedarme – le respondí intentando ser amable.
– ¿Y ese otro te va a pagar más que yo?

69
– Mi lindo, no se me ponga celosito, en serio que después me
llamas y vengo de nuevo – inventé a sabiendas de que eso
nunca más volvería a pasar.

Intenté por la buenas y de nada sirvió, colocó su cuerpo sobre mí


y me acorraló en la pared, sacó una cuchilla y me tocaba el ros-
tro con ella suavemente sin pasar el filo sobre mi piel. Eran las 8
con 20 y don Jaime comenzó a llamarme, lo conocía tan bien que
sabía que estaba afuera puntual preguntándose cuánto más iba
a demorar.

– ¿Y si te lo meto mientras te arranco el corazón? – me pre-


guntó mientras me agarraba el cuello y jugaba con su cuchilla.

No pude más, le pegué una patada en los testículos, saqué rápi-


damente el teléfono y contesté.

– ¡Don Jaime! ¡Ayúdeme! ¡Me quieren matar!

El celular se me cayó al piso, fui a su baño y me encerré.

– ¡Por qué me haces esto! ¡Como si yo fuese un psicópata! ¡A ti


te estoy pagando! ¡Ni siquiera deberías reclamar! ¡Abre la puer-
ta, es mi casa, no puedes negarme entrar a mi propio baño!

Lloré como víctima sin salida de una película de asesinos.

– ¡Ni mis ex habían hecho tanto escándalo como tú! ¡Puta de


mierda, abre!

Giró tantas veces la chapa que la rompió. En ese momento pensé


que moriría… pero comenzaron a golpear fuertemente la puerta.
Se escuchaba la voz de don Jaime desde afuera de su casa.

70
– ¡Llamé a la policía! ¡Déjala salir!

Pese a que este tipo había logrado entrar al baño, bajó su energía
como si nada hubiese pasado.

– Sabrina, deberían darte el premio a la actuación del año. Ya,


sale no más…

Me ordenó que me fuera, pero no corría su cuerpo de la entrada.

– ¿Me vas a dejar salir o no?

Me dio la pasada sin antes besarme la frente. Abrí la puerta de la


entrada y ahí estaba don Jaime con un palo gigante.

– ¿Le hicieron algo mi niña?

No respondí, pues mi maquillaje corrido lo hacía.

– No me habías hablado de tu abuelito, Sabrina – decía aquel


imbécil.

Don Jaime se marchó conmigo, llegamos hasta su taxi y me abrió


la puerta del copiloto. Subí en silencio y nos marchamos.

– ¿Le alcanzó a hacer algo, mi niña?

Yo miraba por la ventana sin ánimos de no contestar. Él respetó


mi silencio en todo el viaje, llegamos hasta afuera de mi edificio
y, cuando hubo que pagar, me di cuenta de que había dejado la
cartera con mi dinero y el teléfono en la casa de ese imbécil. No
me bajé del taxi… antes de que éste me cobrase tomé la mano de
don Jaime y la puse en mis piernas.

71
– Ahora no tengo cómo pagarle, pero si quiere puedo hacer
todo lo que usted me diga, las horas que quiera. Me puede te-
ner un día entero si quiere.
– Sabrina…
– No se preocupe, si es por la plata usted sabe que se la paga-
ré igual, no me lo descuente, si usted quiere hacérmelo.
– Niña… oye…
– ¿Le preocupa que no se le pare? Yo tengo pastillas en el de-
partamento si usted no tiene…
– ¡Detente pendeja!

Su grito me hizo llorar, pero no por miedo, sino porque de pronto


me sacó de una especie de catarsis oscura en la que estaba su-
mergida. Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba perdida, de
que estaba forjando un caparazón cada vez más duro para vivir
estas experiencias, a veces tan de mierda.

Me consoló y me dijo que le pagara después, que me conocía y


confiaba en mí. Le agradecí por su comprensión, pero por sobre
todo por haberme salvado. En realidad nunca supe si el otro esta-
ba jugando o iba a terminar degollada en su casa, y jamás lo sabré
gracias a don Jaime, que tampoco se quiso aprovechar de mí.

Lloré esa noche, dormí. Por la mañana a hacer los trámites para
recuperar mis documentos, pasar al banco, luego comprar un te-
léfono nuevo…

– ¿Aló? ¿Don Jaime?

Por supuesto que le pagué.

72
Me dejaba de cliente en cliente, pero esta vez lo tenía a él cerca
por si algo me ocurría. Me salvó unas otras pocas veces, enfermos
siempre hay. La ciudad entera, cientos de cigarros compartidos,
nuevos insultos que escuchaba de su boca a transeúntes, aprendí
varios chistes de poca monta y me hacía mucho reír. Jamás se me-
tió ni tampoco opinó si lo que yo hacía estaba bien o mal.

– ¿Y a usted que le pasó hoy día que tiene esa cara?

Apenas me sonrío, se notaba algo cansado, pero por sobre todo


muy triste. Don Jaime no era para nada un libro abierto, de su vida
no tenía información y la verdad es que fuese lo que fuese en su
pasado me hubiese dado igual.

Mientras un cliente se acostaba conmigo y me conversaba de su


vida, yo pensaba en mi taxista.

– Entonces, Sabrina… ¿Qué opinas de eso?


– Emm… yo opino que está bien.
– ¿O sea que está bien que mi mamá no me hable?
– Ah, perdón… está mal.

Entendió que no estaba colocando atención. Saqué mi nuevo te-


léfono y vi la hora. Pasó su tiempo, me vestí, salí y me subí al auto
nuevamente.

– ¿Un cigarro? – le pregunté.

Me lo aceptó, fumamos callados y no peleaba con ningún auto.


No pude soportarlo.

– Ya pues, qué le pasó. No puedo verlo así, ¿Es plata?


– Eso es de toda la vida…

73
– Jaimito, entonces no me diga que está enfermo – pregunté
asustada.
– Es lo único que me faltaría.

Insistí e insistí, hasta que en la noche, cuando llegamos afuera de


mi edificio, me lo contó.

– Tengo una hija… o sea, tuve. Falleció.


– Lo siento… perdón, jamás pensé que sería eso, ¿Por qué no
me avisó? Lo lamento tanto, que tonta, y yo jediéndole con las
preguntas. Que terrible, me siento horrible.
– Tranquila, Sabrina, si eso ya pasó hace mucho… en realidad,
es otra persona la que me tiene así… mi nieta.

Le dio otra aspirada al cigarrillo y soltó aún mucho más.

– Me hice cargo de ella cuando mi hija murió, peleé su custodia


porque su papá era una mierda drogadicta y alcohólico que la
abandonaba. Al final, un juez decidió que era mucho mejor si
se venía a vivir conmigo. No te imaginas lo contento que me
puse, le armé una linda habitación, la invitaba al cine, la llevaba
a comer, como si en parte recuperase un pedazo de mi hija,
para mí era otra oportunidad para ser feliz. Creí que todo iba a
salir bien, pero creí mal, nada ha sido como me lo imaginé. La
verdad es que cuando la recibí, me di cuenta de que ya venía
criada de cierta manera. Una mañana me di cuenta de que me
había robado plata y se fue a vivir a la casa de unos malean-
tes, ahí la fui a buscar. Uno de esos me amenazó con pistola,
pero desde que perdí a mi hija yo estoy muerto por dentro, así
que miedo jamás le tendría a unas ratas armadas. Pesqué a mi
nieta y me la llevé a la casa de nuevo. Desde ahí todo empeo-

74
ró. Tuve que aguantar sus faltas de respeto, incluso me pegó,
ganas no me faltaron de… no pude salir a trabajar con tal de
que no se escapase, el problema es que yo no ahorré mucho
en la vida, así que plata no me sobra, tuve que salir a trabajar
y dejarla encerrada con cadenas. Las ventanas las cubrí con
fierros y soldadura. Nadie escuchaba sus gritos… Pero esa no-
che… esa maldita noche…
– ¿Cuál noche, don Juan?
– La misma noche en la que la salvé por primera vez. Luego
de dejarla, llegué a la casa, abrí los candados de las cadenas,
entré y grité “¡Mierda! ¡No! ¡Mi niña!”… Ella me esuchó y actuó
rápido. Pateó la silla y quedó colgada del cuello con una sá-
bana que sujetó en los fierros de las cortinas. Logré bajarla y
la salvé… ¿Y sabe lo que me dijo? Me dijo que lo había hecho
a propósito, para castigarme. “¡Yo no soy nada tuyo!” Me dijo,
“prefiero morir antes que vivir contigo, ¡Viejo de mierda!”. Me
quedé congelado. La miré en silencio mientras ella tomaba las
pocas cosas que tenía y abandonaba mi hogar. No se lo impe-
dí… Los siento, Sabrina, no deberías verme así, no te corres-
ponde – me dijo mientras se sacaba la primera y casi única lá-
grima que no logró evitar que saliera de uno de sus ojos.
– Usted es mi amigo, me puede contar todo, cuando lo he ne-
cesitado siempre ha estado, lo mínimo es que yo al menos lo
escuche.
– No entiendo porque prefiere irse con esos tipos…
– Amigo mío, usted hizo lo que pudo, todo lo que estuvo en sus
manos, pero ella tomó una decisión, quédese con eso. Estoy
segura de que ella tarde o temprano se lo va a agradecer y, por
qué no, podría volver a vivir con usted.

75
– Prefiero olvidarme de eso, Sabrina… muchas gracias. Ahora
puedes bajarte, ya es tarde.

Le pagué su trabajo y me marché hasta mi departamento y des-


de ese día nunca más volví a ver a don Jaime.

Lo llamé y no contestó, una y otra vez. Después, su celular apa-


gado. Me preocupé, y mucho, no podía hacer nada porque, para
empezar, no tenía idea de dónde vivía. Tuve que salir a trabajar y
llamar a otros taxistas, uno de ellos bastante depravado.

– ¡Te estás masturbando! ¡Asqueroso!


– ¿Ahora te quejas? Seguro no te gusta…

Me bajé y ya comencé a pensar que con la plata que estaba ga-


nando era quizás momento de comprarme un auto.

Cuando iba camino a mi departamento vi una llamada que decía


“Don Jaime”. Por supuesto que respondí de inmediato.

– ¿Aló? Al fin se digna a prender el teléfono, me tenía preocu-


pada…
– ¿Tu eres Sabrina? ¿Sí? Mi abuelo te tenía registrada con ese
nombre en su teléfono y parece ser que eres casi con la única
persona con la que habla.

Supe de inmediato que algo malo había sucedido, era su nieta ha-
blándome desde el celular de su abuelo.

– No tengo idea si eres su novia, amiga, cliente de su taxi, pero


no supe a quién más avisarle que él falleció.

Don Jaime…

76
La niña me dio la dirección de su casa, llegué al par de horas. Vi-
vía en un sector retirado de la ciudad, en una casa prefabricada
que tenía lo básico para que hubiese vivido él y su nieta. Estando
afuera, pensé que habría familiares y amigos de él acompañando,
pero lo único que me encontré fue a un grupo de tipos bebiendo,
jalando y fumando de la mala con música a todo volumen.

– Disculpen, busco a la nieta de Don Jaime.

Un muchacho de no más de 16 años, mirándome de pies a cabeza


como si me quisiera devorar, se alejó un poco de mí sin quitarme
la vista, llamando a la chiquilla. Su nombre era Virginia.

– ¿Sí? ¿Viene a ver a mi abuelo? Allá adentro está, en su pieza.

Era una fiesta de pendejos en esa casa, mientras mi amigo esta-


ba encima de su cama, muerto. Llegué a su habitación, le tomé la
mano y no pude llorar porque la rabia me embargó por completa.

– ¡Oye! ¡Oye! ¡Te estoy hablando! Quiero que todos se vayan de


esta casa…
– Pero esta no es tu casa, ¿Qué me vienes a mandar tú?
– Mira mierda, no soy tan buena persona como tu abuelo, así
que escúchame atentamente porque solo te lo diré una vez –
le dije mientras le mostraba mi cuchilla – Quiero que todos se
vayan de aquí, voy a llamar a la policía para que vengan a ver
a Jaime y no les va a gustar encontrarse con tu fiestecita de
drogos.
– Está bien… ¡Hey! ¡Niños! La novia de mi abuelito anda a eno-
jada y nos quiere llamar a la poli, así que agarremos las cerve-
zas que quedan y nos vamos a otro lado.

77
– No, tú no te puedes ir… me tienes que ayudar…
– No… yo ya cumplí con informar que el viejo se murió. Ahora
encárgate tú.

Y no le bastó con dejarme sola, sacó las llaves del taxi y se lo lle-
vó mientras yo me quedaba con un cadáver y preguntándome
cómo pasó todo esto.

Lo supe después, fue un infarto al corazón.

– ¿Usted es pariente?
– Amigos y por lo que sé al parecer no tiene familia o cercanos
salvo su nieta, pero ella es menor de edad, además no está.
– Muy bien, necesito que me firme estos papeles por favor.

Jaime no tenía ningún seguro, no ahorró en la jubilación. Quizás


podría haber pedido ayuda de que se hacía en estos casos, pero
preferí devolverle la mano de alguna manera, así que me hice
cargo de costear los servicios fúnebres.

Lo velé en su casa y llegaron un par de viejitos de un poco más


allá, dejaron flores y se marcharon. Ningún taxista llegó, nadie.
No me di el tiempo de buscar un terreno, tampoco sabía si lo que
iba a hacer estaba dentro de la voluntad de don Jaime, pero de-
cidí llevarlo al crematorio. Me pasaron sus cenizas, pensé en lan-
zarlas al mar, o a la montaña o cerca de su casa… pero le di otra
oportunidad a su nietita, sabia lo importante que ella era para mi
amigo, así que la llamé desde el teléfono de su abuelo, donde aún
conservaba su número.

La escuché media borracha, drogada, ida, pero supuse que de


todas maneras me entendió de que tenía que acompañar una úl-

78
tima vez a su abuelo, y ahí nuevamente llegó a las horas con sus
amiguetes, en el taxi.

– Virginia, quiero que hagamos un trato. Ponme atención: pri-


mero, quiero que tomes mucha agua y te repongas. Duerme,
me da igual si esas mierditas de amiguitos que tienes se que-
dan bebiendo, pero a ti te necesito sobria. Después de que te
recuperes, caminaremos hasta una quebrada que queda más
allá y lanzarás las cenizas de tu abuelo. Terminamos con eso y
puedes hacer lo que quieras con esta casa, de ahí no nos ve-
mos más.
– ¿Ya? ¿Y qué pasa si no quiero? – me respondió riendo.
– Bueno, si no aceptas, juro que quemo el taxi y esta casa para
que te quedes sin nada.
– No creo que seas capaz.
– No me conoces, pendeja de mierda.
– Me dices pendeja y no sé qué tan mayor seas.
– Lo suficiente para hacerte daño.

Ella respiró profundo, exhaló borracha y se acercó hasta la pe-


queña urna donde se encontraba Jaime, la tomó y comenzó a ju-
gar con ella.

– ¡Oye! ¡Deja eso ahí!


– ¿Pero no dijiste que yo debía ir a dejar las cenizas? ¿Es que
acaso te arrepentiste?
– Pedazo de mierda, sin respeto. Lo mejor que le pasó a tu
abuelo y a tu mamá es haberte dejado sola.
– ¡Ay! ¡Mira cómo me duele! – ironizaba.

79
Empezó a irse de un lado para el otro, y yo fui hasta ella para in-
tentar quitárselo. Pero, apenas la toqué, no sé si a propósito o
producto del contacto físico, soltó la urna, que se quebró en pe-
dazos, con las cenizas de don Jaime esparcidas en el piso.

– Ahora bárrelas – me dijo.

¡Perra de mierda! Me lancé encima de ella y comencé a darle pu-


ñetazos en el rostro. Apenas reaccionaba por lo drogada, y sus
amigos me sacaron de encima.

– ¡Suéltenme!

Me levanté, me sacudí las cenizas que me quedaron en la ropa,


agarré mi cartera y me fui a la mierda sintiéndolo mucho por don
Jaime. Hice lo posible amigo.

Meses después y mi rutina de puta. Dejé los taxis y me compré


un auto al fin. A veces le dedicaba más horas a conducir que a
entrar a las casas, me encantaba andar por las calles de Santia-
go, dando vueltas sin razón. Tenía varias llamadas y mensajes de
clientes que no quise atender, la verdad es que recién revisé mi
celular en un café donde decía “Don Jaime”. Por supuesto que
eso me sacó un rato, era esa niña, pero después de esa última
desgraciada vez decidí no responder de vuelta. Ya en la noche
me encontraba en una discoteca del barrio alto para saber si le
podía sacar algún buen mango a algún millonario, pero el celular
nuevamente, una y otra vez, insistentemente.

– ¿Me disculpas un rato? Debo atender una llamada y vuel-


vo – le dije a un joven adinerado que ya me quería llevar a su
cama.

80
Salí, y contesté.

– Hola… soy yo – me dijo.


– Sí, sé que eres tú, ¿Para qué me llamas?
– Me robaron… mis amigos me robaron todo de la casa, me
golpearon… Sabrina, se llevaron el taxi de mi abuelo – me res-
pondió llorando.

La fui a buscar en el auto. Ella, efectivamente, estaba con los ojos


moreteados y la boca ensangrentada, al menos aún conservaba
su nariz y sus dientes. La llevé a un hospital, le hicieron curacio-
nes y ahí tuve que nuevamente hacer un acuerdo con ella espe-
rando esta vez que no me respondiera ninguna pelotudez.

– Te vas a ir a mi departamento por hoy día. Mañana vamos a


tu casa, la ordenamos, dejas esa vida y me dejas de joder.

Durmiendo se veía bien, callada, recordando que ella era una niña
de 16 años. Me levanté temprano y le serví el desayuno.

– ¿Cómo te sientes hoy?


– Sí, mejor… al menos ya no me duelen los brazos. Me siento
cansada eso sí.
– Mientras tú te quedas acostada reponiéndote, me esperarás
acá. Tengo que salir a trabajar. Vuelvo en un par de horas. Si te
da más hambre, saca lo que quieras del refrigerador; si estás
aburrida, ahí está el televisor… y una cosa más… ni se te ocurra
llamar a uno de tus amigos.
– Sabrina… fue mi culpa.

No entendía a que se refería hasta que me lo contó.

81
Ese día Virginia recibió un llamado de don Jaime pidiendo que re-
gresara a casa, que se dieran otra oportunidad, y ella aceptó. Al
cabo de un rato ella llegó a casa, ambos se abrazaron en la habi-
tación.

– Nunca más te vayas de casa, te quiero mi niña, tanto.


– Yo también, abuelo…

De pronto, unos ruidos que provenían del living, a lo que don Jai-
me reaccionó. Intentó ir a ver qué sucedía, pero Virginia insistía
en aquel abrazo.

– Abuelito, no vayas, quédate conmigo…


– ¿Qué está pasando Virginia? ¿Qué estás ocultando?
– Nada… quédate conmigo, tú me prometiste que nos daría-
mos otra oportunidad.

Logró zafarse de su nieta, abrió la puerta y vio como el resto de la


pandilla le robaba. Él intentó detenerlos, pero todos seguían qui-
tándole lo poco que tenía. Virginia pasó por su lado ignorándolo.
Fue lo último que vio en vida, a su nieta traicionándolo, causándo-
le un infarto que lo tiró al piso sin ayuda de nadie.

– Virginia – le dije – no me cuentes nada más. Ahora iré donde


un cliente, luego te iré a dejar a tu casa, procuraré que quedes
bien, sólo por tu abuelo. Luego, no me vuelvas a llamar en tu
vida.

Tomé el teléfono de su abuelo, borré todas las llamadas que me


había hecho, y también mi contacto.

82
Cuando me fui donde un cliente, recibí una llamada inesperada.

– ¿Hola? Estaba pensando si me extrañabas…

Era ese cliente, el de la cuchilla. La piel se me puso helada.

– ¿Cómo conseguiste mi número?


– Tus clientes, mi amor, son de este alto sector, y “acá” nos co-
nocemos todos. Tu nombre circula a veces en la noche
– Yo a ti ya no te tengo miedo. Me vuelves a llamar y juro que
esta vez contrato a un par de sicarios a los que les encantaría
hacer desaparecer un cuerpo con la paga que recibo en un día
entero.
– Perdón, mi amor. Te volveré a llamar cuando estés más cal-
mada. Te amo.

Cortó.

Entré a la casa de un cliente, me pagó, me puse en cuatro mien-


tras pensaba en esa llamada, luego mi cliente acabó en el con-
dón, me limpié, me vestí, regresé a mi auto, fui al supermercado,
compré un par de cosas, llegué a mi estacionamiento junto con
las bolsas, subí por el ascensor y llegué a mi hogar. Pensé que me
iba a encontrar con el departamento incendiado o con uno de sus
amigos jalando en mi baño. Ella estaba bañada y probándose mi
ropa… la dejé, si la suya estaba hecha un asco.

Fui a darme una ducha y me relajé durante bastante rato bajo el


agua. Salí y ella miraba el televisor. En algún momento pensé que
todo estaría bien.

83
Cociné y nos sentamos a comer. Mientras tragaba apenas hablá-
bamos y ella con un pedazo de carne en la boca me dijo algo que
no logré entender a la primera.

– No t.. rraras Sarrina – balbuceó con la boca llena.


– Primero traga y después hablas, no seas cochina – le dije.
– Perdón… te digo que ya sé que no te llamas Sabrina…

Dejé los servicios en la mesa observándola sorprendida mientras


ella seguía comiendo como si diese lo mismo lo que me acababa
de decir.

– Disculpa… es que me di cuenta en tu cédula de identidad. Te


llamas Claudia – repitió.

Tomó un buen trago de jugo de su vaso y se quedó en silencio,


en fin. Nos subimos al auto, llegamos a su casa y solicité a una
empresa que me fuese a dejar una cama, frazadas, una cocina
eléctrica, una mesa, una silla y un televisor. Estuvimos todo el día
haciendo aseo, ambas muertas de cansadas. En algún momento,
mientras a ella la veía encerando y limpiando cada rincón, sentí
de alguna manera que estaba también intentando limpiarse ella,
su alma, cosa que ni yo he intentado hacer por mi vida. Me ima-
giné a Jaime sonriendo porque al fin tenía a su nieta en casa y
contenta. De alguna manera también me sentí satisfecha, había
cumplido con mi amigo de tantas de las que me salvó.

– Sabrina ¿Te puedo decir Claudia? No me gusta el otro nombre.

Me dio ataque de risa esta vez, que me dijese como quisiera.

– Ahora anda a acostarte.

84
La vi esta vez tan chiquita, incluso pensé quedarme con ella, pero
mi vida debía continuar. Ahora sí que mi deuda había quedado
saldada y ella debía crecer con lo que le tocó. De todas maneras,
con su personalidad, creí que su rebeldía podría ser un factor po-
sitivo esta vez para ganarle a la vida. Tenía que ser capaz.

– Virginia, llámame si necesitas algo más. Vendré a verte de


vez en cuando, y espero que no estés invitando a nadie. Costó
demasiado ordenar esta casa
– Oye, muchas gracias. Entiendo por qué mi abuelo confiaba
tanto en ti. Eres buena, en serio.

Me dio un genuino abrazo y yo le respondí con un pequeño y ca-


riñoso chasconeo en su pelo.

– Adiós, niña.

Dormí como si no hubiese un mañana en mi cama. Mover tantas


cosas en esa casa me dejó sin ganas de hacer nada. Al otro día,
decidí atender el teléfono por la tarde. Tomé mi celular y vi que
tenías mensajes pidiéndome visitas, pero, de pronto, al revisar el
registro de llamadas, observé que aquel psicópata me había lla-
mado nuevamente el día anterior.

– ¿A qué hora fue esto?

Y de pronto, mi cabeza rápidamente comenzó a calzar los tiem-


pos.

– Esto fue cuando estuve en la ducha… esta llamada la contes-


taron… Virginia…

85
Comencé a llamar al teléfono de su abuelo para que me respon-
diera, pero no contestaba. Una vez, dos veces, tres… ocho y diez
veces. Mi sexto sentido…

Tuve que tener valentía, para ganar tiempo preferí llamar a ese
enfermo que tomar mi auto e ir hasta la casa de Virginia.

“Llamando”.

– Contesta mierda… contesta, te lo suplico…

“Llamando”

No atendía la puta llamada… y no, sabía que ese imbécil me hu-


biese contestado de inmediato con tal de tenerme una vez más…

Al carajo mi paciencia, bajé por el ascensor, subí al auto, salí del


estacionamiento y aceleré mientras me peleaba con otros autos
como lo hacía don Jaime.

– ¡Déjenme pasar!

Seguí…

Me dieron ganas de llorar por la desesperación mientras conducía.

Amigo, lo siento tanto…

Hice lo que pude… pero lo estropeé.

Ella le había respondido el teléfono y se ofreció por mí.

Siento una culpa de mierda que hasta hoy no me deja en paz.

Cuando llegué hasta la casa de ese tipo, la policía ya estaba ahí,

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llevándose esposado a ese psicópata mientras el cadáver de Vir-
ginia salía tapado por intentar copiarme los pasos.

87
Capítulo
07

VELORIO

L
o dejaron plantando en la iglesia. Solo, en el altar, amargado,
humillado y aun esperanzado de que quizás ella iba a llegar. A
lo mejor tuvo un accidente en el camino, podría haber sido que se
le reventó un neumático o simplemente demoró en arreglarse, a
veces era media torpe y perfectamente se podría haber quema-
do el pelo con el alisador… eso, o quizás cuantas opciones más,
todas absurdas e inexistentes, cualquier justificación servía en su
mente, lo que fuese con tal de poder relajarlo. La desesperación
y las primeras vocecitas de mierda de los invitados, el murmullo
de que ella se había arrepentido, y aún peor, percibir una pequeña
risita burlesca que provenía desde algún rincón del templo sa-
grado. Su madre y los primeros reclamos, de que era una “tal por
cual”, una bataclana, una picante de mierda que no valía la pena.

– Mamá, cállate. Por favor, cállate.

La familia de la novia intentando dar explicaciones, pero ni ellos


sabían dónde carajos se había metido. Cientos de llamadas tele-
fónicas y el celular apagado. Fueron hasta su casa y encontraron
su vestido de novia encima de la cama, jamás se vistió para la

89
ocasión. Pero lo peor estaba por saberse cuando descubrieron
que alguien más, y muy importante, faltó a la ceremonia. No die-
ron cuenta inmediata de ello hasta al cabo de unas horas, cuando
ya todo se había dado por terminado.

– ¡Mamá! ¡Dime que no es verdad esta mierda! ¿Es cierto lo


que están diciendo?
– Ya, tranquilo. Seguramente debe haber un malentendido,
solo una mala coincidencia.
– Tú lo conoces mejor que yo… ¿Él sería capaz?... ¿Mamá?

El silencio sepulcral de su vieja hacía entender que hasta ella du-


daba de su primogénito. Todo hacía parecer que su hermanito y
la prometida se daban duro cuando él no estaba.

Por supuesto que las relaciones familiares se quebraron, se aca-


baron las navidades, los asados, las fiestas de cumpleaños, todo.
El pobre cornudo que tuvo que soportar las burlas a sus espaldas
en el trabajo, en ceremonias, en algún bar conocido y ya no tenía
mucho más. Por ahora era mucho mejor escaparse de la socie-
dad encerrándose en su casa sin salir de allí, al menos en un largo
tiempo.

Dos meses después llegó su hermano, su madre ingenua creyó


que quizás el asunto podría arreglarse entre ellos dos, pero lógi-
camente este caso no podía terminar de otra forma…

– ¡¿Hace cuánto que me hacían esto? ¡¿Hace cuánto?! ¡Habla!


¡Maricón!

Su madre cerró los ojos cuando escuchó la respuesta, quizás hu-


biese sido mucho mejor no saber ninguna huevada.

90
– Siete… – apenas respondió.
– ¿Siete meses?

Su hermano respiró profundo y agachó la mirada.

– Años... Siete años.

No podía ser posible, los números no calzaban, porque Gonzalo


iba a cumplir tres años de relación cuando decidieron casarse…
ahí todo se fue abajo… bueno, casi todo, faltaba arruinarlo un
poco más.

– Y está embarazada…

Se pudrió. Le reventó la cara de un piñazo. La vieja pedía auxilio


mientras Gonzalo lo masacraba en el piso. Los gritos en aquella
casa se escucharon por todo el vecindario.

Gonzalo dejó de ser quien era desde ese día. Se metió en un abis-
mo del que ya no tenía ni las energías para poder salir. Renunció
a su trabajo, engordó 40 kilos y se emborrachaba a diario. Tuvo la
pésima idea de revisar el perfil de la mujer que lo dejó plantado a
través de redes sociales, encontrándose con hermosas postales
junto a su hermano y el pequeño retoño que acababa de nacer.

Y este es Gonzalo, un pobre y triste tipo que solo hablaba de su


ex intentando encontrar explicaciones en mí de lo que ella y su
hermano le hicieron. Pagaba por compañía y nunca fornicamos,
él solo quería conversar de sus demonios conmigo en vez de
gastarse la plata en terapia psicológica con un profesional… era
tanto lo que me hablaba de ellos que ya me sabia de memorias
sus vidas.

91
– Sabrina, necesito verte ¿O estás con alguien ahora?

Era él que me venía a visitar, extraño después de que yo siempre


era quien iba a su casa. Me alegré un poco, pensé que se trataba
de un pequeño avance en su vida.

– ¿Cuánto me cobrarías para que me acompañes a un velorio?

No entendía ni mierda de que se trataba esto, de hecho, ni siquie-


ra tenía un presupuesto para algo así. Había sido dama de com-
pañía en fiestas, en graduaciones, o siempre en algo relacionado
con algún tipo de celebración de ese estilo ¿Pero asistir a un fu-
neral?

– Me voy a reencontrar con mucha gente, sobre todo con los


que asistieron esa vez a mi matrimonio ¿Entiendes a lo que
me refiero? – me dijo.

No me dio más explicaciones, pero entendí inmediatamente la


idea, seguramente no quería que lo viesen como un perdedor
que se encerró en su casa a llorar por dos años casi matándose
porque lo cambiaron por su hermano. Era mucho mejor que lo
viesen con una novia, que superó rápido aquel asunto y ahora se
garchaba a una mujeraza como yo.

Le cobré el día, pero con la pena que tenía en su rostro decidí


hacerle un pequeño descuento. Fuimos ambos hasta la capilla
de aquella iglesia, la misma donde alguna vez dejaron plantado a
Gonzalo, allí se encontraba dentro un ataúd con una fila de viejas
que rezaban por esa alma. Cuando entré, me sentí observada de
inmediato, y no era para menos, si mi traje de luto negro apretado
marcaba mi gran culo a lo lejos.

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Gonzalo jamás levantó la mirada en aquella caminata que hici-
mos juntos hasta el ataúd, fue justo ahí, a través del cristal, que
pude ver a una anciana maquillada. Él me soltó y puso sus manos
sobre la tumba. Trató de aguantar el llanto, pero no lo logró, igual
que un niño chico desconsolado se arrebató. Fue tanta su tris-
teza que me contagió un nudo en la garganta. No fue necesario
actuar, pues mis lágrimas cayeron solas pese a que la vieja me
era una total desconocida. Por supuesto, se trataba de su madre.

No supe qué hacer, intentaba decir algunas palabras, pero nada


de lo que salía de mi boca tenía mucho sustento más allá de in-
tentar tocarlo a través de la emotividad. Nada lo calmó.

Bueno, casi nada.

– Gonzalo… – le dijo.

Había llegado su hermano junto a la que, ahora, era su pareja. Sí,


la ex de Gonzalo de la mano con un niñito de tres años. Ambos
quedaron frente a frente, la tensión se sintió en todo el lugar y yo,
que me sabía bien la historia, viví a concho ese momento. Todo
el mundo se quedó mudo, todos esperando que comenzara el
show. Ciertamente esperé la pelea y los gritos, pero para alegría
o decepción de varios fue que al lado del ataúd de su madre se
reencontraron con un fuerte abrazo. Se dijeron cosas muy boni-
tas y muchas veces escuché la palabra perdón.

Al cabo de un rato, junto a Gonzalo, que se encontraba mucho


más relajado, me pidió que saliéramos a fumarnos un cigarrillo.
Allá afuera los encendimos sentados en la solera.

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– Me alegra que te hayas arreglado con tu hermano. Es lo más
sano para ti, ahora podrás avanzar. No conocí a tu madre, pero
seguramente estaría muy feliz. Fue hasta simbólico que se ha-
yan perdonado a su lado – le dije.

Gonzalo, entre la bocanada de humo, me respondió mirando ha-


cia la luna:

– Siento que él debería estar en ese ataúd y no mi madre. Sí,


Sabrina, lo odio con todo mi ser, y ahora lo odio mucho más
que antes. Creo que nunca lo voy a poder considerar parte de
mi familia.

Mi poker face intentando adivinar qué carajos entonces había su-


cedido allá adentro. La hipocresía. Ya sin hablar mucho más, nos
terminamos el cigarro y ahí fue cuando me solicitó que lo acom-
pañase también al entierro que se venía al próximo día. Acepté
y me pagó por adelantado. Entramos nuevamente al patio de la
capilla y conversamos con un par de personas. De hecho, tuve
que mentir y hablar maravillas de mi “suegrita” que estaba ahora
en el cielo, que ella estaba contenta de haberme conocido y que
quería verme algún día como la esposa de su hijito.

Pasó un buen rato y me fui por un par de minutos, pues el exceso


de café me llenó la vejiga a tal punto que tuve que correr hasta el
baño. Me senté en el wáter y, cuando terminé de limpiarme, es-
cuché a una mujer llorando. Fui hasta el lavamanos pudiendo ver
el rostro por el reflejo del espejo.

– Lo siento por lo de tu suegra. O sea, digo, nuestra suegra – le


dije.

94
Era la ex de Gonzalo, que tenía una mano tapándose la boca, y
con la otra juntaba agua para lavarse… de pronto observé con
más cuidado y noté que en realidad la causa de sus lágrimas no
era precisamente la señora fallecida.

– Déjame ver – le dije.

Tenía el labio partido e hinchado.

– Que tonta soy, me pegué afuera con la pared – refutó.


– Sí, claro… “la pared”.

Supe de inmediato quién le hizo eso, y ella se dio cuenta.

– No te metas en esto, y por favor no se lo menciones a Gon-


zalo. Amiga, te lo suplico, no quiero más problemas en esta fa-
milia por mi culpa – me pidió.

Rato después, observé a aquella mujer que ocultaba su herida


con una bufanda mientras intentaba detener a su niñito, que co-
rría por todos lados. Me desconcentré tanto observándola que
no me di cuenta de que tenía a su novio a mi lado. El hermano
de Gonzalo había llegado hasta mí para saludar de manera muy
educada.

– Entonces tú eres mi cuñada. Me alegra que mi hermano no


esté solo – me dijo.

Juro que, cuando estreché mi mano con la suya, sentí una rabia
infinita por lo que le estaba haciendo a su pareja, y yo me decía a
mí misma: “Sabrina, esto no te incumbe”, “Sabrina, solo estás tra-
bajando”, “Sabrina, no te hagas la preocupada, que en un par de

95
días no sabrás nada de ellos nunca más”. Tantas veces vi a Gon-
zalo llorando por culpa de este imbécil, que ahora se me sumó
otra más de este golpeador de mujeres para que entrase en mi
lista negra.

– Un gusto, cuñado – le respondí, haciéndome la estúpida.


– Escuché que tu nombre es Sabrina.
– Esa soy yo.
– ¿Y en qué trabajas? – preguntó.

Aun sabiendo fingir y mentir bien como buena puta, me vi nervio-


sa y enredada.

– Estudio. O sea, trabajo. O sea, perdón, estudio y trabajo… de


manera esporádica. Para pagarme la universidad.
– ¿Qué estudias?
– Psicología.
– ¿En qué universidad y en qué año?

Interrogatorio de mierda.

– Segundo. Usach.
– ¿En serio? ¿Y quién te hace clases?
– Difícil que los conozcas.
– ¿Difícil? Pero si yo también hago clases ahí… espera ¿Gon-
zalo no te dijo que soy psicólogo? Uff, mi hermano. Bueno, en-
tiendo que él no hablase tanto de mí, pero bueno, está bien
supongo. ¿Y quién te hace clases entonces?

Mierda… Hace tanto que no iba a la universidad que ya ni recor-


daba los apellidos de los docentes, comencé a nombrar algunos
que se me vinieron a la mente.

96
– Hernández, Quezada…
– ¿Quezada dijiste? Curioso porque yo mismo cargué por un
momento su ataúd el año pasado. Falleció de un ataque al co-
razón el pobre. Seguramente confundiste su apellido por Ahu-
mada.
– Ah, sí… verdad, disculpa, Ahumada.
– Sabrina… estoy bromeando, no hay ningún Ahumada – me
dijo esbozando una maldita sonrisa.

Observó directamente a mis ojos, como queriendo leer mi vida


a través de una mirada penetrante. Y sí, no tenía idea de que era
psicólogo, no sabía si Gonzalo nunca me lo informó o simple-
mente no le puse atención si es que alguna vez contó ese detalle.
Quiso desestabilizarme, pero justo en ese momento me salvó la
campana, se sintió un fuerte golpe en el piso por la brusca caída
de su hijo entre medio de la gente. El tipo se acercó a él, lo reco-
gió y lo consoló. A todo esto, al fin Gonzalo apareció.

Pasaron un par de horas más y los bostezos llegaron. Ya era tar-


de, Gonzalo decidió ir a dejarme hasta mi departamento agrade-
ciéndome la compañía.

– Te veo mañana – me dijo.


– Pasa por mí a las 10, estaré lista.

Me dio un beso en la mejilla y bajé de su auto. Pero cuando pren-


dió el motor un bichito mental comenzó a joderme de que le con-
tase lo que había visto esa noche en el baño de la iglesia…

– ¡Gonzalo! ¡Espera!

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Bajó el vidrio y me asomé para hablar.

– ¿Se te quedó algo en el asiento? – Preguntó


– No… es solo que, no sé… tu hermano…
– ¿Mi hermano? ¿Qué pasa con él? Lo sé, es un imbécil.

Pero recordé de pronto que su ex prácticamente me imploró el


silencio, y que no quería más problemas entre ellos dos.

– Sí, es un imbécil… tu eres mucho mejor. Incluso más guapo –


terminé diciendo.
– Gracias, aunque no sé si creerte, porque te pago para hacer-
me sentir bien.
– No, lo digo en serio. Eso Gonzalo. De hecho, dentro del pago
que me hiciste puedes quedarte conmigo. Soy tu dama de
compañía por si lo habías olvidado, eso incluye todo, mi cama
está a tu servicio.
– Lo sé, pero no te preocupes, la verdad es que no tengo áni-
mo, prefiero estar en mi casa, solo, como siempre. Bueno, tú
ya me conoces.
– Está bien amigo, descansa, porque mañana será un día largo.
– Sí, y muy difícil… buenas noches, Sabrina.

Me agradeció con una pequeña sonrisa y me fui a dormir.

Por la mañana llegó en punto. Subí a su auto, se notaba cansado,


como si hubiese dormido poco. Nuevamente en la iglesia, baja-
mos, saludamos a la gente que llegaba a la misa de despedida de
la señora. Tuvimos que sentarnos adelante, junto a su hermano,
la pareja y nosotros dos, los cuatro en silencio salvo en algunos
momentos que el niño se colocaba a jugar al lado nuestro.

98
Observé el lugar e imaginé cuando Gonzalo estuvo parado allí,
en ese mismo altar, con el mismo cura esperando que llegase la
novia, desparramado, con su madre atormentándolo aún más de
lo que estaba, con toda esta gente. Ciertamente lo encontré in-
creíble, ¿Qué mierda le vio esta mujer a ese tipo? Entiendo que
a veces uno se engancha de los peores seres humanos, o sea dí-
ganmelo a mí, pero no sé, el hermano de Gonzalo era muy raro.
Me preguntaba a mí misma si acaso ella que se encontraba ahora
con la cara hinchada de un puñete de su novio si acaso estaba
arrepentida, mirando el altar, imaginándose con el vestido blanco
y jurándose amor eterno con un hombre que realmente la ama-
ba… pero bueno, daba igual, ya era demasiado tarde y las decisio-
nes se habían tomado.

“Mi cuñado” subió adelante para dar unas palabras a su madre


en representación de la familia, la verdad es que a Gonzalo ni le
preguntaron si quería hacerlo él, pero ya conociéndolo un poco
difícilmente hubiese aceptado.

– Si tuviese que describir a mi madre estaríamos acá todo el


día. Ustedes saben cómo era, saben bien la gran mujer que
siempre fue…

Y desde ese momento dejé de escuchar ese sermón, pues mis


oídos se taparon y mi mente voló caminando lentamente hasta
esa tumba dándome cuenta que la que estaba allí no era esa se-
ñora, sino que una niña de unos quince años…

– No…

99
Comencé a desesperarme, me faltó el aire y de pronto exploté
del llanto. Fue Gonzalo quien me tocó el hombro para volver en sí.

– Sabrina ¿Qué pasa?

Me había puesto triste con algo que imaginé por un instante y


lloré tan fuerte en mi asiento que incluso interrumpí el discurso
del hermano de Gonzalo.

– Perdón… solo que me dio pena – respondí.

Nos tomamos de la mano y no nos soltamos más hasta finalizar


la misa.

– Que el señor esté con ustedes.


– Y con tu espíritu.

Se llevaron el ataúd mientras se escuchaba el canto triste de un


guitarrista. Nos fuimos abrazados hasta salir para luego marchar
en el auto en dirección al cementerio. No hablamos nada, respeté
el silencio de Gonzalo preocupándome genuinamente de como
él se sentía.

Llegamos al fin, hasta aquel lugar. Seguramente se vendrían un


mar de llantos, el más difícil, el último.

– Mierda, se me quedaron las flores en la maletera. Espérame


acá, Sabrina. Vuelvo rápido – me dijo.

Y así fue, me puse muy cerca de donde enterrarían a su madre sin


pensar lo que se me venía.

– ¿Cómo va todo Sabrina?

100
Escuché su voz mientras me tocaba la cartera. Sí, era ese tipito
haciéndose el agradable.

– Yo bien, pero eso es lo de menos. Es un momento difícil para


Gonzalo y para ti – respondí.
– ¿Bien? ¿En serio? Yo te noté muy triste en la iglesia. De he-
cho, hasta tuve que parar mi discurso por el llanto que te salió.
– Discúlpame, no fue mi intención. Solo me ganó la tristeza.
– ¿Tristeza? ¿Tristeza por qué? Si ni conocías a mi mamá.

Tuve que mantener la seriedad a como dé lugar.

– No tanto como hubiese querido, claro – respondí.


– Hoy llamé a la universidad y pregunté por ti.

Okey, nos fuimos al carajo.

– No conocen a ninguna Sabrina, o al menos que esté en segun-


do, bueno, eso fue lo que me dijeron en dirección… pero hacien-
do otras llamadas “más informales” de personas que estudian
allí, al parecer te conocen Claudia. Porque ése es tu nombre
real, ¿Verdad? Eres mentirosilla tú. O sea, a medias, por un lado
es cierto, estuviste en psicología hasta segundo, pero la men-
tira es que abandonaste hace unos cuatro años, ¿Pero sabes
qué es lo más curioso? Que al revés de lo que me pasó en direc-
ción, donde no tenían idea de la existencia de una tal Sabrina,
otros pajarillos no demoraron ni dos segundos en exclamar tu
nombre … de hecho, por ahí se corre un mito, ¿Será verdad? ¿Es
cierto que un tipo te pagó para que te colocaras la placa dental
de su abuela? Yo lo encontré demasiado, tanto así que yo no les
creí… ¿O sí debo creerles? ¿Eres lo que dicen que eres?

101
Me congelé, y no sé por qué ¿Qué tanto daba si me había descu-
bierto? A estas alturas, si bien no le andaba contando al mundo a
viva a voz que era una puta, pues se suponía que yo tenía el tema
un tanto asumido, no sé, la verdad es que empecé a sentirme un
poco humillada.

– ¿Cuánto te paga Gonzalo? ¿Te prometió parte de la herencia


de mi mamá?
– No, solo acompaño – respondí.
– Mira, después de enterrar a mi vieja te voy a estar llamando,
no creo que a Gonzalo le moleste, si después de todo no eres
su novia. Por cierto, esos mismos pajarillos que me hablaron
de ti me dieron tu número. Recomendadísima.

Dejó de hablar, sonrió y se alejó de mí para acercarse a sus fami-


liares. De pronto sentí que una lágrima corrió por mi mejilla por
culpa de ese weón. No tenía ni ganas de acercarme a ellos, pero
Gonzalo regresó, con flores en mano, y me pidió que lo acompa-
ñara por última vez sin tener idea sobre el par de escenas que
tuve con su hermanito. En fin, fui profesional al menos hasta ahí.
Además, no era momento para joderle aún más el día a Gonzalo,
si ya era suficiente con estar en la última despedida de su madre.

El cura solicitó unas últimas palabras y varios comenzaron a ha-


blar, menos Gonzalo, siempre en silencio. Miré a su exnovia que
aún se tapaba con una bufanda y unas gafas oscuras. Apreté la
mano de Gonzalo, y antes de que la señora se fuese bajo tierra
no pude, lo siento, es que no pude, no pude evitarlo, juro que no
aguanté… no, así no hijo de puta.

102
– El hermano de Gonzalo es un mal tipo – exclamé a viva voz.

Todo el mundo comenzó a murmurar inmediatamente, como si


yo fuese una desubicada que, por cierto, lo fui.

– Esa señora que está ahí, a punto de ser enterrada, murió su-
friendo porque uno de sus hijos traicionó al otro, porque uno
de sus hijos es una basura – complementé.
– Ya basta, Sabrina – intentó interrumpir Gonzalo.
– Golpeó a su mujer. Ayer, en el velorio de su madre. Imagi-
nen, si no fue capaz de aguantar su violencia ni siquiera en la
despedida de un ser querido, la pregunta que nos deberíamos
hacer es cuántas veces más lo hará en su casa.

Gonzalo miró a su ex, dándose cuenta de inmediato de que ella


no estaba bien.

– La pobre tiene el rostro tapado para no mostrar cómo este


tipo la dejó – dije.

Ella se largó a llorar.

– ¿Y saben qué? Yo no soy la novia de Gonzalo, ni tampoco co-


nocí a su madre, menos a alguien de ustedes que ciertamente
me dan igual, ya vi sus caras y son todos horribles, fingiendo
querer a Gonzalo cuando se rieron de él ese día que lo dejaron
plantado.

Dirigí mi mirada hacia el hermanito imbécil y decidí dedicarle a él


unas últimas palabras.

– Soy prostituta, por cierto ¿Y qué? ¡¿Crees que me avergüen-


zo?! ¡¿Crees que estoy triste por ser golfa?! ¡Dejé la carrera

103
de psicología porque quería ganar plata! ¡Porque me gusta la
plata y hago lo que se me antoja! ¡Si quiero hoy mismo dejo
todo este asunto y aun así puedo vivir con lo que he ganado
por algunos añitos! ¡Así que con esto te respondo a ti, peda-
zo de mierda, que no me voy a revolcar contigo, ni aunque me
pagues con la herencia de tu mamá porque no la necesito! ¡Y
aunque la necesitase, tampoco! ¡Preferiría antes volver a po-
nerme la dentadura de una muerta! ¡¿Y sabes qué?! ¡Gonzalo
se debió haber casado con ella! ¡Gonzalo debió ser el padre de
ese niño! ¡No tú! ¡Abusador conchadetumadre!

La furia de ese tipo. Se acercó a mí rápidamente para abalanzar-


se, pero Gonzalo de pronto lo agarró con sus brazos y se fueron
ambos al piso revolcándose en el pasto justo al lado de la tum-
ba de su mamá. La gente comenzó a suplicar que se detuvieran,
pero la pelea fue inmensa. No faltaron los más jóvenes que saca-
ron sus teléfonos para guardar aquella escena memorable que,
por cierto, al cabo de un tiempo no muy lejano se hizo viral en las
redes.

Pasaron unas horas, porque vaya que costó que todos nos cal-
máramos. Al final, unos tíos de Gonzalo se encargaron de poder
acompañar al menos en un momento de paz a la señora cuando
la enterraron. Y así fue como, cuando ambos se mataban por mi
discurso, di la media vuelta y regresé por mi cuenta. El trabajo
había concluido.

Llegué a mi departamento y recibí un mensaje de Gonzalo.

– Muchas gracias por todo, Sabrina. Fuiste la mejor compañía.

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Me senté, respiré, abrí una botella de vino y me serví una copa.

El teléfono vibró varias veces por un número desconocido al que


no respondí… pero esa persona no se rindió, así que decidió es-
cribirme.

– Hola, soy la ex de Gonzalo. Conseguí tu número a través


del teléfono de mi pareja. Tranquila, no llamo para joderte, en
serio, de hecho, es para agradecerte ¿Tendrías un momento
para mí? ¿Podemos juntarnos ahora?

Le di mi dirección y no demoró mucho en llegar. Al cabo de un


rato estaba sentada a mi lado con otra copa de vino con el rostro
descubierto. Le ofrecí un poco de hielo para deshinchar, pero no
aceptó.

– ¿Mi pareja te pidió tus servicios? – preguntó.


– Sí, querida, así fue, pero no te preocupes que lo que dije es
cierto, conmigo nunca va a estar. Bueno, eso no te asegura
que lo pueda hacer con otra si es que ya no lo ha hecho antes.
– ¿Y acá recibes a tus clientes?
– Sí, entran, se sientan donde estás tú, o en mi pequeña ba-
rra, o a otros los mando directo a la ducha para que se bañen
mientras los espero en la cama. Bueno, así funciona acá, esta
vendría siendo mi oficina.

Miró el departamento mientras estaba en silencio y yo me servía


otra copa.

–¿Qué te llevó a hacer todo eso en el funeral? – preguntó.


– ¿Lo de mi lindo discurso dices? Bueno, rabia. Tu novio trató

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de humillarme por lo que hago en mi día a día y eso me hizo
sentir, bueno… no sé cómo explicarlo.
– Pero tu dijiste en el cementerio que te sentías orgullosa por
ser quién eres.
– ¿Sabes qué?

Le llené otra copa a la visita mientras me escuchaba atentamente.

– Puede ser que no sea tan real lo que dije en el velorio… Pue-
de ser que no sea tan feliz… Puede ser que sí sienta mucha
vergüenza de mí misma. Cuando escuchaba al hermano de
Gonzalo contándome sobre todo lo que se hablaba de mí en la
antigua universidad donde estudiaba, sentí que mi estómago
se removía. Es raro, como si lo que él me contaba fuera una
total ofensa porque “yo jamás sería prostituta”. ¿Quién inven-
taría algo tan feo sobre mi persona? Eso sentía. Pero sí, soy
prostituta, y es todo cierto. Qué increíble, parece que nece-
sitaba que alguien me lo dijera en la cara, de esa manera tan
despreciable: “tú eres puta”, para entender realmente lo que
soy… y me dolió mucho. ¿Sabes? Yo de verdad quería ser psi-
cóloga, en serio, y por miedo a la pobreza, mis frustraciones
de niña, mi familia… no sé. Es fácil culpar a los demás, dicen,
pero lo único que perseguía era estar en paz, porque nunca lo
estuve en la vida. Pensé que en la plata encontraría esa meta…
pero el costo de este “trabajo” es todo lo contrario a lo que
uno llamaría paz. Es vivir constantemente con adrenalina, con
miedo, con fingir y mentir tanto, a tal punto que hasta yo mis-
ma me confundo. ¿Me puedes creer que estoy cada día más
convencida de que me llamo Sabrina?

Comencé a llorar.

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– ¿Sabes qué me pasó hoy? Cuando estaba tu novio dando
el discurso a su madre en la iglesia, me vi a mí misma en un
ataúd. Me costó darme cuenta en un principio de que era yo
la que estaba ahí porque no me reconocí de niña. Siento que
maté parte de mí, maté a esa niña… maté a la Claudia… Sabrina
la mató y lo único que queda de mi pasado son destellos de
pena, nada más.

Me acarició y me consoló.

– Pero si te avergonzaste es porque Claudia aún no ha muerto,


la tienes “ahí” y de alguna manera esa niña es la que se expre-
sa. Yo te entiendo mucho, en serio, más de lo que crees.

Nos quedamos mirando y un destello de sobriedad pasó por mi


cabeza, ella sonrió y era verme a mí… como fue que no la recono-
cí, como fue que no me di cuenta antes…

– ¿Tú también? – pregunté sorprendida.

Respiró profundo.

– La razón del porqué dejé a Gonzalo plantado es una historia


muy larga, Sabrina, pero sí.

Tomó la copa y lo que le quedaba de vino se fue en un solo trago.

– Sí, yo también fui prostituta.

La ex de Gonzalo se hacía llamar Perla por la noche. Trabajaba


en un Night Club de bailarina hasta que se dio cuenta que sus
compañeras ganaban mucho más chupando vergas. Le costó
dar el primer paso, pero buscaron para ella un buen cliente para

107
debutar, alguno que oliera bien, que tuviese una billetera grande
y que fuese un caballero, y así fue. Perla, cuando se acostó con él
la primera vez, le confesó:

– Hasta ahora, eres el único con el que me he acostado con


plata.

Ella jamás pensó que aquella confesión calaría tan hondo en ese
tipo, tanto así que comenzó a frecuentarla varias veces seguidas.
Se trataba de un psicólogo, de uno que se obsesionó con ella.
Perla lo tomó como un cliente especial, pero nada más que eso,
solo lo trataba con cierto “cariño” y de vez en cuando le entrega-
ba ciertas confesiones personales que a él lo llevó a la confusión,
pues creyó que ella quizás podía sentir algo por él. Craso error,
Perla era capaz de culiarse a ocho tipos el mismo día por la plata,
de amor nada. Se prostituyó tanto en ese momento que se sintió
consumida en el personaje que ya no daba espacio a la vergüen-
za. Se dejó mear, cagar, azotar y llevar su cuerpo a niveles altos
de estrés con tal de complacer y que van más allá de la simple
sexualidad, sino al rojo oscuro de la sangre, el dolor extremo, los
gritos y el asco por un fajo de billetes. Perla descubrió que los
clientes que pagan mejor son los fetichistas.

Pero ahí se quedó y ahí casi murió. Un tipo le daba por detrás sin
darse cuenta de que se lo metía a una chica que estaba sufrien-
do sobredosis de cocaína en ese mismo instante. La revivieron
de suerte y la dejaron tirada en la calle como cualquier basura,
aún no sabe si alguien posteriormente se la violó en la calle, es-
taba tan hecha mierda que se la podría haber culeado un perro
y no se hubiese dado cuenta. Luna decidió salir de allí, intentó

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sacarse ese personaje que la estaba matando a cambio de po-
der rehacer su vida.

Tiempito después fue que trabajando de mesera en un simple


bar lo vio… a Gonzalo. Estaba sentado, solo, riendo mientras leía
una caricatura, eso dice que le llamó la atención, la alegría de un
niño en el cuerpo de un adulto, se reía a carcajadas y no dudó en
preguntarle que le producía tanta felicidad cuando le fue a servir
otra cerveza. Ambos rieron.

Un día él se acercó a ese bar para invitarla a salir, ella aceptó. Fue-
ron a ver películas animadas, comieron hamburguesas y bebie-
ron cerveza barata en un mirador. Me lo contó así de rápido, a la
misma velocidad de la que se enamoraron. Llevaban juntos dos
años hasta que él decidió pedirle matrimonio en un viaje que tu-
vieron a la playa, subieron a un bote pesquero que los llevó hasta
una pequeña islita que había por ahí, bajaron y allí tenía marcado
una roca donde se encontraba el anillo.

– ¿Te quieres casar conmigo?

Increíblemente, su relación era tan íntima y con tan poco espacio


para los demás que Gonzalo no quiso mostrar a su familia. De-
cía que su madre era un poco difícil y que no sentía tanto apego
por su hermano. En fin, ahora tenía que ser distinto; ahora serían
marido y mujer, y los apellidos se juntarían. Ella ahora tenía que
conocerlos.

Estaban en la cena junto a la madre de Gonzalo cuando, de pron-


to, apareció alguien que ella jamás creyó que volvería a ver, y mu-
cho menos en esa circunstancia. De hecho, en un principio dudó

109
de si se trataba de él, pero este se lo hizo saber. Solo le bastó un
momento a solas para decírselo al oído.

– Perla, te busqué por mucho tiempo y mira cómo es la vida…


donde nos vinimos a encontrar.

Su primer cliente era ahora su cuñado. Ella supo de inmediato


que la relación con Gonzalo pendía de un hilo, se sintió arrincona-
da con la presencia del psicólogo. Su estado de ánimo se fue a la
mierda y lloraba sola e incluso al lado de Gonzalo sin que este su-
piese de que se trataba el asunto. Ella pensó en algún momento
contarle todo, pero cómo carajos se confiesa algo así.

El tipo no dejó de joderla durante todos esos meses. La amena-


zaba con soltar el pasado a viva voz, que Gonzalo jamás la perdo-
naría y que su madre olfateaba que no era una buena mujer para
su hijo. Pero eso tenía una supuesta forma de solucionarse: La
cama.

Pero ella resistió más de lo que pudo, incluso intentó de alguna


manera subestimarlo pese a que se cagaba por dentro del miedo.

Sin embargo, él le dio un ultimátum.

Fue el 28 de marzo, día del matrimonio.

Lamentablemente, lo que debió ser un día de mucha emoción y


felicidad, se tornó en la peor pesadilla.

– Hoy le contaré a mi hermano quién eres, no puedo dejar que


se case contigo, jamás me lo perdonaría. Lo siento mucho – y
cortó la llamada.

110
Ella tuvo de dejar de ser quién era para transformarse en Perla.
Así que tomó un taxi y se dirigió hasta la casa del hermano de
Gonzalo para intentar convencerlo de que no contase nada.

Ella tenía asumió que tenía que pagar el silencio a cualquier cos-
to.

– Lo hacemos y te vas a la mierda de mi vida y la de Gonzalo,


¿Estás de acuerdo?
– Eso es lo que quería escuchar, mi amor.

Ella le propuso que fuese rápido y con condón, pero el tipo hizo
todo lo contrario. El tipo se quitó el preservativo, ella se dio cuenta
de inmediato y trato de sacárselo de encima. Pero él, mucho más
fuerte, la presionó a tal grado que ella tuvo que rendirse mientras
él se iba adentro. Se vistió rápido y, cuando quiso salir, él cerró la
puerta con llave, le quitó el teléfono y se quedaron adentro una
hora. Se puso a llorar pensando que tenía que prepararse para la
boda en vez de estar enjaulada con un monstruo… Sin embargo,
cuando él decidió abrir todo, se acabó.

– Yo sabía que eras una puta.

Era la madre de Gonzalo, que no pensó dos veces antes de darle


un fuerte cachetazo. La chica intentó defenderse con palabras,
pero la vieja nunca la escuchó. Era el fin.

– No te quiero ver en la iglesia ¿Me escuchaste, puta de mier-


da? Y a ti tampoco – le dijo a su hijo.

Ellos no se quedaron juntos, como pensó Gonzalo cuando lo de-


jaron plantado. Ella andaba vagando por la ciudad sola, caminan-

111
do, entrando y saliendo de bares, como un zombi andante. No
contestó el teléfono. Vio que eran las ocho y sabía bien que, a esa
hora, debería estar casándose con el amor de su vida. Eran las
doce de la noche cuando entró a su antiguo lugar de trabajo. No
había casi nadie de las compañeras que solían estar allí. Se sentó
y observó a las chicas sentadas arriba de unos tipos. Pidió una
cerveza y se quedó en silencio.

Al otro día, al regresar a su casa, su familia intentó pedirle expli-


caciones de lo que había hecho, pero ella se encerró en su habi-
tación. Prendió su celular y cientos de mensajes comenzaron a
llegar. Y ahí estaban los de Gonzalo.

– ¿Por qué me hiciste esto? – le escribió.

Entró en una depresión, y más cuando entró al baño a ver su test


de embarazo. Tenía ya varias semanas.

Y acá tuve que interrumpir el relato.

– Querida, con todo respeto, entiendo que debes amar a tu hijo,


pero… ¿Por qué no abortaste? Porque asumo que fue producto
de una violación ¿Y por qué después decidiste tener una rela-
ción con ese tipo? Todo lo que me has contado me parece muy
triste, pero no me puede cuadrar como llegaste hasta ese pun-
to. Siento que nada de lo que has contado tiene una razón tan
fuerte para que estés involucrada aun con esa familia – le dije.
– Lo mismo pensé, pero parece que ser violada no fue lo peor.

Ella fue al doctor para saber sobre su embarazo y la enviaron a


chequearse. En la clínica, conversando con el médico, le dio una

112
noticia que no se pudo tragar. Luna ahora cambiaría su vida para
siempre.

– Si te medicas puedes tener al niño y no transmitir absoluta-


mente nada.

Luna dice que si Dios existe, la odia con todo su ser, que quizás
las penas por ser puta era el infierno en vida, que cuando creía
que ya nada podía ser peor se aparecía otro demonio para devo-
rar los restos de su alma.

– Lo siento, lo siento mucho ¿Y el niño? ¿Está infectado?


– No, no tiene nada. Está bien. ¿Y sabes? Me cuestioné un
montón no haber abortado cuando estaba embarazada pero
no sé, por miedo no quise hacer nada, pero creo que fue lo me-
jor, no estoy arrepentida de haberlo tenido, después de todo
es lo único bueno que me ha tocado, es la única razón de la
porque estoy viva porque la verdad es que si él no estuviese
me hubiese pegado un tiro.
– Son muchas más las preguntas que te tengo ahora. Pues
para empezar ¿Cómo te contagiaste?
– Fue ese imbécil, porque ni yo ni Gonzalo estábamos conta-
giados. Lo sé porque cuando éramos pareja nos chequeamos
y los dos no teníamos nada.
– ¿Y por qué sigues con él? Te enfermó, te violó, te golpea.
– Porque tenía miedo a que si tenía el niño lejos de él no lo re-
conociera después ¿Tú crees que iba a reconocer tan fácil al
hijo de una puta? De hecho, ni yo sabía de quién era…
– ¿Y qué hay con eso?
– ¿Y si muero Sabrina? ¿Quién se haría cargo? El niño no se

113
puede quedar solo. Mis padres ya están viejos, y además lo
único bueno que tiene es que es ha sido un buen papá, pese a
todo, no se lo puedo reprochar.
– ¿Y qué te dice el hermano de Gonzalo de esto?
– ¿Sobre qué?
– ¿Cómo sobre qué? De la enfermedad ¿Qué siente sabiendo
que tú y él están enfermos?
– Es que no tengo idea de si lo sabe.

Y sí, terminé engañada, creí que se trataba de una historia ro-


mántica, como una teleserie donde los protagonistas no podían
estar juntos porque algo superior se los impedía y finalmente el
amor ganaba. En serio que en un momento pensé en juntarlos,
pero la verdad es que Perla y ese tipo estaban completamente
locos. Yo no podía seguir escuchando tanta pelotudez.

– Querida, y una última pregunta ¿A qué viniste? ¿Para qué me


cuentas todo esto? ¿De qué te podría servir yo?

Me tomó de la mano y me suplicó.

– Ayúdame a volver con Gonzalo. Ahora que sé que él contrata


a prostitutas, quizás pueda comprender mi pasado y…
– No, lo siento – interrumpí.
– Pero yo aun lo amo.
– Ve y convérsalo con él, a mí ya me pagaron y mi trabajo
terminó. Ahora puedes irte, que es tarde y quiero descansar.
Suerte con todo y espero que nada más empeore en tu vida.
– Pensé que me comprenderías.
– Yo también lo pensé ¿Y sabes qué? Mejor deja tranquilo a
Gonzalo. Es un buen tipo.

114
Abrí la puerta y se retiró triste. Es que no puedo con gente loca.
La verdad es que me cuestioné un par de días haberla tratado
así. ¿Pero saben qué pienso? A veces creo que no todo lo que me
contó realmente era tan cierto como lo relató. Podría existir la
posibilidad de que le gustaban los dos, ¿o no?

Fíjense que después revisé los perfiles de redes sociales de la


Perla, y salía muy feliz con ese tipo, con una notita que decía: “Eres
lo mejor que me ha pasado”, acompañado de alguna cancionci-
ta de fondo. Pero bueno, cuando me dijo que su actual pareja no
sabía que estaba infectado, fue como la gota que rebalsó el vaso.
¿Cómo tanta irresponsabilidad? Fue demasiado decepcionante.
Lo que más podía lamentar era ese pobre niño que vivía bajo una
relación enferma, y no lo digo por lo que llevan sus padres en su
sangre, sino por el cuestionable comportamiento de ambos.

Una tarde recibí un mensaje de Gonzalo, después de dos años.


Esta vez fui hasta su casa, como en los viejos tiempos. Toqué el
timbre, y abrió la puerta. Cuando lo vi mis ánimos se fueron al
suelo, una angustia terrible pasó por todo mi cuerpo.

– Tanto tiempo amiga mía, siempre tan guapa.


– ¿Qué te pasó Gonzalo?

Estaba delgadísimo, a tal punto que se le marcaban los huesos de


la cara. Me pasó un certificado médico.

– Cuando pregunten de qué morí, di que de cáncer por favor –


me dijo riendo.

Me ahogué de la pena, yo tenía demasiada información.

115
– ¿Volviste con ella?

La muy pedazo de mierda le rogó, y él le dio otra oportunidad. Sin


embargo, al poco tiempo lo terminó dejando nuevamente.

– Pobrecita, ella no lo sabía. Mi hermano tampoco – excusó.


– Gonzalo…

Se lo conté todo, detalle a detalle, tal como ella me lo relató. Des-


de la historia de cuando trabajó en el prostíbulo hasta cuando ella
descubrió que estaba enferma. Sin embargo, la respuesta que
tuve de él fue inesperada.

– Sabrina, ya basta. Está bien y no me importa.


– ¿Cómo que no importa? Te lo hizo a propósito. Me da rabia
que seas tan tonto, estuviste encerrado tanto tiempo porque
te engañaron y ahora esto, ¿Por qué carajos no luchas? Ya na-
die se muere por lo que tienes, eres joven, como cresta no te
tratas ¿Te quieres morir solo porque sí?
– Porque no vale la pena seguir viviendo sin ella.
– Ay, Gonzalo, ya no sé qué quieres que te diga.
– Nada… solo acompáñame a ver televisión y a no sentirme
tan solo.

Tiempo después Gonzalo se fue de este mundo. Fui a su funeral


y me di el lujo de dar un discurso frente a toda a esa misma gente
de mierda que juré que no volvería a ver, pero allí estuve, no así ni
su hermano ni Perla. Mi querido, abandonado en matrimonios y
en funerales por los seres que más quiso.

– Hola… Sabrina, Gonzalo me dijo que le entregara esto si la


llegase a ver algún día. Me imaginé que quizás podría venir a

116
su entierro, así que le traje el sobre que le dejó.

Y allí mismo abrí la carta mientras veía cómo bajaban su cuerpo.


Pensé que sería alguna nota de él, pero me dejó sorpresivamente
un certificado médico que no entendí en un principio.

“Confirmación de notificación Post Test.

He recibido el resultado del test serológico para VIH en la que


se me ha explicado el significado del resultado y se me ha infor-
mado sobre las medidas de prevención, alternativas de atención
de salud, y se me ha derivado a la red correspondiente a mi pre-
visión social. Nombre del paciente diagnosticado: Felicia Acuña
Ordenes”

¿Quién carajos era Felicia Acuña? ¿Y por qué me entregaba un


certificado médico de otra persona?

Pero no demoré tanto en entender de qué murió aquella señora


a la que asistí a su velorio. La madre de Gonzalo: Felicia Acuña
Ordenes.

117
Capítulo
08

DESTINOS CRUZADOS

M
e llamaron para una película de porno casero. Un ex cliente
me recomendó. Quinientas lucas por un día de rodaje, un
estrechón de manos y de pronto ya estaba dentro. Dos páginas
pegadas con un corchete todas ordinarias me entregaron como
guión. No fue necesario el casting, mi trabajo como prostituta
era suficiente para la producción.

Luces, cámaras, una cama y acción. Mi personaje, una joven que


solicitaba pizza por delivery, por supuesto, a un repartidor con
cuerpo de campeón.

La escena trataba de que no tenía plata para pagar, así que ofre-
cía mi cuerpo como garantía. Fueron horas y horas tirando con el
actor. Me lucí. Arriba, abajo… ¿Para qué les cuento tanto? Uste-
des tienen que verla.

Corten, gritó el director.

Terminamos a la una de la mañana. Me vestí, me felicitaron y me


dieron el cheque de inmediato. Con platita en mano me fui a mi

119
departamento, pensando que quizás seguir atendiendo clien-
tes ya no era lo mío, me había gustado enfrentarme a la actua-
ción. Me imaginé trabajando entre medio de Sunny Leone, Mia
Khalifa, Lana Rhoades. Yo, Sabrina pornostar, la mega estrella
del cine para adultos.

Pero poco duró mi alegría, mi hermana me daba una noticia te-


rrible.

– La mamá está en el hospital, grave.

Mientras iba en el taxi, no pude evitar sentir el miedo de perderla.


La última vez que nos vimos nos mandamos al carajo, si algo le
pasaba no tendría la oportunidad de decirle perdón, aunque no
tuviese la razón, era la vieja, la verdulera que se sacó la cresta por
nosotras. Mi mamá.

Hace tanto que no iba al hospital público, nos hicieron esperar


varias horas hasta que nos llamaron. Y ahí estaba.

– Menos mal llegaron, llévenme para la casa – se quejó.

El alma regresó a mi cuerpo, estaba viva.

– ¿Y voh que haces acá? Tú estás muerta para mí. Yo tenía una
hija que se llamaba Claudia que estudiaba psicología, no una
puta que se hace llamar Sabrina – me reclamó.

Mi hermana intentó calmar los ánimos, pero no hubo caso, yo


también me cansé rápido.

– Te debió haber dado un ataque más fuerte porque nadie te


soporta, ni la muerte te quiere – le respondí.

120
Me di media vuelta y lloré apenas salí de la sala, para que no me
viera. Sentí tantas ganas de irme del país como alguna vez pensé
y dejar todo, ya no tenía nada que me amarrase, salvo mi herma-
na que ya estaba grande para arreglárselas sola. Iba tan ciega por
el pasillo por la pena que me embargaba que el golpe en la cabe-
za que me di con un tipo me aterrizó de inmediato.

– Perdón, ¿Estás bien? – preguntó.

Igual que las teleseries mexicanas o las chilenas de los años 90.
Un revoltijo estomacal, los pelos de punta y no sé cómo más ex-
plicarlo.

– ¿Pedro?

Mi novio de toda la infancia, desde los doce años hasta que se


fue a estudiar medicina a Conce, y no supe más de él. El mismo
que me dejó llorando cuando me llamó por teléfono diciéndome
que la relación a la lejanía ya no daba para más. Una etapa que,
al parecer, nunca cerré bien.

– ¿Claudia?

Los ojos clavados y el abrazo inmediato que me congeló.

– Le pregunté a tu mamá por ti y no me respondió.


– ¿Mi mamá? ¿La viste cuando la trajeron acá? – pregunté.
– Pero si yo la atendí. Me di cuenta de que sigue igual de pe-
sada como siempre. Sufrió un preinfarto, vas a tener que cui-
darla mejor.

Me tocó la cara.

121
– ¿Estás llorando? Tranquila, me imagino que te debiste ha-
ber asustado mucho. Te invito a un café, pero ¿Me esperas un
rato? Veo a un paciente que llegó ahora y salgo, mi turno está
por terminar.
– Pedro, no sé. Quizás estés cansado.
– ¡No, tranquila! ¿Si hace cuánto que no nos vemos? Espéra-
me.

Al final fuimos a un restaurant, y allí estábamos, sentados mien-


tras él me contaba de todo lo que había hecho durante todos es-
tos años.

– Lo último que supe de ti es que estabas estudiando psicolo-


gía ¿Cómo vas con eso? – me preguntó.

Pensé que a estas alturas me daría lo mismo decirle a cualquier


persona a lo que me dedicaba… pero a Pedro no. Le inventé que
había congelado, que ya no tenía plata para pagar la universidad
pero que retomaría luego.

Pasó la tarde y la pena por mi madre se había quitado, todo era


sonrisa. Pidió unos tragos y comenzamos a soltarnos un poco.
Pidió la cuenta, yo estaba esperando que dijese “vámonos a mi
casa”, pero de pronto levantó el brazo para llamar a alguien que
había visto en el mismo restaurant.

– ¡Rojas! ¡Qué andas haciendo acá! – Gritó, saludando a un


amigo.

No podía ser justo en ese momento… era un cliente que yo había


atendido. Intenté no mostrar mi rostro, pero fue imposible.

122
– Yo a ti te conozco – me dijo el imbécil.

Arranqué de allí, corrí media cuadra, me detuve, intenté detener


un taxi desesperada escapando de Pedro y de la vergüenza.

– ¡Oye! ¿Por qué te vas así? – Gritó, mientras me alcanzaba ve-


lozmente.
– Pedro, ha pasado mucho tiempo. Las cosas cambiaron. Ya
no somos los niños de antes, tenemos caminos distintos, fue
bonito verte, en serio. Muchas gracias por…

De pronto, un beso que me dejó callada. Una hora después re-


volcándome en su cama tal cual lo había pronosticado. Sentí el
mismo miedo placentero que me experimenté cuando perdí la
virginidad con él, no estaba la Sabrina fría y calculadora en aque-
lla casa, sino que la niña enamoradiza y tontorrona, Claudia.

– Siento que tenemos que hacer muchas cosas juntos – me dijo.


– No sé, Pedro. La última vez sufrí demasiado.
– ¿Y tú crees que yo no?
– Pero si tu terminaste conmigo – reclamé.
– Porque tú no me llamabas, no me escribías. Mas encima,
cuando tú terminabas conmigo, yo siempre te rogaba, ¿O no?
Y cuando lo hice yo, tú no dijiste nada.
– Que eres patudo.

Y volvimos a discutir como antaño. Debo reconocer que extraña-


mente hasta eso me hizo feliz.

– Pero supongo que maduramos – meditó en voz alta.


– Supongo.

123
Otro beso, otros rasguños, solo cerré los ojos hasta el otro día.
Desperté, sola, temprano con un mensaje de Pedro en el celu-
lar: “Espérame ahí, la casa es tuya”.

Me estiré en la cama y enumeré las opciones que tenía en aquel


momento:

1. Dejar mi trabajo por él diciéndole la verdad de lo que hacía,


aceptando mi pasado.
2. Agarrar mis cosas y marcharme. Seguir la vida de Sabrina.

Ninguna de las dos, tomé la tercera: darme una oportunidad con


él y mentir hasta el final de mis días.

Y así fue. Fuimos bien felices... pero no por mucho tiempo.

Sonó mi teléfono. Era un número desconocido.

– ¡Sabrina! Hola. Somos de la productora. Te tengo noticias y


son muy buenas. A la película le está yendo demasiado bien.
La cantidad de descargas son inmensas, tan bien nos fue que
nos contactó una productora mucho más grande, estadouni-
dense, y quieren que grabemos, pero esta vez en Francia. Nos
vamos mañana mismo. Te quieren conocer. Sabrina, todos los
comentarios se tratan sobre ti.
– No…
– ¿No? ¿Cómo que no? Ésta es una gran oportunidad para lan-
zarte al estrellato.

Le corté. Cresta, la película… Pedro se iba a enterar. Ya no había


tercera opción… al final, tomé la más difícil.

124
Pedro llegó a la casa y decidí que nos regaláramos el mejor día
de nuestras vidas, de lo que pudo haber sido sin que él lo supie-
se. Me dejé llevar y comenzamos a decirnos estupideces que me
hacían feliz.

– ¿Te acuerdas, Claudia, que cuando estábamos más chicos


discutimos qué nombre le pondríamos a nuestros hijos?
– León, si era hombre. A mí no me gustaba, ahora tampoco. Le
pondría Esteban – refuté.
– De todas formas, yo creo que sería mujer.
– ¿Sí?
– Sí, y se parecería ti – me dijo.
– ¿Te acuerdas como le pondrías? – Pregunté
– Sí… Leticia.

En la madrugada, mientras dormía, me levanté y salí de aquella


casa sin que se diera cuenta. No lloré, no miré hacia atrás, me
armé de valentía para escribirle un mensaje desde mi departa-
mento:

“Pedro, no podrías nunca perdonarme. Ya dejé de ser la mujer de


la que te enamoraste. En algún momento pensé que podría re-
hacer mi vida contigo, pero a costa de mentiras. Soy prostituta,
me conocen como Sabrina, no iba a ser muy difícil que te dieras
cuenta tarde o temprano, me he metido con tantos tipos que ya
ni sé contarlos, incluso ese amigo tuyo del restaurant fue clien-
te mío. Te mereces otra mujer. Créeme que estoy llorando en
este momento porque me duele el corazón despedirme así de
ti, fue bonito reencontrarte, se me había olvidado cómo era yo

125
antes de todo este asunto en el que trabajo y estar contigo me
lo recordó, aunque fuese un ratito. Te quiero y siempre te querré,
aunque para ti quizás no sea digno y lo entendería… pero, aun-
que te dé rabia, no puedes hacer nada contra eso, porque este
sentimiento no se va a ir jamás. Lo siento mucho por mentirte
así. Un beso. Claudia”

Llamé rápidamente a la productora, ahora sí que no había nada


que hacer en Chile. Mi destino ya estaba marcado desde hace
mucho tiempo por mis acciones.

– Acepto. Mañana estaré en el aeropuerto – les dije.

Acordamos la hora para viajar a Francia temprano por la maña-


na. Y así fue, con las maletas y el pasaporte en mano miré hacia
atrás, quizás Pedro llegaría corriendo como lo hizo afuera del res-
taurant para decirme que me quedara con él… pero eso no pasó.

Subí al avión y dije adiós.

Cuando llegué a Francia, me perdí un rato en el aeropuerto. Inclu-


so perdí de vista a los productores que venían conmigo. Prendí
mi teléfono, pero no alcancé a revisarlo porque un hombre llegó
sorpresivamente y me tomó del brazo. Me llevó hasta un auto.
Dos tipos, uno a cada lado. Luego, un departamento lleno de mu-
jeres durmiendo en el piso, incluso una embarazada.

– ¡Esto es un error! ¡Yo me voy de aquí! – grité asustada.

Uno de los hombres sacó una pistola y me apuntó. Había sido se-
cuestrada mientras mi teléfono vibraba por el mensaje de Pedro:

126
“Claudia, no me importa lo que seas. Yo quiero pasar el resto de
mi vida contigo”.

127
EXPERIENCIAS
Ex perien cias
01

SABRINA, MI DESDICHA DE PRINCIPIO A FIN.

¿
Han escuchado la típica leyenda urbana del chico que conoce
a una chica guapa, se coquetean, tienen sexo y, al acabar, la
chica le cobra, sin poder creer que el pobre iluso que se enamoró
de ella fugazmente no se dio cuenta de que era prostituta? Bue-
no, eso me pasó con Sabrina. Y no una, sino tres veces.

En mi defensa, soy tremendamente malo recordando rostros, y


Sabrina tampoco me la ponía fácil cambiando su apariencia tan
seguido. Sé que parece una excusa barata para justificar mi tor-
peza, y sí, en el fondo lo es. Pero, antes de juzgar, conozcan mi
historia, a ver si cuando la termine quedan con ganas de burlarse
de mi desgracia.

A Sabrina la conocí durante su primera semana en el rubro, cuan-


do aún no era una “scort premium” y, es más, ni siquiera ella se re-
conocía como “prostituta”. Muy confiadamente se me presentó
como la típica universitaria en apuros económicos con el discur-
so de “haré esto sólo un par de veces, es para ayudar a mi familia
y pagar deudas, luego me enfocaré en mi carrera sí o sí”. En ese

131
entonces, Sabrina era una joven común y corriente, introvertida,
bonita de cara, pero plana como una tabla. Al verla tan sola cierta
noche en un bar, no dudé en sentarme a su lado para compartir
la cerveza de litro que recién me había comprado. Le pregunté
cómo se llamaba y, al escuchar “Sabrina”, no pude evitar bromear
consultándole si acaso ése era su nombre artístico, debido a lo
exótico que me pareció. Torpe de mí por asumir que su “sí, es el
nombre que ocupo para trabajar” también era una broma. Soy
súper malo detectando señales, lo asumo, y en serio creí que lo
rápida que fue mi conquista se debía únicamente a mis dotes de
galán. La velada fue maravillosa, abrí mi corazón con ella como
no lo había hecho con nadie, jamás sentí tanta atención como la
que Sabrina me brindó en ese momento, y con los gestos coque-
tos que me lanzaba entre risa y risa logró encantarme desde el
minuto uno. Luego, nos fuimos a la cama. Entiendo que en ese
entonces la experiencia de Sabrina era equivalente a la de una
practicante que recién se iniciaba en las artes amatorias: movi-
mientos torpes, ritmo irregular y besos con exceso de saliva, pero
me dio lo mismo, lo que me importaba era hacerla feliz, regalarle
mi mejor rendimiento, y créanme que así lo hice. Por lo mismo,
no podía creer que, al despertar, me dijera tan suelta cuerpo “son
150 mil”, mientras se vestía dándome la espalda. Al principio me
reí, luego reclamé y finalmente, cuando salió con eso de “no soy
más que una universitaria que necesita el dinero, haré esto sólo
un par de veces” y blablablá, agaché la cabeza y me callé. Una
pena, en serio me había cautivado la forma de ser de esa joven
insegura, pero atrevida. Había sentido deseos de cuidarla, prote-
gerla, hasta me imaginé pidiéndole una segunda cita para luego
intentar algo más serio, pero fui engañado y el orgullo me obligó

132
a sacar mi billetera, pedirle que me acompañara a un cajero au-
tomático y pagarle el precio indicado con la plata que tenía aho-
rrada para todo el semestre, más por vergüenza que por miedo
a represalias.

A riesgo de sonar sensible, el episodio me dejó tremendamen-


te dañado. Le conté a mis amigos y cercanos la experiencia y
sólo recibí carcajadas y burlas de vuelta. Por lo mismo, me cegué
con la idea de que jamás volvería a confiar en una mujer, y me
enfoqué únicamente en terminar mi carrera, encontrar un buen
trabajo y armarme una buena vida. Cuando logré mi primer con-
trato, por primera vez en mucho tiempo salí a celebrar con los
amigos del pasado, volvimos al bar que por tanto tiempo nos alo-
jó y, en completo estado de ebriedad, saqué a bailar a una rubia
despampanante, voluptuosa y de personalidad destellante, que
parecía esperar a alguien bebiendo sola en la barra. Ella aceptó,
luego la invité unos cuantos tragos, nos besamos, la invité a un
motel, tuvimos el mejor sexo que he tenido en mi vida, dormimos
juntos y, cuando la desperté para despedirme porque tenía que
llegar temprano a mi nuevo empleo, me entregó una tarjeta con
un número de cuenta agregando firmemente “son 350 mil”, sin
siquiera desearme los buenos días. “No puede ser, ¿Sabrina? ¿Tú
de nuevo?”, le dije furioso, agregando que no le pensaba pagar
nada esta vez, que la primera vez había sido un imbécil, pero que
ahora confirmaba que la culpa era de ella, ¿Cómo se le ocurre co-
quetear de ese modo sin advertir siquiera que, eventualmente,
cobraría por hacer algo que uno asume que se da de manera na-
tural? “Por lo menos ponte una polera que diga que eres puta”,
agregué, queriendo retirarme del lugar de inmediato, no con el

133
interés de estafarla, sino que con la convicción de que ella te-
nía que aprender un poco de ética laboral antes de seguir con
este tipo de artimañas. Pero Sabrina ya no era la joven tímida que
había conocido. Su nueva estampa, mucho más perra y podero-
sa, no sólo se reflejaba en su aspecto físico, sino que también en
su personalidad. Me lanzó una mirada amenazante y me obligó
a quedarme ahí hasta que arregláramos el problema. “Yo conti-
go no tengo nada que arreglar”, le respondí, a lo que agregó “no,
conmigo no. Tienes que arreglarlo con el Chacal”. Pocos minutos
pasaron cuando llegó un matón de más de dos metros que, de un
puro puñetazo en plena nariz, me convenció de llamar a mis ami-
gos para que entre todos me prestaran el dineral que Sabrina me
estaba cobrando. Si antes ya era la burla de mis cercanos, ahora
me había convertido en el símbolo absoluto y máximo de la estu-
pidez. La autoestima me quedó por el suelo, las ganas de volver
a la vida se me quitaron y mi nuevo trabajo, al que no pude asistir
porque debí ir al hospital a reparar mi nariz rota, por supuesto lo
perdí.

Necesité iniciar terapia psicológica y psiquiátrica para lidiar con


la depresión que se me acrecentó tras semejantes fracasos.
Amigos y familiares me decían que me lo tomara con humor, a
ellos les daba risa, me explicaban, y esperaban la misma reacción
de mi parte… pero, ¿Cómo hacerlo? Si apenas me enganchaba
de una mujer (¡Y dos veces de la misma!) ésta se encamaba con-
migo por interés. Y ni siquiera por el interés de sacarme dinero,
porque eso quizás lo hubiese entendido, el problema era mucho
más profundo, ¿Qué proyectaba yo como ser humano para que
una prostituta asumiera que necesitaba de sus servicios? ¿Tanta

134
era mi cara de desesperación? ¿Tal era la necesidad de afecto
que demostraba? ¿Por qué a mí, Dios mío? La tristeza transfor-
mó mi aspecto en el de un zombie, con los años la ansiedad me
llevó a subir de peso, caí en el alcoholismo, perdí amistades, no
era capaz de mantenerme en un trabajo estable y mis lagunas
laborales eran tan evidentes, que llegó un punto en el que nadie
me contrató y debí volver a la casa de mis padres, a mis más de
30 años, demacrado, solo, patético y sin ganas de vivir.

Ahora, los caminos del señor son misteriosos, y eso lo confir-


mé varios años más tarde cuando, cierta noche en la que deam-
bulaba por la ciudad, vi a una mujer llorando mientras esperaba
un taxi. Preocupado, me paré a su lado, imaginando que alguna
amenaza la acechaba. Afortunadamente, y debido a lo mucho
que lloro en el día a día, llevaba un pañuelo de repuesto en el
bolsillo de mi chaqueta, el cual le tendí para que limpiara sus lá-
grimas. De cerca, noté cómo su bella estampa se mezclaba con
el aspecto de una vida quebrada. Su mirada estaba tan muerta
como la mía, y cada uno de sus movimientos eran los de una pre-
sa moribunda entregada para que cualquier depredador le diera
el zarpazo final. Como las habilidades sociales las había perdi-
do hace rato, no atiné a nada más que a invitarla a un bar para
que, juntos, ahogáramos nuestras penas. No teniendo nada que
perder, aceptó. La obscuridad de la noche (y de nuestros interio-
res) nos impedían vernos con claridad, y nuestro diálogo inicial
se limitó sólo a lanzar suspiros de angustia y dolor entre cada
sorbo. Afortunadamente, el whisky hizo lo suyo, y vaso tras vaso
nos fuimos relajando para, sin soltar mayores detalles, recono-
cer que la compañía de alguien en tu misma situación te hace

135
sentir en confianza. A eso de las cinco de la mañana ya no eran
necesarios más rodeos, “vamos a mi departamento”, me dijo, y
yo le respondí poniéndome de pie y pagando la cuenta. “Pero
antes, te tengo que pedir algo”, agregó, “quiero que lleguemos
y que me hagas el amor. Así, tan cursi como suena. Me quiero
sentir amada, aunque sea por una noche”. Le pedí al mesero que
me vendiera otra botella, para agarrar valentía, tomamos un taxi
y nos besamos durante todo el trayecto. La obligación de per-
manecer sigilosos nos obligó a ni siquiera encender la luz. Nos
sentamos en lo que asumí que era su living y, de la propia bote-
lla, nos bebimos la botella entera en completo silencio hasta que
me dormí totalmente borracho en su sillón. Mágicamente, por
primera vez en mucho tiempo, no tuve pesadillas. Las imágenes
horribles que soñaba cada noche fueron reemplazadas por las
de mi cuerpo siendo llevado hacia una cama suave y reconfor-
tante, luego una conversación, un trato, y finalmente mi ser bajo
la silueta perfecta de la mujer que me cobijaba con sus besos
para luego desnudarme y hacerme cumplir con mi promesa. La
acaricié y besé así como besan los enamorados, y le hice el amor
suavemente hasta que ambos acabamos, ella gimiendo en mi
oído y yo llorando en su pecho. La abracé por un rato hasta que
la fantasía del romance se comenzó a disipar, y con un escue-
to “permiso, voy al baño” me puse de pie y salí de la habitación,
pensando en si sería prudente pedirle una segunda cita, que era
lo que más me hubiese gustado, o retirarme digno para conti-
nuar con mi vida miserable. En el living, las primeras luces del
día me taladraron los ojos, por lo que me tardé algunos segun-
dos en detectar que frente a mí, justo en el sillón que hasta hace

136
poco habíamos compartido, dormía aún borracha mi conquista
de aquella noche. Asumí que el alcohol me hizo perder la noción
del tiempo, que luego de acostarnos nos levantamos y, producto
de un borrón, no recordaba haber vuelto a nuestro sitio inicial.
Las dudas rápidamente se aclararon cuando, al intentar desper-
tar a la joven, escuché la voz de una mujer madura que provenía
de la pieza que tenía a mis espaldas. “Deja dormir a mi hermana”,
me dijo Sabrina, cubriéndose con las sábanas que aún conser-
vaban el sudor de ambos, “recién salió de la cárcel, así que no te
conviene molestarla mucho. Y sobre lo nuestro… son 600 mil.
Págame, y luego puedes irte” .

Evaluación

Higiene: Por fuera, bien. Por dentro, podrida.

Rostro: Camaleónico. Engañoso. Fraudulento.

Bustos: Bien, lógico, si está toda operada.

Cuerpo: Repito la respuesta anterior.

Cola: No podría criticar, es perfecta, y estoy escribiendo


desde la rabia.

Oral: Ya, lo dejaré hasta acá, no gastaré más palabras


en ella.

137
Ex perien cias
02

SABRINA, MI CONFESIÓN.

M
i nombre es Sonia. En dos meses cumplo 35 años, sin hijos,
de estado civil incierto y, cuando lean esto, estaré converti-
da en una mujer nueva.

Me casé a los 25. Las promesas de amor eterno llovieron aquel


día, y no podía ser de otra manera. A esa edad una anda volan-
do bajo, creyendo en las palabras lindas del primer galán que se
ganara nuestra confianza, y, en mi caso, ese galán fue Francisco.

Nuestra historia de amor fue cursi y latera, como trama de tele-


serie romántica barata. Ambos recién egresados de carreras tra-
dicionales, familias conservadoras, buena situación económica,
casa grande en el sector más seguro de la ciudad, auto familiar,
imposibilidad de quedar embarazada, exámenes, peleas, culpas,
tiempo que avanza lento y a dormir en camas separadas. Cuando
cumplimos 30, nos acostábamos, con suerte, un par de veces al
mes: manoseos torpes, sexo oral de mala gana, penetración, el
rápido orgasmo de él y luego sus ronquidos. Con los años, nues-
tros encuentros se redujeron a fechas especiales y, de un día

139
para otro, éramos tan ajenos que incluso nos cubríamos cuando,
por casualidad, nos sorprendíamos desnudos al salir de la ducha.
La verdad es que eso no me importaba. O sí, no sé… tengo claro
que la actividad sexual es un tema importante en toda pareja, no
soy tonta, pero mi amor por él iba mucho más allá de eso. Aunque
ya no lo besara ni lo tocara ni lo mirara, Francisco seguía sien-
do mi todo, lo único que me daba vida, el cable a tierra que me
mantenía cuerda… Si alguien me hubiese dicho que siquiera se le
pasaría por la cabeza engañarme, hubiese defendido a golpes su
honra jurando que eso no pasaría jamás. Por lo mismo, la idea de
que me cambiara por una prostituta ni siquiera la vi venir.

Igual Francisco fue astuto, nada que decir. A veces pienso que en
el fondo sabía que yo le revisaba sus redes sociales, que desde
hace mucho había descubierto la contraseña de su computador
y hasta el patrón de desbloqueo de su celular, porque sus con-
versaciones se reducían a temas laborales con compañeros de
trabajo, memes burdos con sus amigos y organizar comidas con
su familia. Una noche, desde mi cama, no lo escuché roncando
a las 12 de la noche, hora en la que roncaba usualmente, por lo
que me quedé en estado de alerta con la intención de ir hasta
su pieza para averiguar qué lo mantenía despierto. Recién a las
2 percibí el indescriptible sonido que delataba su sueño profun-
do. Generalmente su celular se encontraba sobre su velador, car-
gándose. En esta ocasión, para su desgracia, estaba en su mano,
ya desbloqueado y con el navegador fijo en un sitio de scorts. El
navegador… que tonta, nunca se me había ocurrido revisar su
navegador. Me sentí una amateur, pero no había tiempo para la-
mentos. La búsqueda fue rápida, contrasté los valores cobrados

140
por las prostitutas con las transferencias a comercios extraños
que siempre me llamaron la atención cuando revisaba sus esta-
dos de cuenta (en serio, Francisco, ¿Quién gasta $350.000 en
“Ferreterías Eben Ezer”?), y el descarte por precios me llevó a
cinco opciones: una que atendía en el centro de la ciudad (difí-
cil, Francisco odia bajar a otros barrios), dos extranjeras (por muy
guapas que fueran, entraba a dudar. Él es muy patriota), una que
por ese precio ofrecía sólo encuentros tradicionales (sospecho-
so, porque si me va a engañar, ¿Para qué hacerlo con una mojiga-
ta como yo?), y Sabrina… ¡Obvio que la ganadora era Sabrina! La
mitad de las perversiones que ofrecía eran actos desconocidos
para mí, y físicamente se veía inalcanzable para cualquier hom-
bre, por muy guapo que éste fuese. Cegada por la rabia, presioné
el ícono para enviarle un mensaje y le escribí decidida desde la
cuenta de mi esposo.

– Hola.
– Hola, mi amor – me respondió Sabrina, casi de inmediato –
¿Ya me extrañas? Te puedo recibir mañana, pero en la noche.
¿O puedes sólo al mediodía, como siempre?
– Quiero reservar una hora para las diez. Pero esta vez no es
para mí.
– ¿No?
– No. Es para mi esposa.
– ¿Quieres un trío, corazón? Eso vale un poquito más, pero no
te preocupes, podemos llegar a un acuerdo.
– Será sólo ella. No es un trío.
– Ah, entiendo. En ese caso, dime qué le gusta para decirte
cuánto es.

141
– Da igual. Recíbela en tu casa a la hora señalada, y luego ha-
blamos de dinero.
– Entiendo, bebé. La espero entonces. ¿Cuál es su nombre?
– Prefiero que no lo sepas.
– ¡Uy, que misterioso! Ya, corazón, dile que mañana llegue a la
hora acordada. Y si algún día se atreve, también te podemos
incluir a ti. Besitos.

Estaba decidida. Al otro día, a las diez de la noche, iría a matar a


Sabrina.

El plan era fácil… no quiero sonar prejuiciosa, pero, ¿Qué tan difí-
cil sería lograr mi cometido? Un crimen sin rastros, fraguado en la
obscura intimidad de dos amantes que, además, se reunieron en
torno al pecado. Haría falta un descuido de Sabrina, que me diera
la espalda o que bajara a ojos cerrados a entregarme placer, para
clavarle un cuchillo en la nuca y culminar así mi venganza. ¿Y qué
pasaba si la policía encontraba los mensajes en los que me hacía
pasar por mi marido? Bueno, le correspondería asumir la culpa
–que, evidentemente, tenía– y pagar con cárcel por su complici-
dad. Sabrina sería otra prostituta muerta en una ciudad en la que
abundan las prostitutas muertas, Francisco sería otro monstruo
de clase alta que queda al descubierto por culpa de un descuido,
y yo sería otra víctima de la sumisión de un hombre perverso y de
una sociedad enferma. El plan perfecto en base a una trama que
se construía sola.

Llegué al departamento de Sabrina dos horas antes de lo acor-


dado, y esperé mi momento refugiada en la obscuridad de los es-
tacionamientos. No tengo idea del porqué decidí maquillarme y

142
ponerme mi mejor vestido. Supongo que la idea de enfrentarme
a ella lo más digna posible, demostrando para mí misma que su
belleza no era capaz de opacarme, me habían llevado a arreglar-
me como nunca. Cuando el reloj marcó las diez le di un retoque a
mi labial, comprobé una vez más el filo del cuchillo que guardaba
en mi cartera y subí a golpear su puerta.

– Por eso prefiero a las mujeres – me dijo al abrirme, luego de


darme un vistazo de arriba a abajo – son detallistas, puntuales
y, además, preciosas. Aunque nunca me había tocado recibir a
una tan sofisticada. Adelante, creo que esta noche la disfruta-
ré tanto como la disfrutarás tú.

No fui capaz de responder, estaba congelada. El detalle es que mi


repentino mutismo, mi naciente ataque de timidez, no se debía
a mi rabia ni a Francisco ni a mi plan. Por varios segundos olvi-
dé completamente lo que estaba haciendo ahí, y no podía ser de
otro modo… el perfume de Sabrina, su voz, su cuerpo, su aura,
eran elementos sumamente cautivantes. La libido acumulada
por años ahora me explotaba por los poros, y el incendio inte-
rior que me comenzó a derretir se vio intensificado cuando, sin
más preámbulos, Sabrina introdujo su suave lengua dentro de mi
boca mientras me acariciaba los muslos por debajo de mi vestido
con las yemas de su mano izquierda.

– Si fueras cualquiera, te haría pasar al baño para que te asees


mientras yo me pego un jale con tal aguantar animada una
hora que, de otro modo, se me haría eterna – me dijo, al mismo
tiempo que me quitaba la ropa – pero tú eres especial… ven a
mi cama, no quiero perder más tiempo.

143
Por instinto, mi subconsciente hizo que recordara lo que estaba
haciendo ahí.

– Soy la esposa de Francisco… – alcancé a decir, antes de que


Sabrina me callara tiernamente con su índice en mi boca.
– Eso no importa. Esta noche sólo somos tú y yo. No existe
nadie más.

Le hice caso en silencio. Y no me arrepentí.

Nuestro encuentro fue el de dos fuerzas que entienden perfecta-


mente lo que la otra desea. Sabrina me permitió probar con cada
uno de mis sentidos cada parte de su cuerpo, sin reparar en mi
inexperiencia y notoria torpeza, y ella hizo lo suyo con el mío, pero
con el talento propio de su profesionalismo. Inocentemente me
gusta pensar que ella disfrutó de nuestra noche tanto como la
disfruté yo; y sí, imagino que es lo que todos sus clientes piensan,
pero en el fondo creo que sus gemidos fueron sinceros y que su
entrega fue honesta. Leyendo los testimonios que dejan sobre
su servicio, he notado que nadie ha igualado el nivel de intimidad
que logré con ella, pero si en algo he de coincidir con todos, es
en que Sabrina efectivamente es una diosa. Y no lo digo como lo
dice la decena de hombres básicos que se refieren así a ella por-
que no tienen más vocabulario. Sabrina era una divinidad única, y
yo… una simple mortal incapaz de dañar a tal deidad.

Hoy me levanté con ganas de escribir mi testamento, pero como


no tengo a nadie para dejarle la nada que tengo, les dejo aquí mi
confesión. Cuando lean esto, Francisco ya estará muerto, yo pro-
bablemente en la cárcel y Sabrina, mi Sabrina, haciendo feliz a
alguien más. Cada pieza en su lugar, como siempre debió ser.

144
Evaluación

Higiene: Impecable.

Rostro: Inolvidable.

Bustos: Idílicos.

Cuerpo: Majestuoso.

Cola: Armonía en todo su esplendor.

Oral: Sin palabras.


Ex perien cias
03

SABRINA, UN JUEGO CRUEL.

C
onocí a Sabrina en mi primer año de universidad. Ella no fue
mi compañera ni mi profesora ni tampoco iba en mi campus.
La verdad, y a juzgar por su estilo de vida, podría asegurar que
jamás pisó una casa de estudios. O, al menos, no una prestigio-
sa. No me malinterpreten, no soy clasista, sé que piensan que los
ingenieros comerciales somos siúticos arrogantes que miramos
para abajo a todos los que no están a nuestro nivel, pero eso es
puro prejuicio. En fin, conocí a Sabrina en mi primer año de uni-
versidad, cuando la contratamos junto a un grupo compañeros
para que nos hiciera sexo oral uno a la vez, mientras estábamos
de pie y en círculo rodeándola como si se tratase de una fiera
atrapada.

Sé que mi presentación parece la de un ganador, pero no es así,


no se sorprendan antes de tiempo. En el primer año de la carrera
yo era el pollito del curso, había llegado a la capital desde San
Javier y la pobreza de mi familia era tal, que no me quedó más
que arrendar una casa en la periferia con cinco piezas, las cuales
compartíamos entre diez compañeros, todos estudiantes de la

147
misma universidad que, por diversos motivos, buscaban ese es-
píritu de fraternidad que esa vieja casona nos daba. De ese lote, el
único que gozaba de una mejor situación económica ere el Pepe
Ulloa. El Pepe venía de en un barrio cuico y, según él, el arrendar
en un barrio cuma era la estrategia perfecta para carretear sin
que llegaran los pacos o que sus papás le pusieran algún límite.
Y era cierto, el Pepe era incontrolable. Durante el primer semes-
tre sólo se aparecía por la casa cuando quería un colchón donde
caer borracho o si necesitaba de un patio piola para improvisar
un carrete fuera de toda ley. Tal como aquel viernes antes de que
iniciaran las vacaciones de invierno cuando, a modo de despedi-
da, se le ocurrió organizar una noche de juegos para competir por
quién era el más macho de la casa.

– La idea es la siguiente – nos dijo, luego de sentarnos en el


living frente a él – competiremos a ver quién demora más en
irse cortado.

Hasta ese momento, desafíos así sólo había escuchado en pelí-


culas gringas de universitarios muy del estilo American Pie, pero
con los cabros nos pareció una propuesta interesante, sobre
todo considerando que eran las doce de la noche, llevábamos
varios tragos en el cuerpo y en ese estado cualquier idea que so-
nara así de atractiva se convertía en una meta por alcanzar.

– Acepto – dije, quitándome los pantalones en el acto – Acep-


tamos todos, supongo. ¿Nos ponemos en círculo y le corre-
mos la paja al que está a nuestra izquierda? ¿Algo así?
– Que es weón este weón… ¡No! Obvio que no, ¡Si somos hom-
bres! Nosotros no hacemos esas cosas. Lo haremos sencillo,
escúchenme atentamente…

148
El plan era fácil: cada uno pondría 30 mil pesos. Así, con 300 lu-
cas en la mano, pagaríamos una hora con Sabrina, para nosotros
una mítica scort premium que sólo conocíamos por las flores
que le tiraban en foros de internet y porque, según el Pepe, era
la puta regalona de su abuelo. Le pediríamos que nos bailara un
rato, luego que nos sirviera copete en la boca y, una vez termina-
do el precalentamiento, comenzara a chupar nuestros miembros
adolescentes e inexpertos hasta hacernos explotar en su boca.
El perdedor – si es que a eso se le podría llamar perder – sería
quien, al final de la noche, más rápido acabara, y el castigo sería
un beso apasionado, con lengua y transferencia de fluidos por
parte de la Sabrina… beso que, por supuesto, incluiría una buena
dosis del semen de todos demás.

Antes de que nos juzguen, tengan en cuenta que la universidad


es el último espacio en la vida de todo hombre en el cual se jus-
tifican actividades recreativas así. Y sabiendo esto, no tuvimos
reparo alguno en aventurarnos hacia esta nueva experiencia que
nos uniría mucho más como amigos. La plata no nos llovía, ni
nada de eso, pero unánimemente coincidimos en el que la inver-
sión valía la pena, así que le echamos mano a nuestras mesadas
y ahorros para darnos un lujito inolvidable. El Pepe inició el primer
contacto con Sabrina, y al cabo de un rato nos dio la buena noti-
cia: “vayan a lavarse las presas, chiquillos, que nuestra invitada
llega en media hora”.

Sabrina resultó ser todo lo que prometía, y más. Para mí, un cabro
de campo, verla era como tener al frente a una de esas modelos
de la tele, una mujer de otro planeta, la escultura de una diosa

149
hecha carne. Como el Pepe le había contado nuestra intención
previamente, no demoró nada entrar en personaje y, de la mano,
ubicarnos a todos alrededor de ella.

– Pon música, pero bajito – me dijo, al ver que justo quedé dán-
dole la espalda a la radio – me gusta escucharlos gemir…

A mi derecha estaba el Toño Hernández, un guatón pajero de Chi-


llán que veía porno todo el día y que se jactaba de ser un toro en
la cama; a mi izquierda, el Pepe, quien de seguro sería el ganador
del certamen. En efecto: el Toño Hernández no duró ni cinco se-
gundos en irse cortado cuando Sabrina, sin más preámbulos, se
agachó y enfundó el pálido miembro del guatón entre sus carno-
sos labios. Era una profesional, nada que decir. Se puso de pie, se
limpió un poco la boca, dio un paso hacia la derecha y se puso de
rodillas nuevamente, ahora para chupársela al Nico Muñoz, otro
que se las daba de canchero y no aguantó ni medio minuto antes
de ponerse a gemir como cerdo y acabar en la boca de Sabrina. Y
así, uno a uno la scort de nuestros sueños, tal como un granjero
que ordeña a una corrida de vacas, fue dejando secos a mis com-
pañeros, hasta llegar al Pepe, el último contendor antes de que
tocara mi turno. A esa altura quien ganara o perdiera me daba lo
mismo, el solo anhelo de sentir las manos de Sabrina sobre mi
piel, mis dedos entre su pelo y su lengua envolviendo mi miem-
bro me hacían creer que ésa sería la mejor noche de mi vida.

– ¿Estás listo para perder? – Me preguntó el Pepe, ya con los


pantalones abajo y con la cabeza de Sabrina acomodándose
en su entrepierna.

150
– No me importa – le respondí, pensando en que sólo un imbé-
cil estaría pendiente de una banalidad así mientras disfrutaba
de semejante mujer –éstas son, por lejos, las 30 lucas mejor
gastadas de mi vida.

Y justo mientras el Pepe acababa, cuando no habían pasado ni un


minuto de iniciado su turno, Sabrina se puso de pie con cara de
confundida y, tragando como quien se toma un jugo muy espeso,
preguntó “¿Cómo que 30 lucas?”.

– ¿Qué? ¿Qué dije? – Pregunté, intimidado ante el rotundo


cambio de comportamiento de nuestra invitada – perdón,
¿Está mal hablar de plata mientras trabajas? Lo siento, señori-
ta Sabrina, es que es primera vez que yo estoy con una prosti…
perdón, digo, con una profesional del amor así, como usted.

Sabrina, sabiendo que el intermediario en este trato había sido el


Pepe, esta vez se dirigió a él:

– Ustedes son diez, ¿Cierto? – Le dijo.


– Sí… sí – le respondió el Pepe, aún mareado, pero visiblemen-
te feliz.
– Déjame adivinar algo – continuó – cada uno de ustedes puso
30 mil pesos, porque te dije que mi tarifa era de 300 mil, ¿Es
así?
– Claro, es así.

Sabrina cerro los ojos con cierta rabia, como quien sabe que se
avecina un conflicto, y con peras y manzanas explicó lo que para
ella era evidente.

151
– Mi tarifa es de 300 mil por encuentro. Y, lógicamente, se en-
tiende que un encuentro es con una persona… ¿Cuántas per-
sonas hay aquí, niñito?
– Oye, no, pero…
– Págame mis 3 millones de pesos ahora – reclamó, estirando
la mano – así podemos seguir, terminar lo que me propusieron,
cerrar muy bien la noche y evitarnos problemas, ¿Te parece?
– ¿Qué? ¿Estái cagá de la cabeza? – Replicó el Pepe – ¿Querí
que te paguemos 3 palos por chuparnos el pico 15 segundos
a cada uno?
– No es mi culpa que sean puros pendejos eyaculadores pre-
coces.
– Ándate a la chucha – continuó el Pepe – ahí están tus 300
lucas, lo que corresponde. Y agradece que te pagamos, te li-
beraste antes de la hora.

Sabrina miró los billetes, le sonrió al Pepe con irónica lástima, dio
la media vuelta y se fue hasta su auto, donde la esperaba alguien
que parecía ser su chofer.

– ¿Cómo lo pasaron, chiquillos? – Nos preguntó el Pepe, can-


chero – Que se repita, ¿Sí o no?
– Oye, pero falté yo – le dije – ése no era el trato. Me quedé con
las ganas por tu culpa.
– Tranquilo, perro – me dijo – si a ese tipo de minas les gusta el
weveo, la plata y que las traten mal. Te aseguro que, tal como
se fue, volverá… ¡Mira! ¿Qué te dije? Ahí viene.

En efecto, Sabrina, tan imponente como siempre, cruzó el umbral


de la puerta como una diva pisando una pasarela, pero ahora algo
había distinto: ya no venía a trabajar. Venía a cobrar.

152
– Hola de nuevo, – le dijo al Pepe – para tu conocimiento, he
actualizado mi tarifa para ti.
– ¿De qué hablas?
– Ahora ya no son tres millones.
– ¿Viste? Te dije que me estabas cobrando más de la cuenta.
– Son cuatro.
– Olvídalo. Ahora sí que te volviste loca.
– Y como tú y todos tus amigos son de hacer las cosas rápi-
do, tienes los mismos diez segundos que duran para ver cómo
pagarme.
– Ahórrate esta lata, me da lo mismo. Ve si a alguno de los ca-
bros le importa, a ver si te va mejor.
– El trato no lo hice con ellos, lo hice contigo. Diez segundos.
– Entonces, pierdes tu tiempo.
– diez, nueve, ocho…
– La puerta está ahí.
– Siete, seis, cinco…
– Ya, me dio sueño, me voy de acá.
– Última oportunidad, cuatro, tres, dos…
– Eres muy chanta, Sabrina, ¿Crees que te tengo miedo? Y,
además, ¿Por qué le sumaste un millón más? ¿Te das cuenta
por qué no te tomo en serio? Eso ni siquiera tiene lógica.
– Ese millón extra no es para mí.
– ¿No? Y entonces para quién.
– Para el Chacal.
– ¿Y ése quién es? ¿Tu perro guardián?
– Emmm… sí, algo así… ¡Uno! Lo siento, se te acabó el tiempo...

De pronto, Pepe palideció. Por la puerta abierta entró quien, más


que un hombre, parecía una bestia.

153
– Te presento a Chacal. Él es mi cuidador; Chacal, él es Pepe…
el que no me quiere pagar.

El Chacal medía más de dos metros, pesaba de seguro unos 200


kilos de puro músculo y su fuerza bruta la demostró de inmediato
cuando, sin provocación alguna, tomó el brazo derecho del Pepe
y, como si fuese un hueso de pollo, lo quebró medio a medio. Lue-
go un combo en la boca para que dejara de gritar, y una patada en
los testículos para que comenzara a gritar nuevamente.

– Ustedes sigan la fiesta – nos dijo Sabrina – nosotros nos lle-


varemos a su amigo a un cajero automático, o a la casa de sus
papitos o a cualquier lugar donde pueda sacar rápido lo que
nos debe.

Arrastrado del pelo por las enormes manos del Chacal vimos por
última vez al Pepe, mientras Sabrina se giraba una vez más hacia
nosotros, me miró a los ojos y me dijo: “y prepárate. Cuando tu
amigo me pague hasta el último peso, al fin será tu turno”.

154
Evaluación

Higiene: Ni idea, si ni la probé. Le pongo 5 estrellas por lo


que vi no más.

Rostro: Brígido como sus facciones pasaron de angelica-


les a calentonas y luego a la choreza máxima en tan poco
tiempo

Bustos: Perfectos, por lo que alcancé a ver.

Cuerpo: Hecho a mano. De solo acordarme me da pena.

Cola: Pensar que nunca la podré tocar me mata por den-


tro.

Oral: Mejor dejémoslo hasta aquí….

155
Ex perien cias
04

SABRINA: TRAMPAS Y CARETAS.

M
e calentó Sabrina más por su descripción que por su
cuerpo. “Pruébame, y no olerás, saborearás, escucharás
o tocarás a mujer más perfecta en tu vida”, prometía. Una mina
segura, tal como me gustan. De las fotos que vi en su perfil,
nada que decir: cuerpo 10 de 10, morenita, pechos grandes y
muslos turgentes. Una diosa. De la cara nada puedo opinar, apa-
recía pixelada para resguardar su identidad. Fome, pensé, pero
con ese forro… imposible que fuese fea. ¿El precio? Más caro
de lo habitual, pero según la calificación de sus clientes, y al-
gunos comentarios que leí a la rápida, valía totalmente la pena.
Pegué una última revisada a los datos que brindaba: departa-
mento propio con estacionamiento, bien; medidas anatómicas
que confirmaban que era flaca, tetona y culona, súper bien; de
su edad, nada… pero filo, sus fotos no parecían tener filtros, y su
piel me indicaba que más de 30 no tenía. Ustedes saben que la
plata hoy en día no abunda, pero uno no se da gustitos así todos
los días. Tomé el efectivo, lo conté mientras miraba por última
vez la foto de Sabrina, y le escribí a su número de contacto. “Es-

157
toy libre para ti ahora mismo, mi amor, pero no tardes. Te espe-
ro”, respondió. Y partí.

Del camino ni me acuerdo. Mi mente iba pegada a la imagen que


ya había proyectado de ella mientras la penetraba. Imaginaba un
tono de voz fuerte, mirada firme y movimientos experimentados.
Equivocadísimo estaba. Para que no se rían, obvio que sé que al-
gunas scorts suelen publicitarse en diversas páginas con fotos
alejadas de la realidad, prefiriendo sus mejores ángulos, estirán-
dose de forma conveniente… pero nunca pensé que fuese para
tanto. Ahora, ojo, la Sabrina en persona no era fea, pero ni cagan-
do era lo que tasé en la página. Sus tetas ni siquiera llegaban a la
mitad del tamaño promocionado, sus piernas eran pálidas y sin
mayor brillo, y su falta de caderas me hacía inferir que de culo
andaba ahí no más. “Buena. Yo soy la Sabrina”, me dijo, mascando
chicle con la boca abierta, “pasa, que el tiempo ya está corriendo,
y te tení que ir en una hora máximo. Anda a lavarte”.

La recepción, decepcionante. Ni un besito, ni un coqueteo, cero


amor, cero cariño, y la verdad es que entré a su pieza casi por
inercia, porque, de haber sido más exigente, me hubiese dado
media vuelta y habría partido a mi casa a correrme la paja mejor.
Mientras me lavaba las presas sentado en el wáter, con la du-
cha teléfono entre mis piernas, saqué mi celular y entré a este
sitio sólo para confirmar la estafa, y créanme que si existiera un
Sernac que fiscalizara a las putas engañosas, esta tal Sabrina
se ganaría el premio a la más denunciada. Pero pico, pensé, ya
estoy aquí, y ni ahí con quedar como poco hombre. “Estoy lis-
to”, le dije, saliendo a su encuentro en pelota, y ella, al notar mi

158
flacidez, se lanzó a mi miembro para lamerlo como si fuese un
perro tomando agua. Nada de delicadeza, una técnica paupérri-
ma, e incluso tuve que pegarle un par de cachamales en la nuca
cuando cometió la atrocidad de morderme el glande jurando
que con eso lograría que se me parara. De ahí en adelante, todo
fue incómodo, vulgar e insatisfactorio. Sabrina no era una scort
premium… era una puta cualquiera cobrando caro no más.

No les miento, he tenido cachas malas… pero ésta ha sido la peor.


¿Cómo podría calificar a Sabrina? Fácil: ansiosa, bruta, inexper-
ta… sí, ríanse, pero eso pensé: inexperta. Ahora se preguntarán,
¿Cómo podría etiquetar como inexperta a una scort ofertada en
un prestigioso sitio de damas como éste, con excelentes críti-
cas y una puntuación casi perfecta? Fácil: los hombres estamos
muy conformistas, desesperados, con un hoyo donde meterlo ya
estamos felices, así que nada que hacer. Fui al baño a lavarme
el poco sudor que generé, y me despedí como quien se despi-
de de una persona a quien no espera ver nunca más en su vida.
“Chao, Sabrina”, le dije, pero ella ni siquiera me miró, estaba pe-
gada mirando su celular a ver si caía algún otro iluso, me imagino.
“¡Sabrina!”, le grité, “¡Ya me voy! En el velador te dejé la plata…
¡Sabrina! ¡Oye! ¿Me estás escuchando?”, Y recién ahí despabiló.
Respondió “sí, sí, ándate no más, recomiéndame con tus amigos,
¡Atiendo lunes y jueves de tres a cinco! Chaito”, y volvió a pegar-
se a su celular, dejándome ir sin más.

Salí al pasillo, presioné el botón para llamar al ascensor y, al


abrirse las puertas de éste, la calentura contenida me obligó a
fijar la atención en una mina exquisita que bajó, precisamente,

159
en ese piso. La cara de baboso no me la quitaba nadie, y no me
culpo: la mujer era reina de unas piernas largas y tonificadas,
un escote que dejaba al descubierto unas tetas increíbles y una
cintura armónicamente perfecta para el tamaño de su culo,
¡Ésta sí que era una diosa! Todo lo que hubiese deseado para
aquel día, todo lo que no tuve en mi más reciente polvo. “Cierra
la boca, corazón”, me dijo la desconocida con un claro dejo de
coquetería, “estás babeando”, y quizás era verdad, durante diez,
veinte o cincuenta segundos estuve pegado contemplándola, y
ella sólo se dejaba mirar como si me estuviese exhibiendo una
valiosa mercancía. “Cómo te llamas”, le pregunté, “¿Y a ti qué te
importa?”, respondió sonriendo. Su oficio era lógico. Y ojo, no
es que yo sea prejuicioso ni nada de eso, pero su ropa, su cara y
una que otra operación que lucía a la vista me llevaron a pensar
que esta mujer era lo que yo necesitaba en ese momento. Cara
de palo le lancé la pregunta: “disculpa, ¿Tú trabajas como…?”, Y
ella, sin dejarme terminar, respondió “ahora da lo mismo, bebé,
porque hoy no estoy disponible para ti ni para nadie”. Un do-
loroso alivio, ya que no tenía ni cinco lucas en el bolsillo, pero
ahorraría, sin dudarlo, haría el esfuerzo, conseguiría un prés-
tamo, qué se yo, lo importante era que tenía que dejar el trato
amarrado en ese instante. “¿Tienes algún número de contacto,
para ubicarte?”, “Sí”, me respondió, “pero mejor escríbeme a mi
correo, porque soy tan pava que siempre se me queda el celular
en la casa, y me da miedo que mi hermana chica tenga acceso a
mis mensajes”, “entiendo”, le dije, sacando mi equipo, “y enton-
ces, ¿Cómo te registro?”, “como Sabrina”, me respondió, “ése
es mi nombre, mucho gusto, ¿Y el tuyo?”.

160
Evaluación

Higiene: Qué sé yo, si apenas la conocí.

Rostro: Linda en fotos. En persona, también.

Bustos: No mucho puedo opinar.

Cuerpo: Se veía majestuoso. Harto mejor que la hermana


chica.

Cola: Impecable. Lástima que no sea de familia.

Oral: Algún día lo sabré.

161
Ex perien cias
05

YO, NO SABRINA.

Queridos hermanos… ante sus ojos, mi testimonio.

E
n mi antigua vida, y durante un tiempo más bien breve, fui
conocido como “el Chacal”. De seguro a muchos de uste-
des les rompí un brazo o reventé las rodillas con un bate por no
pagarle a Sabrina, la scort que tuve a cargo. Y me disculpo, tal
como a diario me disculpo con mi Señor Jesucristo por los peca-
dos cometidos, mala vida que estoy pagando con varios años en
cana, como corresponde, un lugar hermoso donde he conocido
a personas que me han hecho enmendar el camino, encontré la
gloria de nuestro Señor Padre, aleluya, dejé la mala vida atrás y,
lo más importante, me curé de la homosexualidad.

Ahora, sé que quienes acá se reúnen a leer lo hacen para saber


más sobre Sabrina, qué ofrece y cuánto cobra. Por muy peca-
dores que sean, no los juzgo, eso no me corresponde a mí, pero
recuerden que allá arriba hay un ser castigador, vengativo y po-
deroso que todo lo ve. También me imagino que sus antiguos
clientes buscan algún tipo de actualización sobre sus servicios,
o simplemente vienen a leer los testimonios que otros dejan

163
para recordar los momentos vividos con ella. Y ahí es donde en-
tro yo y mi obscuro pasado en esta trama.

Mi trabajo con Sabrina era sencillo. Básicamente, manejaba el


que los clientes creían que era su celular, respondía sus mensa-
jes haciéndome pasar por ella con frases simples como “hola, mi
amor”, “haré todo lo que pidas, corazón”, “estos son mis precios,
bebé”, concertaba las citas y cobraba por adelantado pidien-
do una transferencia a mi cuenta, para luego pagarle su parte
a Sabrina cortando, por supuesto, mi comisión y la de mi jefe.
Yo era algo así como su secretaria, pero con toques de guardia
de seguridad, porque si durante el encuentro el cliente salía con
rarezas, empezaba a pedir servicios no contratados o no que-
ría pagar, Sabrina me mandaba un mensaje y yo entraba a ha-
cer lo mío. Perdóname, Señor santísimo, por todos los cristianos
que mandé al hospital. En ese tiempo mi vista estaba nublada,
no veía tu gloria eterna… y lo que más ciego me tenía era lo que
contaré a continuación.

Como sabrán los especialistas en ventas, no porque el interlo-


cutor muestre interés al inicio de la negociación significa que
ésta será exitosa. Cuando chateaba con potenciales clientes,
tenía que saber encantarlos y convencerlos de que el servicio
que les estaba ofreciendo (o sea, que ofrecía Sabrina) valía cada
peso que cobraba. Los clientes frecuentes eran fáciles de tratar,
“sí, mi amor, tengo libre esta noche. Te espero mojadita, bebé”
(perdóname, Rey de Reyes, por lo que acabo de escribir), pero
los nuevos, sobre todo cuando se notaban desconfiados, tenían
que ser conquistados con profesionalismo y delicadeza. Es de-

164
cir, tenía que meterme en el personaje completamente. Y algu-
nas veces… me metí más de la cuenta.

La primera vez que pequé en mi labor profesional fue con Mau-


ricio. Cuando me escribió (es decir, cuando le escribió a Sabrina)
fue tan frío que me causó un extraño interés.

– Hola. Esta mañana mi novia me abandonó en el altar... ahora


me vengo enterando que me dejó por mi hermano. Estoy tre-
mendamente triste, necesito desahogarme, desquitarme…
perdón, sé que eso a ti no te importa. ¿Qué ofreces?

Aunque uno se dedique a ser matón, igual tiene su corazoncito,


y el tono de este joven me caló profundamente.

– Mi amor, que penita – le respondí – mi bebecito lindo, ¿Estás


bien? Tengo ganitas de abrazarte, hacerte cariñito, besarte
hasta que olvides todas tus penas… Ella no te merece, ¿Sa-
bes? Pero yo sí.

¿Por qué dije eso? Pensé. Bueno, supongo que soy muy empá-
tico.

– Oh… perdón por ser tan brusco – respondió – Mi nombre


es Mauricio. Creí que iríamos al grano, lo siento. Es primera
vez que hago esto. Estoy nervioso… y tengo rabia. Disculpa,
no tienes nada que ver con esto, estoy interrumpiendo tu tra-
bajo, no te haré perder más el tiempo, siempre arruino todo.
– No, bebé, espera, no dejes de escribirme – le respondí de
inmediato – desahógate conmigo.
– ¿Segura? ¿Ofreces ese servicio? ¿Cuánto es?

165
– Nada, mi amor, quédate tranquilo. Hoy no fue un buen día
para ti, pero yo lo podré arreglar… Ahora, antes de comenzar,
dime, ¿Quieres saber cómo estoy vestida en este momento?
– Claro. Cuéntame.
– Llevo sólo un calzón negro, chiquitito… ¿Quieres que me lo
quite?

No sé qué demonio poseyó mis manos y mi mente en ese ins-


tante, pero de un momento a otro estaba teniendo sexo virtual
con un desconocido escribiéndole con mi mano derecha, mien-
tras me masturbaba frenéticamente con mi mano izquierda. No
le cobré un peso a Mauricio por el buen momento que vivimos
juntos, y, es más, le pedí que me volviera a hablar pronto, ¡Al otro
día, si quería! Pero nunca más lo hizo. Hombres… así son.

Del puro despecho comencé a coquetear con todo nuevo clien-


te que me escribía (o sea, que le escribía a Sabrina), pero no lo
hacía de la forma convencional: no me interesaba concretar un
encuentro entre mi protegida y ellos, sólo quería calentarlos
con mis propias palabras, hacerlos imaginar mi cuerpo desnudo
(digo, el cuerpo de Sabrina desnudo) y que, a cambio, me dieran
material y me enviaran fotos de sus miembros erectos para to-
carme imaginando cómo me los metían en la boca (perdóname
Dios).

Confieso, queridos lectores, que fueron cientos los hombres que


cayeron en mis encantos, y déjenme decirle que algunos hasta
se me enamoraron e invitaron a cenar a restoranes lujosos, con
estadía en hoteles 5 estrellas incluida. Bueno, reconozco que
dije que sí a un par de esas citas con la ilusión de que, cuando me
vieran llegar, aceptaran que no era una diosa radiante, voluptuo-

166
sa y rubia, sino que un gorila peludo de casi dos metros, de cara
tajeada y manos capaces de reventar una sandía de un apretón.
Y no, nunca lo aceptaron. Si alguno de ustedes vivió de la ira que
descargué sobre sus cuerpos luego del rechazo sufrido, le pido
perdón humildemente. Sepan que nuestro Señor tiene un lugar
especial destinado para lisiados y desvalidos como ustedes, y
parte de mis oraciones diarias son deseándoles una milagrosa
recuperación.

Pero todo lo bueno llega a su fin, y el mío con mis amores termi-
nó el día en el que Sabrina notó que sus clientes habían bajado
de decenas a la semana a… cero. Yo la había intentado conven-
cer de que la crisis estaba pegando fuerte y que la competencia
era mucha, pero no me creyó. Al parecer, algún ex cliente la reco-
noció en la calle y le dijo “que bueno verte en persona, Sabrina,
aunque déjame decirte que tu nuevo servicio de sexo telefónico
es mucho mejor”. Me pidió el celular de inmediato y me acusó
con el cabrón que nos empleaba a ambos para que nunca más
me diera trabajo. Y así fue. Aunque no me importó, porque antes
de entregarle el teléfono le cambié el chip y me quedé con todos
los contactos que, hasta ese momento, tenía engatusados. Mu-
chos se enteraron de la verdad y no respondieron mis mensajes
nunca más, lamentablemente, y con otros seguí en contacto por
bastante tiempo, sólo porque les encantaba mi trato, mi sensua-
lidad y mi calentura. O sea, les gustaba yo, no Sabrina.

Pero todo lo bueno llega a su fin, y el fin de mi historia llegó cuan-


do una noche, un par de semanas después de ser descubierto,
alguien abrió la puerta de mi hogar con una patada firme e inti-
midante.

167
– ¿Y tú quién eres? – Le pregunté al gorila que, manopla en
mano, se plantó frente a mí.
– Soy el Chacal – me respondió – y vengo a hacerte pagar
todo lo que debes.
– ¿De qué hablas? El Chacal soy yo.
– Ya no. Ahora tu puesto y tu nombre me pertenecen.
– Bueno… no me interesa. Ahora ándate. Pero antes, págame
la puerta y el mal rato.
– Creo que no me estás entendiendo – susurró el nuevo
Chacal poniendo voz de malo, y acomodando su manopla a
centímetros de mi rostro – le hiciste perder mucho dinero a
Sabrina, fueron semanas en las que no le gestionaste ningún
cliente, ¿Sabes cuánta plata es? Así que tienes exactamen-
te dos minutos para ir al lugar donde guardas tus ahorros, y
traerme los 20 millones que, según los cálculos de mi jefe, le
debes. Y 10 millones más por las molestias.
– Por última vez te pediré que te vayas. Y ya que, al parecer,
andas cobrando, dame todo el efectivo que tengas… también,
por las molestias.
– Ya, me aburriste. Tú lo quisiste así. Ahora conocerás al ver-
dadero Chacal.
– Que bueno que lo plantees así – le dije, mientras me acer-
caba sigilosamente a uno de los muebles en los que escondo
un bate para enfrentar situaciones complejas – porque, si tú
eres el verdadero Chacal... eso quiere decir que no tienes idea
de quién soy yo.

Lanzando un grito de furia, me lancé sobre el intruso y, bate en


mano, le rompí ambas rodillas con dos golpes certeros, luego le

168
reventé la quijada, para que dejara de gritar y, por último, le puse
el golpe de gracia justo en su oreja derecha, batazo dado con
tanta fuerza y precisión que hizo que su ojo saliera disparado de
su cuenco. El nuevo Chacal resultó ser tan débil que la muerte lo
vino a buscar de inmediato, y fue tanta mi mala fortuna que Sa-
brina, al notar que su protector tardaba más de la cuenta, subió
a ver qué estaba pasando y, por la puerta abierta, vio cómo le
rompía cada miembro al enorme cadáver con el fin de meterlo
en una maleta y abandonarlo en algún basural.

– Perdón, no sabía que estarías aquí – le dije, sorprendido, in-


tentando calmar su cara de terror –quédate tranquila, Sabri-
na… a ti no te haría nada.

Sabrina corrió totalmente empalidecida y yo, sin querer poner


otro problema en su vida, me senté al lado del cadáver de mi
fugaz reemplazo, revisé sus bolsillos para ver si tenía cigarros,
pero nada, lo único que pillé fue una pequeña biblia que cargaba
en la parte interior de su chaqueta, pegada a su corazón, la cual
comencé a leer acostado en su pecho mientras esperaba a la
policía. Y ahí, con la ensangrentada biblia en mis manos, la muer-
te a mis espaldas y una puerta abierta a mis pies, conocí la gloria
y volví a nacer.

169
Evaluación

Higiene: Por fuera es limpia. Por dentro, impura.

Rostro: Pecaminoso.

Bustos: Tan grandes que cubren a un corazón que anhela


purificarse.

Cuerpo: La mejor herramienta del diablo para hacer caer


a los débiles.

Cola: Le falta la pura flecha.

Oral: No sé. Pero de oratoria, pobre.

170
Ex perien cias
06

SABRINA, MI INSPIRACIÓN.

C
onocí a Sabrina hace ya bastante tiempo. Tanto, que quizás
la mayoría de ustedes llegaron a ella gracias a mí. La histo-
ria les parecerá fantástica, pero dense unos minutos para apre-
ciarla. Después de todo, será la primera vez que lean a un escri-
tor real dejando un comentario en un sitio en el que abundan los
testimonios escritos a la rápida y carentes de todo talento. Sin
más preámbulos, señores, aquí voy.

Sé que ustedes piensan que el oficio del cuentista es tan sen-


cillo como tomarse una botella de vino, vivir la vida bohemia,
explorar con algunas drogas alucinógenas, conocer el lado más
obscuro del mundo y después largarse a escribir. Y sí, básica-
mente es eso. O, al menos, era lo que me funcionaba a mí.

Mi primer cuento lo escribí luego de fumarme medio pito con


un compañero de trabajo, escondidos tras un paradero durante
la hora de almuerzo, como dos quinceañeros traviesos. Quedé
tan volado que, apenas volví a mi escritorio, tomé una hoja en
blanco y la llené de escritura.

173
– Increíble. Me quedó la raja – me dije en voz alta, sostenien-
do mi creación con orgullo, y dejándola en una carpeta para
digitalizarla al otro día y mandarla a un concurso de cuentos.

Pero eso no pasó. Dándole una nueva lectura, ya lúcido, concluí


que la historia era como el hoyo, una imbecilidad que sólo pue-
de nacer de alguien con cero calle y que piensa que por fumarse
dos quemadas le va a florecer la creatividad. Y dándole vueltas
a esta idea, llegué a una obvia conclusión: si quiero escribir, pri-
mero tengo que vivir. Y eso hice.

Fui por inspiración a los foros más horribles y lúgubres de la in-


ternet, donde busqué qué fiestas clandestinas, eventos alterna-
tivos o encuentros místicos se darían ese mismo fin de semana,
y asistí a todos: un bacanal en el que invocaron a un supuesto
demonio con cánticos en latín, una charla sobre duendes en
una casona abandonada y hasta una entrevista, tabla güija de
por medio, con un asesino en serie fallecido en los 90 que daba
respuestas desde el infierno a lo que le preguntaran. Si quería
inspiración, ahí la tenía, y vaya que me sirvió. Cada noche me
sentaba frente a mi computador, encendía una vela aromática,
ponía música tranquila para dejar fluir la mente, me acomodaba
en mi silla de escritorio, me servía una piscola en una jarra de un
litro, la mitad al seco, y a teclear.

Pero la inspiración se acaba, y luego de agotar el recurso pa-


ranormal, no me quedó más que echarle mano temas más tri-
viales. Comencé a escribir de desamor, cómo no, de tragedias
familiares y hasta de crímenes. El oficio ya lo tenía, afortuna-
damente. Me sentía como esos artistas que pueden crear una
obra de cualquier cosa, el talento me hubiese permitido escribir

174
un cuento de cincuenta páginas sobre una espinilla infectada
si hubiese querido, y la gente me seguiría leyendo encantada…
¿El problema? El encanto lo había perdido yo. Ya no era lo mis-
mo, me sentía vacío, en piloto automático, aburrido, necesitaba
nuevas aventuras, conocer lo desconocido, una nueva inspira-
ción, y por más que la busqué, nada llegó.

La sequía literaria es más grave de lo que se cree. El no saber


qué plasmar en el papel es el menor de los problemas cuando,
a falta de una obra que vender, comienza a escasear la plata, la
cuenta bancaria va acercándose cada vez más a cero y la des-
esperación por la crisis inminente te bloquea la creatividad aún
más.

Una noche, desesperado, concluí que lo mejor sería partir de


cero, como en mis inicios, tirando líneas de la nada. A falta de
marihuana, me tomé una de las últimas botellas de vino que me
quedaban, sin considerar que se me calentaría el hocico a ni-
veles peligrosos. Ya en la segunda botella me puse a escuchar
música cebolla y a cantar a todo chancho usando el mouse
como micrófono y, a la mitad de la tercera botella, me dediqué a
mirar minas como buen borracho que no sólo sufría de una se-
quía literaria, sino que también de una amorosa. Primero, revisé
el Instagram de mis cercanas más ricas. Les puse me gusta en
todas las fotos a todas ellas; luego, me pasé directamente a la
pornografía y, finalmente, cuando no daba más de la calentura,
ingresé en modo incógnito a una página de scorts, sólo con la
idea de mirar un poco de piel real, y con la secreta esperanza de
que algún alma caritativa me pudiese fiar un encuentro.

Y así fue como conocí a Sabrina.

175
Un click en el botón para enviarle un mensaje, y a dejar florecer
la creatividad:

“Sabrina… Sabrina… ¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?
Muchos de quienes aquí pululan no ven más allá de la carne.
Pero yo, Sabrina, voy mucho más profundo. Desde hoy te llama-
ré Diosa, y tú puedes llamarme «Escritor». Porque sí, las letras
son mi pasión y las experiencias para plasmarlas son mi vida.
¿Te han dedicado algún cuento alguna vez? ¿Qué pensarías si te
digo que, si me aportas de tu experiencia, yo podría escribir un
libro con tu historia? Si me dejas vivir en primera persona lo que
significa una noche contigo, la inspiración me llegará sola, ¿Y
quién sabe? Quizás el día de mañana puedas ser protagonista
de una eventual película de tu vida… ¿Qué me dices?”.

La respuesta de Sabrina, trabajadora incansable, no se hizo es-


perar:

“Querido Escritor, te conozco perfectamente, soy fanática de tu


obra y no imaginas el placer que me da leerte. ¿En serio quieres
escribir sobre mí? Yo encantada, pero tengo que serte sincera:
mi historia no escapa de lo común. Soy la típica scort que em-
pezó en esto para pagar unos estudios que nunca terminó, de
madre humilde que hace como que no sabe por qué su hija tiene
tantos lujos, y de clientes con plata que ocultan a sus familias
que pueden llegar a gastar millones en un fin de semana con-
migo, ¿Qué puedo ofrecerte de especial? Ahora, si pese a eso
quieres venir a verme para que te enseñe cómo trabajo, pue-
do dejar esta noche libre. Luego, si deseas escribir igualmente
sobre mí poniéndole de tu cosecha, y si eso me asegura que
tendré más clientes, te puedo seguir recibiendo gratuitamente,

176
¿Te parece?”.

Acepté el trato, le pedí su dirección, me bañé, me vestí, dos ca-


fés cargados al seco, un Uber, y listo… la felicidad.

No siempre, queridos lectores, un escritor debe buscar inspira-


ción en lugares horribles y lúgubres. A veces, la magia aparece
en formas perfectas y luminosas, así como lo es el cuerpo de
Sabrina. Mi don para unir palabras quedó disminuido frente a
su experiencia para decir precisamente lo que uno desea es-
cuchar, y así, tal como inicialmente la logré engañar para entrar
en su cama, ella me enamoró como a un quinceañero que día a
día desea rescatarla para formar una familia a su lado. Por muy
frío que aparente ser, me da terror la sola idea de compartirla,
alejarla o perderla, y aquí, mientras la observo dormir desnuda
a mi lado, lanzo incansables líneas sobre cómo imagino su vida,
su pasado y sus amores, ficciones que me mantienen cerca de
ella, entre sus sábanas, hasta el doloroso día en el que se me
acabe la inspiración.

177
Evaluación

Higiene: Podría comer sobre ella sin miedo a enferma.

Rostro: Más bello que cualquier poema.

Bustos: La más confortable almohada.

Cuerpo: El lienzo sobre el cual escribiría mil historias.

Cola: Mejor no opinar. No quiero que piensen que soy


vulgar.

Oral: El principal motivo de las 5 estrellas.

178
PRECUELAS
Precuela
01

LOS DIENTES

Mi mamá le hacía a la pasta base y al neopreno. Tendría yo unos


ocho años, no sé, las fechas se me borran. Solo recuerdo las
chauchas en cervezas, el pan duro, y los vagabundos en el río to-
cándome, una y otra vez. Una pesadilla corriendo desnudo en-
tre las rocas, unos tipos persiguiéndome, riendo. O quizás no es
un sueño, sino un recuerdo que quiero arrancarme. Golpes de la
nada, fierros, varillas, la espalda marcada. Una piernita esguinza-
da mientras me obligaban a pedir plata en las casas. Las familias
ya no daban un peso, conocían la historia, me pasaban un plato
de comida, y yo lo tomaba con las manos temblando.

Odio el río, odio todos los ríos. El sonido del agua corriendo me
aprieta el pecho, me hace gritar, sentir que caigo al vacío, que
esos huevones me buscan cantando el tango “Mi noche triste”
de Julio Sosa, con sus gargantas podridas.

Un día desperté en un hospital. ¿Cómo llegué? Ni idea, solo lo


que me contaron, o quizás me inventaron. Me encontraron bo-
tado, inconsciente, en un tarro de basura. Creyeron que estaba

183
muerto, supongo, borrachos que me tiraron ahí, qué sé yo. Nada
es normal, mi pasado no lo es, mi presente menos. La justicia hizo
lo evidente: alejarme de mi madre, que nunca supo nada, perdi-
da en su nube de droga. Me mandarían a un hogar de menores…
pero ahí apareció mi abuela. Viajó de Talca a Santiago, dio por
muerta a su hija viva desde que me hicieron esto. Luchó por mí,
aunque no tenía plata ni estudios para convencer a los jueces.
Pero lo logró.

– Esta será tu pieza – me dijo, abriendo una puerta en su casita


chica.

No más cholguanes mordidos por ratas, no más plumavit apes-


tando a meado. Era mejor que un puente, mejor que el río.

Tendría unos doce, trece años cuando empecé a romper todo en


el colegio. No quería ser el jefe, no me importaba esa mierda. Solo
quería golpearlos, morderlos, hacerlos sangrar. Lo más suave fue
clavarle un lápiz en la cabeza a un huevón. Lo peor, un viernes, yo
con catorce, en ciencias naturales. Até a un cabro, le inyecté el
almuerzo de su mochila. Tomate y huevos por sus venas, mi cara
en el diario comunal, la dirección de la escuela diciendo basta. Mi
abuela lloraba, me arrastró al psiquiatra, no quería perderme.

– ¿Qué sentiste cuando le hiciste eso a tu compañero? – pre-


guntó el loquero. – Señor, me obligaron otros cabros, si no lo
hacía me molían, y no solo eso, irían a mi casa, quemarían todo
con mi abuela adentro. – Qué raro… el informe dice que esta-
bas solo con él, cerraste la puerta, todos en recreo. – Mentira,
señor, me obligaron.

184
El psiquiatra le dijo a mi abuela, delante mío, que yo tenía pinta
de psicópata. No me ofendí, era muy chico para entenderlo. Más
grande, pensé que era un mal diagnóstico, que el tipo menospre-
ció mi cabeza. No había profesionales para alguien como yo.

A los quince, creí que todo cambiaría. Francisca, con su pelo liso
y ojos de susto, me miraba diferente. Pero cuando pude besarla,
la mordí. No sé por qué, juro que no quería, pero sus gritos me
dejaron solo. Talca me cerró las puertas, así que me encerré. Leía
libros, ensayos, cualquier mierda que encontrara. A los dieciséis,
diecisiete, sudaba en la nocturna, sacando notas que hacían ca-
llar a los que me decían loco.

A los dieciocho, entré a la universidad. Psiquiatría, porque quería


entender qué mierda tenía en la cabeza. Diez años, sudando exá-
menes, diseccionando cerebros, mientras Talca se hacía un bo-
rrón lejano. Me titulé a los veintiocho, con honores, como les dije,
¿o no? Pero la abuela ya no era la misma. A mis veinticinco, vein-
tiséis, empezó a olvidarme. “Juan”, me decía, y yo apretaba los
dientes. La traje a Santiago, a una casa que pagué con mi sueldo
de doctor, pero ella solo veía fantasmas.

– Abuela, ¿se siente bien? – No sé, Juan… quizás un mareo. –


¿Juan? Abuela, no me llamo Juan. – Ay, perdón… me confundí.
Voy a dormir, estoy cansada.

No me reconoció, pensó que era un tal Juan que yo no conocía.


La examiné, Alzheimer, maldita enfermedad sin cura. Se la debía,
ella me sacó del río, así que la cuidaría. Pero no fue fácil. Plato que
le llevaba, plato que me tiraba.

185
– Tú me quieres envenenar – gritaba. – No, soy tu nieto, cálma-
te. – Mentira, tú eres el Carlos, el del patio de atrás, quieres mi
terreno.

Me confundía con un vecino de Talca que odiaba. Pero a ratos,


cuando me veía de verdad, lloraba.

– Mi niñito, ¿por qué me dejas sola? – Abuela, estoy aquí, te


amo, lo sabes. – Mi guachito, siempre tan malo, y ahora todo
un señor. Estás tan lindo.

Me recostaba con ella, y me dormía. Hasta que volvieron las pe-


sadillas, los tipos del río, sus bocas sin dientes, cantando ese tan-
go. Gritaba, y ella me calmaba.

– Mi Juanito, siempre soñando tonteras. – ¿Juanito otra vez?


¿Quién es, abuela? – Te amo, mi amor – dijo, y me tocó la cara,
me besó el cuello… con su lengua.

Corrí al baño, me mojé la cara, mis manos temblando. Me vi en el


espejo, y sentí algo, no sé, ¿el fulgor de la melancolía? Ustedes no
entenderían.

Al día siguiente, le hice panqueques.

– Escucha bien, no es veneno, no soy tu vecino, no soy Juan,


soy tu nieto. – Ya, y yo soy la reina Isabel. No te acerques con
esa porquería. – Te lo vas a comer. – ¡No te acerques! – ¿Ah?
¿No?

Le apreté la boca, le metí los pedazos.

186
– ¡Soy tu vecino, y no me importa si crees que te enveneno!
¡No quiero tu patio, quiero hacer las paces! – actué.

Ella apenas podía gritar, quería vomitarme. La dejé, manchada de


manjar. Volví, y me miró, con los ojos tristes.

– ¿Ves, vecina, que no te quiero hacer daño? – Lo sé, Juan –


dijo. – Otra vez… – Amor, acuéstate conmigo. – Abuela, no soy
tu vecino, ni tu noviecito Juan. Soy tu nieto. – No tengo nietos.
Tenía uno, pero murió en el río. Lo mataron, le hicieron de todo,
lo encontraron en un basurero.

Temblé, los recuerdos del río quemándome.

– Abuela, no morí, tú me salvaste. Soy profesional por ti, ¿no te


acuerdas? Decían que era malo, y no lo soy. – Pobrecito, ven,
acuéstate.

Me desgarré a su lado.

– Juan, no tengas pena, estoy acá.

Nos besamos. Nos tocamos. Cresta, me da vergüenza, me duele


la cabeza. ¿Y si les canto algo? Sería mejor que contarles que me
excité, que fuimos más allá. No abusé, lo juro, fue consenso, ella
quería amor, y yo… necesitaba cariño, más de lo normal. Ustedes
no entenderían.

Pasó más veces. Perdón, no puedo seguir, me duele la cabeza.

– Para de hablar solo y acuéstate, hace frío – me dijo.

187
El Alzheimer se puso peor, más pasional, más enfermo. Lo hice
para hacerla feliz, ella quería que fuera Juan, y yo lo fui.

Hasta la noche del 19 de abril, tenía yo treinta años. Un frío tre-


mendo, el viento empujando los árboles, las ventanas temblando.
Su gemido se mezclaba con el aire mientras estaba encima de
ella. Imaginaba a Francisca, no le mordía la cara, la hacía feliz…
hasta que dejó de serlo. Apretó mis brazos, sus ojos llorosos, la
voz rota.

– ¿Qué estás haciendo? – Tranquila, amor, ¿necesitas algo? –


actué. – Tú no eres Juan… no eres Juan… – Soy Juan, tranquila.
– No… Dios mío, eres tú.

Me reconoció, como si el Alzheimer se apagara por un segundo.

– ¡No! ¡Eres mi nieto! ¡AUXILIO! – Abuela, cálmate. – ¡Nooo!


¡NOOOO!

Vi la almohada. No lo pensé. Apnea. La ahogué, y en mi cabeza


sonaba “Mi noche triste”.

– ♫ Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, deján-


dome el alma herida y espina en el corazón… ♫

Intentaba zafar, su cuerpo peleando por aire.

– ♫ De noche, cuando me acuesto, no puedo cerrar la puerta,


porque dejándola abierta me hago ilusión que volvés… ♫

Y poco a poco se quedó quieta.

188
– ♫ La guitarra, en el ropero, todavía está colgada: nadie en
ella canta nada ni hace sus cuerdas vibrar… ♫

El silencio de esa noche me aterra más que cualquier película. No


salí de la casa por dos días, la dejé recostada, el olor empezan-
do a colarse por las rendijas. La soledad me llevaba al río, a esos
hombres, a ese tango. Necesitaba llenar el vacío, aunque fuera
por una noche. Busqué sus cosas: unos tacones rotos que usaba
para bailar en el patio, una dentadura que guardaba en un frasco,
oliendo a tiempo y olvido. Las puse en la mesa, como un altar. No
era suficiente. Tomé el teléfono, marqué un número que me dio
un tipo del hospital, un contacto para “clientes especiales”.

– Necesito a alguien. Hoy.

Esa noche, el timbre sonó. Me alisé la camisa, revisé que la sala


estuviera impecable, como siempre la quise para ella. Atendí el
citófono.

– Hola… soy Sabrina.

189
Precuela
02

ME ARRIENDO

V
ivía en Goycochea con Errazuriz. Departamento y oficina a
la vez. Allí dormía y atendía a clientes. Cuatro visitas dia-
rias, cuatro juegos de sábanas cambiadas. Suficiente como para
pagar 500 dólares mensuales de alquiler sin contar gastos co-
munes. No fue fácil encontrar ese lugar, ese lugar me encontró a
mí. A las putas no nos arriendan, los propietarios se asustan. Las
escort no existimos en el sistema financiero, no damos boletas y
no pagamos contribuciones. Dinero en efectivo o transferencias
bancarias directas. Es por esto que no existen papeles que pre-
sentar a una corredora de propiedades, allí hay que rogar, ofrecer
pago anual, y algo más en su comisión, pero ni así. Las páginas
inmobiliarias no me sirvieron. Pocos confían, pocos se arriesgan.
Había que caminar.

Edificio por edificio entregando y colocando avisos en los mura-


les de “busco arriendo”, pasó un mes y la esperanza llegó.

– Tengo disponible un departamento amoblado.


– ¿Es suyo o va por corredora? – pregunté.

191
Me llamó el dueño, era mi oportunidad. Estuve afuera de ese edi-
ficio unos veinte minutos antes de la hora acordada. Las impulsi-
vas ganas de vivir sola, no soportaba las reglas de mi madre, pe-
leas diarias y el miedo constante de que descubriese mi trabajo.

Subí al ascensor memorizando un discurso, algo que removiese


una fibra al dueño y así me entregara las llaves en mi mano, pero
no hubo caso, el asunto se puso más difícil cuando vi que no es-
taba solo, sino también su esposa preguntona. Por esa vieja me
enredé completa cuando tuve que contarles en que trabajaba.

– Atiendo personas…
– ¡Ah! Excelente, ¿Trabajas en el sector público?
– No precisamente.

Traté de omitir aquella situación, pero no sacaba nada con mentir


si al final siempre ocurría lo mismo.

– Voy a necesitar tus papeles, ya sabes, liquidaciones de suel-


do, informe de deudas…
– Señora… es que no tengo nada de eso.

El silencio incómodo duró varios segundos antes de que mi im-


pulsividad se asomara.

– Les pago el año completo – insistí.

Saqué de mi mochila un fajo de billetes amarrados en elástico y


los puse sobre la mesa. Yo sonreí como si con esa jugada hubiese
ganado el partido.

– Me parece excelente – respondió el tipo.

192
– ¡Hey! ¡Espera un momento! – interrumpió la dueña.

A decir verdad, esa mujer nunca me vio con buenos ojos desde
el primer momento en que puse un solo pie en su inmueble, a
diferencia de su marido, un hombre de unos cuarenta años que
no paraba de ser caballero conmigo (coquetearme). Pudo haber
sido celos de ella, puso solo ser desconfianza, o ambas, pero el
asunto evidentemente se estaba complicando con su presencia.

– No tenemos apuro de dinero y, además, ya otros postulantes


ofrecieron lo mismo que tú.
– Puedo pagarles más si quieren.

Ambos se miraron, él intentó convencer con gestos de que acep-


tara, pero con la vieja de mierda no había manera.

– Es que no tienes papeles…


– Señora, por favor. Yo le prometo que se lo voy a cuidar como
si fuese mío.
– Linda, lo vamos a pensar, pero siendo franca, lo veo difícil.
De todas maneras, muchas gracias por haber venido. Puedes
guardar tu plata.

Me fui de allí pateando piedras, un lugar menos de varios que ya


me habían cerrado la puerta en la cara. Ya no tenía ganas, estaba
cansada, quizás no era el momento. En una de esas tendría que
juntar más dinero para comprarme un terreno propio, o podría
ser que debía contratar a un asesor financiero que me ayudase a
ordenarme y existir para el mundo crediticio… qué sé yo, lo único
cierto es que tendría que regresar donde mi madre.

193
– ¡No lavas! ¡No ordenas! ¡No trabajas! ¡No ayudas en ninguna
mierda! ¡Yo no soy tu empleada!

Los gritos constantes, soportar sus desprecios, aguantar sus


quejas, tragarme su mierda. Cada día que pasaba tenía pensa-
mientos más oscuros. Lo peor era sentir que, si un día ella no des-
pertaba, a mí no se me hacía tan triste.

Pero seguí en lo mío, prostituta a domicilio, guardando dinero que


algún día podría gastar sin tener que dar explicaciones a nadie.

Una tarde llegué un tanto atrasada hasta la casa de un cliente


que me había contactado para un servicio de dos horas, asumí
que era nuevo porque no tenía registrado su número…

– Así que mi esposa tenía razón. – dijo apenas me vio.

Era nada más ni nada menos que el marido de esa tipa que no me
quiso alquilar el departamento. Me sentí confundida y asustada.
Me quedé en la puerta y comencé a devolverme desde donde
llegué, pero éste me siguió, intentando convencerme.

– ¡Hey! Tranquila… no te sientas avergonzada, yo solo quiero


conversar contigo.
– Señor, muchas gracias, pero esta situación no me entrega
ninguna confianza. Si me hubiese dicho desde un principio que
era usted quizás lo hubiese pensado, pero así engañada, no.
– ¡Oye! ¿Quieres el arriendo o no? – preguntó.

Minutos después estaba con él adentro, y ahí estaba ella, su es-


posa, sentada en un sillón viendo televisión.

194
– Hola, señora.

Pero apenas respondió el saludo. Se notaba molesta por mi pre-


sencia, y yo seguía sin entender si esto se trataba sobre el tema
del departamento, mi trabajo, o ambas cosas. El tipo me pidió que
me sentara y me ofreció un café, no acepté por la incomodidad.
La verdad es que solo quería que me dijeran que carajos querían
e irme luego de allí.

– Me gusta esa serie – le dije a la vieja para quebrar el am-


biente denso que causaba su rostro de mierda. Pero seguía
ignorándome.

El tipo luego se sentó a mi lado y comenzó a contarme que era


ingeniero no sé en qué cosa, y que ella había sido ministra. No sé
cuánto rato habría estado hablándome, yo estaba en un punto en
que no escuchaba nada. La ansiedad comenzó a llegar, mi pierna
derecha se movía y me tocaba el pelo una y otra vez.

– Pero dime una cosa ¿Tu nombre es Claudia o Sabrina? Por-


que cuando te presentaste esa vez dijiste que te llamabas
Claudia, pero después. cuando averiguamos sobre ti, supimos
que te llamabas Sabrina. Como esa vez no nos mostraste pa-
peles ni nada, no sabemos cuál es realmente tu nombre.
– No sé, como les guste. Me da igual. En serio.

El tipo miró a su esposa y comenzó a hablarle.

– Amor, ¿Ves que es una mujer educada?


– No me dirijas la palabra. Tú sabes que me parece una pésima
idea y no me quieres escuchar.
– Pero amor, ya lo conversamos… relájate…

195
Y ya no lo soporté. Evidentemente yo estaba produciendo un
problema que no estaba buscando y que jamás pedí. No me in-
teresaban sus problemas maritales, y menos que esa señora si-
guiera tratándome como si yo le hubiese hecho algo.

– Disculpen, es mejor que me marche.


– ¡No! Linda, no te vayas. Ella quiere que estés acá, es en serio.
Si no fuese así jamás te hubiésemos llamado.
– ¿Y qué es lo que quieren? Si me lo dijeran, sería mucho más
fácil.
– Sí, tienes razón ¿Me esperas un momento por favor?

El tipo se levantó y caminó hasta una sala que se encontraba al


fondo. En tanto, esa tipa hablaba sola, lamentándose de algo que
no entendía. Movía su cabeza gesticulando negación. En un mo-
mento me di cuenta de que tenía sus ojos con lágrimas a causa
de rabia o pena…

Momento después escuché los pasos que venían de vuelta con


la voz de aquel hombre que se acercaba. Cuando llegó tuve la
sensación inmediata de lo que me iba a proponer, pero aún así
esperaba estar equivocada.

– Él es Armando, se ve como si fuese un niño, pero tiene die-


ciocho años. Es un tanto tímido, como te darás cuenta… salu-
da Armando – le ordenó.

El joven levantó su mano y yo no fui capaz de responder. Me le-


vanté de la silla.

– Lo siento, yo me voy – respondí.


– Te vamos a pasar el departamento, gratis. Un año completo.

196
– Lo siento, ese departamento no es la gran cosa.
– ¡Tres años!
– No, no me meteré con él.
– ¿Y por qué? Si ya es un hombre. Puedo mostrarte su cédula
de identidad si quieres.

Sí, era mayor de edad. Sí, tres años gratis de arriendo es bastante
dinero aho|rrado, demasiado a sabiendas de lo caro que es, sin
contar de que ya no soportaba a mi madre y que nadie me quería
alquilar, cualquier persona en mi condición aceptaría a ojos ce-
rrados. Esa oferta era más de lo que esperaba… claro, si no se
tratase de que un padre le estaba pidiendo a una prostituta que
se acostara con su hijo con síndrome de down, y no, no es ningu-
na puta broma.

– Muchas gracias por el ofrecimiento, pero en serio, no puedo


aceptar – insistí.
– Claudia… o Sabrina. Él quiere hacer esto.

Miré a la vieja, y ella esta vez denotó tristeza al mirar a su hijo.

– ¿En serio quieres hacer esto? – le pregunté al joven.

Movió su cabeza haciendo el gesto de un sí.

– No. Lo siento. Él apenas habla, entiendo que ya no es un niño,


pero puede que tenga la mentalidad de uno… lo siento. Espero
que me entiendan de que no se trata de que lo estoy discrimi-
nando, sé perfectamente que él tiene derecho a vivir su se-
xualidad como cualquier persona, pero…
– Fue mi idea… mi idea… yo quiero…

197
El joven interrumpió sorpresivamente. Se acercó lentamente ha-
cia mí y me tomó de la mano.

– Por favor…

Tragué saliva preguntándome cuánto era el precio de mi inde-


pendencia, ¿Realmente necesitaba esto? ¿Y si era yo quien esta-
ba exagerando? Realmente no sabía que pensar.

– ¿De verdad lo quieres? – volví a preguntar.


– Sí, por favor. No te vayas.
– ¿Realmente entiendes todo esto? ¿Lo sabes realmente?
– Quiero estar con una mujer – sentenció.

Miré a su padre.

– No tengo idea de si esto es ilegal.


– No lo es. Es mayor de edad y cómo te habrás dado cuenta ya
tiene su consentimiento.

La vieja se tapaba la cara como si esto se tratase de una tragedia.

– No me sirve solo el consentimiento de ustedes dos, también


necesito el de su madre.

Pero no hubo respuesta.

– Bien, lo siento amor mío, eres un ángel precioso y no es ne-


cesario que tu primera mujer sea alguien como yo. Algún día
estarás con una persona que te quiera y te desee.
– ¡Espera!

La vieja se dignó a hablarme, al fin

198
– Puedes quedarte con ese departamento el tiempo que quie-
ras, en realidad no nos interesa ese mugrerío. Solo haz tu trabajo.
– ¿En serio que quieren entregarme el departamento a cam-
bio de que me acueste una vez con su hijo? ¿No sería mejor si
lo rodean de gente cómo él? He visto cientos de personas con
su situación casándose, teniendo hijos ¿Por qué apurar esto?
– ¡Nadie pidió tu opinión! ¿Lo harás o no?

El silencio absoluto. La respuesta estaba en mí. Por lo que me


daba cuenta de que, si no lo hacía, contratarían a otra que sí. Mi
corazón comenzó a latir a mil, y un nudo en el estómago sentí
muy fuerte. El padre de ese joven de pronto interrumpió.

– Hijo, necesito que vaya a su habitación. Queremos conversar


con Sabrina un momento a solas.

El joven se marchó de inmediato y me quedé con ellos dos. El aire


aun estaba pesado y yo aun no sabía que decidir.

– Querida, él…
– ¡No se lo digas! ¡No es necesario!
– ¡Sí! ¡Es necesario! Ella necesita estar tranquila porque si no
esto va a resultar mal.
– ¡Es un asunto de familia!
– ¡YA! ¡CÁLLATE! ¡Lo único que haces es joderle la vida a Ar-
mando!

El tipo cambió su voz a una más suave cuando se dirigió nueva-


mente a mí.

– Sabrina… él está enfermo. Y no, no me refiero a su condi-


ción…

199
Le habían encontrado hace muy poco una leucemia. Con el tiem-
po averigüé que la probabilidad de padecer ese cáncer a la san-
gre era mucho más alta en personas con Síndrome de Down. Y sí,
fue bueno saberlo, bajé la guardia. Esta vez me puse a pensar en
cómo rayos ser “profesional” con él mientras ese matrimonio se-
guía peleando a viva voz. Esa pareja tenía más hijos que Arman-
do, pero todos vivían en el extranjero, todos habían tenido una
vida normal, menos el más pequeño, a quien ella sobreprotegió
de una manera absurda… o quizás no era eso, también podría ser
que a esa señora le diera vergüenza y prefería simplemente ocul-
tarlo, cuando supe que había sido ministra revisé por Internet las
fotos con su familia y él jamás aparecía.

– Lo haré – interrumpí.

Aquel tipo me llevó hasta su habitación, Armando estaba senta-


do en su cama. Cuando me vio me sonrió. Su padre se quedó allí,
comenzó a decirle que estuviese tranquilo y jamás se marchaba.

– Puede irse… cuando todo esté listo les aviso.

Cerré con seguro por dentro, cerré mis ojos por unos segundos,
los abrí, me di la media vuelta y caminé hasta él. Con todos los
clientes siempre fue más fácil pero acá preferí comenzar de otra
manera. Me senté a su lado y conversamos.

– ¿Armando? ¿Nunca has estado con una mujer? ¿Es en serio?


– No, nunca.
– Y tan guapo que eres. Cualquiera querría estar contigo.

Se puso a reír. Los dos, en realidad.

200
– ¿Y has visto alguna vez a una mujer desnuda?
– Sí… pero no le digas a mi mamá que se puede enojar.
– La verdad es que sí, ya la conocí y es probable que sí se mo-
leste. Será nuestro secreto.

Nos dimos la mano, como si se tratase de un acuerdo.

– ¿Y qué cosas te gusta hacer?


– Jugar videojuegos… jugar cartas.
– ¿Jugar cartas? ¿En serio? ¿Y quieres jugar ahora?
– No… no quiero.
– ¿Por qué? ¿Quieres estar conmigo?
– Sí.
– ¿Tú sabes en qué trabajo yo?
– Mi papá me dijo que estregabas amor.
– Que linda forma de referirse a lo que yo hago, pero no te
quiero mentir, no es tan así en realidad ¿Te puedo también
contar un secreto?
– Sí.
– Yo me acuesto con gente por dinero. De hecho, tu padre y tu
madre me están pagando por esto.
– ¿No quieres estar conmigo?
– ¡No! ¡No es eso! ¡Sí! ¡Quiero! Es verdad, es un trabajo, recibo
una ganancia, pero también podría haber dicho que no y ha-
berme ido, ¿No crees eso?
– Es verdad.
– ¿Secreto entonces?

Nuevamente nos dimos la mano.

201
– Armando… vamos a hacer una cosa. Yo no te tocaré hasta
que tú lo hagas. Si tú deseas tocarme, yo no diré nada. Puedes
hacerlo con confianza.

Sentía que él tenía vergüenza, preferí seguir hablando para que


se soltase.

– ¿Qué es lo que más te gusta de la mujer?

Sonrió y sus mejillas se pusieron coloradas.

– ¿Los ojos?
– No.
– Los brazos.
– No.
– Ya sé… las piernas – le dije a muy baja voz en su oído.

Se tapó el rostro.

– Tranquilo, ya, está bien. Si eso es normal.

Su mano en mi muslo derecho.

– ¿Ves cómo se siente?


– Es suave.
– ¿Y qué más sientes?
– Calor.

Le besé la frente. Puso su rostro entremedio de mis senos. Yo ce-


rré los ojos y lo dejé ahí. Lo toqué, pero algo poco común estaba
ocurriendo.

– ¿Quieres que te siga tocando ahí?

202
No respondió.

– Está bien, no estás obligado.

Nuevamente puso su rostro entre mis senos y sentí que me mo-


jaba, pero no era su saliva. Cuando lo miré sus ojos estaban con
lágrimas.

– Armando ¿Te sientes obligado?


– No.
– ¿De verdad quieres hacer esto?

Me di cuenta de que no estaba colocando su cara en mis senos


por deseo, sino porque algo más le estaba ocurriendo.

– Tranquilo, mira, puede que tu papá tenga razón… no solo ven-


go para que me toques, también te vengo a entregar a amor.

Miré entre sus piernas y no estaba erecto.

– Ven, recuéstate conmigo.

Nos pusimos arriba de la cama y comencé a acariciarlo mientras


él me tocaba la pierna, y allí se quedó. Puse mi mano en su pene,
pero aún seguía sin erectar. Evidentemente a esas alturas él de-
bía ya estar excitado, pero simplemente no funcionó y entendí el
porqué.

– Si te sientes mareado me puedes avisar y vamos juntos al


baño ¿Te parece?

No respondió.

– ¿Quieres dormir?

203
Nunca me sacó la mano de encima, ahí se quedó y ahí lo dejé.
Cerró los ojos y se fue junto a Morfeo.

Armando sí quería probar. De hecho, si lo hubiese conocido en


otras condiciones, seguramente estaría vuelto loco encima mío,
pero lo cierto es que la quimioterapia lo tenía muy mal. Cumplí
con las dos horas mientras miraba los pósters de bandas de rock
que tenía en las paredes de su habitación. Me levanté lentamen-
te y me fui en silencio. Bajé hasta el primer piso y ahí estaban sus
padres, sentados, esperándome.

– ¿Todo bien?
– Sí… Armando es una linda persona. Conversamos bastante.

Entendieron ambos lo que ocurrió. Me pagaron la visita, pero


sentí culpa de aceptar el departamento y jamás me he arrepen-
tido de esta decisión. Por lo demás, días después apareció otro
arrendador que no le hizo asco a mi dinero en efectivo y me acep-
tó como inquilina.

Supe con el tiempo que Armando había fallecido a los meses si-
guientes, pero el periódico jamás mencionó sobre la condición
del hijo de la exministra entendiendo así que esa familia jamás lo
sobreprotegió, sino más bien lo ocultó.

La verdad, es que esta historia no tiene ningún giro final sorpresi-


vo, simplemente quise hablar de él.

204
Precuela
03

HIJO DE PUTA

P
edro, un conocido de la infancia y que más adelante sería mi
novio vivía justo al lado del minimarket de la vieja Susana, allí,
una ampolleta guacha arriba de una puerta tipo bar oeste, donde
entraban y salían los mismos viejos borrachos de siempre. Aque-
lla bombilla de luz roja morada sujetada con un soquete hon-
gueado se hacía notar mucho más en la noche y que yo observa-
ba muy tarde desde la casa, queriendo con mi alma tener una de
aquellas para que alumbrase con ese mismo color mi habitación.
No deseaba otra cosa, me conformaba con poco y claro, sino me
quedaba más que ser humilde ante el baño de carencias en la
que vivía al igual como la totalidad de la cuadra, donde abundaba
las deudas, la fonola, el polvo, pero por sobre todo una cantidad
casi ridícula de cabros chicos. Lo llamativo no solo era la cuantía,
sino además la “casualidad” de nuestras fechas de nacimiento:
junio. Mucho más adulta inferí que los 18 de septiembre que se
celebraban en la ramada de la cancha era el antro de viejos bo-
rrachos que llegaban a sus casas para obligar a nuestras madres
a abrirse de piernas, de ahí a contar nueve meses y gualá. Tal era

207
la coincidencia de los natalicios que mi mamá con los vecinos
coordinaba un solo cumpleaños para el grupete de niños en la
sede del barrio en pleno invierno y que como era de esperarse,
los viejos de mierda transformarían lo que era una celebración
infantil en una tomatera. En fin, bien temprano siempre sobraban
las risas, los juegos, los dulces y el chocolate caliente pero menos
para uno: se llamaba Pedro, el hijo de la prostituta, al único que se
negaban a invitar al igual que a su madre Felicia “la innombrable”,
la que tenía su pequeña pyme sexual dentro de la villa, a quien
culpaban principalmente de la infidelidad de los hombres que sa-
lían de su negocio todos los días con la cremallera del pantalón
hasta abajo y que pese a las molestias prácticamente ninguna
de ellas se atrevía a confrontar a sus maridos porque estos las
hacían callar de un piñazo. Bien recuerdo los gritos insoportables
de mi vieja que escuchaba junto a mi hermana chica encerradas
en la pieza cuando le daban de patadas. “Ese” (porque me carga
llamarlo padre) hacía lo que se le daba la soberana raja, tanto con
mi madre como también conmigo. Debo confesar que me cuesta
hablar un poco de esto, aun me carcome recordarlo, sobre todo
cuando pasaba a “saludarme” a la cama a decirme que me “que-
ría mucho” con el fuerte tufo a copete sobajeándome las piernas
debajo las sábanas. Mi masturbación comenzó a muy temprana
edad, yo presionaba fuertemente mis dedos sobre el puño y las
colocaba en mi vagina boca abajo. Hoy, tengo más certezas que
dudas que esa exploración sexual se debiese al temprano abuso
que sufrí del conchesumare. Pero mejor salgamos de esa mierda
y volvamos a lo importante: Pedro, el niño que salía a la calle a
cambiar la ampolleta roja morada del prostíbulo cada vez que se

208
quemaba y que nadie quería, el mismo que padeció los insultos y
las mentiras de mis amigos durante bastante tiempo.

Una noche mientras dormía llegó mi madre a despertarme, le


caían las lágrimas y los mocos. No le entendía bien lo que me
decía porque aún no lograba aterrizar a la realidad, normal no
entender nada cuando estaba en el sueño más profundo y me
levantase de forma repentina a las cuatro de la madrugada.

– Me fui a fumar un cigarro allá afuera y vi a tu papá entrar al


puterío de al frente. Está con esa maraca. Quiero que te vistas
y vayas a buscarlo ahora.

Me opuse, no porque en ese tiempo fuese una atrevida que en-


frentase a mi madre pues no tenía la edad suficiente para hacerlo,
más bien desobedecía a la orden por miedo a lo que me encon-
traría dentro de ese lugar. Vieja de mierda, también. Decidí ha-
cerlo evitando el dolor que me podría provocar una golpiza suya.

Crucé a oscuras la calle vacía con pantuflas tapada con un pon-


cho encima del pijama mientras mi mamá me observaba desde la
ventana del living. Entre más me acercaba al prostíbulo más roja
morada me colocaba por la iluminación de aquella ampolleta en-
cendida del puterío. Me detuve un rato en la entrada pues no me
atrevía a cruzar la puerta tipo bar oeste. Miré hacia atrás, quizás
mi madre desistiría ante la estupidez, pero esa mirada irritada a lo
lejos presidía a que entrase de una vez. Cuando ingresé escuché
la ranchera inmediatamente, y olí el fuerte hedor a cerveza des-
vanecida, meado y cloro que se introducía incluso por mis ojos.
Atravesé una cortina de cuerda de la que percibí un suave y pla-

209
centero sonido al tacto, pero ni así dieron cuenta de mi presen-
cia. Las banderas chilenas de plásticos colgadas aleatoriamente
adornaban mayoritariamente el lugar, las mesas mojadas de al-
cohol desparramado, una de estas con varias botellas de vidrios
vacías y un par de vasos plásticos que solo le quedaba la espuma,
tres sillas que parecían robadas de un colegio y un solo piso alto
fijado en el suelo de madera justo al lado de la barra, todo eso se
observaba en medio de la luz roja, porque sí, usaban las mismas
ampolletas en todos lados. No había nadie.

– ¡Aló! – grité repetitivamente.

Podía augurar la falta de atención pues estaba segura que tanto


“esa rata” como aquella prostituta se encontraban encerrados al
otro lado de una puerta de madera destrozada. Me acerqué has-
ta allí, no tenía para qué mirar entre medio de los agujeros, pero
la curiosidad de una niña me empujó. Puse mi ojo derecho, justo
por donde salía la luz.

– ¿Qué haces aquí?

El salto que di por el susto casi hizo que me ahogase. Era Pedro,
que salió no sé de dónde vestido como si fuese a la playa: polera
manga corta, short y chalas en una noche de pleno invierno.

– Es que busco a mi papá, necesito que se vaya a la casa ¿Lo


has visto por acá? – le pregunté.

Respondió con su mirada apuntando hacia la puerta rota. Yo aga-


ché mi cabeza y comencé a morderme los labios, incómoda, sin
saber que hacer o decir.

210
– Lo voy a esperar entonces – concluí.

Pedro se me acercó y me ofreció las migajas que le quedaban de


un paquete de papas fritas. En ese entonces aun no lo conocía,
se me pasó por la cabeza que quizás se le había pegado las ma-
ñas de los clientes que frecuentaban el lugar, sumada a las mil
cosas que me dijeron sobre él, por supuesto no acepté. Luego se
fue sin decir nada, pero apareció al par de minutos con un paño
para secar las mesas.

Esa fue la primera vez que lo escuché hablar, para ese enton-
ces lo describo como un viejo chico, tenía cuarenta en el cuerpo
de un niño de catorce. Demasiado había vivido, trabajó siempre
ayudando a su madre en un mundo que no era para él, al Pedro le
sobraba la calle, pero mucho más aun, la inteligencia. Sin ir al co-
legio había leído más libros que cualquiera de nosotros y que lo
hacía evidente con su amplio manejo del lenguaje, uno que nun-
ca vi en los mocosos que me rodeaban en las canchas. Mientras
esperaba a que apareciera aquel “gusano” de la habitación deci-
dí matar el tiempo discutiendo con el muchachín intentando fa-
llidamente ponerme a su nivel intelectual, ridículamente no qui-
se quedar de estúpida así que comencé a debatir y si había algo
que yo no sabía entonces simplemente se lo inventaba. Pedro
en tanto hacía dos cosas a la vez, darse el tiempo de echarme
abajo mis infantiles teorías sobre lo que entendí del “Principito”
y por otro lado secar arrodillado el piso con el trapo. Luego, este
se levantó para apagar la fuerte ranchera que aun sonaba en el
único parlante que funcionaba, y fue justo aquí cuando ocurrió
el problema, cuando quedamos en silencio... se escuchó el ge-

211
mir de su madre y mi padre dentro de esa pieza, el crujir de la
madera, el agudo ruido de los resortes moviéndose, el sonido
repetitivo del golpe de sus cuerpos. Pedro intentó rápidamente
reparar y subió todo el volumen de la ranchera, después corrió
velozmente hacia la barra y sacó una botellita de Fanta sellada
que abrió con un destapador para que yo pudiese tragar aquella
incomodidad. Pero ya era tarde, me desconcentré totalmente
de la conversación y la rabia me consumió. Injustamente lo culpé
a él cuando había sido mi familia los que me expuso en aquella
situación.

– ¿Por qué no se van? – interrumpí.

Fue una petición bastante cruel, una niña de trece años que solo
quería estar a esa hora durmiendo en su cama confrontando a
otro muchachito que debía estar haciendo cualquier cosa pero
jamás atender un prostíbulo. Pedro no respondió y jamás supe
si tuvo la intención de hacerlo porque la maldita puerta de aquel
dormitorio se abrió justo en ese momento para interrumpirnos.
Salió ella con el calzón puesto y las tetas al aire mientras ese bas-
tardo se asomaba sorprendido al ver mi presencia.

– ¡¿Felicia, que mierda hace mi hija acá?! ¡¿Voh la trajiste cabro


culiao?! – gritó haciendo juicio inmediato a Pedro.

Aquel niño intentó calmarlo junto a su madre mientras yo pre-


senciaba muda el escándalo del borracho. Ella intentó defender a
su hijo recibiendo un empujón que la tiró al piso recién trapeado.
El pedazo de mierda se abrochó la camisa tirando saliva por los
fuertes garabatos que salían de su apestosa boca. Me tomó bien
apretada del brazo y me arrastró.

212
– ¡¿Querí ser puta conchetumare?! ¡¿Ah?!
– ¡No, papá! ¡No quiero!
– ¡¿Entonces que hacías ahí?!

Cruzamos la calle en segundos y ya estábamos en la casa donde


un viejo grandote lanzaba a una niña que pesaba unos 70 kilos
menos que él a la cocina para darle con la gruesa y espantosa-
mente dolorosa cuerda de la plancha. Pero ahí apareció mi ma-
dre, la que supuestamente me protegería, pero adivinen lo que
ocurrió.

– ¡¿Me engañaste?! – le preguntó desesperada.

No existí para ella, ni siquiera le importó el chichón que me salió


en la cabeza, todo se trataba si el pene del señor había entrado
en la vagina de la Felicia.

– ¡¿Y qué te tengo que dar explicaciones a voh?! ¡Me saco la


conchesumare todo el día en esa feria vendiendo lechugas y
voh me vení a wear porque quiero despejarme un rato?! – vo-
ciferó el cerdo.
– ¡¡Te metiste con la puta, desgraciado, asqueroso!!

Una patada que le dio tan fuerte en el estómago dejó a mi ma-


dre casi sin poder respirar. Me lancé sobre ella para que no le
tocasen otra vez con la punta de fierro del bototo, la misma que
finalmente golpearía mi espalda. Pero el viejo no tuvo misericor-
dia. Me agarró del pelo, me tiró a la pieza, me encerró para que
yo oyese desde adentro unas de las masacres más grandes que
se escucharía en el barrio. Esa noche me tapé los oídos evitando
los ecos de dolor de mi madre, tratando de desconcentrarme

213
abrazada a mi almohada mirando desde mi ventana la luz roja
morada del prostíbulo de al frente que se apagaba.

Al otro día desperté con mi madre sentada a los pies de la cama


moviendo sus labios reventados intentando modular que esa
bestia era un poco hombre, que no se la merecía. Mucha razón
tenía, pero esa historia la conocía de memoria tanto así que la
proyecté echando nuestras cosas a un bolso y que luego espe-
raría sentada en the living a mi padre a que llegase del trabajo,
porque no, ella no era capaz de irse sin que él no se diese cuenta.
Solo le preocupaba eso y no de que sus hijas estuviesen muer-
tas de hambre durante todo un día por culpa de su despecho, es
por esto mismo es que yo aprendí ese año a tener que hacerme
solita la comida para mí y mi hermana evitando esa parte de la
historia que se repetiría una y otra vez en el futuro cercano.

Conclusión, en la noche se asomaría por la puerta aquel “espéci-


men” donde recitaría la misma mierda de siempre.

– Pucha, la cagué. No va a volver a pasar. Las quiero, ustedes


son todo para mí – para luego cerrar en un hermoso abrazo y
ambos se dijesen “te amo”

¡Ay, qué lindo!... par de imbéciles. Afuera la ropa de los bolsos y a


acostarse que la vida en esa familia continuó.

Días después lo volví a ver, si, a él, Pedro. Salió a cambiar la am-
polleta roja y al girar dio cuenta de mi presencia. Me miraba a lo
lejos, levantó lentamente su mano para saludar, pensé respon-
der, de hecho, lo iba a hacer, pero mis amigos se cruzaron y por
vergüenza lo terminé ignorando. Nunca me importó tanto lo que

214
dirían los demás, bueno, casi... porque era el hijo de la puta. Lo
mismo ocurrió cuando llegó el día de la celebración masiva cum-
pleañera en la sede porque no solo yo omitió su existencia, sino
todo el mundo pues nadie lo invitó.

Fue un día de julio, todo partió normal en la sede con el chocolate


caliente, los canapés, las bebidas baratas y los cientos de masti-
cables. Uno a uno dictaba nuestros nombres para recibir la mis-
ma muñeca Barbie a las niñas y la pelota de fútbol a ellos como
regalo. Las mamás hacían todo y los padres tomaban la quinta
cerveza. Durante la noche llegó el bailoteo, las discusiones políti-
cas, el jugo de algunos y una que otra mamá con los ojos cansa-
dos, salí de la sede y vi aquella ampolleta roja ¿Y si le regalo una
pelota? Habían sobrado y seguramente el presidente de la junta
de vecinos se quedaría con ellas...

– Hola, Pedro...
– ¿Qué haces acá? Deberías irte, la última vez tu papá casi nos
mata porque te vio aquí. En serio.
– Ya, si solo te vengo a entregar esto.
– No juego fútbol, no me gusta.
– Mi mamá me enseñó que las cosas que a uno le regalan las
tiene que agradecer.
– Bueno, y a mi me enseñaron que cuando uno saluda el otro
debe responder el saludo.

Estaba sentido, lógicamente no quise explicarle que fue para evi-


tar la vergüenza, me hice la boluda como que simplemente no lo
había visto.

215
– Ya, mejor me voy. Te dejo acá la pelota igual. Adiós.
– Espera...

Entró rápidamente por una puerta y salió a los segundos con algo
en su mano.

– Feliz cumpleaños... supongo que no es hoy, pero por lo que


sé pues se los celebran a todos el mismo día... pero igual. Que
tu papá no la vea, quizás sospeche. Menos aun la coloques
cuando ande cerca de tu habitación. Esta luz solo la colocan
en estos lugares, quizás no le agradaría.

La ampolleta. Le sonreí, pensé en marcharme, pero justo en ese


momento comenzaron a llegar los viejos que venían de la fiesto-
ca. Me tomó de la mano y me entró hasta una pequeña cabaña
que se encontraba en el patio de atrás. Fue y volvió avisándome
que estaba mi padre junto a los demás. Me calmó diciéndome
que no sería difícil sacarme de ahí, pero tenía que esperar a que
su madre los atendiera.

– ¿Esta es tu habitación?

Muebles viejos llenos de libros y varios cuadernos rayados por


él era lo único que tenía al lado de una pelota de fútbol recién
regalada por mí.

Estuve media hora sentada en su cama sintiendo la adrenalina


que podría ser descubierta y lo tomamos como un juego donde
teníamos que escapar de un matadero de niños lleno de mons-
truos con dientes afilados.

– A la cuenta de tres salimos corriendo por ese pasillo.

216
Se me apretó el estómago y respiré profundamente como si se
tratase de un salto mortal. Me tomó de la mano y contó.

– Uno... dos.... ¡tres!

Corrí sintiendo que me perseguía mi padre con unas ganas terri-


bles de matarme, un cosquilleo en la espalda, un extraño miedo
placentero y una risa que explotó en los dos cuando ya estába-
mos afuera.

– Ya, ahora cruza a tu casa antes de que te vean tus amigos...


si ya sé que te da vergüenza, pero no importa. Me caes bien. –
me dijo.

En cosa de segundos yo ya estaba en mi habitación, me estiré


y me metí en mis frazadas con escalofríos de felicidad. Cuando
ya era un poco mas tarde lo vi por la ventana y para que se diera
cuenta de mi presencia encendí la ampolleta roja por un par de
minutos. No sé realmente si logró observar, pero me quedé con
la idea de que sí lo hizo.

Cuando cumplí 16 años el prostíbulo ya no se llenaba como antes,


lo sé porque lo frecuentaba aún a escondidas. Pedro era mi mejor
amigo, o eso creí hasta que me dio un beso. Lo tomamos como
una anécdota que se salió de las manos, o sea aún más que eso...
la primera relación sexual es bochornosa, incómoda, mal hecha,
dolorosa, torpe. Terminé llorando y él me consolaba. La segunda
vez ocurrió dos meses después y de ahí no paramos.

Fue la pareja mas importante de mi vida, la de la infancia, la que


muchos dicen que uno no puede recordar, pero yo sí porque
prácticamente fue la única que no le mentí sobre el amor.

217
Pedro cumplió 18 años, sacó su enseñanza en la nocturna con
gente adulta y como era de esperarse logró quedar en la mejor
universidad. Su madre aun seguía puteando y él se aburrió de esa
vida.

– ¿Te aburriste de mi también? – le pregunté.

Me preocupaba perderlo, en esos tiempos la comunicación era


por Messenger donde debía conectarme a un ciber con compu-
tadoras con tiempo pagado. Me imaginaba a él dejándome por
otra que conocería ahí. Pero lo peor estaba por pasar.

Yo estaba en el baño llorando sola, salió positivo el maldito test.

Estaba embarazada.

Pensé que quizás en una de esas se podría contento porque se


trataba de un hijo nuestro. Estaba muerta de miedo y tenía que
contárselo.

Él dejó de venir a ver a su madre por ende yo tampoco lo veía, por


otro lado, yo ocultaba el embarazo de mis padres.

Le robé algo de dinero a mi vieja y me fui a conectar a una compu-


tadora para hablar con él, pero esta vez ya ni siquiera me respon-
día, comencé a desesperarme y decidí preguntarle a su madre.

– ¿Y tú que haces acá? ¿Quieres trabajar aquí? – bromeó.

Ella prendió un cigarro, se sentó y comenzó a observarme como


si nada. Obviamente notó mi pena.

– El Pedro es hijo mío, pero nunca le importó nadie mas que a

218
él mismo. A mi nunca me abrazó, ni me buscó, nunca me pidió
un consejo. De alguna forma lo crie con esa frialdad sin darme
cuenta, pero bueno, ya está... así es no más. Si quieres saber
sobre él no deberías estar acá porque conmigo tampoco se
comunica, yo creo que difícilmente vuelva, acá no tiene nada
que venir a buscar porque solo tiene libros que ya se leyó y una
pelota de fútbol que tú le regalaste, pero bien sabes que no le
gusta el fútbol... De todas maneras, creo que es mucho mejor.

– Estoy embarazada.

Antes de marcharme frenó mi partida con una sentencia inespe-


rada.

– Es mejor que no tengas a ese niño. Si realmente quieres al


Pedro deberías dejarlo partir. No le di una buena vida y ahora
tiene la posibilidad de ser feliz. Estudió siempre para escapar
del puterío. Tu eres una niña, te vas a cagar la vida. No tienen
nada que ofrecerle a esa guagua. Aprovecha tu juventud, no
vale la pena amarrarse a un hombre... son todos iguales.
– Felicia, el Pedro no me va a dejar sola porque lo conozco
mejor que usted, así mismo seré con mi hijo, preocupada. Us-
ted antes me daba pena... ahora también ¿Y sabe qué? Mi hijo
nunca se va a avergonzar de mi porque por muchas necesida-
des que tenga nunca se me pasaría por la cabeza ser una puta.

No sé como habrá reaccionado porque le di la espalda, pero se-


guramente le dio igual.

Ahora donde estaba Pedro...

219
Pasaron dos meses. A mi hermana se lo conté, pero ella jamás
habló sobre el tema.

– ¿Dónde vas? ¿Por qué guardas tus cosas? – preguntó mi


hermana.
– Me voy a vivir con él.
– Tonta, no hagas esto, ni siquiera te habla.
– Que te importa.

Fui a buscarlo, no sabía bien donde vivía, pero sabía dónde estu-
diaba. Llegué a su facultad y esperé afuera, en algún momento
tenía que topármelo. Estuve sentada desde temprano, todo el
día, con suerte me tomé un yogurt. Comenzó a oscurecer y ya se
me agotaba la paciencia. De pronto lo vi, saliendo, con su bolso,
un nudo en la garganta, quise abrazarlo. No me vio... besó a otra.

Sin voz me hice notar, solo me puse al frente de él y este me miró.


Yo fui esta vez quien levantó la mano para saludar y este no la
levantó porque quedó muy sorprendido. Caminé hacia mí y yo
escapé llorando, me persiguió, pero no me alcanzó.

Desde ese día no supe mas de él. Volví a mi casa y cuando llegué
a la villa miré la luz roja de aquel puterío. Entré por el pasillo oculto
pues ese lugar pues me lo sabía de memoria. Me metí a la habi-
tación de Pedro y me dormí. Por la mañana sentí el peso de un
cuerpo sobre la cama, pensé que era él, pero no...

– Yo te puedo ayudar – me dijo Felicia mientras prendía otro


cigarro.

Era el momento, sabía que si me iba de ahí ya no había vuelta


atrás.
– Me da miedo.
– Tranquila, o acaso crees que Pedro fue el único que tuve en
mi vientre.
– ¿Y me va a doler?

Me presionó fuerte la mano y entendí que sí, pero en realidad fui


sincera conmigo misma pues no quería estar embarazada, no es-
taba preparada.

– Yo te voy a acompañar, no te vayas a tu casa.

Me sentí mas chica de lo que realmente era, me entregué a ella.


Me dio un menjunje de hierbas en una taza de agua hirviendo.
Además, un par de pastillas que realmente no sé lo que era.

– Yo tengo que ir a atender clientes. No se te ocurra salir de


acá, yo de vez en cuando te voy a venir a ver.

Y así fue. Me quedé mirando el techo esperando que el asunto


diera efecto. Intenté dormir, pero fue imposible.

El dolor lo sentí como unos cólicos elevados a la máxima poten-


cia, como si me estuviera destruyendo por dentro.

Coágulos de sangre entre las piernas, caminé como pude. De


pronto unos gritos que no eran míos.

– ¡Maraca conchetumare! ¡¿Creíste que me ibas a robar?!

Me asomé sangrando mientras a Felicia la estaban golpeando en


el piso como si se tratase de un animal. Pensé en ayudarla, pero
no era capaz, sentí que me estaba muriendo. Lo peor es que re-
conocí la voz. Era mi papá.

221
Ya no podía ir en su auxilio, retrocedí y comencé a botar mucha
más sangre en el patio de atrás arrepintiéndome y jurándole a
cualquier cosa de que no volvería a hacer esto. Le rogué a algún
dios que me perdonara la vida y que mi padre se fuese de ese
lugar.

Me desmayé antes de entrar a la pieza.

Me vi de pronto atendiendo el prostíbulo, la pesadilla de que mi


padre era mi cliente frecuente. Que toda la villa se quería acostar
conmigo y yo solo me abría de piernas por un par de chauchas.

– ¿Y tienes las agallas de dirigirme la palabra? ¿No te da ver-


güenza? ¿Por todo lo que pasé con mi mamá y tú haces lo mis-
mo? – me decía Pedro.

No me salían las palabras, sentí que me ahogaba. Una fuerte pre-


sión en el pecho.

Desperté en mi cama. Felicia moreteada me colocaba paños fríos


en el la frente.

– ¿Y tú?
– Tranquila... yo estoy bien. Descansa, va a pasar. – me respon-
dió.

Me volví a dormir y despertaba a cada rato por otro retorcijón.


Estuve dos días en la habitación de Pedro. Felicia decidió no abrir
el local y antes de marcharme me contó un secreto que hizo que
todo cambiase.

Entré esa tarde a mi casa, nadie de la familia estaba, siete de la


tarde horario de invierno, ya era de noche.

222
– Apareció la princesa – dijo ese viejo cuando apenas entró.

Se sorprendió porque lo esperé con la ampolleta que aún con-


servaba.

– ¿Eres puta ahora que tienes una luz roja prendida? ¿De dón-
de la sacaste?

Me quedé en silencio.

– ¿Qué me miras desafiante? Te puedo cambiar esa cara de un


solo combo.
– No te tengo miedo.

Se acercó a mí levantándome la mano.

– Así que yo no soy tu hija...

Se quedó en silencio.

– Es verdad entonces... conociste a mi madre embarazada.


Llegaste a esta villa con ella. Podría agradecerte habernos
criado, pero tú sabes bien lo que nos has hecho a todas noso-
tras, incluyendo a la Felicia.
– ¿Y qué me hablas de esa maraca?

No dudé en decírselo.

– ¿Sabías que Felicia tuvo un hijo tuyo? Uno que perdió por tu
culpa, porque no paraste de golpearla aun sabiendo que esta-
ba embarazada.

Me empujó y caí al piso.

223
– ¡Si no te vas de esta casa saldré diciéndole a todo el mundo
que abusas de mí!
– Nadie te va a creer.

Mi madre llegó junto a mi hermana al par de horas, me reprendió


molesta por mi ausencia durante esos días... Durante la madru-
gada ella se levantó y me fue a despertar.

– Tu papá se supone que hoy llegaría temprano. Puedo apos-


tar que se fue donde esa mierda de al frente. Anda a buscarlo.
– Mamá, mi papá no está allá. Él ya no va a volver más.
– Déjate de joder y anda a buscarlo.
– ¡Mamá por la mierda! ¡Déjame en paz!

Le di la espalda y me dormí. Sentí la puerta escuchando que ella


fue en su búsqueda, pero yo tenía razón, nunca más regresó.

Felicia me salvó.

Estaba esperando un bebé de mi padre durante todo ese tiem-


po... El verdadero hijo de puta de toda esta historia.

224
EL BORRADOR 3
E l Borrador
01

UBERDRIVER

S
alí de cana hace como 2 meses. No encontré pega en ni un
lado, mis papeles de antecedentes están terrible de man-
chados por culpa del gil que me pitié la otra vez. Pero supe ha-
cerla igual, me fui pa la Dehesa y me metí a una casa, saqué todo
lo que pude, me hice buenas moneas y con éstas me compré
un auto usado y desde hace unos días salgo a la calle a ganar-
me la plata como Uber. Duré varios días dándomela de honrado,
cuando la gente tenía calorcito yo le tiraba aire acondicionado,
le colocaba la música que querían escuchar, todo pa que me ca-
lificaran con todas las estrellitas y así no tuviese problemas. Al
final del día me hago como 20 lucas, no me alcanza ni pa la pen-
sión que arriendo, me gasto la plata en bencina, no tengo lucas
pa nada, me cansó la calle, estos 2 meses han sido una mugre.
Parece que es mejor la peni, ahí me respetaban, me aburrí loco.
“Estás escuchando Sabotage de Beasty Boys, en la Radio Mal-
dita”

– Oiga amigo, ¿Por qué se va por otro lado, si el Waze le dijo


que se fuera por la calle Victoria?

229
– ¿Y quién te dijo que te iba a dejar a tu casa, huacho conche-
tumare? ¡Pásame la billetera!
– ¿Ah?
– ¿Que ah? ¿Creí que esta es una cámara oculta gil re culiao?
¡Pásame la billetera!
– ¡Sale loco! ¡Yo me bajo!
– ¿Te vai a bajarte? ¡¿Te vai a bajarte?!

Le mostré un fierro y se lo puse en la cabeza.

– ¡¿Que volá loco?!


– ¿Todavía te querí bajar?
– ¡No, no, no me bajo! ¡Me quedo!
– ¡Viste que soi vivo! ¡Ahora pásame la billetera!

Puso las manos en sus bolsillos y me lanzó lo que le estaba pi-


diendo.

– ¡Bien hueón! ¡Bien hueón!


– ¡No me mate caballero!
– No oh, sí estaba hueando ¿Cómo voy a matarte?
– ¡Entonces baje la pistola po!
– ¿Qué baje qué?
– ¡Que baje la pistola!
– Bueno, voy a bajar la pistola… Pero el que si se tiene que ba-
jar ahora soi vo.
– ¡Ya, me bajo al tiro!
– Ya po… bájate ¡¿Qué esperái?!
– ¡Pero pare si po!
– ¿Parar? No, no voy a parar.
– ¿Cómo no?

230
– ¡Lo que escuchaste po sacohuea! ¡No voy a parar! ¡Te bajai
ahora culiao!
– ¡Pero es que me voy a sacar la cresta!
– ¡Y qué me importa a mí!

Volví a apuntarle con el fierro.

– ¡Ya po! – suplicó.


– Tení tres segundos. Tres.
– ¡Ya po! ¡No me quiero morir po! ¡Detenga el auto!
– Dos.
– ¡No! ¡Caballero si ya le pasé la plata!
– ¡Uno y medio!
– ¡No! ¡Nooo!
– ¡Cero!

Saltó del auto y vi cuando se dio mil vueltas en el suelo, no tengo


idea si se fue pal patio de los callados, me importa un pico porque
hoy es mi última noche en esta hueá, y la vamos a pasar la raja.

“Estás escuchando False Alarm con The Weeknd solo en tu radio,


la Radio Maldita”.

Parece que alguien necesita de mis servicios. A ver, a ver, a ver:

“Lucía Riquelme” “Bellavista 303”

Está acá a la vueltecita no más. Se llena de pendejos curaos Be-


llavista, habrá que aprovechar de sacarle unas luquitas más a
esta cabra.

Entonces, me dirijo al sureste por Gutemberg. Giro a la izquierda


con dirección a Inés Matte Urrejola. Luego a la derecha con direc-

231
ción a Alcalde Dávalos. Y me pego la última doblada a la derecha
con dirección a Bellavista y derechito.

Ya, voy llegando, debe ser una loca que está parada ahí. Le voy
a hacer señales con las luces pa ver si me pesca. Me muestra su
celular. Ya, estamos, debe ser Lucía Riquelme. Yo ando con el fie-
rro preparado pa ponérselo en la cabeza y me pase todo. Igual,
como es mina, no voy a hacer que se tire del auto como al otro
cara de huea, si igual soy considerado.

– Buenas noches dama.


–…

No responde al saludo la mina ésta. Esta es una de las razones


del porqué ya no quiero seguir en esta hueá, me tienen chato es-
tos pendejos culiaos.

– ¿Por qué los hombres son tan pencas? – me pregunta.


– ¿Ah?
– ¿Por qué son tan bajos? ¿Por qué tan asquerosos?
– ¿Le doy un consejo mijita?
– ¿Qué?
– ¡Deja de ser tan llorona! ¡Me seguí moqueando el auto te ba-
jai cagando! ¡¿Tamos claro?!
– ¿Ah?
– ¡Lo que escuchaste! ¡Ya estoy chato de que me anden con-
tando sus dramas amorosos!
– ¡Ayúdeme!
– ¡Pero es que es verdad po! ¡¿Me vei cara de “Rumpy” acaso?!
Me importa una callampa tus dramas amorosos.

232
–…
– Además qué tanto color, si después te vai a andar comiendo a
otro hueón y el otro loco igual. La vida continúa, fin de la historia.

La miro por el retrovisor, parece que se anduvo asustando. Pero


me importa una raja… espera, se puso a llorar.

– ¡No llorí oh!


–…
– ¡Oye! ¡No llorí! Si lo que te dije no es pa que te lo tomí tan re
mal.
– Si no es por eso, es por otra cosa. Los hombres son unos
abusadores…
– ¡Dale con la hueá! ¡¿Vai a seguir?! ¡¿Te querí bajar?!
– Pero es que no puedo con esto.
– ¡Ya, chao!
– ¡¿Qué?!
– Chao, bájate y espérate a otro uber.
– Pero caballero…
– Ya, son 1100 pesos, esa es la tarifa mínima.

Ahí se fue, que le dé la lata a otro hueón. Qué me vienen a contar


sus ataos amorososo ¡Is qui mi dejaron! ¡Is qui el amor de mi vidi!

Esta noche está recién empezando pa que me den la lata, me dio


hasta paja asaltarla.

“En tu radio maldita estas escuchando Bodysnatcher, Radio-


head”

Otra vez Bellavista…

233
“Claudio Flores” “Bellavista 303”

… Y el mismo local más encima.

“Toma Los Conquistadores hacia Bellavista. Incorpórate a Av


Santa Maria/Sta María Gira a la izquierda con dirección a Mon-
señor Carlos Casanueva. Gira a la izquierda con dirección a Los
Conquistadores Mantente a la izquierda para permanecer en Los
Conquistadores. Usa cualquier carril para girar levemente a la iz-
quierda hacia El Cerro. Incorpórate a Bellavista”

Ya, acá estamos. Debe ser ese gil.

– ¡Buenas noches maestro! ¡Vamos a Las Condes!


– No tení pa que decirme, si ya caché en la aplicación pa donde
vai.
– A chuta, verdad po.

Zorrones. Cuánto los detesto. A este sí que me los voy a hacer


cagar. Me voy a ir piolita y los voy a estar escuchando, al final,
cuando menos se los espere, me lo cago con el fierro y… Chucha,
¿Qué está haciendo éste? Lo único que me faltaba, el culiao to-
mando arriba del auto.

– ¡Oye! ¡¿Y quién te dio permiso pa abrir una chela acá?!


– ¿No se puede?
– ¡Obvio que no po! ¡Tontín!
– Disculpe amigo.

Ahí guardó la lata. Ahora a escuchar la senda de pelotudeces que


me conversará este. Viene moto.
– Oiga amigo. Usted me cae bien, usted sabe hacerse respetar,
lo caché al tiro. A mí me gusta la gente así, se parece a mí – me
dice.
– ¿Sí?
– ¡Sí po! ¡Mi papá siempre me enseñó a mandar, y pa eso uno
tiene que ser directo!
– Ya…
– ¡Si uno agacha la cabeza, siempre te tendrán para servir y no
po! ¡No estoy pa eso!
– ¿Tu papá que hace?
– Mi viejo es uno de los dueños de la cadena de farmacias, es
accionista mayoritario y de varias empresas más.
– Mira, que interesante…
– Mi viejo es groso po.
– Que buena…
– Gana tanta plata que tenemos casas en casi todo Chile. Pero
yo ocupo la de “Maite” no mah. Hago las medias fiestas ahí,
una vez llevé a los Villa Cariño para allá, hicimos la media fies-
ta, imagínate las minits.
– Me imagino…
– A mí nadie me dice que no, así me enseñaron.
– Es sabio tu papito…
– Sí po. Sabio.
– Te envidio…
– Me cayó bien usted. Un día podría ir a la playa con unos ami-
gos, chelita, sus jales, pitito… usted cacha po, sus buenas cha-
nas.
– Estoy viejo pa eso.
– ¿Viejo? No, usted es joven po. Si la juventud uno la tiene que

235
llevar adentro, ¿Cuántos años crees que tengo?
– Cabrito no más
– ¿Cabrito? ¡Treinta!
– Joven igual po.
– Sí, igual las locas piensan que soy más chico, por la cara so-
bre todo, si me afeito y parezco un niño “cabro chico Tocopilla,
me intendí”.
– Mmm…
– Oye, ¿Querí pegarte unos saques?
– No, gracias.
– Dale, uno no má, está bueno. Pa compartir, si yo sé que le
hace.
– No… gracias.
– Bueno, usted se lo pierde, permiso.

Ahí está meta jale el zorrón re culiao.

– ¡Está bueno!
–…
– ¿Sabí qué? Ya que somos amigos, necesito un consejo tuyo,
así de hermano.
– No doy consejos
– Jajaja, que es bromista usted. Por eso me cae bien. Te cuento
loco: cacha que me gusta una mina, pero no me pesca.
– Búscate a otra.
– No, no pasa, a mí me gusta ésa.
– Entonces cómetela.
– Eso mismo hice hoy po.
– ¿Entonces qué alegái?
– Es que le puso color.

236
– ¿Cómo color?
– Color po. Cacha que me la pesqué y se plantó a llorar.
– Todavía no te cacho.
– A mí no me gusta que me digan que no, no sirvo pa eso. Así
que se la hice cortita.
–…
– Se lo chanté igual.
–…
– La mina me calentó la sopa durante semanas, chateábamos,
me mandó fotos y toda la hueá y a la horas de tomarse la sopa
no quiso, y a mí no me gusta que me dejen con la vena, puta
que me carga esa hueá, ¿Molesta o no? ¿Sí o no?
– ….
– ¡Molesta po! ¡Molesta! – se contesta solo.
– ¿Y cuándo fue esto?
– Hace un rato, me la llevé pa un privado, como soy amigo del
dueño me prestó una piececita y ahí ¡Pa – pá!
– ¿Cómo se llama?
– Lucía.

La mina de hace un rato. Por eso lloraba tanto po. Yo la traté como
el pico y era porque este hueón se la sirvió en mala.

– Oye, soi bien choro tú ah – le dije.


– ¿Sí o no?! ¡Sí po!
– Un día me gustaría ser como tú.
– Ya, no le ponga tampoco.
– Oye, ¿Tai muy apurao?
– ¿Apurao? No ¿Por qué?
– Es que quiero pasar pa otro lado primero. Pero de ahí nos

237
vamos al tiro pa Las Condes.
– No, no hay problema, usted dele no máh.
– Le damos entonces.

Esperemos que esta cabra esté ahí aun, hoy haré el último gesto
bondadoso de mi vida.

Okey, estamos cerca de la esquina donde la dejé. Allá está parada.

– Oye flaco – le dije.


– Dime perro.
– ¿Te puedo pedir un favor?
– Dime.
– Mira, me acabo de pasar la Copec y me quería comprar unos
cigarros, ¿Pódí bajarte y me los comprái? Yo te paso la plata.
Mientras tú vai, yo me doy la vuelta. ¿Te la pegái perrits?
– Vai a tener que convidar un puchito sí po – me responde.
– Pero obvio po, perrito. Toma, aquí tení 3 lucas. Cómprate un
Lucky rojo.
– Ya. No me vai a dejar plantao si po.
– Te estoy pasando plata y no me has pagado el trayecto, me
pasaría de hueón, ¿O no?
– Si, tení razón.

Ahí se fue.

Ahora voy por la famosa “Lucía”

– Señorita.
–…
– Oiga, le quería pedir disculpas. Me pasé de tonto. No he teni-
do un buen día, súbase.

238
– No, no se preocupe, estoy esperando otro Uber.
– Súbase, ni siquiera le voy a cobrar el trayecto.
– No, usted no me da confianza.
– Sé lo que le pasó.
– ¿Ah?
– Un cabro trató de abusar de usted.
–…
– ¿Ve? Ya, súbase.
– No, gracias.
– Conozco al Claudio.
–…
– ¡Deje de mirarme así y súbase!

Al fin entendió.

– No se siente atrás, quiero que se siente en el copiloto, le


quiero mostrar algo.
– No, gracias.
– No le voy a hacer nada, confíe en mí.
– No. Sabe que, me quiero bajar.
– ¡Súbete adelante mierda!

Lamento tener que mostrarle mi pistola a esta cabra chica. Pero


no me queda otra.

– No me mate caballero.
– ¡No oh! ¡Es que no hací caso po!
– ¿Qué quiere de mí?
– No he tenido un buen día, sabí. Y ando con ganas de desqui-
tarme con gente, pero no con cualquiera, con hueones que se

239
lo merezcan, como ese tal Claudio. Así que ponte el cinturón
porque hoy soy Toreto conchetumare.

Doy la vuelta y ahí va saliendo el amiguito con los cigarros. Le


hago cambio de luces pa que me cache, voy lento hacia él.

– ¡Es el Claudio! – exclama la mina.


– ¿Creí que estaba bromeando?
– ¿Qué va a hacer?
– ¿Cuántos punto creí que nos dé este hueón cuando lo pase
por encima?
– ¡Ay! ¡Me quiero bajar!
– Mira, hace señales el amiguito, si es muy hueón. Según él, tú
le mandabas fotos en pelota, ¿Por qué a ustedes las minas les
gustan estos culiaos? Nunca he entendido eso.
– ¡Tengo miedo! ¡No le haga nada!
– ¡Piensa en lo que te hizo!
– ¡Ya po! ¡No haga nada!
– ¡Piensa en lo que te hizo! ¡¿Te gustó lo que te hizo?!
–…
– ¡Contesta! ¡¿Te gustó cuando te manoseaba y tú no podíai
defenderte?!
– No…
– Sabí que acá, arriba del auto, andaba celebrando lo que te
hizo, ¿Te parece bien?
– No…
– No te escucho muy convencida.
– ¡No, no me gusta!
– ¡Cáchate esto!

Me asomo por la venta y le grito a este loco.

240
– ¡Claudio! ¡Ando con la Lucía!
– ¡¿Ah?!
– ¡Que ando con la Lucía!
– ¡Buena! ¡Donde está pa volver a culiarmela!

Vuelvo a hablar con ella.

– Viste, si es tan hueón que piensa que lo estoy agarrando pal


chuleteo ¿Viste cómo se ríe de ti?
–…
– Ya, afírmate, que vamos a sacar chispas.

Me vuelvo a asomar por la ventana.

– ¡Claudio! ¡Quédate ahí no más!


– ¡Vale!

Lo bueno de tener un automático es que no necesito pasarle


cambios. Un chalazo y listo.

– ¡Chao conchetumare!

Acelero, directo a él, subo un poco hacia la vereda, se queda es-


tático, no entiende nada. Las luces lo alumbran por completo y
¡Tac! Se siente el crujido del auto y de él. No salió volando, pare-
ce que lo estoy arrastrando por media cuadra. Acelero un poco
más pa sacármelo rápido. Lo aplasto, se siente cuando paso por
encima de él. Ahí lo vi por el retrovisor, quedó hecho mierda. Con
esto es suficiente pa que me busquen esta noche y vuelva a cana
nuevamente.

– ¡Como te sentí! ¿Ah?!


–…

241
– ¡Que vai callada! ¡Ahí quedó el amigo po!

La mina respira agitada, no le sale el habla y yo me cago de la risa.

– Hoy soy tu súper héroe. Viste, soy tu Batman en su batimóvil.


Haciendo justicia.
– … Lo mataste.
– No, si quedó vivo…
– Lo mataste… lo matamos.
– ¡No oh, vo quédate tranquila! Si yo solito pago el pato, tu es-
tabái arriba no más y no cachaste.
– Se murió…
– Ya, córtala y ahora dime donde viví, porque el servicio Uber
se acaba dentro de un rato, ahora seguramente me voy en
cana.
– … En Pudahuel.

La he dejado afuera de su casa, le hago cambio de luces y me


despido.

De inmediato

“Heraldica 8921, Pudahuel”, “Ronald Astudillo”

“Dirígete al oeste por Corona Sueca hacia Designado. Gira a la


derecha con dirección a Federico, Gira a la derecha con dirección
a San Pablo. Gira a la izquierda con dirección a Sta Victoria. Gira a
la derecha con dirección a Heráldica”

Estamos aquí. Ahí está, es un caballero.

– Buenas noches.

242
“Ahora suena Mojo con Peeping Tom, en tu Radio Maldita”

Este viejo va pa la Alameda. Tal parece que no va a conversar mu-


cho conmigo, está pegado en su celular.

– Hola… sí… voy en Uber… Ya… Sí po… como acordamos… paso


a buscarla y te la llevo... Okey… Sí… Nuevita compadre… Si…
Jajajaja, claro… No hay problema… Nos vemos ahí entonces…
Vale…

Ahí cortó el teléfono. Me está mirando, parece que se viene el


blablá.

– ¿Cómo está la peguita?

Como lo supuse.

– Bien, dándole.
– ¿Todo tranquilo?
– No, ahí no más, recién maté a un zorrón y lo arrastré por me-
dia cuadra – respondo.
–…
– Jajaja. Como se le ocurre po hombre. No, todo tranquilo.
– Que bueno. Es sacrificada la pega de noche.
– Bastante. Pero lo bueno es que es la última pa mí.
– ¿Cómo así?
– Hoy finaliza mi vida como chofer Uber, quedé chato.

Luego de un rato llegamos a la Alameda, esta avenida debe estar


llena de cámaras, seguramente me tienen identificado, en cual-
quier momento me agarran y me voy pa dentro.

243
– Oiga, cuando lleguemos al punto, le voy a pedir que vayamos
a otro lado de ahí. Se puede hacer extensión del viaje, ¿Ver-
dad? – me consulta.
– Sí, se puede.
– Buena.

Okey, llegamos a la esquina donde hay que detenerse.

– Ya, ahora hay que esperar un poquito, se va a subir una per-


sona y partimos – me explica.

Espero como ordenó… ahí vienen unas personas.

– Al fin llegaron – exclama.

Es una mujer y su hija… no hay que ser muy adivino para saber a
qué se dedica esa mina.

– ¡Súbanse po! ¡Llevamos un buen rato aquí esperando, no te-


nemos toda la noche!

Ahora están los 3 sentados atrás.

– ¿Pa dónde me llevái? – pregunta aquella mujer.


– Cliente nuevo.

Un proxeneta en mi auto. Que noche ¿No?

– ¡Me debiste haber avisado antes igual po! ¡No tengo donde
dejar a la niña ahora! – le reclama ella.
– Ya, si ya está grande – contesta el tipo.
– Tiene 10 años, mañana la mandaba al colegio.
– Ya, si tu cachái que los clientes son exigentes po, además

244
que es buena platita.
– ¿Cuánto?
– 10 palitos.
– ¿10 palos? ¿Y de cuando pagan tanto?
– Es que hice bien el negocio po.

La niña que va con ellos me observa en todo momento por el re-


trovisor, pobre cabra chica, por las hueás que tiene que pasar.

– Hola caballero.

Me está hablando la chica.

– ¡Oye! ¡Deja al chofer tranquilo! – la reta aquel tipo.


– No, tranquilo. Puede conversar todo lo que quiera la niña –
respondo.
– ¿Ese perro? – ella me pregunta.
– ¿Te gusta el perrito que tengo colgado? Ése me lo regalo mi
hija. Ella tiene como tu edad.
– ¿Cómo se llama?
– Rocky.
– No… tu hija.
– ¡Bah! ¡Pensaba que me hablabas del perro! Mi hija se llama
Leticia.
– ¿Igual que yo?
– ¿Te llamas igual? Son bacanes las Leticias.
– ¡Sí!

Estamos llegando a Las Condes. Al lugar que me indica el Waze.

“Incorpórate a Tabancura. Usa el carril derecho para tomar la vía


de acceso en dirección a Vitacura. Continúa por Av Vitacura. Gira

245
a la derecha con dirección a La Llavería. Gira a la izquierda con di-
rección a Leo. Gira a la derecha con dirección a Apolo Tres 1840”.

Okey. Llegamos. Ahora a esperar que me cancelen la tirada.

– Maestro, ¿Le puedo pedir un último favor? – me consulta el


tipo.
– ¿Ah?
– ¿Me podí esperar un cacho? Me voy de vuelta contigo, de ahí
te pago toda esta tirada.
– Bueno.

Ahora hay que esperar que la prosti se meta a la casa, ahí salió
alguien, anda terneado. Me dan risa estos hueones, se visten for-
males pa meterse con estas locas.

– ¡¿Oye?! ¡¿Qué les pasa?! ¡Suéltenla! – grita aquella mujer.


– ¡Deja que se vaya con ellos, mierda! – le exige el tipo.
– ¡No! ¡La niña no!
– ¡¿No querí ganarte unos palitos?! ¡Deja de ser tan alharaca, si
vo cachai como es el negocio! ¡No le va a pasar nada!

Perro re conchesumare, no la creo.

– ¡Leticia!
– ¡Mamá!
– ¡Mi amor! ¡Déjenla!
– ¡¿Vai a seguir hueando?!

El tipo le pegó un pape a la mujer y la tiró al suelo, ella sigue llo-


rando en el piso.

– ¡Súbete al auto! – él le ordena.

246
– ¡No! ¡Mi hija!
– ¡Mañana la vengo a buscar! ¡¿Qué te preocupái?!
– ¡Mentiroso culiao! ¡Asqueroso! ¡Con mi niñita no! ¡No! ¡No!
¡No!

La toma del pelo, abre la puerta de atrás y la sube a tirones, ella


sigue pataleando y él la mete a la fuerza.

– Ya maestro, tire no más – me ordena.


– ¿Pa dónde?
– ¡Vamos a La Alameda a dejar a ésta!
– ¡Caballero! ¡No! ¡No parta se lo suplico!
– ¡Cállate conchetumare!

“Está sonando en tu Radio Maldita, Norah Jones – Don't Know


Why”

Aquella mujer no para su escándalo, la miro por el espejo y veo


como se le corre el maquillaje.

Esto me superó, no sé cómo chucha reaccionar, me bajó toda la


adrenalina que sentía hace un rato. Me da pena la loca, pero por
sobre todo la niña. Ese hueón va como si nada.

– ¡Eres un asqueroso!
– ¿Vai a seguir?
– ¡Es tu hija hueón! ¡Tu hija!
– ¡No es mi hija mierda! ¡Yo nunca tendría una hija con voh!
– ¡Muérete hueón! ¡Muérete!
– Chofer, detenga el auto

Hago caso… chesumare, éste ahora se volvió más loco que yo.

247
– ¡¿Que estái haciendo?! – grita ella.

La tiró del auto.

– Parta no más maestro.

Y seguimos el recorrido, ahora no sé pa dónde.

– Nos vamos pa mi casa ahora, a Conchalí.

“Incorpórate a Pdte Eduardo Frei Montalva. Gira a la derecha con


dirección a Los Zapadores. Usa el carril central para girar a la iz-
quierda hacia Av. Independencia. Gira a la derecha con dirección
a Diego Silva Henríquez”.

No puedo parar de pensar en esa niña. Yo no cuentiaba cuando


dije que se parecía a la mía.

Llegamos al lugar.

– ¡Oiga, sqe pasó! ¡¿Cuánto es?!


– 46 lucas.
– Tome, acá tiene 60, quédese con el vuelto.
– Gracias.
– De nada pues. Que le vaya bien… y un consejo.
– ¿Qué?
– No abandone su trabajo en el Uber, lo hace muy bien.
– Vale… lo pensaré.
– Cuídese, buenas noches.

Observo como se mete a su casa. Tranquilo, feliz. Yo ahora voy a


partir para ver si me llama alguien, quizás debería acercarme al

248
Barrio Bellavista, ahí hay pelmazos con quienes me puedo dis-
traer.

Puta que extraño a mi niña. Yo, siendo un conchesumare, nunca


le haría algo malo a mi cabra, y éste vendió a su hija a unos viejos
asquerosos.

Voy manejando y no paro de recordar a mi niña, son las 3 de la


mañana, no es hora para hablar con ella, la Rosa se va a enojar. Ya
¿Qué tanto? Si ésta es la última oportunidad que tengo, dentro
de la cana ya no podré hablar con ella.

Vale… llamando.

– ¡¿Aló?!
–…
– ¡¿Aló?! ¿Quién es?
– Rosa…
– ¿Johnatan?
– Sí… con el mismo.
– ¿Qué querí?
– Quiero hablar con la niña.
– ¿Con la niña? ¿Y tú creí que es llegar y llamar como si nada?
– Ya, no le pongái tampoco.
– ¿Cómo que no le pongái?
– ¡Ya Rosa! ¡Pásame a la cabra chica! ¡Si con vo no quiero ha-
blar!
– Tai cagao de la cabeza ¿Andai curao?
– ¡No!
– ¿Y cómo llamai a esta hora? Más encima ni siquiera has ve-
nido a verla.

249
– No he podido…
– Mentiroso ¿Hace cuánto saliste de cana? ¿2 meses? ¿3 me-
ses? Nunca te importó la Leticia, hueón chanta.
– Al menos dime como está.
– ¡Que te importa!
– ¡Ya, para po!
– ¡La niña está bien, mejor sin ti! ¡Buenas noches!
– ¡No cortí!
–…
– ¡Rosa!
– ¡¿Que hueá querí oh?!
– Sorry.
–…
– Me porté como la callampa con ustedes.
– Te diste cuenta… pero ya es tarde.
– Rosa, escucha esto.
–…
– ¡Rosa!
– ¡Te estoy escuchando hueón! ¡¿Qué?!
– Anota.
– ¿Ah?
– ¡Anota te dicen!
– ¡Ya! ¿Qué?!
–…
– ¡Habla po! ¡¿Qué?!
– El Tintoretto 4780.
– Esto es La Legua.
– Sí, estoy arrendando una pensión ahí.
– ¿Y querí que te vayamos a ver? ¡Vo estai loco hueón!

250
– No, yo no voy a estar.
– No entiendo nada.
– Rosa, habla con la dueña de la pensión, dile que te mandé yo,
dile que eres mi señora y que vienes a buscar algo, que yo te
mandé no más, yo le dejo dicho, pa que te deje entrar.
– ¿Y qué es?
– Es un regalo pa ti y la niña… son unos ahorritos.
– ¡No quiero tu plata! ¡No la necesitamos!
– ¡No seái burra y anda a buscarla, querí! ¡Le va a servir a la Leti!
– ¿Y por qué no se la traí vo mismo hueón?!
– No puedo.
– Siempre con la misma…
– Rosa, me voy a ir preso de nuevo.
– ¿Ah?
– Eso… Rosa, las quiero mucho, a las 2.
– ¿Qué hiciste ahora hueón?
– Me piteé a unas personas.
– ¿A quiénes?
– A un cuiquito y el resto está por verse.
– ¿De qué chucha hablái?
–…
– ¡Jonathan!
– Chao Rosa, y anda temprano. Estará encima de la cama. Un
beso a las dos, dile a la niña que la amo, que es mi angelito.
– ¡Hueón! ¡Hueón, no me cortí!

Corté la llamada.

Bien… supongo que se acabó el servicio Uber.

– ¿Qué hago, Rocky?

251
–…
– ¿Decí voh?
–…
– Mmm… tení razón, parece que hay que hacer algo, si total ya
me deben estar siguiendo pa irme precioso.

Me devuelvo hacia Conchalí, decidido. Llegué y estoy afuera de


la casa de este conchesumare. Tomo mi fierro para enseñarle a
este mono culiao de que estamos hechos los hombres, los ver-
daderos hombres.

Golpeo su puerta y no sale nadie, pero insisto.

Ahí se prendió la luz de la ventana.

– ¿Quién es? – pregunta desde adentro.

Es él.

– ¡Soy el del Uber!

Escucho cómo abre la chapa por dentro, abrió.

– ¿Qué le pasó máster?


– Pasa que no me gustan los pervertidos conchesumares,
como aquellos que tienen a tu hija, ¿Vo cachái lo que le hace-
mos en cana a los pervertidos culiaos?
– ¡¿Disculpa?!
– ¡¿Que disculpa?! ¡Sapo culiao y la conchetumare!

Le pego con la culata de la pistola bien puesta en el hocico.

Entro con él a su casa y cierro por dentro.

252
– ¡Pásame los 10 millones!
– ¿Qué 10 millones?
– Los palos que te pagaron por la Leticia.
– ¡Tranquilícese amigo, si lo que quieres son chauchas yo se
las paso, pero por favor no me mate!
– ¡Eso depende de vo! ¡De cómo te portí! ¡Ya, pónele! ¡Estái
muy lento!

Lo sigo apuntando, está que llora.

– Mi plata está acá. Deje abrir.


– Asqueroso culiao, no sabí las ganas que tengo de bañarte en
plomo. Tu hija conchetumare… tu hija.

Abre un cajón pero está de espalda, se da la media vuelta y me


muestra un fajo.

– ¡Aquí está!

Espero a que me la entregue… ¡Mierda! ¡Sacó una pistola!

– ¡No te vai a llevar mi plata!

Pero soy más rápido.

– ¡Pah! ¡Pah mono culiao! ¡Pah!

Le di tres balazos en el pecho.

– Y más encima eres duro hueón.

Le pongo el fierro en la cabeza y le chanto el remate. Chao. Que-


da tirado en el piso, lleno de chocolate.

253
– ¡No!

¿Quién es? Alguien nos está mirando, apunto… por la cresta.

– ¡Ay! ¡Ay!
– ¿Qué le pasa? – pregunto.

Llegó una embarazada, vino desde adentro de la casa, segura-


mente es su mujer.

– ¡Me duele! ¡Ay!

Son contracciones… Cresta, está botando líquido no sé cuánto.

– ¡Ay!

Me voy, no puedo ayudarla, si no, me van a pillar y no podré llevar-


le las lucas a mi hija.

– ¡Auxilio! ¡Voy a tener al niño!

¡Por las re chucha! Tomo a esta mujer en brazos, la saco de la


casa, la subo al auto. Me devuelvo al hogar, saco los turrones de
billetes y me voy corriendo para llevármela.

– ¿Sabe dónde está la posta? – le pregunto.


– ¡Ayyyy!
– Pucha señora…

Saco el celular y marco la posta más cercana. Busco en el Waze.


Okey, encontré una.

– ¡¡¡Ayyyyyy!!!

Justo se puso lenta esta hueá… mierda.

254
Listo. Pedro Fontova 4107, Conchalí.

¡Nos vamos!

– Resista señora.
– ¡Me dueeelee!
– ¡Tranquila! ¡Si vamos a llegar rápido! ¡Si total no es tan lejos!
– ¡Ayyyyy!
– Oiga, quiero decirle que lo de su marido era merecido, terri-
ble de chato el loco ¿Sabía usted que tenía una hija con una
prosti?
– ¡Ayyyy!
– ¡No es de sapo! ¡A mí no me gusta ser sapo! ¡Pero es pa que
sepa no más con la clase de gil con el que andaba! ¡Más enci-
ma entregó a la niñita a unos viejos asquerosos pa allá arriba!
– ¡Va a nacer!
– ¡No huevee! ¡Si vamos rápido!

110 kilómetros por hora.

Bien, queda poco ¡Cresta! ¡Alguien se puso por delante! Le toco


la bocina.

– ¡Oye loco! ¡Córrete! ¡Llevo a una loca que está a punto de pa-
rir!

Frenó. Se bajó del auto. Del copiloto y de los asientos de atrás


también bajaron.

– ¡Conchesumare! ¡Ahora no!


– ¡Ayyy!
– ¡Son los taxistas!

255
Se puso un taxi a mi lado y hay otro atrás, el de adelante es un
palo blanco. Me van a hacer cagar el auto y no es el momento.

– ¡Auxilio!
– ¡Señora! ¡Afírmese como pueda!
– ¡Uhhhh! ¡Uhhhh!
– ¿Qué pasa?
– ¡Está saliendo!

Estos locos tienen que comprender.

– ¡Yo sé que hemos tenido conflictos con ustedes últimamen-


te, pero ahora es una urgencia! ¡Después me hacen cagar el
auto, pero ahora no, loco! ¡No se vayan en la volá!

Vienen con unos palos.

– ¡Loco no!

Están rompiendo el capó. Viene otro a quebrar los vidrios.

– ¡Uhhhh! ¡Uhhhhh!
– ¡Señora! ¡Va a tener que tener la guagua acá adentro, olvíde-
se del hospital! ¡Usted puje y yo me encargo de estos conche-
sumares!

Saco la pistola y apunto al taxista que está al lado ¡Pah! ¡Le di jus-
tito!

Los veo correr, el que me rompió el capó quedó justo al frente


mí. Acelero y me voy encima. ¡Se hace cagar el parabrisas con su
cuerpo! Van dos. Acelero, tengo que arrancar porque de seguro
vienen enfierrados también.

256
Avanzo como puedo y paso al de adelante.

“Estás escuchando la voz de Chris Cornell en Audioslave, con el


tema Cochise. Radio Maldita, tu radio”

– ¡Uhhh!
– ¡Eso señora! ¡Usted puje no más!

Cresta, están disparando

120 kilómetros por hora.

Hay que puro meterle chala a esta hueá, nos vamos por Avenida
Independencia. Un semáforo y está en rojo, acá sí que me matan.
Filo, me paso la luz roja por la raja.

– ¡Uhhh! ¡Ahhhhhhh!!
– ¡Eso, trate de que no asome la cabeza!

¡Me quieren reventar los neumáticos, obligado a disparar tam-


bién!

– ¡Tomen, feos culiaos! ¡Taxistas de mierda! ¡Les ganamos por-


que son unos sin vergüenzas! ¡Se les fue a la chucha el nego-
cio!
– ¡Ahhhhhhhhhhhh!

Se escucha el llanto de la guagua.

– ¡Ahhh!
– ¡Falta poquito parece, dele con garra no máh!

Acelero y doblo por un pasaje, estoy contra el tránsito, pero todo


sea por sacarme a estos hueones.

257
Llego a otra calle, ya ni se dónde estoy. Creo que me los saqué.

Sí, ya no viene nadie.

¡Por la cresta!

¡Los pacos!

– ¡Ay! ¡Ay! ¡Nació! ¡Nació!

Tomo una chaqueta que tengo y se la lanzó para que tape al niño.

– ¡Nació mi hijo!

La mujer se puso a llorar. Yo aún sigo escapando, ahora son taxis-


tas y la poli los que me andan buscando. Me tengo que deshacer
de esta mujer, no me la puedo llevar todo este rato.

– Señora
– ¡Mi niñito!
– ¡Señora! ¡ESCÚCHEME!
– ¡¿Qué quiere usted?! ¡¿Me va a matar como lo hizo con mi
marido?!
– No, no hable leseras. Usted y ese niño no tienen la culpa de lo
que haya hecho ese culiao asqueroso.

Me meto por otro pasaje, tal parece que ya no viene nadie. Me


bajo y abro la puerta de atrás.

– Ya señora, lo siento pero la tengo que dejar hasta acá.


– ¿En la calle?
– Tranquila, que las personas que me siguen la van a ver y yo
creo que la van a ayudar.

258
– ¿Y si no?
– Bueno, si no lo siento. Ya hice suficiente. Y tome, acá tiene
algo de plata… y tome esto también, mi celular. Ya no lo nece-
sito. Llame a quien quiera, pero cuando me vaya lo ocupa.
–…
– ¿Estamos?
– Okey
– Cuide a ese cabro chico y que no sea como su taita… o como
yo.

Me subo al auto y me voy a la cresta.

Ahora me voy a la Legua a dejar la plata y después a entregar-


me… no…

… Leticia.

No me refiero a mi Leticia, me refiero a esa niña. Tengo que ter-


minar con todo esta noche. Directo a Las Condes.

Creo que éste será mi último recorrido en este auto. No duré mu-
cho con él, pero ya con lo de esta noche creo que tendré un buen
recuerdo.

– ¡Buena Rocky!
–…
– Parece que no te voy a ver más po perrito mío.
–…
– Mmm... sí, igual podría llevarte a la cana, pero no vai a durar
mucho ahí. Te voy a dejar arriba de la cama junto con la plata,
pa que mi Leti te recupere.
–…

259
– Bueno, eso espero. No sé qué va a pasar ahora, capaz que
por dármelas de súper héroe termine muerto esta noche.

Okey, llegamos a Las Condes, estamos cerquita del pasaje. Voy a


estacionarme acá, caminaré la otra cuadra. Bien, bajé y empiezo
a dar los primeros pasos a esa casa. Me queda poco… llegué.

Ahí está el hueón de terno.

– Amigo.

Ahí viene hacia a mí.

– Buenas noches. ¿Qué pasa?


– Hola… sabe que quedé en la pana del tonto, y necesito un
bidón pa ir a echar bencina a alguna gasolinera, que esté cer-
quita por acá.
– No tenemos.
– ¿No? Pucha.
– Okey, buenas noches.
– ¡Oiga! ¡Pero no se vaya pue!
– Caballero, si sigue molestando llamaré a carabineros.
– ¿Pero pa que se va en esa? Si vengo en la buena onda no ma.
– ¡Váyase le digo!
– ¿Y pa que tanto color? ¿Andan en cosas raras ustedes?

Se está molestando.

– Mira, te la voy a hacer corta. Si sigues hueando borracho de


mierda, yo mismo te agarro y te saco la chucha ¿Tamos cla-
ros? – amenaza.
– Tamos claros.

260
Agarro una piedrita y se la lanzo a la cabeza.

– ¡Sorry amigo!
– ¡Te la buscaste!

Abre la puerta de afuera y sale con todo, yo me corro hacia la


calle y le muestro el fierro.

– ¿Qué pasó? – le digo riéndome de él.


–…
– ¿Pa donde llevái las manos? ¡Pónelas arriba, donde yo las
vea!
– ¿Qué quiere?
– Quiero a la niña
– ¿Qué niña?
– Leticia.
– No sé de quién me habla.
– ¡Ni si di quien mi hibla! ¡Conchetumare, date vuelta!

Le reviso los bolsillos, tiene una pistola, ahora es mía.

– ¡Entra al patio!

Entramos juntos y nos vamos a la parte trasera de la casa.

– ¿Creí que vai a salir bien de acá? – me pregunta.


– ¿Y vo creí que a mí me importa salir bien? Los que van a salir
más mal son ustedes ¡Asquerosos re culiaos!

Le pego con la culata en la cabeza y lo dejo inconsciente.

Ahora entro por la puerta de la cocina, no se ve nadie, me agacho


para que nadie me vea.

261
Se escucha música jazz y el blablá de algunos de estos locos.

¿Cómo paso? Respiro profundo y la hago corta.

– ¡Buenas noches los pastores!

Disparo a tres viejos y se escucha el griterío de las prostis. Éstas


salen arrancando, viene un sujeto corriendo por la escalera.

– ¡Qué pasa!

¡Le disparo justo en la pierna!

– ¡Ahhh!

Cae hasta el primer piso y lo remato en la cabeza.

Subo la escalera y se escuchan más griteríos de mujeres. No sé


cuántos habrán acá, pero esto es una verdadera partuza.

– ¡Leticia! ¡Leticia! – grito por la casa.

No veo a ninguna niña. ¡Viene otro tipo más! Le disparo en el es-


tómago y se va a tierra.

Sigo caminando, este piso es demasiado largo y tiene varias ha-


bitaciones, están casi todas las puertas abiertas, han salido to-
dos arrancando… debe ser esta última. ¡Aquí vamos!

– ¡Arriba las manos mierda!

Ahí está la niña, la tiene en pelota este hueón.

– ¿Te hizo algo?


–…

262
– ¡Contesta! ¡¿Te hizo algo?!
– No…
– Llegué justo a tiempo entonces.

Miro a este sujeto y aprieto los dientes.

– ¡No me haga nada! ¡Usted no debe, soy un senador de la re-


pública!
–…
– ¿Cuánto quiere? ¿Ah? ¿10 millones, 15 millones?
– Quiero a la niña.
– ¿A la niña? ¿A ella?
– Sí… a ella.
– No me diga que compartimos los mismos gustos.
– No.
– Ya, baje esa lesera. No se meta en más cachos. Mire que
apuntarme a mí ¡Jajaja! ¿Usted es muy tonto o se hace? Usted
me mata y le van a hacer la vida imposible. Y si tiene familia,
peor aún, piense en ellos.
– ¿Y vo creí que ustedes me dan miedo?
– Ya, bájela hombre, pare con el tonteo.
– Senador de la república… mejor aún pa mí que seái uno de
ellos, te voy a hacer cagar con gusto.
– ¡No! ¡No! ¡No! ¡Nooo!
– ¡Chao conchetumare!

Le reviento un ojo y la sangre salpica hacia la pared.

Con esto, creo que esta noche se terminó.

– Leticia, vístete que nos vamos.

263
– ¿Y mi mamá está allá afuera?
– No, tu mamá no está.
– ¿Me va a dejar donde ella entonces?
– Tu mamá se fue.
– ¿Dónde?
– Tranquila chica, se fue lejos, pero dijo que volvería en unos
meses más, yo me haré cargo de ti mientras.

Me la llevo de la mano, pasamos por encima de los cadáveres de


todos estos corruptos, asquerosos y mal nacidos. Salimos y ca-
minamos la cuadra, abro la puerta del auto y saco al Rocky.

– El perrito – ella sonríe.


– Sí po, el Rocky te estaba esperando. Es pa ti, te lo regalo.
– Gracias.

Cierro la puerta y empiezo a caminar con ella para tomar un Tran-


santiago.

– ¿Y no nos vamos en el auto?


– No, dejémoslo acá no más. Ya no sirve.
– ¿Y dónde vamos ahora?
– Vamos a dejar unas cosas a mi pensión y de ahí nos vamos
lejos.
– ¿Te van a estar buscando los carabineros?
– Sí, y decidí no entregarme por ahora. Vamos en busca de una
mejor vida, tú y yo, juntos.

“Un senador y varios de sus asesores fueron encontrados muer-


tos en una casa ubicada en la comuna de Las Condes. Se presu-
me que fueron asesinados en un confuso tiroteo. Según infor-

264
maciones de último minuto, trasciende que se encontraban con
menores de edad. Aún se investigan las causas de esta terrible
tragedia. Todos los antecedentes que surjan durante el transcur-
so de esta noticia los estaremos informando aquí, en tu radio, tu
Radio Maldita… Ahora suena The Clash – Rock The Casbah”.

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02

LA PENITENCIA

S
orprendí a mi mujer acostada con mi mejor amigo cuando volví
del trabajo, en mi departamento. No me vieron. No hice nada,
me di la media vuelta y subí a mi auto como un zombie. Comencé
a correr a 110 kilómetros por hora, y aumentaba. Una nebulosa en
mi cerebro, adelanté a dos autos, un bus, un camión, y la moto en-
cima… no vi la curva. Choqué y di varias vueltas en el aire. Familia,
llanto, la policía, ambulancia, fotos… y acá empieza todo.

Al tiempo terminé en la casa de mi madre, en estado de coma,


encerrado en mi propio cuerpo, no podía salir de allí. Me alimen-
taban, me cagaba, me mudaban, me hablaban por días, semanas
y meses. La verdad es que escuchaba todo, pero no podía res-
ponder.

Al principio me visitaban constantemente, pero con el tiempo


quedé cada vez más solo. Como siempre mi madre fue mi fiel
acompañante, porque mi esposa se fue con su amante. Pobre de
mi vieja, tuvo que salir a trabajar para poder mantenerme, así que
dejó a una mujer del pueblo para que me cuidase, una creyente

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de la iglesia que me contó de sus problemas como si a mí me
importasen, pero en fin, no tenía más que hacer que escucharla.

– Mi niño, tengo unos problemas económicos tan grandes, es-


toy llena de deudas que no me dejan dormir. Imagínese que
me llegó una notificación de embargo de la casa, he llorado
muchísimo. Tanto esfuerzo para perderlo todo de la noche a la
mañana, a estas alturas lo único que podría salvarme de esto
es ganarme la lotería ¿Se imagina?…

Y acá viene lo divertido.

– Estoy segura de que usted debe estar cerca de Dios en este


momento ¿Por qué no le dice que me ayude? Mire, si usted me
llega a hacer el milagro de que me caiga platita, yo le juro que a
cambio le doy parte de ésta a su mamá para que no tenga que
salir a trabajar nunca más. A usted no le va a faltar nada, esa
sería mi penitencia.

Después se puso a reír sola sabiendo de que yo no haría nada


porque si, obviamente yo no soy un santo, solo soy un cuerpo
acostado que no puede hacer nada por sí mismo.

Pero a qué no me van a creer lo qué pasó dos días después.

Mi madre, enfadada porque la señora no había llegado a cuidar-


me, intentó comunicarse con ella, pero no había rastros; nadie
sabía dónde se había metido… hasta que encendió el televisor.

– Quiero dar agradecimiento a mi angelito que está postrado


en mi pueblo, se llama Sebastián, es un santo, él me hizo este
milagro. No puedo más de la emoción.

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¡Se había ganado el pozo de la lotería más grande de la historia
del país! La televisión hablaba de ella… pero también de mí.

La señora cumplió lo prometido, le pasó parte del dinero a mi


mamá y no tuvo que salir a trabajar nunca más. Hasta ahí todo
bien, salvo que la casa comenzó a llenarse de gente todos los
días que iban a mi habitación a pedirme favores, como si yo fue-
se un santo.

Mi vieja, orgullosa de mí, y yo no había hecho nada. Una fila de


personas en la puerta donde ella hacía pasar uno por uno como si
la casa se tratase de una sucursal con horario de atención, desde
las doce del día hasta las seis de la tarde.

– Sebastián, a mi hijo lo van a operar de un tumor. Por favor le


pido que me ayude a que salga todo bien. A cambio le juro que
yo dejo de beber para siempre.

Y después llegaba otra persona con sus problemitas.

– Sebastian, se perdió mi perro, es mi mejor amigo, lo he cuida-


do desde chiquito, ayúdame a encontrarlo. Como penitencia,
yo le traigo leche de mis vacas todos los días, sin falta.

También debo decir que no todas las peticiones eran buenas.

– Sebastián, mi esposo me dejó por una mujer más joven.


Quiero que él la deje y vuelva a mí… a cambio, le ofrezco que…

Pero mi madre la escuchó.

– ¡Cómo se le ocurre pedirle eso a mi hijo! ¡Váyase de aquí, él


es un santo, hace cosas buenas, no es un brujo! ¡Que se ha

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creído! ¡No vuelva más a esta casa!
– ¡Es que ella no se lo merece!
– ¡Váyase de aquí!

Una tarde también llegó un campesino muy triste, lo noté por su


voz.

– Sebastián, la siembra se me está muriendo. No ha llovido


nada. He hablado con los vecinos y estamos muy preocupa-
dos, apenas tenemos para nuestros animales. La sequía nos
está afectando en demasía, es tanta nuestra desesperación
que hemos sacado a pasear a la virgen y ni así cae agua. Bue-
no, por esto le hemos solicitado a su madre que nos deje pa-
searlo por el pueblo, estamos seguros de que usted nos va a
ayudar. Es tanta la gente que dice que le cumple los milagros
que creemos que es la única salida que nos queda. A cambio,
si llega a llover, yo me arrastraré desde la punta de la cima has-
ta su casa como agradecimiento.

Y así lo hicieron, me sacaron de la pieza con cama y todo por el


pueblo mientras bailaban alrededor mío, fue un carnaval espiri-
tual donde se congregaron personas de todo el lugar… pero ha-
bía alguien que no estaba de acuerdo con esto.

– ¡Esto no puede ser! ¡Lo que están haciendo es una herejía!


¡Él no es ningún santo! ¡La iglesia no está de acuerdo con esto!

Era el sacerdote del pueblo que se enfrentó a mi madre pidiéndo-


le que nos detuviésemos. Ella, por supuesto, le discutió. Aunque
debo admitirlo, el cura tenía razón. Yo no era ningún santo.

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El sacerdote comenzó a gritarle a todos los vecinos y el carnaval
se detuvo…

Pero no me van a creer.

– ¡¡Dios mío santo!!

Justo en ese momento comenzó a llover. La gente lloraba; el


cura permanecía en silencio mientras miraba al cielo, que arro-
jaba agua como no lo había hecho en años. Desde ese instante,
ya no hubo marcha atrás. Aunque la iglesia no quiso reconocer
la creencia del pueblo, para el resto yo me convertí en un ángel
terrenal. Aquel campesino cumplió su penitencia, arrastrándose
desde la punta del cerro hasta mi casa. Y así fue durante mucho
tiempo: filas interminables de personas llegaban de todas partes
del mundo a pedirme favores… pero yo estaba agotado de escu-
char. Me convertí en una víctima de sus creencias.

Una noche, un fuerte golpe resonó en la puerta. Eran cerca de las


dos de la madrugada. Mi madre, asustada, salió a mirar. Era una
joven mujer, empapada por la lluvia, con los ojos llenos de lágri-
mas y apenas capaz de hablar.

– ¡Necesito a su hijo, por favor!


– Mi vida, me va a disculpar, pero estas no son horas para que
él pueda escucharla. Él atiende desde las doce del día hasta
las seis de la tarde.
– ¡Por favor, se lo suplico! ¡No sé qué más hacer! ¡Es una emer-
gencia! ¡Se lo ruego!

La joven se arrodilló a los pies de mi madre, suplicándole con


desesperación.

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– ¡Ay, niña! Está bien… pero solo le voy a dar cinco minutos. Es
tarde y necesitamos descansar.

La mujer corrió hasta mi habitación, me tomó de la mano y co-


menzó a llorar. Sentí sus lágrimas caer sobre mí.

– Sebastián, le prometo que si estoy aquí no es para pedirle


que me gane la lotería o algo así… Se trata de mi hija. Se llama
Estefanía. Es lo más hermoso de mi vida, lo más preciado, y
se está muriendo, ahora, en este mismo instante. Tiene doce
años, es una buena niña… y le están haciendo daño.

Les juro que jamás puse tanta atención en alguien como lo hice
con ella. Su voz me conmovió profundamente.

– Hace unos meses, mi hija comenzó con molestias en la es-


palda, dolores muy fuertes. Pensé que era una simple tortíco-
lis o algo por el estilo. Pero por las noches empezó a gritar. La
llevé al médico, y no encontraron nada. Sin embargo, bañán-
dola me di cuenta de algo aterrador: le aparecían cicatrices de
la nada, rasguños y moretones, como si alguien se los hiciera.
Pensé que en el colegio alguien la estaba maltratando. Fui a
dirección, hablé con los profesores, pero mi hija nunca quiso
decirme de quién se trataba. Hasta que, hace unos días, todo
se complicó… y lo descubrí. No sé cómo explicarlo… Sebas-
tián… el demonio está en mi casa. Estoy segura de que es el
Diablo. Se está apoderando de ella, y en este mismo momento
se la está llevando. ¡Haz algo, por favor! No tengo a quién más
acudir. La iglesia no me escucha. Solo somos nosotras dos; no
tenemos a nadie más. ¡Saca al demonio de mi casa! ¡Sácalo!

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Y te juro que, si me ayudas, yo doy mi vida, mi propia vida, a
cambio de que tú despiertes de tu estado de coma. Esa será
mi penitencia. Te lo juro. ¡Sálvala! Es ahora… ¡Ayúdala!

Un silencio sepulcral llenó el cuarto. La mujer se marchó, deján-


dome en un vacío absoluto. Pasaron un par de horas, y escuché
las gotas de la lluvia caer sobre el techo de mi casa. Entonces,
algo se apoderó de mí, una fuerza indescriptible. De pronto, salí
de mi propio cuerpo. Era un alma caminante, invisible para todos,
incluso para mi madre, a quien vi durmiendo en el sillón.

Quise tocarla, y sin querer boté un vaso de agua. Ella despertó,


miró a su alrededor, pero no me vio. Se levantó y fue a acostarse
a su habitación. Yo sonreí, aunque ella no podía verme.

Salí de mi casa y caminé por el pueblo, buscando el hogar de


aquella mujer desesperada. Escuché un grito y vi luces encen-
didas en una casa. Entré, y un fuerte olor a azufre me golpeó. La
madre estaba intentando abrir la puerta de la habitación de su
hija, mientras la niña gritaba desde adentro:

–¡Mamá, ayúdame!

Atravesé la puerta y entré a la habitación de Estefanía. La encon-


tré arrinconada en una esquina, con profundas heridas en el ros-
tro. Entonces, lo vi.

El clóset comenzó a moverse de un lado a otro. Las luces se apa-


gaban y encendían de forma intermitente. Voces extrañas llena-
ron el aire, y la cama de la niña se elevó.

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La madre, desesperada, logró romper la puerta, pero una fuerza
invisible la empujó hacia afuera con violencia. Yo permanecí allí,
atento, con la vista recorriendo cada rincón.

–¡Mamá! –gritó la niña nuevamente.

Y entonces, una voz monstruosa llenó el cuarto. Era grave, gutu-


ral, inhumana.

– Im 'vestri mom reginam vult opprimere…

Respiré profundo, yo no tenía que tener miedo.

– Et posuit in xxx est ipsum colem fluit et cruentatur.

Apareció desde el clóset y me miró son sus ojos brillantes, sonrió


con sus grandes dientes y me hizo ver a mi mujer con mi mejor
amigo acostados.

– ¡No… eso ya pasó para mí! – le respondí.

Volví al presente.

– ¡Ella es mía! ¡Vete de aquí, vuelve a tu cama o después iré por


tu madre! – me amenazó.
– ¡No me voy a ir, déjala! ¡No te tengo miedo!

Mostró nuevamente sus dientes, como si la fuese a morder.

– Tú no eres el diablo – le dije.


– ¡Sí, lo soy!
– Si lo fueses, no tendrías miedo de mí. Eres igual que yo.
– ¡Mentira!

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Me acerqué a él. Intentó empujarme con una extraña energía,
pero no lo logró. Puse mis manos sobre él.

Cerré los ojos, me mordí los labios con fuerza.

– ¡Muéstrate! – le grité.

Su fuerza era cada vez más débil, comenzó a respirar y sentí su


miedo. Le enterré mis dedos en sus hombros. Comenzó a implo-
rarme que lo dejara, y su rostro monstruoso se desfiguró para
tomar una forma humana… su verdadera identidad.

Hasta que lo descubrí…

– Aquí estás… siempre fuiste tú.


– No, tú no eres un santo. Tú no puedes hacerme nada – me
respondió.

Su sotana, su crucifijo en el pecho.

Era el sacerdote del pueblo. Siempre fue él quien usó sus conoci-
mientos para poder desdoblarse de su cuerpo y herir a esa niña.

Lo solté, bajó su mirada y volvió al clóset.

– Vete del pueblo y no vuelvas más por ella – le dije.

Y desapareció.

Di la media vuelta y la pequeña comenzó a llorar mientras escu-


chaba a su madre despidiéndose.

– Hija mía, ya estás a salvo… pero yo hice una promesa, yo aho-


ra tengo que entregar mi vida. Cuídate mucho. Te amo.

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Me comencé a sentir ansioso por lo que estaba a punto de suce-
der. Mi alma voló por los aires de vuelta a mi casa. Di un respiro
agitado, y sentí mis piernas. Abrí los ojos, miré el techo de mi ha-
bitación. Grité, y el aire salió con un llanto desgarrador.

Mi madre me escuchó, se acercó a la pieza y no pudo creerlo.

– ¿Hijo? ¡Hijo! ¡Dios mío santo… no puedo creerlo! ¡¡MI HIJO…


MI HIJO DESPERTÓ!!

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03

MI MEJOR CITA

T
uve la mejor cita de mi vida. Hace una semana descargué
Tinder y la conocí. Una chica fit, viajera, con fotos en Europa
y Asia. En su descripción decía que le gustaban los gatos, que era
fumadora y "demasiado piscis para sus cosas". No entendí qué
significaba eso último, pero no me importó. Solo me quedé con
esa imagen suya en bikini, voluptuosa, y le di "like". Yo estaba en
la oficina cuando vibró mi teléfono por el “match” que hicimos
en la aplicación. Se la envié a mis amigos para que me dieran su
opinión y todos me decían que ese perfil no era real, que tuviese
cuidado, que me podían sacar plata, no era más que alguien dis-
frazado, una catfish cualquiera.

Pero la duda me carcomía. Decidí arriesgarme y comencé con


el típico "Hola, ¿cómo estás?". Para mi sorpresa, respondió. Eso
casi nunca pasaba. Nos dimos el Instagram y nos agregamos de
inmediato, comencé a revisar su perfil para descubrir alguna pis-
ta de engaño, pero ciertamente no había nada tan sospechoso.

– ¿Nos vamos a juntar o qué? – me escribió.

279
Cuando me lo propuso, lo primero que imaginé es que me harían
una encerrona en dicha cita y me terminarían robando o secues-
trando o qué sé yo… Pero ¿Y si no? El entusiasmo de tener la po-
sibilidad de juntarme con alguien “así” podía mucho más.

– ¿Y si hacemos una videollamada ahora para conversar un


rato antes de vernos por ahí? – ofrecí para salir de las dudas.

Demoró al menos cinco minutos y mi ansiedad comenzó a crecer.

– No, no quiero. Me aburres… Bueno, tú te lo pierdes – respon-


dió.

No lo soporté, y ahí lo decidí: me arriesgaré.

– Hoy, en el parque…
– No. Iremos al Bar Ascensión. Nueve en punto, me carga que
me hagan esperar, así que llega a las ocho – refutó.

Eran las dos de la tarde. Corrí a la barbería, luego a comprarme


ropa nueva, volver a la casa, bañarme. Eran las siete y media,
tomé un auto y me fue a dejar a aquel bar. Absurdamente le hice
caso y llegué adelantado como me dijo. Entré al bar, pedí algo
para esperar, pero luego eran las nueve, diez, once… “okey, me
voy, mis amigos tenían razón, que estúpido fui, bueno, al menos
no me robaron”, pensé.

Pero de pronto la vi llegar, como si nada, sonriente, moviéndome


la manito. No podía ser, era más guapa que en fotos.

– ¿Te hice esperar mucho? – me preguntó.


– No… para nada. Todo bien…

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Quedé tan embobado y embriagado en el nerviosismo que solo
se me ocurrían preguntas imbéciles para hacer.

– Estás pegado… ¿Vas a tomar algo? – me preguntó, hacién-


dome aterrizar a aquel momento.
– Emm… sí. Recién me tomé un ramazzotti – respondí.
– ¡¿Un ramazzotti?! ¿Y no hay whisky acaso?

Una tipa desafiante en todo momento, yo no me podía quedar


atrás. Pasaron unos minutos y al andar de la conversación, que
más bien fue un monólogo mío al cual jamás puso atención, abrió
su bolso y se robó el cenicero y el salero de la mesa.

– Justo me hacían falta – me dijo.

Y como si nada, metió vasos en su abrigo y, cuando ya no le ca-


bían más, me pidió que guardara dos en mi chaqueta. Pensé que
estaba de bromas, pero no. Se fue a su auto y guardó todo lo que
robó en el bar. Volvió, me ordenó que me levantara de la silla y
que nos pusiéramos a bailar en la pista. Sensual como ninguna,
todos la miraban, luego se me acercaba a la boca como si me fue-
se a besar, pero no lo hacía, y mi entusiasmo por ella junto a la
borrachera comenzó a crecer hasta que en un momento me vi
enfrascado en una discusión con un tipo mucho más grande que
yo.

– ¡Tienes que pegarle! ¡Me tienes que defender! – gritó mi cita.

El tipo la había tocado y ella no halló nada mejor que “tirarme a


los leones”, como si yo fuese bueno para los combos. Obvio, fui
yo quien terminó en el piso por el piñazo que me dio el grandu-
lón, ella me agarró de la camisa y me levantó como pudo para

281
arrastrarme hasta afuera del bar. Abrió la puerta de su auto y el
dueño del local salió corriendo detrás de nosotros. No habíamos
pagado la cuenta. Ella aceleró, prendió la música al máximo de
volumen y comenzó a reír.

– ¡Cómo que vas un poco rápido! – le dije.


– ¿Tienes miedito, bebé? – me respondió.

Me toqué el corte que me dejaron en la frente, sangraba. La miré


a ella, cantando a todo pulmón mientras aceleraba cada vez más
fuerte… fue ahí, justo ahí, en ese preciso instante cuando me dio
lo mismo todo. Sonreí borracho. Comencé a besarle el cuello y
puse mi mano abajo.

Llegamos. Me hizo subir las escaleras y entré a su habitación.


Tomaba una botella de vodka mientras se me subía encima, me
agarró la boca con sus dedos flacos y me la escupió. Recibí una
cachetada y e inmediatamente me lamió la herida que me dejó
aquel tipo del bar. Rasguñones en la espalda, en la nuca, en el pe-
cho, el labio inferior roto y un moretón en el cuello fueron las con-
secuencias de compartir su habitación.

Desperté. Tres de la tarde. Ella en la cocina friendo unos huevos


vestida con ropa interior.

– Le hice desayunito, mi amor – me dijo.


– ¿Mi amor? – pregunté un tanto confundido, sin saber si había
escuchado bien.
– Tenemos que aprovechar de hacer cositas ricas ahora que
los niños se fueron a la casa de su tía.

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La cita aún no había terminado, tal parecía que aquella loca que-
ría jugar al marido y mujer conmigo, a la familia perfecta... di mi
mejor papel.

– Mi amor, ¿Y si nos vamos de vacaciones unos días? – le pre-


gunté.
– ¿Sí? ¿Dónde quiere ir, bebé?

Le nombré Miami, Paris, Londres, Río, e incluso un viaje a Singa-


pur, solo lugares que jamás en mi vida conocería por el poco al-
cance de mi billetera. Pero la fantasía podía mucho más. Me aga-
rró en la cocina mientras los huevos se quemaban. Yo no quería
que esto acabara.

Estuvimos toda la tarde hasta que se rindió en mi pecho.

– No quiero perderte.
– Yo tampoco.

Que me trataran como el ser más amado, aunque fuese de men-


tira, era algo que nunca calculé en mi primera cita… pero cierta-
mente en algún momento igual me lo creí.

Nos duchamos, nos vestimos y salimos nuevamente a su auto.


En el camino me di cuenta de que pasamos por afuera de la casa
de mi ex y cometí una estupidez: se lo dije.

– ¿Así que no puedes olvidar a tu antigua noviecita?


– No, solo te estaba diciendo que vivía ahí. Eso es todo.

Dio la media vuelta, y aceleró… no podía creer lo que iba a hacer.


Se estacionó afuera de su casa.

283
– ¡No! ¡No! En realidad, ella no vive aquí, me confundí – le in-
venté.
– Veamos si es cierto.

Tocó el timbre varias veces, yo rezando que ella no estuviese en


casa, pero los santos jamás estuvieron conmigo.

– Sí, hola… Dime, en qué te puedo ayudar.

Yo, asustado, con la guata apretada atiné solo a agachar la cabe-


za mientras escuchaba todo.

– ¿No quiero que te acerques a mi novio!


– ¿Disculpa?
– No te hagas la bonita. Él está conmigo ¡¿Escuchaste?! Si te
veo hablándole o escribiéndole un mensajito te juro que la pa-
garás. No sabes cómo soy yo y de lo que soy capaz.

Mi ex se quedó muda y yo, una vil gallina que casi se meaba en


los pantalones, no fui capaz de calmar la situación. Lo sé, hubo
suficientes “red flags” como para haber dejado la cita antes, pero
yo, con mi inseguridad constante de sentirme rechazado y poco
querido, terminé transformándome junto a ella en uno de los
dúos más tóxicos de la ciudad.

– ¿Por qué hiciste eso? – Pregunté.


– Perdona… amor, pasa que el embarazo me tiene así.
– ¿Embarazo?
– Amor… te tenía esta sorpresa. Vamos a tener otro hijo.

Yo a esas alturas estaba contagiado de aquel teatro malo, así que


respondí como debía ser.

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– Te prometo que seré el mejor padre del mundo.

Seres enfermos. Muy enfermos, los dos. Lo hicimos en el parque,


en el baño de una bencinera, nos juramos amor eterno y casi le
pedimos a un vagabundo que actuara de cura a cambio de diez
mil pesos para que nos casara en el río. Nos fuimos de luna de
miel a un motel barato y en la madrugada avanzamos lentamente
en su auto con música romántica hacia la playa, pero se desvió en
el camino.

– Eres intenso y amo que seas intenso… nos debimos haber


conocido antes – me dijo.

Estacionó su auto afuera de una comisaría, respiró profundo y


sus lágrimas comenzaron a caer.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué estamos acá? – pregunté.

Se entregó a la policía. Ella les mostró lo que traía en la maletera


del auto y ahí lo encontraron entre medio de los vasos y el ceni-
cero que se robó en el bar. Su exmarido, asesinado de siete pu-
ñaladas. Lo habría matado por celos antes de juntarnos, pero aún
mucho más increíble que lo paseó por todo Santiago junto a su
cita Tinder.

Me miró directamente a los ojos mientras la esposaban y sonrió.

– Fue la mejor cita que he tenido en mi vida... bebé.

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04

EFECTO RESET

A
busaron de mi novia y la dejaron botada en un peladero.
Esto fue un viernes, salió con sus amigas por la despedida
de soltera y le empastillaron el trago. Al otro día nos casábamos.
La cara moreteada, tres dientes quebrados y el brazo derecho
fracturado. Lógicamente el casamiento se suspendió. Traté de
buscar explicaciones, pero todas decían que ella simplemente
desapareció, mientras en su declaración ni siquiera recordaba la
cara del tipo.

Tratamiento psicológico, psiquiatra, dental, y un sinfín de tera-


pias que no la ayudaban, mencionó varias veces que se mataría.

– ¡¿Por qué mejor no te vas con otra?! ¡No sé si yo pueda ser


pareja de alguien, no sé si quiero que me vuelvan a tocar! – me
gritó.

Yo intentaba mostrar fortalezas en casa y, por otro lado, me debi-


litaba en un bar, donde se me acercó un tipo que me vio llorando,
solo. Me preguntó qué me pasaba y se lo conté, como si fuese un
amigo de toda la vida.

287
– Yo te voy a ayudar – me dijo.

Sacó de su bolsillo dos pastillas, que a ella le diera una sola y,


cuando fuese necesario, se tomara la otra, que eso la iba a sanar.
Las puso sobre mi mano y aseguró que volvería para que le agra-
deciera.

– ¿Y esto que es? – pregunté.


– Reset.
– Nunca había escuchado de esto, pero no voy a drogar a mi
mujer…

Me dejó hablando solo y se marchó.

Llegué a casa y la encontré cortándose las venas. Gritos de do-


lor, de rabia, odiando su cuerpo, autodestructiva repitiendo una y
otra vez que la dejara irse de una vez.

Pero un día todo cambió…

Una madrugada desperté sin ella a mi lado, de un salto corrí a


buscarla y escuché el sartén mientras freía cuatro huevos. La
frutera con las manzanas masticadas y la bolsa de pan vacía.

– Tengo hambre – me dijo, mientras se devoraba el jamón con


la mano desde el refrigerador.

Le pregunté si se sentía bien y respondió que todo estaba per-


fecto. Me asusté, pensé que su mente jugaba otra vez con ella,
“deben ser esos mecanismos de defensa de los que alguna vez
nos habló la psicóloga para evadir el sufrimiento”, pensé. Extraño
verla cocinando cuando los días anteriores andaba sin apetito y

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apenas era capaz de tomarse un vaso con agua para tragar los
medicamentos recetados.

Cuando regresé a la habitación, me di cuenta de que encima de


su velador estaba la pequeña tira sin una pastilla de Reset, la mis-
ma que me había entregado aquel tipo y que mi novia había con-
sumido por error.

Me di la media vuelta y ella se lanzó sobre mí, se sacó la polera y


comenzamos a hacerlo. Le pregunté si realmente estaba segura
y me tapó la boca.

Cuando terminamos me miró a los ojos con una gran frialdad.

– Ya no me siento mal. No tengo pena, ni rabia, ni tristeza, ni


asco… nada… pero parece que tampoco te amo, no te quiero
ni una sola pizca, me acuesto contigo solo porque lo deseo, de
hecho, podrías ser tú o cualquiera. Ni siquiera me da lástima
decírtelo. Fueron esas pastillas… ¿De dónde las sacaste?

El Reset había suprimido todo tipo de sentimientos en ella. Ni si-


quiera se sentía contenta por haber “superado” su dolor.

Busqué en el computador de mi oficina algo referente a la pas-


tilla Reset y lo único que encontré fue el escrito de un tipo en
un foro que hablaba sobre aquella sustancia: “La pastilla la usé
para sanarme de la muerte de mi hijo menor. Desde que tomé Re-
set en su funeral, dejé de llorar de inmediato. Fui capaz de anular
ese sentimiento desgarrador, y logré vivir sin él… sin embargo,
cuando el efecto se acabó, a los ocho días la tristeza se volvió
tan profunda como una cuchilla en mi pecho que se doblaba y

289
no lograba soportar, el dolor fue peor que antes, a tal punto que
no fui capaz de pensar, me volví loco… busqué las pastillas para
sanarme y descubrí que mis otros dos hijos estaban jugando con
las cápsulas que tenía que tomarme, los odié tanto en ese mo-
mento que agarré mi hacha y les corté la cabeza a ambos. Llo-
ré y comencé a ahogarme, me arrastré al lado de sus cuerpos
para poder sanarme rápido de lo que les hice, tomé un puñado de
esas píldoras que estaban manchadas con su sangre en el piso y
me las tragué. Ahora estoy tranquilo, los miro a los dos y me dan
igual…”.

Contabilicé hace cuantos días ella se tomó la primera cápsula…


¡Cresta! ¡Ocho!

Agarré el auto, y partí. Abrí la puerta y vi sangre en el suelo, seguí


la línea que pasaba por el living hasta el baño.

– ¡Qué estás haciendo!

Estaba desnuda, con un cuchillo cocinero comiéndose el dedo de


su mano derecha.

– ¡No encontré el otro Reset y me odiooooo! ¡No lo sopor-


tooooo! ¡Me quiero comer mi cuerpo! ¡¿Tú escondiste la otra
pastilla?!¡Te voy a matar!

La encerré con llave y comencé a buscar rápido la cápsula fal-


tante. Recordé que la tenía en mi chaqueta. La saqué de aquel
bolsillo, avancé hacia el baño, decidí no abrir la puerta, quizás se
abalanzaría sobre mí y me terminaría acuchillando o algo peor, así
que se la lancé por el espacio de abajo y le avisé. Pasó un minuto
y le pregunté si se la había tomado.

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– Sí… estoy mejor – respondió.

Abrí la puerta y le faltaban dos dedos mientras se miraba la mano


con un rostro de tranquilidad.

Cinco días y ya no tenía más Reset. Fui al bar y me encontré a


aquel tipo. Me cobró quince millones de pesos por un frasco y no
me quiso hacer precio ni siquiera por una sola cápsula. Gasté la
plata de la boda suspendida, la luna de miel que nunca haríamos
y varias cosas más… así fue como logré comprarlas.

Tres años duró drogándose, mientras no me amaba por el efecto


y solo comía, cagaba, dormía y se acostaba conmigo. Se compor-
tó como un animal pensante pero que, al menos, ya no sufría por
lo que le hicieron… hasta ahora.

Sí, tres años pasaron…

Quedaba una sola pastilla, así que apenas acabase el efecto ella
cambiaría para siempre, tres años acumulados omitiendo aquel
dolor sería suficiente para volverse loca, seguramente se con-
vertiría en una bestia. Podría haberla encerrado en un psiquiátri-
co, pero ella no se merecía eso, sino que algo mucho mejor, así
fue como decidí darle un digno final a toda esta situación.

Partimos en el auto y llegamos hasta Santo Domingo. Nos me-


timos a aquella casa y, cuando abrieron la puerta, lo apunté con
una pistola. Asustado, sin entender nada, nos encerramos junto a
él. Le mostré a mi novia y respondió que no sabía quién era. Con
todo el tiempo que ya había pasado yo ya había investigado so-
bre él, sabía todo, desde su paradero hasta quiénes vivían en su
casa… tenía una familia, pero ese día estaba solo.

291
– Pese a que tú abusaste de ella, no te odia. Es más, no tie-
ne ninguna pizca de remordimiento hacia ti… pero eso se va a
acabar en unos minutos más.

El reloj avisaba que solo faltaban cuarenta segundos para que se


acabase el efecto de la pastilla.

– Te amo – le dije.
– Yo no, pero sé que debería – me contestó ella.

La alarma del celular, fin del efecto Reset… mi novia se agarró la


cabeza, los gritos como el rugir de un león, apretó los dientes por
la rabia y los horribles recuerdos que le causaba aquel tipo. Se
abalanzó sobre él, le arrancó la mejilla de un mordisco y yo giré
para no seguir mirando. Cerré la puerta por fuera.

Así fue como abrí el frasco de Reset, dejando caer sobre mi mano
la última pastilla que quedaba, la eché en mi boca y comencé a
sentir la nada absoluta mientras escuchaba los gritos desgarra-
dores de aquel abusador.

292
E l Borrador
05

LA VISITA

M
i hermano era un traficante, le gustaba la noche, el bling
bling, la mocha, la plata y las balas. Temido, odiado y ad-
mirado. Líder de la población, no corría una mosca sin que él no
supiera. “El Padrino de la 58”, a quien todos buscaban por algún
favor. Mi bonita casa, el refrigerador lleno, la ropa de marca, nada
me faltaba.

Richard Verdugo se llamaba, egocéntrico como él solo, decía que


tenía todo, que solo le faltaba ser inmortal. Lo quise imitar, pero
nunca me dejó. Si me veía en malos pasos, donde me pillase me
iba a sacar la cresta, que mejor estudiara, que no fuese como él,
que no tenía el talento de calle.

Pero no hay narco eterno, dicen. Su misma soberbia se encargó


de jugarle una traición. Su más cercano lo vendió a la poli, pero
éste no se dejó atrapar. Un 23 de agosto se enfrascó en una ba-
lacera, yo me encontraba junto a él y lo vi caer muerto de un tiro
en la cabeza.

295
Fue un martes en la madrugada cuando alguien hizo sonar la cha-
pa de la puerta. Se querían meter a la mala, probablemente los
enemigos de mi hermano que nos robarían todo. Mi vieja tomó
una pistola y apuntó. Pero cuando aquel intruso abrió, la sorpresa
fue mayúscula.

– Hola, mamá. Oye, cambien la chapa, con un simple fierrito


entré, así de fácil. Oigan, ¿Tienen unas monedas? Le quedé
debiendo plata al taxista y me está esperando afuera para que
le pague.

Mi madre prendió la luz. El Richard, ahí, en nuestra casa, como


si nada. Luego se quejó de que tenía hambre y que por favor le
cocinaran algo. Mi vieja se largó a llorar.

– Ven, acompáñame a comer – me dijo.


– No puede ser, tú estás muerto, yo vi cuando te mataron.
– Hermanito, déjate de hablar de eso, ¿Me extrañaban o no me
extrañaban?
– Sí – contestó mi madre, emocionada.
– Ya pues, aprovéchenme entonces.

Tomamos al otro día temprano el bus con dirección a Cartage-


na. Mi vieja hizo huevos duros, sándwiches y compró churros re-
llenos. Nos metimos bien adentro en la playa para agarrar la ola
más grande. Jugamos a las cartas y de vuelta a Santiago a regalo-
near. Él me golpeaba en la cabeza, como el abusivo que siempre
fue mientras mi madre nos observaba contenta.

Pero la visita era corta… había que despedirse, lo abrazamos


fuerte. Lo fuimos a dejar en taxi hasta la entrada del cementerio

296
y antes de verlo desaparecer nos dijo que vendría a buscarnos
cuando fuese nuestra hora.

Con el tiempo, junto a mi madre armamos una pastelería y nos


marchamos de aquel lugar.

Pasaron años, y la vida junto a ella se volvió más que una cos-
tumbre. Por alguna razón sentía la necesidad de no despegarme
jamás de su lado. Pero un día la vi caerse sola en la entrada de la
pieza, sufría de constantes mareos, y terminó en cama por los
dolores que sentía en su cuerpo. Lo cierto es que se notaba que
le quedaba poco tiempo.

De pronto, se escuchó un auto que estacionaba afuera, y cuando


vi a mi hermano levantándome la mano para saludarme, decidí
cerrar la puerta con pestillo.

– ¡¿Y a ti que te pasa?! – me preguntó.


– ¡Ándate de aquí!

Mi madre desde la cama escuchó su voz.

– Hijo ¿Es tu hermano el que está golpeando?


– No… no es nadie.

Y este se hacía notar.

– ¡Weón, abre la puerta si no quieres que te saque la cresta


como siempre!

Él ya no era bienvenido, no ahora, quizás más adelante. Pero el


Richard insistía. Era lógico… se la quería llevar.

297
Creí que en algún momento se aburriría y se marcharía junto a
ese taxi, sin embargo, no cesaba.

– Hijo, no sea mal educado y deje entrar a su hermano.


– No… si ya se fue.
– ¡Abre! – gritaba desde afuera.

Mi madre me tomó de la mano.

– Te amo.
– Mamá, no. Si el Richard puede venir otro día.
– Hijo… estoy sufriendo.

¿Qué más iba a hacer ante esa frase? Me puse a llorar sobre el
vientre de ella mientras se escuchaban los golpes insistentes en
la puerta y los fuertes bocinazos del taxi. Me levanté, abrí y el Ri-
chard entró. Éste se sentó al lado de su cama y le besó la frente.

– Pucha viejita, que te ha tocado duro – le dijo.


– Sí… lo sé.
– ¿Vamos? Está el taxi afuera, me va a salir más caro por culpa
de este otro.

Entre los dos la levantamos, y la subimos al auto. Me senté con


ellos atrás para ir a dejarlos. Mi vieja puso su cabeza en mi pecho.
Mis lágrimas desparramadas, y la música del radiotaxi. Veía los
paisajes pasar, tomándole todo otro sentido. Cuando llegamos,
ellos bajaron, y desde la ventana les levanté la mano para decir-
les adiós.

– ¿Y tú? ¿Por qué te quedas ahí atrás? – me preguntó el taxista


mientras me miraba desde el retrovisor.

298
– ¡¿Ah?! No, vámonos no más, prefiero despedirme desde aquí.
– ¿Despedirte?... Si tú te vas con ellos.
– ¿Qué? No, si yo estoy bien, aún no es mi hora.
– ¿No?

Y todo volvió a mí… no podía ser… como nunca lo recordé. Fue


ese 23 de agosto. Le dispararon en la cabeza y, cuando lo fui
abrazar, no vi venir la bala siguiente.

– ¿Y por qué yo no estuve con él todo este tiempo?


– Créeme que esa mujer sufrió más por ti que por él. De él se
pudo despojar. De ti, jamás.

299
E l Borrador
06

LA PUERTA DEL CLÓSET

U
na mujer tiró a su hijo del noveno piso. El gas reventó y el
departamento en llamas. Sin salida y sin pensarlo dos veces
tomó al niño, de ocho años, y lo lanzó. Luego, ella, al vacío, segun-
dos eternos y el crack que sonó en todo el edificio. Fotos, llantos,
shock. Y llegué yo con mi gato, después de tres años, a vivir a
este departamento.

Los primeros días no le tomé el peso, pero con el pasar del tiem-
po comenzaron los problemas.

Corte de luz por atraso de gastos comunes, reclamé al mayor-


domo y me mostró un Excel por los cobros impagos de la misma
señora que pasaron a mi nombre. Regularicé con la corredora.

A la semana siguiente, timbre, a las tres de la tarde. Su mamá que


venía desde Arequipa a ver a su hija y nieto.

– Señora, me va a disculpar, pero por lo que sé, ella se murió…


y el niño también.

301
Se puso a gritar en la puerta y se tiró al suelo, los vecinos salieron
a mirar y yo, en calzoncillos, la hice entrar. Le ofrecí un vaso con
agua y, cuando volví de la cocina, la señora estaba con la mitad
del cuerpo en el balcón gritando “¡Por qué!”. La agarré y tuve que
pedirle que se fuera.

Me levanté temprano como siempre, me cepillé los dientes y el


lavamanos se tapó. Me agaché a la cañería para destapar el filtro,
sorpresa… pelos. Nada más ni nada menos que restos del cabello
mojado de la mujer que se lanzó desde el edificio en mi mano. A
la basura y a lavarme con cloro en la cocina.

Tres de la mañana, el citófono con el reclamo del conserje.

– La señora que vive justo debajo de su departamento me está


solicitando que por favor deje de hacer rebotar una pelota al
piso, que no puede dormir.
– ¿Una pelota? ¿Que yo hago rebotar una pelota?

Expliqué que vivía solo y que el problema seguramente lo gene-


raban mis vecinos.

Visita de mi hermana, quien dejó a mi sobrino sin preguntarme.


Soy malo con los niños, así que le presté el teléfono en mi dor-
mitorio y le encendí la tele mientras daban “31 Minutos”. Me fui
a trabajar al living con el computador, concentrado armando el
informe que me pidieron urgente desde la empresa. De pronto lo
escuché hablando con alguien. Me paré y fui a verlo.

– ¿Me llamó alguien al teléfono? Te oí conversando – le dije.

302
Mi sobrino se quedó en silencio. Tomé el celular y no tenía ningún
registro de llamada.

– ¿Por qué tienes la puerta del clóset abierta?


– Se abrió sola.
– Ya… mejor anda a lavarte las manos que vamos a salir.

Los dos sentados comiendo papas fritas en un local de comida


rápida mientras mirábamos las noticias en la televisión.

“Solo hace algunos minutos, un hombre habría asesinado de cin-


co puñaladas a su pareja en un paradero de La Moneda en plena
calle Amunategui, en el sector de la Torre Entel. Con esto, sería el
noveno femicidio solo en este mes de enero…”.

Llegué muy tarde del trabajo y me fui directo a la pieza a dormir,


pero me desperté, un peso arriba de mis pies. Abrí los ojos y lo vi.
Un niño. Me quedé callado, no quise decir nada, me comí el mie-
do, pensé en que si movía la boca quizás se abalanzaría sobre mí,
que quizás los fantasmas son como los perros, olfatean tu temor
y muerden. Así que no hice nada, solo lo vi de reojo levantarse y
entrar al clóset.

Agitado y sin meditar absolutamente nada salí corriendo de ese


edificio.

– Mamá, hola, ¿Me puedo quedar en su casa hoy día? – le pedí


ahogándome.

Fue tanto el miedo que sentí que no tenía ganas de volver… pero
lamentablemente tenía razones para regresar: el gato, que lo ha-
bía dejado solo y sin comida.

303
Volví acompañado de un amigo que se burlaba de mí, pero se fue
en la noche y nuevamente a la deriva de aquel supuesto fantas-
ma.

Me quedé en el living, durmiendo sobre el sofá.

1 am, 2 am, 3 am… 4 am.

– ¡Auxilio!

Era ese niño que me gritaba en el living pidiendo ayuda. Salté so-
bre el sofá y el gato que corrió detrás de él. El chico se metió al
clóset y también entré.

De pronto, crucé el tiempo en mi habitación y me vi en el depar-


tamento mientras se quemaba, salí de la pieza y una mujer arrin-
conada junto al niño en el living. Lo tomó en brazos.

– ¡No! ¡No lo haga! – grité.

Pero todo era un infierno. Los fierros derritiéndose, fue imposi-


ble pasar.

– ¡Te amo, mi amor! – le dijo.


– ¡Noooooooo!

Lo tiró por el balcón, y ella se lanzó segundos después.

Retrocedí, el fuego consumía todo. Volví al clóset y nuevamente


a mi pieza, pero en el presente. Corrí hacia el balcón, y todo se
encontraba intacto, como siempre. Me caí al piso, me agarré la
cabeza y comenzó a faltarme el aire. Shock.

304
Entendí que el niño podía romper las reglas del tiempo y el espa-
cio por el clóset desde su pieza hasta la mía por las noches, es-
condido, para no molestarme, él fue quien hizo rebotar una pelo-
ta en el piso. Jamás se trató de un fantasma. Y, cuando se mostró
ante mí, fue para pedirme ayuda justo el día del accidente… pero
no pude hacer nada.

Fui al psicólogo, tomé pastillas con el psiquiatra, comencé a ejer-


citarme, asistí a yoga y nada me quitaba ese episodio de mi ca-
beza. Abría el clóset, entraba y no pasaba nada, aún estaba en el
presente.

¿Y si realmente me estaba volviendo loco? Recordé a mi sobri-


no, sentí que algo me ocultó ese día, estaba la puerta del clóset
abierta esa vez que lo escuché conversar en mi pieza, él me cree-
ría… pero apenas me asomé por su casa, mi hermana me echó
porque me vio descompensado.

Finalmente pasó el tiempo y aprendí a convivir con esa extraña


culpa, lo asumí, pero al resto del mundo le tuve que mentir. Dije
que había inventado aquella historia con tal de que no me viesen
como un enfermo, aunque ciertamente lo siguieron haciendo.
Claro, solo un loco podría contar ese cuento de los viajes en el
tiempo.

Pero pasaron tres años, y una noche sentí que mi gato rasguñaba
la puerta del clóset, me levanté y abrí...

Entré.

Estaba en mi departamento, y vi a mi sobrino viendo “31 minu-


tos” mientras jugaba con un celular arriba de mi cama.

305
No pude creerlo…

– Tío, ¿Qué estás haciendo aquí?


– Shhhh… no digas nada, quédate callado.

Entonces ahí fue que entendí que el clóset me había dado otra
oportunidad para redimirme.

– Mi niño, si llego a desaparecer en el futuro quiero que vayas


a ver a mi gato al departamento, bueno… a este mismo depar-
tamento, porque lo he dejado solo.

Él, en silencio, y un tanto confundido, movió la cabeza aceptando


mi petición.

Escuché unos pasos acercándose a la habitación, así que rápida-


mente me escondí debajo de la cama: era “yo”.

– ¿Me llamó alguien al teléfono? Te oí conversando ¿Por qué


tienes la puerta del clóset abierta? – le preguntó.
– Se abrió sola – le respondió.
– Ya… mejor anda a lavarte las manos que vamos a salir.

Escuché cuando se cerró la puerta de entrada. Los vi a ambos


por la ventana cruzar la calle mientras se dirigían a la comida rá-
pida para comer papas fritas y seguramente verían la noticia por
televisión de aquella chica que asesinarían ese mismo día.

Miré a mi gato del pasado, le acaricié la cabeza.

– Pequeño, en el futuro mi sobrino cuidará bien de ti.

Salí del edificio.

306
Corrí hasta San Diego, subí a la “303” sin pagar el bus ¡Debía apu-
rarme! Congestión vehicular a dos cuadras de la Alameda, bajé
¡El momento se acercaba y debía evitarlo! Avancé rápidamente
hasta la Torre Entel, corrí. Llegué a la esquina de aquel paradero,
y al fin, sí… la vi, una hermosa mujer de vestido con flores.

– Sé que no tienes idea de quién soy yo, pero por favor, escú-
chame… tu novio te viene a matar. No te quites de mi lado.

Observé que un tipo la veía desde al frente, ella en ese momento


también se dio cuenta.

– No me dejes sola, yo le tengo miedo – me pidió con voz so-


llozante.

El tipo esperó a que yo me fuese, estuvo ahí mirándonos al me-


nos unos veinte minutos… pero se cansó, entendió que no po-
dría hacer nada. Se marchó. Ella me apretó fuertemente la mano
mientras yo meditaba que había cambiado el curso de mi histo-
ria, la de ella, y la del resto del universo para siempre.

Me quedé aquí, en este mundo paralelo atrapado sin jamás poder


regresar. Aquella chica no apareció como víctima de un homici-
dio por televisión, fue todo totalmente distinto pues, al paso de
los meses, nos conocimos, salimos, nos gustamos y logré convi-
vir con aquella muchacha del vestido con flores… pero a la que
jamás le dije la verdad.

– ¿Qué haces? ¿Por qué tu obsesión por ese departamento?


¡Llevas un año en lo mismo! ¡Deja de ser tan terco! Ya sé que
ahí viviste un tiempo, pero te han dicho por enésima vez que lo
compró una familia. Hay más lugares donde podríamos hacer

307
nuestra vida juntos. Deja ese asunto por favor, pareces un loco
– me reprochó.

Pero no puedo dejar de pensarlo todos los malditos días, y a cada


momento: debo estar allí, quizás el tiempo me dé otra oportu-
nidad, una chance donde atraviese la puerta del clóset, avance
entre medio del fuego y logre arrebatar a un pequeño niño de los
brazos de su madre.

308
E l Borrador
07

PEPE GRILLO

M
i vecino era un travesti, de maquillaje barato, y ropa repeti-
da. Olía a perfume y axila. Raquítico como una escoba, de
pelo largo y mal cuidado. El personaje de la cuadra, a quien todos
molestaban, pero nadie se atrevía a enfrentar, simplemente por-
que él o ella, tenía mucha más calle. Si alguien se burlaba, sacaba
voz de hombre, y todos se asustaban, pero luego transformaba
en voz de nena y te lanzaba un beso.

Yo le tenía miedo, para mí era como ver un quiltro con arestín.


Cuando me mandaban a comprar pan, yo cruzaba a la vereda
contraria a la que él (o ella) estaba. Una vez, salí del negocio y es-
taba afuera, me pidió dinero y yo salí arrancando, de hecho, se me
quebraron los huevos en el piso al soltar la bolsa. Cada vez que
me portaba mal, mi padre me amenazaba con que llegaría el tra-
vesti de la vuelta y me raptaría. Yo soñaba con eso, despertaba
llorando. Mi madre retó a mi viejo, le dijo literalmente “¡No quiero
que asustes más al niño con ese vagabundo!”.

Pero fui creciendo y el miedo se transformó en una simple omi-


sión. Siempre lo veía en la calle, con la misma ropa, oliendo a per-

311
fume y axila. Siempre saludaba, me decía el Pepe Grillo, pero no
le daba bola.

Una vez, me metí en un lío con los niños de otra villa, todo por la
rubia de allá, me iban a golpear. Me atraparon llegando a la pobla-
ción, eran cuatro, me tiraron al suelo y uno sacó una cuchilla, el
otro me corrió el polerón y quedé a estómago descubierto. Pero
en ese instante, apareció el travesti, tres de ellos escaparon,
salvo el de la cuchilla, los dos de manera casi tácita tomaron un
duelo, el travesti le pegó dos rajazos en la cara y otro en la mano.
Me sorprendí, y me quedé ahí, callado. Me quede solo con él y
me dijo: “Te apuesto que es por la rubia de la otra población, ten
cuidado, a esa le gusta meter a los niños en problemas”. Le dije
gracias, y me pidió unos pesos, algo tenía, se los pasé. Prendió un
cigarro y se fue.

Desde ese día, ya lo saludaba. O al menos le movía la cabeza.


Pero si yo iba con alguien, siempre lo negaba. Perfectamente me
podría haber dicho algo, pero fue respetuoso, se hacía el loco, al
parecer entendía perfectamente lo que él representaba para los
demás, pero no le importaba, creo.

Mi madre falleció de un derrame cerebral, de un día para otro. Es-


tábamos en el velorio, y a eso de las 12 de la noche apareció el
travesti, fue con unas rosas que había sacado de por ahí. Nadie
dijo nada, salvo yo, que le dije gracias, me esbozó una sonrisa y
se fue. En el funeral, mientras estábamos en el desgarrador en-
tierro, vi que desde unos metro más allá estaba aquel tipo fumán-
dose un cigarro, y a lo lejos me preguntó ¿Estás bien? Yo le hice
un gesto de “sí”.

312
Ya tenía 15, y aun no daba mi primer beso, y la única que me daba
chances era la rubia con la que me había metido alguna vez en
problemas, no sabía cómo hacerlo. Yo creo que el travesti me
miró por mucho tiempo, porque ya me conocía de memoria. Re-
cuerdo que se me acercó y me dijo: "parece que aún no te haces
respetar, mi Pepe Grillo". Me tomó de la cintura, y me asusté: “Así
la agarras y le das un beso”, yo le dije que se podía sentir acorra-
lada, o algo así. Me dijo que no fuera leso, que ella hace rato me
daba chances, era yo el polluelo.

Crucé la villa, entre todos esos delincuentes, me acerqué a la ru-


bia, la tomé de la cintura y le chanté el beso. La solté, puso cara
de contenta, y escapé. Venían como diez, y el travesti los espero
a la entrada de mi población… ahí nadie fue capaz de entrar. Me
gritaban que me defendía detrás de la falda de un “caballo”. Me
preguntó cómo me fue y le dije que bien, se puso a reír y me dijo
que ya estaba grande.

Mi papá veía un partido de fútbol mientras yo sacaba carne de la


parrila y las guardaba en una servilleta, salía escondido y se las
pasaba a esta “loca”.

Crecí.

Me transformé en un joven de 18, estudiaba en Santiago, y cuan-


do regresé a mi ciudad ahí estaba. Me bromeaba que el “Pepe
Grillo” estaba guapo, y yo me reía no más. Y todas las vueltas era
lo mismo. En los veranos salía con short a tomarme una cerveza
en la puerta, y le tiraba una lata. Estaba bueno para toser, le dije
que dejara el cigarro, pero a él no le importaba.

313
Cuando habían trabajos comunitarios organizados por la junta de
vecinos, él se ofrecía a ayudar para cocinar, pero todos lo nega-
ban. Yo le dije a mis tías que lo dejaran, pero pusieron el grito en
el cielo, que estaba cochino, quizás con que cosa.

Era marzo, y me preguntó que por qué yo no me iba a Santiago.


Le dije que no había plata, mi padre estaba hasta el cuello con
deudas, por lo tanto, me veía en la obligación de trabajar. Me dijo
que eso no era posible, así que me regaló unas monedas todas
desparramadas: no sé en qué espacio vivía, pero se notaba que
no entendía mucho. Yo me puse a reír, no sé, su gesto me puso
contento. Entendí que era como un perro golpeado, de la calle,
ignorante del universo, pero siempre fiel con la gente de la villa.

Armamos un negocio con mi viejo, un almacén, y nos faltaba al-


guien que hiciera aseo, yo le dije que le diera trabajo… pero mi
padre se negó, tajantemente. Traté de hacerle ver que era buena
persona, que le dieran una oportunidad. Mi papá a regañadientes
aceptó. Le presté la ducha y le compré ropa nueva. Se cortó el
pelo y parecía otro. Pero su gesticulación era la misma de siem-
pre, con esa voz alharaca contando mentiras divertidas.

Mi papá se acostumbró, igual los tiempos habían cambiado, de


ser un bicho raro pasó a ser persona ante sus ojos.

Desde ahí todos le daban trabajo en la población, alguno que otro


favor pagado, y éste se gastaba la plata en cigarros, pero se veía
contento.

Pude volver a la universidad, estaba ya en el último año.

314
Regresé a mi ciudad, con una noticia: iba a ser papá. Mi viejo me
felicitó y esta “loca” también, me dijo que me iba a tener un rega-
lo para mi bebé, que lo esperara.

Al otro día desperté a ayudar a mi papá en el almacén, y este loco


no había llegado a trabajar. Según mi papá, quizás se había que-
dado borracho tirado por ahí. Pero lo conocía, era extraño que
saliera de la villa.

Las horas pasaban y no aparecía. Hasta que se acercó la policía


preguntándonos si conocíamos a un tal Cristian Lumier. Mi papá
dijo que no… pero yo sí, era su nombre. Pregunté qué pasaba…

… Lo encontraron tirado, lleno de cicatrices, apuñalado en todos


lados, con una botella que le atravesó el cuerpo, con la nariz par-
tida en dos, sin dientes… y con un paquete de pañales a su lado...
Aún me duele el corazón.

Se fue parte de mí, me lo arrebataron. Se fue mi infancia, se fue


la mitad de mi vida con ella. Sentí y siento un vacío, y que nunca
pensé que ella estaba a cargo de llenar.

No dije nada, mi padre tampoco. Estaba mudo, hipnotizado, pre-


gunté dónde había pasado, pensé que quizás fueron los de la villa
del frente, pero no... desconocidos, a quienes nunca encontraron,
y que no sé si hayan ubicado con tanto ímpetu, después de todo
ella sólo era un vagabundo disfrazado, una loca que de alguna
forma tenía que morir, daba lo mismo si en el río o en la calle.

No hice nada, aún estaba sin decir nada.

315
La gente de la villa juntó dinero, sumada a la que una vecina con-
siguió en la municipalidad, con eso pudimos darle un entierro
digno. Llegaron muchos travestis, uno que otro personaje de la
ciudad. Quise llorar, pero nadie lo hacía, porque simplemente a
nadie le importaba tanto. Sentí vergüenza de hacerlo. Me aguan-
té la pena, me tragué la saliva y me fui a casa. No podía dejar de
dormir. Me dolía la cabeza, la pena me tenía un tanto agripado.

Me senté afuera, muy tarde y vi entrar a un perro, se veía mal tra-


tado y no se quería acercar. Lo llamé, pero no se decidía. Entré a
la casa y saqué un pedazo de carne, lo dejé a mi lado y empezó a
comer, le acaricié la cabeza… mi pena se desató, y mis lágrimas
empezaron a salir desde mi corazón, para desembocar en el lomo
de aquel perro.

Perdóname. Mi perrito guacho, mi loca, mi angelito guardián. Mi


personaje principal. Mi musa preferida. Te tenías que morir de
cáncer al pulmón, no así, humillado, como cachorrito envenena-
do. Cada vez que sueño contigo, ya no eres esa pesadilla que me
despertaba a gritos, sino que esa bella princesa que corre por
la luna y que sigo por el universo y que repito mil veces que te
quiero. Mi amiga fiel, la contadora de cuentos, mi bella hermana,
aquella que dejó su sombra en la entrada de esta villa y que me
espera para decirme mi Pepe Grillo.

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E l Borrador
08

LOS MIEDOS DE ESTA CASA

U
n hombre se paseaba por mi casa. Se asomaba por la venta-
na cuando estaba sola y a veces veía su sombra debajo de
la puerta del baño cuando me sentaba en el wáter, aparecía en
la noche y no me deja dormir. Conciliar el sueño a sabiendas de
que andaba por ahí era angustiante, todas las mañanas me iba
a vender mis cuadros muerta de cansada, andaba insoportable
con los demás y a veces lloraba por nada. Se lo había contado a
mis conocidos y todos coincidían en que debía mudarme. El pro-
blema es que para eso había que tener plata, y a mí no me sobra-
ba, andaba justa con todo, y aunque mis amigas me ofrecieran
quedarme en sus casas, tampoco podía ser por mucho tiempo,
pues casi todas son casadas y con hijos. Mi madre vivía en el sur
y mi casa la tengo acá, en Santiago. Solo me quedaba aguantar y
acostumbrarme.

Nunca quise tener una pareja, nunca he sido muy apegada a las
relaciones y tampoco me he enamorado, pero por miedo a estar
sola en esta casa decidí buscarme a alguien. Mis amigas me pre-
sentaron a sus conocidos, instalé Tinder en el teléfono y comen-

319
cé a salir a fiestas, sola. Llegué a un pub de Barrio Italia, creo que
el tipo se llamaba Julián. Digo “creo” porque estaba un tanto ebria
y, además, solo me importaba llegar con alguien para no sentir
miedo en mi hogar una vez más.

Entramos a mi casa, abrí el refrigerador y saqué un par de latas de


cervezas. Puse música para bailar, pretexto perfecto a esa altura
para sacarnos la ropa. El tipo era grande y yo soy chica y flaca.
Me subió a la mesa del living, me dio vuelta, me agarró del pelo
y comenzó a morderme la espalda. No es primera vez que tenía
un rol sumiso, pero aquello me dolió más de lo necesario y se lo
hice saber, pero no me escuchó. Intentó penetrarme por atrás
cuando yo ya estaba fuera de foco, me giré hacia él para que se
detuviera, pero éste reaccionó pegándome un combo en pleno
rostro tan fuerte que me dejó casi aturdida en el suelo. Mi mente
tenía plena conciencia de lo que estaba pasando, pero aquel gol-
pe me desconectó del cuerpo que apenas podía responder por
el mareo. Estaba entregada, sin consentimiento y no podía hacer
nada. Pero de pronto la luz se apagó y escuché un grito desgarra-
dor, yo movía los ojos para tratar de entender la situación. La luz
volvió y aquel tipo estaba sentado en el piso, llorando. Comencé
a dormirme mientras observaba a otro hombre que me tomaba
en sus brazos.

Desperté en mi cama en la mañana recordando todo de inmedia-


to. Me levanté y fui al baño. Vi mi rostro en el espejo con un mo-
retón y un rasguño en el ojo. Caminé hacia el living y el tipo que
trató de violarme no estaba. Regresé al baño sintiéndome sucia,
di la llave de la tina y lloré en la ducha. Me tocaba mis partes ínti-
mas para poder percibir algún dolor por alguna penetración, pero

320
lo único que me molestaba era mi ojo derecho. Unos segundos
después recordé que alguien había llegado esa noche, concluía
que quizás podría ser algún vecino que escuchó mis gritos. Inclu-
so pensé que había sido otro abusador, pero no, mi intuición me
decía que se trataba claramente de un rescate.

Después de lo sucedido quedé mentalmente muy mal. Mis ganas


de estar con alguien se fueron a cero y me encerré en mi hogar,
pese a los miedos sobre lo que en él ocurría. Una tarde, cuando
llegué de la calle, escuché a alguien toser en el living. Por lo gene-
ral, cuando escuchaba a aquella cosa haciéndose notar siempre
intentaba ignorarla, pero esta vez decidí hacerle frente. Fui len-
tamente hacia el lugar del ruido, me asomé y vi sus pantalones
de tela y zapatos bien lustrados. Levanté la mirada y estaba con
camisa a cuadros. Era un señor de unos setenta y algo, de ojos
claros. Me vio, se paró de la silla y se quedó ahí, quieto, sin parar
de observar mi rostro.

– Usted me rescató el otro día, ¿Verdad?

Movió su cabeza gesticulando un “sí”. Le di las gracias, tímida.


Saqué una silla y me senté.

– ¿Quién es usted? ¿Por qué está aquí? ¿Necesita que lo ayu-


de en algo? – pregunté.
– Solo quiero conversar con alguien.

Su nombre era Miguel, murió el 96 y había vivido en esta casa. Lo


único que quería era hablar.

Me pidió disculpas por las molestias que me causaba y le dije que


no tenía problemas en que se quedara, siempre y cuando no me

321
asustase, o se anduviera metiendo en mi pieza o en el baño.

Cada vez que yo salía a vender mis cuadros por las mañanas en-
cendía la tele para que no se aburriera, al parecer le gustaba el
fútbol.

– Voy saliendo, me cuidas la casa.

Una tarde cuando volví estaba todo ordenado, y sonreí. Me serví


un té y comencé a preguntarle de su vida y siempre me contaba
algo distinto. Era un viejo mentiroso, pero me hacía reír. Me contó
que una vez cazó a un conejo que medía 2 metros, o que lo había
atropellado un tren y había sobrevivido.

Una vez, para mi cumpleaños llegaron algunos amigos e hicimos


un asado, y mientras la carne se cocía pensé en Miguel. Entré al
living y abrí la puerta de alojados.

– ¿Por qué no sales al patio y compartes con nosotros?


– No, no se preocupe mijita. Celebre usted no más. Yo estoy
bien aquí.

Se quedó en silencio y no se paró de la cama. Yo regresé al patio


y seguí hablando con los demás hasta las dos de la mañana. De
pronto se asomó y llegó con un poncho puesto. Todos me queda-
ron mirando sin entender quién era.

– Niñas, niños, les presento a mi abuelo.

Lo saludaron y se quedó al lado de nosotros. Se sentó, y comenzó


a tener la atención de todos con sus historias. Estaban cagados
de la risa junto a él.

322
– ¡Miguel, cuenta cuando te atropelló un tren!

Hasta las 6 de la mañana lo escucharon y cada vez que mis ami-


gos venían de visita él salía con poncho y les inventaba una nueva
historia.

Un domingo lo vi metido viendo un partido de Cobresal y le dije


que se quedara quieto, así, tal como estaba. Agarré el croquis y
lo dibujé sentado en el living de mi casa, siempre con esos ojitos
brillositos. Le dije que estaba contenta con él. Que ya no era ne-
cesario que se anduviera escondiendo, que esta vez éramos los
dos en la casa.

Escondida en mi pieza comencé a averiguar respecto a los an-


tiguos dueños por Internet, puesto que esta casa me la habían
vendido sus hijos pues siempre supuse que eran ellos quienes
habían vivido en esta propiedad. La información que encontré
fue trágica: Miguel estuvo en coma por mucho tiempo mientras
su señora lo tenía que mudar, vestir, alimentar y mantener abso-
lutamente sola, sin la ayuda de familiares, y peor aún, abando-
nados por las pensiones, sin remedios, con las deudas hasta el
cogote, y pasando hambre. Por esto, un día ella decidió algo que
pocos podrían entender: tomó una almohada y lo ahogó. Luego,
la mujer se encerró en el baño y se colgó con una sábana.

Miguel quedó encerrado en esta casa para siempre. Quizás el he-


cho de que ella se matara hizo que su energía partiera a un lugar
distinto, la verdad es que nunca lo entendí del todo.

Al otro día, cuando lo vi, quise decirle que sabía todo… Pero para
qué, mejor prendí la música.

323
– ¿Bailemos, viejito?

Puse un lento de esos antiguos, de los que le gustaban a él, bien


cebolleros. Le besé la mejilla y le dije que lo quería mucho.

Fueron muchos años bien acompañada con mi mejor amigo,


quien me ayudaba a ordenar y atender a las visitas. La alegría que
él tenía se contagiaba con todo el mundo y todos ignoraban que
estaba muerto. Me gustaba verlo compartir, pero yo, poco a poco,
comencé a sentirme triste y con una angustia que no me dejaba
dormir. Pasó que me había llegado una carta de embargo, vivir
de la pintura se me hacía difícil. El crédito bancario me estaba
jodiendo la vida y yo tenía claro qué debía hacer… pero miraba a
Miguel y me partía el corazón decirle: yo quería vender la casa, no
tenía para mantenerla y con la plata partiría al extranjero a probar
suerte, Chile es complicado.

Mientras él me contaba sus historias yo fingía que nada pasaba,


en tanto yo rogaba al cielo todos los días que él pudiese partir de
una vez, que fuese ser libre y no un esclavo de este hogar. Duda-
ba que un nuevo dueño iba a aceptar un muerto en su casa, nadie
lo iba a querer como yo.

Cuando andaba por la calle de regreso a casa, pasaba por mi


mente la posibilidad de que esta vez no lo encontraría, pero no,
siempre estaba.

Una carta de París, que me estaban esperando con mis pinturas


y debía irme cuanto antes. El asunto era insostenible.

– Viejito mío, hay algo que tengo que contarte.

324
Se lo confesé llorando, y me dijo que no sufriera, que iba a es-
tar bien. Que no fuera lesa y no me anduviera quedando por un
muerto, que yo tenía que vivir.

– No puedo, te juro que tengo tanta angustia que estés aquí.


Te prometo que he suplicado de todas las formas posibles, in-
cluso he ofrecido al cielo reemplazarte en esta casa cuando
yo me muera con tal de que te dejen libre. No puedo irme a
Francia así.

Finalmente llegó el día, y con las maletas preparadas lo vi en el


living, dándomela la espalda porque no quería que lo viese llo-
rando.

Salí por la puerta y miré hacia atrás mientras me observaba por la


ventana. Tomé el taxi y no podía dejar de pensar en él.

– Disculpe, ¿Puede pasar a la gasolinera por favor? – le dije al


taxista.

Regresé a la casa y entré para su sorpresa.

– ¿Qué estás haciendo aquí?


– Se acabó, Miguel. Esta casa es tu cárcel… voy a terminar con
esto.

Tiré bencina por todo el lugar mientras éste me miraba emocio-


nado.

– Te quiero mucho, niñita mía.


– Yo también, viejito mío.

325
Encendí desde afuera hacia adentro. El techo caía juntos a las
paredes. El fuego derrumbó y consumió los recuerdos de aquel
hombre y su mujer. Mi culpa se hacía cenizas, mientras mi amigo
se desvanecía sonriente con el humo. Yo, siempre recordándolo
con su retrato hablado. Aquel fantasma finalmente pudo ser li-
berado.

326
E l Borrador
09

CHINITO SE FUE

M
i novio se fue con otra. Quedé abandonada en este peque-
ño departamento, junto a nuestro gato Chinito.

Lo extrañaba demasiado, pero jamás quise que lo supiera, siem-


pre digna. Me abrí otro Insta con un nombre falso para revisar las
fotos que subía con su nueva pareja.

En todas las stories aparecía contento. No lo soportaba. Pasaba


el tiempo y era imposible olvidarlo, me iba de fiesta para sacar el
clavo, pero no hubo caso, el dolor se hacía cada vez más profun-
do. Asistí a un psicólogo que terminé abandonando al cabo de un
par de sesiones. Me empastillé para dormir, y me pegaba unas
petacas de vodka todos los santos días.

Para peor, una mañana, después de mucho rato, me di cuenta de


que mi gato “Chinito” no estaba.

– ¿Chinito? ¿dónde está mi niñito? ¿Chinito, anda por ahí?

Me volví loca, se me apretó el estómago de la desesperación.


Miré por el balcón, quizás se había caído, pero no se veía desde

329
el tercer piso. Bajé corriendo a conserjería para preguntar si lo
habían visto merodear por ahí, y tampoco. Volví a subir, e insistí
en su búsqueda.

– ¿Chinito? ¡Ya pues mi niño, salga! ¡¿Dónde está?! ¡¿Chinito,


mi niño?!

Llorando, publiqué su foto por las redes sociales. Un montón de


personas me enviaban mensajes, pero nadie tenía noticias. Inclu-
so, hasta Diego (mi ex) apareció.

– Hola ¿Es verdad que se perdió el Chinito?


– ¡No! ¡fíjate que lo hice para llamar tu atención!
– Ya, relájate, va a aparecer.
– ¡¿Y tú, que te haces el preocupado, ahora?! ¡Si nunca llamas-
te ni siquiera para saber cómo estaba!
– Ya, mejor después hablamos, estás fuera de tus casillas.
– ¡No! ¡Nada que después! ¡Nunca! ¡No me hables nunca!

Me sentí tan mal, pensaba que todo el mundo me quería abando-


nar, todo se volvía cada vez más oscuro para mí. En un momento
ya ni siquiera me levantaba de la cama. Cada vez que cerraba los
ojos esperaba no poder volver a abrirlos.

Una noche, alguien comenzó a acariciarme el rostro, sentía sus


manos. Abrí los ojos, y era Diego. No entendía que hacía ahí.

– Déjame ir.

Me tocaba el pelo y me miraba con pena. Quise responderle, pero


al tratar de sacar la voz, comencé a sentirme ahogada. Me as-
fixiaba cada vez más, y solo podía mover mis ojos.

330
Y desperté.

Parálisis del sueño. Sentí mi respiración, sin embargo, aún conti-


nuaba un pequeño peso sobre mí. Lo toqué… su cuerpo peludo,
las orejas, la nariz, sus patitas.

– ¿Chinito? ¿Eres tú?


– Miau.

El llanto, la emoción, lo abracé y lo besé… se sentía un tanto es-


ponjoso y húmedo.

– Seguramente te metiste a un charco ¿Dónde andarías me-


tido?

Me levanté, prendí la luz... y el grito que di se escuchó en todo el


edificio.

Tenía sangre, pero éste, como si nada, se lamía las patas.

– ¿Chinito? ¿Qué es eso?

Me acerqué lentamente, pensé que era un ratón que había caza-


do en la calle. No pude convencerme en un principio.

– ¡Auxilioooo! – grité como una loca.

Abrí la puerta y salí corriendo. Tomé el teléfono y llamé a las au-


toridades.

Al otro día, era noticia.

“Gato habría encontrado mano amputada del niño desaparecido:


Vicente Ruiz”

331
La policía revisó mi departamento completo, y les explicaba que
no tenía idea de dónde mi gato había sacado aquella mano. Para
peor, el resto del cuerpo mutilado aún no había sido hallado, fue
una locura. Se llevaron al Chinito por unos días para hacer peri-
cias, pero no sacaron nada y me lo devolvieron. Todos los canales
hablaban de mi gato, como si se tratara de la única pieza de aquel
puzzle policial.

– ¿Chinito?

La ventana abierta, nuevamente había escapado, pero ¿Saben


qué? Esta vez no desesperé, de hecho me dormí y apareció Die-
go como siempre en mis sueños, pero esta vez algo fue distinto.

– Quiero que te vayas. – le dije.


– ¿Estás segura?

– Sí. Tenerte acá conmigo solo prolonga este dolor, y lo único


que deseo ahora es olvidarte. Quiero avanzar y así no puedo.
– ¿Y no te tienta saber lo que yo hago? Quizás demuestre en
alguna forma que te extraño y quizás quiera volver contigo.
– Déjame tocarte por última vez.

Lo acaricié.

– Vete. Voy a ser feliz – le dije.


– No puedes sin mí.
– A veces lo creo, pero no tiene porque ser así. Te dejo en paz.
– No lo creo, ni siquiera me has perdonado.
– Lo voy a hacer, pero vete. Adiós, mi Diego.

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Salió de la habitación lentamente mientras yo abría mis ojos y ahí
estaba mi Chinito que había vuelto. Me quedé quieta, observán-
dolo, me miraba fijamente y saltó hacia la ventana de la pieza.

Me levanté para tomarlo, saltó hacia la alcoba del segundo piso y


luego se lanzó hacia la calle.

– ¿Por qué haces esto? ¡Quédate ahí!

Bajé corriendo por las escaleras. Lo vi. Caminé detrás de él y


éste me esperó en todo momento, y cuando me aproximé, Chi-
nito avanzó. Pasé por varias cuadras, hasta que el gato se quedó
afuera de una casa. De pronto subió al techo de aquel hogar y
me observó con sus ojos brillantes en plena oscuridad. Caminé
lentamente hacia la puerta… eran las cuatro de la mañana, pero
tenía que hacerlo.

Golpeé una vez… luego dos veces.

Se encendió la luz, y alguien se asomó por la cortina, no alcancé a


ver de quien se trataba. Abrió, lentamente, y me atendió.

– ¿Usted? ¿Qué hace aquí?

No podía ser…

– Hola. Usted es la madre de Vicente Ruiz, el niño que aún no


encuentran – respondí.
– Sí… claro, yo vivo acá. Ahora yo me pregunto qué hace usted
por aquí, y a esta hora ¿Se siente bien? – me preguntó.
– Puede parecer increíble, pero mi gato, que encontró la mano
de su hijo, me trajo hasta acá.

333
– Disculpe, pero creo que es tarde y mañana tengo que levan-
tarme temprano.
– Sí… está bien… no se preocupe, creo que Chinito ya sabe
regresar. Buenas noches.

Cuando ella cerró la puerta me marché, lentamente, y al avanzar


un poco giré mi cabeza hacia atrás, y ella estaba ahí, mirándo-
me, fijamente desde su ventana. Ella entendió todo… yo también.
Abrió la puerta y comenzó a perseguirme por la calle como una
loca.

– ¡Espere! ¡Conversemos!

Entonces comencé a correr para escapar bien lejos, tan lejos que
mi gato ya no me veía desde arriba del techo de aquella mujer.

Llegué a la policía.

– ¡Buenas noches!
– Buenas noches ¿En qué la puedo ayudar?
– Mi gato... mi gato... él encontró la mano en la casa de la madre
de Vicente Ruiz... fue ella, ella mató a su hijo.

334
E l Borrador
10

DEEPFAKE

M
e encontré a mi hija en una película porno. Yo, con los pan-
talones abajo frente a la computadora y para mi sorpresa
veo su rostro. Durante la tarde, mientras cenábamos, la vi llegar.
Habló del paseo del fin de semana que tuvo con unas amigas y
de que cuándo le daría el resto de su mesada. Fue a abrazarme y
me levanté de la mesa para irme de ahí. Pensé toda la noche en
hablar con ella, pero cómo decírselo. Pues bien, pensé en la carta
segura de que un “conocido me contó que…”, sí, eso le diría para
luego reprenderla.

Al otro día la esperé sentado en el sillón, y cuando apenas abrió la


puerta le dije que íbamos a conversar seriamente, pero no alcan-
cé, sin entender nada se fue llorando al segundo piso y se ence-
rró en su habitación. Comencé a golpear su puerta para que me
abriera, pero no hubo caso, seguía allí, desparramada. No podía
dejarla así, insistí por un largo rato hasta que me dejó entrar. Me
senté en los pies de su cama y antes de que yo dijese algo co-
menzó a contarme todo.

337
– Papá… en el colegio alguien uso mi rostro y me subió a una
página asquerosa y todos creen que soy yo, ¡Pero te juro que
no!

Me quedé en silencio intentado entender de qué se trataba todo


este asunto.

– Es un “deepfake”, se puede poner la cara de una persona en


el cuerpo de otro digitalmente y muchos creen que soy yo. Fue
ese imbécil de Luciano.
– ¿Luciano, tu novio?
– Mi ex. Se vengó porque ya no quería estar con él. Papá, ya no
quiero ir más a la escuela.

Me encerré en mi cuarto, abrí nuevamente la computadora y co-


mencé a ver la película. Debo confesar que cualquiera de mi edad
caería fácilmente. Su rostro era el mismo, pero definitivamente
ese no era el cuerpo de mi hija.

Bien temprano por la mañana esperé a que Luciano saliera de su


casa rumbo a la escuela. Me escondí dentro de mi auto y aguardé
pacientemente hasta que lo vi salir. Caminó hasta a la esquina,
aceleré, frené, bajé. Le puso un piñazo en el estómago, lo agarré,
y lo tiré en el asiento copiloto.

– ¡¿Así que querías hacerte el director de cine con mi hija?!


– Tío, perdón. Solo fue un experimento. Yo no quería publicar-
lo, fue sin querer.
– Así que experimentando, ¿Sabes lo que vamos a hacer, Lu-
cianito? Vamos a ir a un lugar ahora donde nadie nos vea. Te
voy a amarrar, luego te voy a cortar la cara a pedacitos y cuan-

338
do quedes deforme vamos a arreglar tu rostro digitalmente, la
podríamos reemplazar con la de un payaso.

Comenzó a llorar y a mearse en los pantalones. Pero no… yo no


llegaría tan lejos. Fue suficiente con tirarlo en la carretera antes
de advertirle que si no eliminaba aquel video con el efecto deep-
fake de mi hija en aquella cinta, lo iban encontrar colgado por ahí.

Es cierto, mi niña quedó con algunas secuelas del bullyng reci-


bido por parte de sus compañeros, pero al menos esa película al
otro día había sido eliminada por Lucianito.

Conversé con mi esposa sobre lo sucedido, pero ella francamen-


te estaba en otro universo, simplemente no me escuchaba.

– Entiendo que no estemos muy bien en el matrimonio y de


que no te importe lo que yo haga, pero estoy hablándote de la
niña ¿Podrías poner atención? – le dije.
– Son problemas de adolescentes, déjala. Se le va a pasar.

Desde hace un tiempo con mi esposa Margot ya no nos llevába-


mos bien. Ella alguna vez se quejó porque yo era muy trabajólico
y que nunca le di el tiempo suficiente para tener que reclamarle
algo ahora. Peleábamos frecuentemente hasta por el color de las
cortinas, pero pese a ello aun la deseaba.

Una tarde comencé a mirar programas y tutoriales de cocina.


Quise esperarla y darle una sorpresa. Preparé la mejor cena po-
sible y aun así pasó de largo, me dejó comiendo solo, y la soledad
es prima hermana de la inseguridad. Comencé a revisar en mis
tiempos de ocio sus redes sociales, busqué cada detalle, desde

339
los comentarios, los likes en cada una de sus fotos para ver si
quizás ella estaba interesada en otra persona porque debo decir
que se arreglaba más de la cuenta cada vez que salía. Y sí, aquel
demonio del engaño comenzó poco a poco a escarbar en mi ca-
beza. Y encontré a alguien: “Lautaro Arredondo”. Quién lo diría,
el profesor de matemáticas de mi hija quien le escribió en una de
las fotos de Margot que aparecía en traje de baño: “guapa”. Y ella,
por su lado, le respondió con un corazón.

Me la guardé, respiré.

– Son ideas, son fantasmas, son estupideces, solo es un cum-


plido, ella sale hermosa y él simplemente le comentó lo obvio,
no es más que eso – intenté autoconvencerme.

Fin de año, llegó la graduación de mi hija, quien en un principio no


quería asistir por lo vivido con aquella película, pero la convencí,
ella merecía terminar y recibir todos los premios por ser la mejor
alumna en todos los ramos.

En la cena de su curso se nos acercó el profesor de matemáticas


a nuestra mesa.

– Hola, cómo están. Perdón por molestarlos, pero me encan-


taría sacarme una foto con su hija, ya que fue la mejor alumna
de su clase, ¿Me permiten?
– Por supuesto. Si quieren yo puedo sacárselas – le respondí.

Tomé mi teléfono, haciéndome el estúpido, y grabé aquel mo-


mento. Cuando creí que el tipo se iría, Margot se levantó de la
mesa.

340
– ¿Puedo sacarme yo con ustedes dos? Mal que mal, soy la
apoderada de esta niña.
– Pero claro – respondió Lautaro.
– Amor, ¿Sácanos tú la foto por favor? – me pidió Margot.

Me hice el imbécil, vi como la tomó de la cintura y ella movió su


cabeza hacia él levemente.

– Después me la mandas – me dijo Lautaro sonriente.

Le besó el rostro a Margot y se marchó.

Bebí más de la cuenta ese día, mi hija bailaba y mi esposa apenas


me hablaba, salvo para advertirme que dejase de beber, que no
quería pasar vergüenzas. Discutí con ella y me dejó solo, como
siempre. Cuando salió del lugar, vi que Lautaro se fue detrás de
ella. Los seguí a ambos sin que me vieran, él algo le dijo, ella le
respondió, lo abrazó, subió al auto y se fue sin él. Allí, aquellos
fantasmas se convirtieron en monstruos en mi cabeza.

Ya bien tarde perseguí al profesor de matemáticas hasta su casa.


Ingresé por el patio y me metí por la ventana. Estaba sentado en
el living tomando una taza de café, cuando me vio se sorprendió…
les juro que no sé que me pasó, la rabia me consumió, me imaginé
tocándola y no lo soporté. Le di fuerte con una botella llena de
vodka que se encontraba arriba de su mesa. El tipo cayó al piso.
Estaba mareado y comenzó a balbucear, intentó levantarse…

Subí el cadáver al maletero de mi auto, limpié todo lo que pude y


pensé en arrojarlo al río, pero por qué no llegar mucho más allá…
saqué su teléfono y lo desbloqueé con el “Face Id”, colocando la

341
cámara al frente de su moreteado rostro. Comencé a revisar los
mensajes y no encontré ninguna conversación con Margot, salvo
un mensaje de él sin respuesta que decía “te espero en el teatro,
mañana a las 10”.

Llegué a casa, mi esposa dormía, mi hija también. Pese a lo que


hice no sentí ninguna culpa, estaba vuelto loco. Así que volví a
salir, tomé el auto y llegué hasta la casa de un amiguito.

– ¡Señor, por favor, no me haga nada! ¡Yo ya no molesto a su


hija! – exclamó Luciano para su sorpresa, cuando me vio en la
puerta de su casa.

Luciano era un maldito experto audiovisualista que podía hacer


lo que quisiese con el efecto de deepfake, tanto así que podía
hacer que yo tuviese la cara del profesor de matemáticas para
hablar con mi esposa por videollamada y así engañarla. Luciano
prometió guardar el secreto, así que usamos la foto de Lautaro
en la graduación de mi hija que le saqué junto a mi familia. Tras-
pasó el programa a mi computadora y pude probarlo, y sí, efecti-
vamente resultaba: Yo era aquel profesor, con su misma cara de
imbécil.

Cuando volví a casa me di cuenta que mi esposa se encerró en el


baño, yo fui a mi oficina y junté la puerta. Tomé el celular de Lau-
taro y recordé que debía desbloquearlo, así que bajé al auto, abrí
el maletero, tomé el rostro que se descomponía más rápido de lo
que creí y lo puse al frente de su cámara. Celular desbloqueado y
subí nuevamente a mi oficina.

342
Traspasé el programa a su celular, me metí a su red social per-
sonal y llamé por videollamada a mi esposa que aun no salía del
baño. Ella contestó.

– Hola, Margot. Quería saber si ibas a ir al teatro esta noche…


– le pregunté con el rostro de aquel docente de matemáticas.
– Lautaro… nosotros ya hablamos. Ya sabes todo. Yo estoy ca-
sada… no puedo estar contigo.

Con el estómago revuelto con aquel “no puedo”, como si se ne-


gara al deseo solo por compromiso, decidí hacer la maldita pre-
gunta.

– ¿Y cuando estuvimos juntos? ¿Acaso ya lo olvidaste?

Ella se quedó en silencio. Mi corazón comenzó a rápidamente es-


perando que me diese la respuesta correcta.

– No, no lo he olvidado – respondió.

Tragué saliva y quedé en shock… pero lo peor estaba por venir.

– Tu sabes que te quiero y siempre te he querido desde antes


de conocer a mi marido, pero ya sabes como sucedieron las
cosas.
– No, nunca lo he tenido muy claro. Ayúdame a entender.
– No te hagas el tonto, dejarme cuando estaba embarazada
fue lo peor que pudiste hacer… dejaste que otro criara a tu hija,
y no hiciste nada por impedirlo.

Un pitido agudo en mi oído, las entrañas en mi boca.

– ¿Lautaro, te pasa algo? Estás extraño.

343
– No pensé que me harías esto – le respondí.
– Lautaro, tu voz

Apagué el teléfono. Caminé lentamente hasta la puerta del baño


que aun estaba cerrada. Escuché cuando abrió la llave del lava-
mos, luego la cerró y el pestillo se abrió. Quedamos frente a fren-
te.

– Como me hiciste esto… – le dije.

Presioné mis dientes, respiré agitado. Ella lo supo todo.

Escapó, comenzó a correr por la casa a gritos, mi hija apareció


desde el patio y entró desgarrada diciendo que había sangre que
caía desde mi maletera del auto. Ambas se abrazaron. Me acer-
qué a las dos y las enterré a ambas debajo de la casa junto a Lau-
taro.

344
E l Borrador
11

TRINIDAD

D
ejaron botada a una niña afuera de mi casa. La encontré en la
mañana, tirada en el piso con una frazada delgada. La tomé
en brazos y respiraba, con dos años, golpeada, mal aseada. Festi-
val de piojos en su cabeza, venía con una carta y la sorpresa.

– Se llama Trinidad, tu hija.

Su madre, la innombrable, me dejó por un hippie charlatán y se


fue sin jamás contarme que estaba embarazada, pero volvió y no
por mí, sino para regalarla y seguir en su joda pastera. Al menos
hubiese tocado la puerta, haberme avisado, un llamado, pero pre-
firió tirármela como quien lo hace con un perro a la carretera.

Examen de ADN innecesario, era mi reflejo en miniatura. De la


noche a la mañana con una niña, el amor no fue inmediato, quizás
por la rabia que le tenía a su vieja, no estaba preparado ni emocio-
nalmente ni monetariamente… pero ciertamente siempre estuve
ahí. Talla de ropa, calzado, rut, todo de memoria, padre y madre
a la vez, poco usual para un tipo alcohólico que vive de cerveza

347
y vino en caja. Tampoco soy una santa paloma, varias veces me
dormí borracho en la casa mientras ella se iba a acostar sola.

Trinidad es su nombre, y lo suyo eran los problemas de lenguaje:


hablaba en marciano y repetía lo que le preguntaban. Fonoau-
dióloga, terapeuta ocupacional, profesor diferencial, neurólogo
y hasta un psiquiatra infantil. La niña y su mundo: déficit aten-
cional. Cuando yo le hablaba, seguramente estaba descifrando
una imagen en su cabeza y mil palabras que no decía, más bien
las pensaba y sonreía. Carcajadas a mil por videos de gatos en el
celular, y furia total con la torre de Lego desarmada: gritos, nula
tolerancia a la frustración. No entendía los chistes, mucho me-
nos una broma; la literalidad no dejaba espacio para una segunda
lectura.

Mi Trinidad, mi compañera de trabajo. Con una mano le sujetaba


el brazo, con la otra la merca. Siempre los dos, la calle, la feria, las
esquinas y los buses. Vendo chocolates, trafico bombones. Can-
sancio, dolor de pierna, sudor y pena. Se dormía antes de llegar a
casa y no se daba cuenta cuando yo nuevamente me emborra-
chaba.

Una mañana desperté y ya tenía catorce. Llegó llorando de la es-


cuela. Dijo que estaba sola, que nadie la comprendía. No tenía ni
una sola amiga y nuevamente un psicólogo a su vida. Pero lo peor
estaba por pasar cuando una compañera no halló nada mejor que
enterrarle un lápiz en su cabeza. Me llamaron a dirección, inten-
té ir con la mejor disposición, pero me fui a la cresta. Un duende
insolente soltó una carcajada cuando confesó que la golpeó, me
imaginé mil formas de hacerla sufrir, pero ninguna podía llevarla

348
a cabo… salvo una: Su papito. Me lo encontré afuera del estable-
cimiento y sin previo aviso lo agarré a combos y patadas. Miré a
su hija mientras ésta suplicaba.

– ¡Le haces una más a la Trinidad y te juro que te quedas gua-


cha!

Por supuesto que no se repitió, pero no fue por la amenaza, sino


porque los demás apoderados sintieron que yo era un sicópata
enfermo, se espantaron y pidieron la expulsión. La retiré del co-
legio.

Y mi hija pasó de escuela en escuela intentando que lograse


encajar, pero nada mejoraba, más bien empeoraba. De ser una
niña acosada comenzó a ser ignorada y así su cálida brillantez se
transformó en un hilo de oscuridad, así como en su maquillaje, en
la tintura del pelo, en su ropa, en el esmalte para las uñas, pero
por sobre todo en sus pensamientos.

Problemas de existencialismo y el desasosiego absoluto que


nació de mí. Tuve que salir a vender por la mañana, trabajar de
guardia de supermercado durante la tarde y en la noche limpiar
baños en un bar todo para triplicar mis ingresos, el neurólogo y
las recetas.

– ¿Usted es el padre de Trinidad?


– Sí.
– La niña se encuentra acá en urgencias.

Sobredosis de pastillas, mi abuela de más de noventa años que


apenas sabe manejar un teléfono la encontró. La niña sobrevivió.

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¿Qué estás haciendo, Trinidad? ¿No te das cuenta de que estoy
cansado? Ya no sé qué más hacer contigo. No entiendo qué hago
mal. Me desespera que no me digas qué te pasa o qué sientes.
Entiendo que tienes tu condición, pero me mata que a estas al-
turas, cuando ya estás grande, no me escuches. ¿Me quieres? A
veces pienso que no, y no solo por lo que trataste de hacer sin
pensar en el daño que dejarías, sino porque nunca siquiera me
has abrazado. Mírame cómo tengo los ojos. ¿Sabes cuánto me
duele la espalda? Tengo que humillarme todos los santos días
para poder darte lo mejor que puedo. Somos pobres, pero ahí te
tengo, costeándote los tratamientos.

– Entonces, si yo no existiese estarías mejor. Ahí ya no ten-


drías que estar humillándote.
– ¡Cállate! ¿Acaso no entiendes que lo hago porque te amo?
Trinidad, ha pasado tanto tiempo que ni siquiera ya odio a tu
mamá por haberte dejado en la puerta, fue el mejor regalo que
me pudo haber dado en la vida y tú misma me lo estás arreba-
tando. Hija, ya no doy más con esto…

Lloramos los dos, yo por pena, ella por simple temor. Le dieron el
alta y comenzó a tomar los medicamentos como correspondían,
al cabo del tiempo le dieron un nuevo diagnóstico que prefiero
reservar, porque ella me lo pidió. Cuando lo supimos, pudimos al
fin atacar el problema y ella cambió para bien. De ser una mujer
solitaria a tener amigos y así al fin su hilo de oscuridad fue desa-
pareciendo.

Una noche, estando yo acostado, ella se acercó a mi habitación y


se tapó a mi lado.

350
– Nunca me has contado un cuento y no puedo dormir. Como
sé que no te sabes ninguno, quiero que te lo aprendas para
que un día me lo cuentes.

Boca arriba, ambos miramos el tragaluz de la pieza y relató.

Pasó el tiempo y llegó lo inevitable, tarde, pero pasó. Se enamoró.

– Él es mi novio, lo invité a la casa para presentártelo.


– Hola, mi nombre es…
– Sí, sí, ya sé. Tu eres Paolo – respondí enfadado.

Recién titulado de arquitectura, de buena familia, educado, de-


portista… pero no sé, el único problema era que estaba acostán-
dose con mi hija, razón suficiente para detestarlo al menos por
un tiempo… bueno, bastante tiempo… hasta que ella comenzó a
llegar menos a la casa.

Supongo que creció, yo me relajé, ella le dio rumbo a su camino


y yo al mío. Al fin pude emborracharme como mi cuerpo me lo
pedía. En el bar discutí, me golpearon y me echaron. Quedé en la
calle sin billetera y sin teléfono, con la ropa rajada y el tajo en el
rostro que me dejó la caída. Trinidad y Paolo en su auto, me su-
bieron y me acostaron.

– Parece que seré yo esta vez quien deba preocuparme. La


otra vez me pediste que me cuidase y ahora mírate. Aquí estás
– me dijo enojada.

Apenas pude hablar, pero al menos me entendió el típico "nunca


más".

351
Pasaron un par de años y la cosa no cambió demasiado, salvo
aquella sorpresa.

– Suegro, le vengo pedir autorización para casarme con su


hija…

No supe descifrar bien lo que sentía, si rabia, pena, emoción, mie-


do…

– ¿Papá, estás bien?... papá.

Me tomé varios segundos para procesar la información…

– Paolo, llevas mucho tiempo con la Trinidad y he visto cuanto


se respetan, pero aun así quiero que sepas que si algún día veo
a mi hija herida por tu culpa, la vas a pasar mal ¿Has visto la pe-
lícula Búsqueda Implacable? ¿El personaje de Liam Neeson?
¿Estamos?

Se puso a reír, él ya conocía mi humor. Nos abrazamos, y pasaron


los meses.

Sonaron las campanas de la iglesia, mi hija me compró un terno y


se dedicó a que yo me viese bien, para qué decir ella. Ni les cuen-
to cuánto lloré ese día cuando la tuve que entregar. Y ahí, entre
medio del festín, en el vals, en la comida no dejaba de pensar y
de beber.

Meses de alcoholismo, soledad, en pleno invierno prendí la coci-


na para hervir el agua y tomarme un café, dejé el gas corriendo
y me dormí. Desperté de pronto en casa nuevamente con mi hija

352
quien se tuvo que quedar conmigo durante esos días para cui-
darme, no fue para ella ninguna gracia que los vecinos la llama-
sen y llegasen bomberos a ver qué sucedía.

Fui a la cocina, abrí los muebles, el refrigerador y comenzó mi


desesperación.

– ¿Dónde dejaste las cervezas? – pregunté.


– Las boté, todas. Y tampoco busques las otras botellas, me
deshice de todo. Ya no hay nada.

Enfadado fui a buscar algo de plata.

– No pienses ir a comprar, porque ya no tienes la billetera. La


tengo yo. Desde ahora en adelante yo me voy a encargar de
manejar tu plata.
– ¿Qué te crees? No soy el Paolo para que me digas qué debo
hacer o no hacer.
– No me importa que te enojes. Patalea, grita, tírate al suelo,
me da igual. Ya estoy harta de tener que andar preocupada
por ti cada vez que te quedas solo. Si es necesario, te encierro
en un centro de rehabilitación.
– Mira Trinidad, me pasas la plata ahora o no sabes de lo que
soy capaz.
– ¿Qué? ¿Me vas a pegar? Dale, pégame. Ni así te la voy a pa-
sar.

Cerré la mano, apreté los dientes y comenzó a respirar agitado.


Finalmente le di algo peor que un piñazo.

– Nunca debí haberte recogido. Nunca le importaste a tu

353
mamá y solo llegaste a mi vida para hacérmela imposible. La
otra vez tenías razón cuando me dijiste en el hospital que qui-
zás yo estaría mejor si tú no estuvieras… ¿Y sabes qué? Sí, hu-
biese estado mejor. Ahora agarra tu cartera niñita adinerada,
devuélveme mi billetera y ándate de aquí. No vuelvas más.

Las palabras no fueron suficientes para mí porque cuando dio


un portazo por fuera le encaré que no olvidase de devolverme el
dinero que pagué en sus tratamientos y que sin mi hubiese sido
una guacha.

Salí a comprar y terminé recostado en el living, hablando solo,


encaprichado, para despertar por la mañana con una de las peo-
res resacas de mi vida con gran arrepentimiento, pero mi orgullo
pudo más, no le pedí disculpas, jamás. Seguí cometiendo estu-
pideces, caminando solo por la calle, con el mundo dado vuelta,
saludando a los transeúntes que me ignoraban, descansando en
el pasto de la plaza, quemándome al sol evaporando sudor, reci-
clando colillas de cigarro, riendo porque sí, fermentando alcohol,
volviendo a mi casa para despertar, trabajar un rato y regresar
a beberlo todo. Siempre en la misma rutina, la misma caminata,
la misma soledad… hasta que un día me la encontré, caminando
por mi vereda, sentí pánico al verla, no me pregunten por qué,
quizás fue la vergüenza. Cuando alzó la mirada y se dio cuenta
de que nos toparíamos de frente ella decidió cruzar hacia el otro
lado. Me evitó. La verdad es que esa tarde no cambió nada para
mí, pero sí a los siguientes días. Cada semana sin verla dolía más.
Revisaba mi teléfono, quizás me llamó alguna vez y no le contes-
té, pero no.

354
Un año duró mi orgullo y el de ella, pero tuve que ceder. Marqué
su teléfono y no contestó. Entendí que quizás el costo de mis
palabras fue demasiado alto, tendría que hacer mucho más que
llamarla.

– Hija, me excedí, no he dejado de pensar en ti… perdón – co-


mencé escribiendo.

Asumí mi responsabilidad, ahora solo le tocaba a ella responder-


me. Esa noche me acosté, me dormí, juro que no bebí. Escuché
un golpe en la puerta que me despertó. Me levanté y miré por la
cortina…

– ¿Trinidad?

Le abrí la puerta, venía con los ojos tristes, supuse que había dis-
cutido con Paolo. No nos dimos la oportunidad de conversar so-
bre nuestro problema, pero asumí que el simple hecho de haber
llegado a casa podría darse a entender que solucionaríamos las
cosas, al menos esta vez no me ignoró. Le dije que se fuera a mi
cama porque su pieza estaba hecho un mugrerío del que jamás
me encargué. Se recostó sin decir jamás alguna palabra, la tapé
y me dio la espalda. Acaricié su cabeza y comencé a relatar el
cuento que alguna vez me enseñó. Me dormí, tranquilo… en paz.

Esa mañana fue un 7 de febrero, ella no estaba. Creí que se había


ido muy temprano por la mañana porque ni siquiera la escuché.
Me puse feliz porque había venido a verme. Decidí no volver a
beber, tomé una ducha, me serví un desayuno y comencé a lim-
piar la casa, también su habitación, por si venía nuevamente. El
teléfono sonó y no suelo responder a números desconocidos,

355
porque principalmente son cobradores de alguna deuda, pero el
mismo número insistió más de dos veces.

– ¿Usted es el padre de Trinidad Sánchez?

Cayó desde el noveno piso del departamento que compró junto


a Paolo. Pregunté si había sobrevivido no sé, quizás un milagro…
Lógicamente murió al milésimo segundo, cuando su cuerpo im-
pactó en el cemento de la avenida. Ella jamás estuvo conmigo
físicamente esa noche, fue su fantasma quien se acostó en mi
cama y se durmió. Trinidad se había ido antes.

Intenté conversar con su marido, pero éste se alejó de mí al igual


que su familia. Cerraron el cajón por completo, para no mostrar
su rostro desfigurado. Vi su ataúd en la iglesia y no me dejaron ni
siquiera leer unas palabras.

Tuve que ir en taxi detrás de ellos porque tampoco sabía bien a


qué cementerio privado la llevarían. Perdí toda potestad sobre
ella, sentí que la había regalado. Lloré cuando la bajaron y ente-
rraron, no le creí absolutamente nada el sufrimiento a esa familia.
Todo fue tan frío como este relato que están leyendo.

– Paolo, ¿Por qué haces esto? – le pregunté después en el ce-


menterio.

Pero él intentó seguir su camino e ignorarme como si yo no estu-


viese allí. No lo soporté.

– ¡¿Qué le pasó?! ¡¿Ella lo hizo?! ¡¿Realmente ella lo hizo?! ¡¡Mi


hija estaba sana, te la entregué sana!!

Fue su padre quien me increpó.

356
– ¡¿Qué se cree con hablarle así?! La Trini estaba cansada de
usted, harto tuvo que soportarlo. Por algo dejó de verlo. Al me-
nos hoy compórtese y deje a mi hijo en paz. Él está con un do-
lor inmenso.

Los días pasaron ese mismo invierno mientras a ella la culpaban


de haberlo hecho por decisión propia. Según la policía, Paolo ha-
bría entregado información de que ella sufría depresión endóge-
na desde siempre. También mencionó como prueba que ya había
intentado morir antes, cuando se intoxicó con pastillas siendo
niña. Dijo que ella no era normal, que simplemente se le dio la
gana y se lanzó. Pero yo sé que no fue así. Sé el día que perdió su
primer diente, sabía cuándo le iba a llegar su periodo, sabía cuán-
to calzaba incluso cuando se estaba casando. Entendía cuando
algo le molestaba sin decirlo, comprendí las cosas que la emo-
cionaban y la hacían feliz. Supe de su semblante cuando cambió
para bien, porque recorrimos un largo camino donde me saqué
la cresta por ella, me humillé para costearle todo, criarla, sanarla,
quererla. Yo sí la conocía, y ella estaba bien, estaba feliz.

He pensado que, al final, hice peor que su madre, que la dejó bo-
tada afuera de mi casa… Se la entregué a él, que le bastó con su
apellido para probar inocencia. A veces siento que yo la lancé por
esa ventana. Me culpo todos los días de haberla dejado ir con ese
hombre para quizás poder hacer la vida de porquería que yo que-
ría. A veces me imagino saliendo de mi casa con un arma, metién-
dome a su departamento, apuntándole y llenándole la cabeza a
tiros, como se lo prometí aquel día que me pidió la mano de mi
hija… pero esto no es una película de acción.

357
Yo, este lunes, tengo que salir a vender bombones como siem-
pre, porque las deudas me perseguirán al igual que la pena que
tengo. ¿Quién me costeará la borrachera? Porque la verdad es
que ya no quiero intentar estar sobrio nunca más.

Chiquitita mía, arreglé tu habitación por si algún día llegas, aun-


que preferiría que te acostaras en mi pieza para contarte el cuen-
to que me enseñaste. A veces te siento tomándote con mi mano
derecha cuando me subo a los buses a trabajar, o te veo en el pa-
tio de la casa mirando el cielo pensando no sé qué cosa, también
te escucho retándome cuando despierto con las resacas y estás
ahí levantándome. Algunas veces se oyen tus carcajadas viendo
videos de gatitos en el celular. Te he confundido en la calle donde
cruzaste para evitarme. Me quedo despierto hasta tarde por si
vuelves a golpear la puerta de mi casa, y si te vuelves a ir al me-
nos sabré que me perdonaste.

358
E l Borrador
12

JONATHAN

R
obé una camioneta 4x4 Totoya Hilux, una Mitsubishi L200 y
un Jeep Grand Cherokee en una semana. Pero nos quedaba
la última… una Subaru Suv Al New Crosstrek. Sabíamos la direc-
ción de la casa, allí nos mandaron y esperamos afuera para to-
marla. Cuando llegaron los dueños para guardarla en la cochera
corrimos hasta ellos.

Pistola en la cabeza, una pareja abajo, ambos suplicaron. Subí,


tomé el manubrio y esperé. Dos disparos que no esperé, uno
para cada uno, fallecieron al instante. Luego, miré por el retro-
visor y contabilicé rápidamente a mis compañeros. El Pescao, el
Gerardo y el Nono. Todos arriba. Listo, aceleré. Salimos de aquel
barrio lujoso hacia la carretera. Okey, era mi última carrera hacia
el norte y se acabó, prometí que no iba a robar más, ya me había
hecho la plata suficiente en todos estos años, dos casas lujosas,
autos propios, terrenos y una novia tuneada que me esperaba en
la cama… pero todo cambió varios kilómetros más allá cuando
nos detuvimos a cargar con gasolina que llevamos en bidones.

361
Fueron gritos culpándose el uno al otro por no haber revisado
bien la camioneta antes de arrancar. Respiré profundo, en silen-
cio, pensando en cómo pasó todo esto.

Había un maldito bebé… un recién nacido que su madre escondió


detrás de los asientos traseros, en la maletera. Creyó que los íba-
mos a balear y quiso cubrirlo. Nadie lo escuchó… Supimos que el
nene estaba con nosotros cuando se puso a llorar.

Pescao le dio un puñetazo en la cara a Gerardo culpándolo, Nono


se agarraba la cabeza y yo solo observaba sabiendo que todo se
había ido al carajo. Robarse un auto es una cosa, pero robarse un
auto con un recién nacido es otra. El Nono sugirió dejar todo bo-
tado, que seguramente nos debían estar buscando por cielo mar
y tierra… pero el Pescao fue mucho más allá.

– Yo no voy a dejar el auto acá, yo necesito la plata. Opino que


botemos al niño por ahí, me da igual si se muere.

El resto se quedó en silencio, nadie refutó.

– Se las haré más fácil – insistió Pescao.

Sacó una pistola y fue directo hacia el bebé, apuntó.

– ¡Guarda eso! Sigamos el camino y el niño se queda con noso-


tros. Más allá lo decidimos – ordené.

Pero mi “amigo” se sublevó, fue a mí a quien apuntó esta vez con


el arma… sabía que no iba a jalar el gatillo, sabía perfectamente
quien era yo… había que bajarlo un poquito. Le quité la pistola, lo
agarré del cuello, lo puse sobre el capó, el cañón en la sien.

362
– ¡Una más que me faltas el respeto y juro que soy capaz de
reemplazarte por el muñequito que nos trajimos! ¡Y no me mi-
res con esos ojos! ¡¿Me quieres desafiar?! Eso… así te quiero,
calladito, con la guardia baja. Me vuelves a poner ese rostro
de mierda y prometo que no te darás ni cuenta cuando veas la
oscuridad, ¿¡Estamos?! Esto también va para el resto de uste-
des. Acá nadie opina, solo escuchan y trabajan.

Todos arriba como buenos soldaditos. El Gerardo se llevó en sus


brazos al bebé, que no paraba de llorar. Éste lo mecía, pero el
asunto no se solucionaba, de pronto el primer problema: su pañal.

Bajé las ventanas pero el frío de la noche entraba rápidamente


y por lo demás el fuerte olor no se iba. Traté de ignorarlo, pero
fue Gerardo quien supuso que quizás estaba cocido… había que
limpiarlo.

Entré a una zona rural donde pudiéramos estar fuera de alcance


y encontrar algo para conseguir una muda. Resistimos aquella
hediondez por un rato hasta que dimos con un viejo minimarket.

Mandé al Nono a comprar una crema para las coseduras, una bo-
tella con agua y un paquete de pañales… pésima decisión.

– ¡Estas son toallas para la regla! ¡¡Imbécil!!

Nono tenía 14 años y lo único que había hecho en su vida era ro-
bar, era un analfabeto que solo sabía de autos y celulares, pero
del resto nada… lo envié nuevamente, y cuando al fin llegó con lo
que le ordené comenzó una nueva pelea de quién iba a limpiarlo.

– Lo harás tú, Gerardo.

363
– ¿Yo? Pero si yo me he encargado de traerlo todo este tiem-
po.
– De acá eres el único que tiene hijos, así que algo de esto de-
bes saber.
– ¡Pero si ni lo conozco!

Bastó con mostrar mi rostro enfurecido. Tomó la botella de agua,


lo lavó mientras le pasaba un pañal limpio que luego botó, le echó
la crema y le puso el pañal nuevo. Ahora había que marcharse sin
suponer que se escucharía un fuerte grito desde el negocio, una
anciana corrió hasta nosotros.

– ¡¡Ese chiquillo me robó!! ¡¡Páguenme!!

Le di un golpe en el pecho al Nono por idiota, le había pasado di-


nero y no se le ocurrió algo mejor que llamar la atención robando
en un pequeño negocio. La mujer siguió gritando y decidí salir de
allí pero un estruendo se escuchó desde adentro del auto.

– Nos vio la cara, había que matarla – dijo Pescao mientras


guardaba la pistola.

Le disparó y la vieja se desplomó en el piso.

Más allá, mucho más allá, mientras la luna comenzaba a aparecer,


pensaba en mil maneras de qué tan mal podría terminar esto. Un
bebé raptado y el cuerpo de una anciana en la maletera. Preferi-
mos llevarla, si alguien la veía ahí llamarían inmediatamente a la
policía, esto nos daría unos minutos más para poder alejarnos.
Finalmente nos deshicimos de ella.

364
El bebé nuevamente se puso a llorar. No había mal olor esta vez…
por supuesto: hambre. Pero ya no nos podíamos detener en nin-
gún lado a comprar, si bien aun no sabíamos si la policía nos per-
seguía, era algo que nos parecía bastante obvio. Ahora los gritos
del lactante eran cada vez peores, no se detenía y el Pescao co-
menzaba a repetir que lo lanzáramos por la ventana. Esta vez juro
que mientras más lloraba, más les hallaba sentido a las palabras
del Pescao.

Me iba a detener para dar la orden de tirarlo por ahí, pero un letre-
ro apareció en mi camino. Doblé hacia allá.

“Guanaqueros”

El lugar donde me críe y no visitaba hace tantos años. Segura-


mente no me iban a recibir bien.

– Hola, hermano – saludé.

Y así fue…

– ¡¿Qué haces acá?!


– Necesito tu ayuda.

Él robaba autos conmigo, pero dejó de hacerlo cuando su mujer


quedó embarazada, nos habíamos peleado y decidió venirse a vi-
vir a la casa de mi madre fallecida. Se trajo a su esposa para hacer
una vida nueva junto a su hijo de un poco más de un año.

– ¡¿Estás loco?! ¡¿Cómo se te ocurre traerme a un niño que te


robaste junto a tu bandita a mi casa?! – reclamó.
– Escúchame, solo necesito que te quedes con ese bebé, lue-

365
go deja que nos vayamos y, cuando estemos lejos, llama a la
policía y di que te obligué, que te amenacé.
– No es mi problema.
– Hermano, no tienes idea de la clase de personas con las que
me tengo que encontrar en el norte. Lo más probable es que a
ese niño lo maten. Recíbelo y luego lo entregas.

De pronto apareció su novia desde una habitación. No estaba


para nada contenta, sabía perfectamente quién era yo.

– Pásame al niño y te largas– interrumpió ella.

Sin decir mucho más regresé al auto, Gerardo me pasó al bebé


y volví a la casa. Ella lo recibió, se sentó en la silla y comenzó a
amamantarlo, el bebé de inmediato se aferró.

– ¿Y ese auto tan barato se llevan al norte? Esa Suvaru no vale


tanto sacrificio, ¿Adónde los mandaron a robar? – preguntó mi
hermano.
– A Chicureo.
– A Chicureo… ¿Y sabes quiénes eran los dueños?
– No, solo sé que era una pareja.

Se quedó en silencio.

– ¿Y cómo era ella?


– No sé, recuerdo que tenía un…
– Un tatuaje en el cuello.
– Sí… creo que sí.

Su rostro se desfiguró.

366
– ¡¿Les hicieron algo más además de robarles el auto y el hijo?!

No respondí, agaché la cabeza.

– Lo siento, vas a tener que llevarte al niño. Ya no me importa –


giró la cabeza y le ordenó a su esposa que devolviera al bebé.
– ¡¿Qué pasa?! – pregunté sin entender nada.
– ¡¿Cómo que qué pasa?! ¡Ese niño es el nieto del Diego Zam-
brano! ¡Hermano! ¡mataron a su hija! Lo más probable es que
no es la policía la que te está buscando… es toda su banda. Si
me tienes aun algo de cariño, aleja esto de mi familia y lárgate.

No podía ser.

Un nudo en el estómago… cómo no lo supe antes.

Recibí al bebé durmiendo y recién alimentado. Me alejé de la casa


y subí al auto sin antes recibir la última ayuda de mi cuñada.

– Toma, te hará falta – me dijo mientras me pasaba una bolsa


con biberones que sacó del refrigerador con su propia leche –
Y espero que no te volvamos a ver la cara nunca más.

Un tic tac en mi mente… sentía que nos perseguía la muerte. Mi-


les de interrogantes… cómo no lo supe antes. Todos dormían en
el auto mientras cruzábamos hacia Copiapó, me eché a un lado,
me estacioné. Nadie venía. Bajé abrigado y me fumé un cigarri-
llo mientras decidía en medio de la oscuridad. Abrí la puerta de
atrás, agarré a Pescao y lo lancé hacia afuera. Todos despertaron.

– ¿Por qué los mataste? – le pregunté.


– No sé de qué hablas.

367
– Te mandaron, ¿Verdad? ¿Quién te dio la orden?

No respondía… le tuve que dar una patada en el estómago.

– ¡Habla!
– No sé.

Agarré la pistola.

– ¡HABLA CONCHETUMARE!
– Fue el jefe… se suponía que no tenías que saber.
– Me usaron entonces… este auto no vale nada. Solo se trata
de una guerra entre bandas y nosotros estamos al medio. Me
expusiste.
– ¡Pero nos van a pagar!
– ¡¿Y de qué nos va a servir la plata cuando los hombres de
Zambrano nos corten en pedazos?!

De pronto algo llegó a mi cabeza. No… no… tomé el teléfono y


marqué a mi novia. No contestaron… pero cuando iba a marcar
de nuevo llamó de vuelta.

– ¡Amor! ¡Escúchame bien! Necesito que agarres las cosas, to-


mes el primer vuelo a México y…
– Ya es tarde, amigo mío.

Una voz de un hombre.

– Le quedó bastante bien la cirugía a tu novia. Felicita al ciruja-


no, le sacamos bastante provecho…

Se me soltó el teléfono de la mano… ya no veía claro, solo sentía


algo que me empujaba. Levanté el revolver, caminé hacia Pescao.

368
– ¡No, por favor no!

Creo que fueron 4 disparos los que le di… luego fui hacia el copi-
loto, Gerardo bajó junto al bebé.

– Voy a matar a ese niño.


– ¡No! ¡No lo hagas! – suplicó.
– Si no lo sueltas le disparo a los dos.

Respiraba fuerte y no lo dejaba, Nono se tapó los oídos y cerró


los ojos dentro del auto por el miedo.

– ¿No lo vas a soltar?


– No… no puedo…

Preparé la pistola… Gerardo respiraba cada vez más fuerte… yo


también.

– ¡¡AHHHHHHHHHH!!

Grité al cielo y no fui capaz. Me puse a llorar mientras los otros


dos me observaban nerviosos. La mataron, mataron a mi novia.

Subí al auto… cruzamos el desierto, ya nadie dormía salvo ese


pequeño niño que limpiaron y alimentamos varias veces con la
leche de mi cuñada.

Antofagasta. Camino a Calama.

Avanzamos hacia la altura, esta vez hacia el Cerro Apacheta, el


destello del sol a los ojos, todos siempre en silencio.

– Quiero aprender a leer– dijo Nono.

369
Sonreí un poco.

– Cuando lo hagas me escribes una carta del extranjero, pero


en inglés o no sé, en francés, o en italiano. Agarra la plata que
te van a dar ahora y viaja, aprende y trabaja de verdad.

Tienes tiempo de sobra para cambiar tu vida, eres un buen niño


Nono.

De pronto habló Gerardo.

– Yo voy a ver al hijo que tengo botado. Le voy a dar la plata,


quizás me perdone. Podría invitarlo también a ver un partido al
estadio. No sé… ¿Crees que podría ser buen papá?

Lo miré mientras sostenía al bebé.

– Quizás…

Distancia para el punto de entrega y paga: 120 km – 110 km – 100


km – 90 km – 80 km – 70 km – 60 km – 50 km – 40 km – 30 km–
20 km – 10 km…

Cerro Apacheta. Punto de entrega, desierto. 16:27 horas.

Nos detuvimos… había un par de autos botados, camionetas de


alta gama esperando a ser recogidas. El viento empujando la are-
na. La ansiedad de mis compañeros, el bebé que ya no tenía más
leche en el bolso y yo solo esperaba.

De pronto, dos camionetas a lo lejos que se acercaban… Gerar-


do se apegaba al Nono y a mí. Las camionetas nos rodearon. Se
detuvieron y demoraron un par de minutos en bajar mientras los

370
observaba que hablaban dentro de sus autos. Hasta que decidie-
ron bajar… era 4 tipos, dos por cada camioneta.

– ¿Muy largo el viaje? Se ven cansados.

No quise hablar mucho con ellos, directo al grano.

– Queremos la plata e irnos luego de aquí. No sé cuál de esas


camionetas nos van a pasar para regresar.
– Oye que están apurados… tranquilos.

Antes había entregado otros autos y no había mucha plática,


además a éstos nunca los había visto. El jefe no llegó, mandó a
otros…

– Ustedes eran 4, no 3 ¿Dónde está el otro?


– Se arrepintió – respondí.
– ¿Se arrepintió?… que raro, conociendo a mi Pescao jamás se
arrepentiría. Sabiendo lo que le gusta la plata lo más probable
es que algo le debió pasar… en fin, no nos importa.

Sacaron una mochila y nos mostraron varios fajos de billetes.

– Acá tienen. Tomen.

Nos lanzó el bolso con el dinero.

– Se irán en la otra camioneta – nos ordenó.

De pronto uno de ellos sacó un bote con gasolina. Miramos sin


entender que querían hacer.

– Miren, Zambrano le compró esta asquerosidad a su hija.

371
Comenzaron a rociar con bencina el auto. Cresta… Gerardo co-
menzó a caminar hacia la Suv, iba por el niño.

– ¡Hey! ¿A qué vienen? ¡Aléjense y váyanse!

Pero Gerardo no hizo caso, caminó hacia el auto… de pronto un


disparo. Mi amigo muerto en la altura de Bolivia.

– ¡¿Tú también quieres acaso?! ¡Ah! – me amenazó.

Gerardo, con la mirada perdida mientras aun mojaban el auto… el


niño despertó y lo hizo saber con el llanto. Los demás escucharon
y se desconcentraron. Saqué mi revolver.

– ¡PAH!

Uno menos. Nono agarró la mochila con plata, subió a la camio-


neta y la hizo partir…

– ¡Nono! – grité.

Pero se escapó y me dejó. Recibí un disparo en la pierna, y des-


de el suelo le di al otro tipo que alcanzó a prender fuego. El últi-
mo que quedaba también escapó con la otra camioneta. El bebé
lloraba mientras el fuego comenzaba a consumir la Suv… me le-
vanté como pude y avancé cojeando, me metí adentro del auto,
tomé al niño y caí con él… me arrastré más allá mientras el fuego
la hacía explotar.

Me quedé con el niño, abrazado, mirando hacia el cielo mientras


el sol desaparecía…

La noche llegó con ese frío que atraviesa los huesos. Metí al niño

372
dentro de mi ropa. Mis dientes tiritaban, y yo respiraba, menos,
cada vez menos… La muerte se acercaba entre medio de la are-
na. Dejé de sentir al niño en mi pecho.

Oscuridad, total.

Abrí los ojos… Estaba dentro de un hoyo, a mi lado un cadáver…


Nono.

– Lo encontramos en el camino – me dijo alguien.

Escuché la voz.

– Después fuimos por ti, juro que te iba a cortar la cabeza, de


hecho, aun siento que debería hacerlo… pero protegiste a mi
nieto. Supongo que estamos a mano si no te echo tierra enci-
ma ahora.

Era Zambrano que me miraba desde arriba.

– Toma, esto es tuyo supongo. Lo ibas a repartir con tus com-


pañeros, pero te llevaste el pozo acumulado.

Me lanzó el dinero.

– Me voy. Ahora tú sabrás cómo salir de ahí. Entierra tú a tu


amiguito y no quiero volver a ver tu cara nunca más, ¿Me es-
cuchaste bien? Si me entero que estás casualmente cerca de
mí o mi nieto, sé bien donde vive tu hermano.

Me escupió y se marchó.

Tuve que rehacer mi vida como pude, no fue tanto el dinero que
me entregó Zambrano y lo gasté más en psiquiatras y psicólogos

373
que en cualquier otra cosa. Mi novia asesinada, dos de mis com-
pañeros me traicionaron, los tres murieron y mi hermano no me
quería ver… ya no tenía nada, solo rabia acumulada durante años.
La sed de venganza creció.

Garzoneaba en un evento de gente importante, insistí en tomar


aquel trabajo porque sabía bien quién estaría allí.

Me entregaron una botella de vino para entregar en la mesa prin-


cipal. Y ahí estaba, el alcalde junto al tipo que mandó a matar a mi
esposa… sí, Zambrano.

– ¡Hey, Zambrano! ¡Te traje la especialidad de la casa!

Cuatro disparos en el pecho y uno en el rostro. La gente comenzó


a gritar y a correr mientras el tipo manchaba de sangre la mesa
y el piso… y un niño a su lado de unos 8 años, en silencio, total-
mente en shock. Por supuesto que lo reconocí, aquel bebé había
crecido bastante.

– Mi viejo amigo… espero que no seas como tu abuelo. Y mu-


cho menos como yo – le dije.

374
E l Borrador
13

DEJAR DE EXISTIR Y NO MORIR

M
i hijo se lanzó desde un tercer piso en el colegio. El grito de
sus compañeros y profesores. Mi corrida veloz al hospital y
la frase del doctor que hablaba de un milagro. Pero nada terminó
ahí, incesante intentó acabar con su vida una y otra vez cortán-
dose las venas. Depresión endógena decían algunos, exógena
decían otros entre miles de opiniones, pero jamás escuchamos
la suya, el grito de auxilio “por favor, que mi mamá no esté más
con mi papá”, exponiéndonos ante todos los invitados nuestros
problemas de violencia intrafamiliar en su fiesta de cumpleaños
como deseo antes de soplar las velas de los diez.

Sí, mi esposo me golpeaba y el mea culpa de jamás detenerlo,


obsesionada de que cambiaría pese a mis dos incisivos quebra-
dos que intenté ocultar inútilmente después de una de las tantas
piñas que recibí de su parte. Nunca tomé a mi hijo y me lo llevé
de ahí, sino que lo hice tragarse mis gritos de una relación ma-
trimonial vociferante donde los vecinos escuchaban diariamente
cómo aquel hombre me quebraba. Mi niño expuesto ante el in-

377
fierno de vivir en esa casa solo quería desaparecer, esta vez in-
tentando ahorcarse, pero su papá lo sorprendió y lo sacó de ahí
a punta de patadas en el piso mientras yo me colocaba encima
para que lo dejase en paz. Me culpó a mí de que lo había criado
como un pollerudo cobarde, que no tenía su genética, que le ha-
cía falta una sacada de cresta bien dada en vez de una terapia,
que así se le iba a quitar de una buena vez. Pero nunca dejé a ese
imbécil y me costó caro, mi niño ya era un adolescente que había
dejado de creer, aquel prodigio, genio, de los mejores promedios
en el colegio había consumido tanto veneno que de un día para
otro dejó de creer en “irse”, sino que en algo mucho peor: no exis-
tir jamás y no, no es lo mismo que morir.

Todo empezó hace años, cuando conocí a Manuel en una fiesta.


Él estaba sentado en un rincón, en silencio, mientras yo colocaba
música con el teléfono conectada al parlante. Todo el mundo bai-
laba y bebía, menos él. Furtivamente lo miré, y él me miró. No le
encontré absolutamente ningún atractivo, pero algo me ocurrió,
y no, no era amor a primera vista ni esos clichés, era algo que
ahora recién puedo entender. A las horas pregunté si alguien lo
conocía. Y nadie, simplemente se coló como varios esa noche.
Durante la fiesta ninguno de los dos se acercó para hablar. Sin
embargo, no dejó de observarme, tanto así que comenzó a inco-
modarme.

Decidí irme a mi casa que quedaba a un par de cuadras y, cuando


salí de pronto, él estaba ahí.

– ¿Quieres que te vaya a dejar? – me preguntó.


– No, gracias. Puedo irme sola.

378
Caminé y fue inevitable mirar hacia atrás. Sí, aún sentía su mirada
clavada en mí a la distancia… pero esto no terminaría allí. A la ma-
ñana siguiente, cuando me levanté y bajé a desayunar, al cerrar el
refrigerador, lo vi por la ventana: aquel tipo estaba parado afuera,
en la vereda de enfrente, sin quitarme los ojos de encima. Mis pa-
pás se habían ido temprano al trabajo y yo estaba sola. Sentí un
miedo profundo, tomé el teléfono para pedir ayuda. En fin, para
cuando llegó la policía, él ya se había ido.

Una semana después lo vi subiendo al mismo tren, yo iba hacia la


estación Los Leones, pero por el susto decidí bajarme antes, en
Manuel Montt. Ahí lo perdí… o eso creí. En la tarde, no se cómo,
logró convencer al profesor de que necesitaba ir de oyente a la
misma clase donde yo asistía. Ya no daba más, del miedo a la ra-
bia me acerqué a él y lo enfrenté.

– ¡¿Qué te pasa?! ¡¿Eres enfermo o qué?! ¡Vienes persiguién-


dome desde hace rato! Sigues así y voy a hacer que te saquen
la cresta, ¿Me escuchaste?

No fue una simple amenaza, porque cuando lo descubrí nueva-


mente cerca de mi casa, llamé a mi ex pareja de ese entonces,
Diego, a quien yo había terminado hace unos meses atrás. Me
acompañó a todos lados y, al parecer sirvió, porque al menos en
ese periodo aquel extraño dejó de aparecerse cerca de la univer-
sidad, en alguna fiesta, persiguiéndome en el metro o en la vere-
da de enfrente.

Fue al menos un mes donde Diego me acompañó, y por estar


tanto tiempo juntos terminé acostada nuevamente con él. Nos

379
dimos una nueva oportunidad, no sé si por amor o simplemente
ante mi susceptibilidad de necesitar protección.

Diego era un buen partido, mis padres lo adoraban, mis amigas


también. Se mostró siempre como un tipo tranquilo, fuerte, eso
me gustaba de él. Además, siempre me hizo sentir importante.
Era un tipo ideal, todas lo miraban, pero me eligió a mí… como no
intentarlo.

Pero ahí estaba nuevamente aquel tipo, que apareció al mes y me


hizo pasar uno de los sustos más grandes de mi vida. Ocurrió arri-
ba de un bus prácticamente vacío, se me sentó al lado y me dijo:

– No quiero a Diego cerca de ti.

El grito no me salió, estaba en shock.

– Ni él ni nadie te va a amar como lo hago yo – finalizó.

Se levantó del asiento y se bajó en el primer paradero mientras


yo temblaba.

Se me presentó en las pesadillas, e incluso cuando despertaba


me lo imaginaba arriba de mi cama. Cuando cerraba los ojos ahí
estaba.

Diego supo de esto y comenzó a buscarlo para darle una paliza. Él


no lo encontró, pero yo sí. Desde la ventana de mi pieza le saqué
una foto y la subí por redes sociales. Escribí un post diciendo de
que tuviesen cuidado con aquel acosador. Nadie sabía de él, ni
cómo se llamaba ni de dónde venía.

Hasta que algo ocurrió…

380
Era la fiesta de año nuevo, decidí ir con Diego a Valparaíso para
celebrar. Nos abrazamos a las 12 de la noche y nos deseamos un
buen futuro para ambos. Bebimos demasiado, bailamos un rato
en la subida Cumming entre toda la gente… pero ya eran las cua-
tro y Diego ya no era el mismo niño lindo, atento y cariñoso de
antes. Su semblante cambió completamente cuando vio que yo
le respondí un simple “hola” a un tipo que me había saludado.

– Te gusta andar de coqueta parece – reprochó.


– No seas celoso.
– Y tú no te andes vendiendo.

Yo, con el alcohol encima, le grité delante de todo el mundo y me


escapé de él. Subí y Diego me persiguió.

– Oye, ya, sorry. No te debí haber dicho eso.

Pero no cesé en mi escape, seguí avanzando y Diego no dejaba


de pedirme disculpas. Hasta que llegué a un pasaje sin salida,
donde no había absolutamente nadie. Él intentó abrazarme y yo
decidí terminarlo. Él reprochaba mi decisión, que seguramente
al otro día ya no pensaría lo mismo, que se nos había pasado la
mano con la cerveza. Pero no, apunté con mi mirada y con mucha
calma le dije “no quiero más”.

No sé en qué minuto me vi en el piso, mareada. Con mi pómulo


palpitando y un fuerte dolor en la mandíbula. Intenté hablar, pero
no podía mover la boca. Diego me había dado tan fuerte el golpe
que no pude pararme. Me desmayé.

Desperté.

381
Estaba en el hospital con el doctor.

– Te inyectamos unos calmantes, así que estuviste varias ho-


ras durmiendo.
– ¿Qué pasó? – pregunté.
– Eso es lo que quisieran saber. Ahora va a entrar la policía y te
van a hacer un par de preguntas.

Y ahí me enteré.

– Tu novio fue encontrado apuñalado.

Yo no sabía nada, solo recordaba cuando me levantó la mano y


luego estaba en el piso. La policía descartó la teoría de un asal-
to, pues conservaba su teléfono y billetera. Además, lo habían
acuchillado como quien acuchilla a un cerdo. Lo lógico era que
se trató de un asesinato. En el velorio todos lloraron a Diego, yo
también, pero no por pena, sino que por rabia. Estaba cansada…
y ahí estaba, a un poco más a lo lejos… él.

Esta vez, con mucha calma, decidí acercarme.

– Fuiste tú, ¿Verdad? Tú mataste a Diego… ¿Quién eres?


– Manuel.
– ¿Por qué me persigues? ¿Crees que te daría una oportuni-
dad por qué me salvaste de Diego en Valparaíso? No me gus-
tas, y sea como sea, jamás alguien andaría contigo. Acosando
a mujeres nunca tendrías una oportunidad, ni conmigo ni con
nadie. Das miedo.

Pero me interrumpió con un fuerte abrazo. Dio la media vuelta y


se marchó para siempre.

382
Este tipo está loco, pensé. Llamé a la policía y le dije que sabía
quién había matado a Diego, le mostré la foto que le había sacado
hace un tiempo desde mi ventana… pero la policía no encontró a
nadie con su rostro, ni con su nombre.

Confieso que en un principio sentí temor de volver a encontrár-


melo, pero luego pasé a la incertidumbre y poco a poco dejé de
llevar una vida normal. Cuando me subía al tren lo buscaba con la
mirada, o cuando alguien se sentaba a mi lado en el bus pensaba
que era él, pero no, cuando yo estaba en el aula escuchando al
profesor observaba si había ingresado de oyente, o cuando lle-
gaba a mi casa miraba hacia el frente.

– ¿Qué te pasa, hija? – me preguntó mi madre.


– Es que… no sé… siento mucha pena.
– ¿Pena por qué?
– No sé. Pena de como si alguien se me hubiese muerto.
– Es normal, pese a como se portó Diego contigo puedes que
sientas culpa. Es un duelo.
– No, mamá, no es Diego…

Comencé a sentirme enferma y lloraba de forma inexplicable en


todos lados. A mis veintisiete tenía unas ojeras de alguien de se-
senta. No tenía ganas de levantarme. Me llevaron a terapia y ni
así se me quitó. Depresión, ganas de morirme. Crisis de ansiedad,
de angustia. Pastillas para dormir.

Sentí un vacío existencial, me estaba pudriendo por dentro.

Después de una fiesta me emborraché tanto que caminando por


la noche me nació gritar su nombre ahogada en el llanto.

383
– ¡¡Manuel!! ¡¡Manuel!!

Hasta que un día descubrí mi vacío. Encontré una carta en uno


de los bolsillos de la chaqueta negra que ocupé en el funeral de
Diego. Manuel me la había dejado allí cuando me abrazó, y la pena
de la pérdida fue aún mayor.

Abrí y decía lo siguiente:

“Me lancé desde un tercer piso en el colegio. Corriste velozmen-


te al hospital y la frase del doctor que hablaba de un milagro. Pero
no terminé allí, incesante intenté acabar con mi vida una y otra
vez cortándome las venas. Depresión endógena decían algunos,
exógena decían otros entre miles de opiniones, pero jamás me
escucharon a mí, el grito de auxilio o aquel “por favor, que mi
mamá no esté más con mi papá”, exponiéndolos ante todos los
invitados en mi fiesta de cumpleaños como deseo antes de so-
plar las velas de mis diez. Sí, mi papá te golpeaba, su nombre era
Diego y te echaste la culpa por jamás detenerlo. Te quebró los
incisivos e intentaste inútilmente ocultarlo. Cuando decidí ahor-
carme, mi padre me encontró y me dio a patadas en el piso, tu
intentase protegerme, él decía que me habías criado como un
pollerudo.

Quiero que sepas que no fue tu culpa, si cambié fue por él. Siem-
pre seré tu niñito, pero en la ficción, en lo invisible. Ya no sufrirás
por un hijo que intentó acabar con su vida, porque simplemente
yo no existiré jamás. Y no, no es lo mismo que morir.

Manuel”

384
E l Borrador
14

TE AMO LORENZA

Gracias por hacer mierda mi vida.

¡
Lorenza Silva es la mina más fácil que hay! ¡Puta! Y me da igual
lo que opinen de mí por hablar así de una mujer. Si piensan que
estoy haciendo el ridículo, me importa una soberana raja. Puede
ser que mañana me arrepienta de esto… pero ya va a ser tarde.

Lorenza ¿Por qué dijiste que me amabas si te vas con otro?

Lorenza, recapacita, si nosotros estábamos bien. El otro día no


más estábamos riéndonos juntos en la cama de mis papás, ¿Qué
hice mal? Dime y te juro que voy a cambiar. ¿Estás molesta por
la discusión del otro día? ¡Fue una tontería! No tienes para que
tomar tan en serio mis palabras, a veces se me pasa la mano, lo
sé, pero no es intencional, es que igual me la pones difícil… Pero
hay amor, y si hay amor entonces se puede volver. Deja a ese otro
imbécil, te juro que no diré nada si regresas… te perdono.

¡Puta la hueá, Lorenza! ¿Sabes qué más? ¡Ándate a la conchade-


tumadre! Yo no estoy para tu mierda. ¿Sabes dónde estoy senta-

387
do ahora? ¡En el cementerio, conchetumadre! Son las cuatro de
la mañana y me metí a la mala. No tengo idea de si anda el guardia
por ahí, pero al menos en este sector no anda nadie. Hace de-
masiado frío, pero es el mejor lugar para escribir estas últimas
palabras. Le robé una soga a mi papá de su taller, así que maña-
na me van a encontrar colgado aquí mismo y te voy a dejar con
la conciencia hecha mierda. Que todo el mundo te apunte y te
culpe por lo que haré. Mi familia va a sufrir por tu culpa. Pero lo
más importante de todo, que te quede bien claro, ¡Y que nunca
se te olvide! Es que estés donde estés, siempre, ¡Pero siempre!
Voy a estar ahí para hacer tu vida imposible. Voy a hacer reventar
a cada ser que ames, pobrecito el tipo con el que andas, deberías
pensar en dejarlo porque al primero que te atacaré es a tu princi-
pito. Después que no se te ocurra enamorarte de alguien, porque
me lo llevaré al infierno. ¿Quieres tener hijos? te los voy a quitar.
Que aprendas lo que significa que te arrebaten el amor. Que mi
sufrimiento sea equivalente al que tendrás de por vida.

Aun así, te amo Lorenza.

– Y ésa fue la publicación que me dejó, después de que acabó


con su vida.
– Okey, saca todo para afuera Lore. Llora tranquila, aquí estoy
para acompañarte.
– ¡Tengo miedo!
– Pero debes estar tranquila, no pasa nada – me consoló.
– ¡Tú no entiendes! ¡Nunca me vas a entender que este tipo ya
no me va a dejar en paz!
– Pero si está muerto, ya no te puede hacer nada.

388
– ¿Nada? ¿Y los rasguños que tiene la niña en la espalda?
– Lore… es una niña, puede pasar que los niños se peguen, se
rasguñen. A veces no se miden.
– Quiero estar sola.
– Pero Lorenza…
– ¡Déjame sola!

Han pasado exactamente ocho años desde la muerte de Sebas-


tián en el cementerio. Y, por lo que temo, está cumpliendo su vo-
luntad.

– Hola. No sé si se acuerda de mí. Soy la Lorenza, la ex del Seba.


– Cómo olvidarte… – me contestó su madre.
– Ha pasado mucho tiempo, disculpe que llegue así, sin avi-
sar…
– ¿Qué quieres?
– … Bueno, yo… yo quisiera conversar un minutito con usted. Si
me lo permite, claro.
– No sé.
– Mire, yo sé que es complicado, y hasta medio raro que esté
acá…
– Disculpa, pero no tengo mucho tiempo. Dime rápido ¿Qué es
lo que necesitas? – interrumpió.
– Se trata de su hijo, del Seba.
– ¿De Sebastián? ¡¿Y que tienes que decir de él?!
– Voy al grano señora Claudia… bueno… quizás le suene impo-
sible, pero su hijo no me deja tranquila…
– ¡¿Ah?!
– Yo sé que es difícil de creer, pero es la verdad ¿Se acuerda
de esa publicación de Facebook que escribió antes de…? Bue-

389
no, usted me entiende. Ahí mismo decía que no me iba a dejar
tranquila después de muerto y…
– ¡¿Qué te crees, mierda?!
– ¡Señora Claudia! ¡Por favor! ¡Usted es la única que me puede
ayudar!
– ¡Sal de acá antes que te reviente la cara!
– ¡Es mi hija la que está en peligro!
– ¡Sale de mi casa! – Me insistió.
– ¡Ayúdeme!
– ¡Sal de acá!

Y era cierto, ya no sabía qué hacer con tal de que me dejase tran-
quila…

Todo empezó hace algunos años atrás:

– Lorenza, tenemos que terminar – me dijo Francisco.


– ¿Supongo que me estas jodiendo? ¿Qué te pasa, Pancho?
– Nada.
– ¿Cómo nada? Esta mañana hablamos por teléfono y me di-
jiste que tenías unas entradas para el cine. Te escuchabas de
lo más bien, como siempre, incluso me dijiste te amo.
– Bueno, mentí.
– ¡Pendejo culiao!
– Lo siento, eso es todo lo que tenía que decirte. Espero que te
vaya bien en todo.
– ¡No hueón! ¡No te vas a ningún lado! ¡¿Qué mierda te pasa?!
– insistí.
– Te dije que nada.
– ¡Mentiroso! ¿Hay otra? ¿Es eso? ¡¿Hay otra?!
– No, no hay nadie. Quiero estar solo no más.

390
– Te apuesto que es ésa, la tal Mónica, que cada vez que te
pregunto por ella te haces el imbécil.
– Chao… tengo que irme.

Se fue Francisco, me pateó sin darme una buena razón. Lo llamé,


le mandé WhatsApp, le escribí a su Instagram, pero nada… hasta
que un día supe lo que realmente sucedía.

– ¿Lorenza? ¿Aló? Soy la mamá del Francisco.


– ¿Tía? ¡Hola! ¿Pasó algo?
– Mi niña, necesito que se venga a la casa con urgencia. No
sé qué le pasa al Panchito, está vuelto loco en su pieza. Supe
que terminaron, supongo que eso lo tiene afectado. Él anda
muy raro y me tiene muy preocupada, le hablo y no me res-
ponde. Quizás a usted la va a escuchar. A mí no me quiere abrir
la puerta de su habitación y se la lleva gritando allá adentro.

Cuando llegué a la casa de Francisco, me encontré a la tía lloran-


do sin saber que mierda le pasaba a su hijo.

– ¡Francisco! ¡Soy yo! ¡La Lorenza! ¡Ábreme, por favor! – Le


pedí desde afuera de su habitación.
– ¡No! ¡No! ¡¿Que cresta haces tú acá?! ¡Sal de la casa!
– ¡Hijo! ¡Escuche a la niña, y abra por favor, se lo suplico! – le
rogó su madre.
– ¡Lorenza! ¡Ándate! ¡No tienes que estar acá! – me insistió.
– ¿Qué te hice yo? Mi amor, yo te amo.
– ¡Yo también! ¡Pero ándate!
– No te entiendo Pancho. Si me amas ¿Por qué haces esto?
– ¡Lorenza no puedo hablar!
– Habla, mi amor.

391
– No puedo… Tengo miedo.
– ¿Miedo? ¿Miedo de qué, mi amor?
– El Sebastián… – dijo sin terminar la frase.
– ¿El Sebastián? Mi amor, eso ya lo conversamos…
– ¡Está acá! ¡En la pieza! – Gritó.
– ¡¿Qué?!
– ¡No me hagas nada, por favor, te lo suplico! – alzó la voz des-
de dentro.
– ¡Francisco! ¡Abre la puerta!
– ¡No! ¡Por favor no! – Se le oía rogar.
– ¡Francisco, ábreme por favor! ¡Me estás asustando! – exigí.
– ¡Hijo! ¡Haga caso! – insistió también su madre.
– ¡Conchetumadre! – se escuchó, junto a unos golpes en la pa-
red.
– ¡¿Francisco?! ¿Francisco? ¡Pancho! Abre…

Silencio absoluto.

– Francisco, ¿Qué pasa?


– ¡Ay, Dios mío! ¡¿Qué pasó?! – me preguntó su mamá al borde
del colapso.
– Vamos a tener que abrir a la fuerza.

Empezamos a patear la puerta, y no sirvió. Fui en busca de un


cuchillo intentando sacar el seguro, pero tampoco sirvió. Final-
mente, logré encontrar una escalera que tenía en su patio y con
esta decidí subir hacia su ventana, mientras tanto la señora Silvia
asustada llamaba a la policía.

Cuando llegué arriba, observé que Francisco se encontraba en su


cama, sentado, de espalda.

392
– Francisco, ¿Por qué no abres? – le dije.

Pero no contestaba. La ventana se encontraba semi abierta, tuve


que meterme como pude.

– ¿Pancho?

Lógicamente algo ya no era normal, los nervios comenzaron a


consumirme. Ya dentro de su habitación, sentí un fuerte olor a
mierda que provenía de él.

– Ay no… Ay no…
– ¿Qué pasa Lorencita? ¡Dígame por favor! – me decía su ma-
dre desde el otro lado.

Su cabeza dislocada, los ojos hacia afuera al igual que su lengua.


Botaba un resto de sangre desde sus oídos.

– ¡Ya poh, mi niña! ¡Ábrame la puerta! – insistió.

Me dieron ganas de vomitar en ese instante… No quise abrirle a


la señora Silvia de inmediato. Recién lo hice cuando escuché a la
policía llegar. No fui capaz de presenciar la reacción de la pobre
señora cuando encontrara a su hijo así, así que preferí salir por
donde entré. Me fui por la ventana y bajé por la escalera mientras
oía el grito desgarrador de aquella madre sintiendo el dolor más
horrible que te podría regalar la vida.

Me dio vueltas el nombre de Sebastián en todo esto, ¿Por qué


Francisco lo nombró antes de morir? Me negaba a creer que se
trataba de algo paranormal, era imposible.

393
La verdad es que pasó mucho tiempo para caer en cuenta de que
la promesa de Sebastián se iba a cumplir. Lamenté mucho que
Francisco no estuviese acá para contarle que estaba embaraza-
da y que sería padre. Pude haber abortado, pero no sé, decidí ser
madre y aperrar sola. La señora Silvia nunca supo de esto y difí-
cilmente se enteraría en el futuro, pues terminó viviendo en un
psiquiátrico.

– Hola hija, ¿Cómo le fue en la escuela? – le pregunté a mi Mai-


te.

Entró y subió a su habitación sin responder. Dejar de hablarme se


transformó en una pésima costumbre.

– ¿Hija? ¿Qué le pasa? ¿Por qué anda así?


– Estoy bien, mamá.
– No sé, apenas me hablas, tú no eres así. Siempre andabas
contenta y de la noche a la mañana se me puso seria.
– Te dije que estoy bien.

Fue un día en la ducha que le descubrí aquel moretón en la espal-


da.

– ¡¿Quién te hizo esto?! – exclamé.


– Nadie.
– ¡¿Cómo que nadie?! ¡Maite, dime la verdad! ¡¿Quién cresta te
pegó?!
– Nadie mamita – contestó un tanto cabizbaja.
– ¡Deja de mentir! ¡Ya me está cansando este asuntito!

Apenas le grité, me interrumpió con un llanto que parecía tener


atorado desde hace rato.

394
– Hija mía, disculpa por tratarte así, pero necesito saber, ¿Te
están haciendo bullying en el colegio? ¿Es eso?
– No mamá.
– Maite, míreme a la cara... Hijita mía de mi corazón, dígame,
con confianza, ¿Quién le hizo esto?

Sin mirarme a los ojos, se tomó un tiempo para responder.

– Fue el caballero que limpia el colegio.

Tenía que ir al colegio a resolverlo de inmediato.

– Señora Lorenza, ¿En qué la puedo ayudar? – me preguntó la


directora de la escuela.
– ¡Vengo a poner un reclamo en contra de su personal de aseo!
– ¿El personal de aseo?
– Mi hija tiene un moretón en la espalda. Es un golpe que re-
cibió acá, en su establecimiento. Ella me confesó que fue al-
guien del aseo.
– ¿Y quién específicamente?
– No le sabemos el nombre, pero fue un hombre que trabaja
en este establecimiento.
– Que extraño, señora Lorenza. Nosotros no contratamos a
hombres que se encarguen del aseo en este colegio, recuerde
que esta es una escuela exclusiva de mujeres, por normativa
interna tenemos prohibido…
– ¡Bueno, no sé! ¡Pero alguien de su colegio fue! – interrumpí

Mi hija en silencio. La tomé del brazo y la obligué a que hablara.

– Hija, dígale a la directora quién le hizo esto.


– Un caballero del aseo – respondió ella.

395
– Pero Maite, eso no es posible, ¿Y cómo era? – le preguntó la
directora.
– Hija, hable. Dígale al menos cómo era el hombre – le pedí.

Mi hija levantó la cabeza y comenzó a describirlo.

– Es un hombre joven… estaba barriendo.


– ¿Y en qué parte del colegio te pegó? – le preguntó la direc-
tora.
– Me llamó desde la sala que está abandonada, pensé que
quería que lo ayudara con algo… y ahí me pegó un combo en
la espalda.
– Señora Lorenza, lamento decirle que eso es imposible. Ten-
go que repetir esto, pero no tengo a hombres trabajando en
mi personal de aseo. Y si fuese un profesor, tampoco, no hay
nadie con la descripción que nos da la niña… lo siento, pero no
sé qué decir al respecto.
– ¿Usted me está diciendo que mi hija está mintiendo? – pre-
gunté molesta.
– No quiero tratar a la Maite de mentirosa, diría que está fan-
taseando, o que simplemente se confundió.
– ¿O sea que el golpe que tiene en la espalda se lo inventó?
– No, no digo eso, le repito, esa persona que ella describe no
existe en este lugar, es solo eso.
– ¡No puedo creer esto!
– Señora Lorenza, sé que debe estar preocupada por su hija.
Pero para su tranquilidad vamos a poner mucho ojo en las per-
sonas que rodean a la niña.
– ¡Tal parece que usted como responsable de esta escuela no
tiene idea de lo que ocurre! Bastante negligente. Voy a poner

396
un reclamo en el ministerio contra usted, y yo misma me voy a
dar la tarea de encontrar a ese tipo, voy a pasar sala por sala,
me daré todas las vueltas que sean necesarias hasta encon-
trarlo, ¡¿Me oyó?!

Me levanté de esa silla y salí de allí. Apenas me encontré en el


patio comencé a mirar hacia todos lados.

– ¿Es él? – le pregunté a Maite.


– No mamá. Él es un profesor.
– O sea que sí trabajan hombres en este colegio ¿Y dónde está
esa sala donde viste al tipo que te pegó?

Me llevó al lugar, estaba lleno de sillas rotas, mesas desarmadas,


libros de clases antiguos. Más que una sala de clases parecía una
bodega de cachivaches.

– ¿Y aquí estaba?
– Sí, mamá.
– ¿Y dónde más podría encontrarlo?
– No lo sé, solo lo vi aquí.

De pronto intenté pensar en frío, después de varias horas no ha-


bía nadie con aquella descripción.

– Hija, dime… Prometo que no me voy a enojar. Mírame a los


ojos y respóndeme, esa persona no existe, ¿Verdad?
– Sí, mamá. Estaba acá.
– Pero si ya le pregunté a tus amigas, la directora niega que
trabaje un hombre en el aseo, y por lo demás no he visto a na-
die.
– Estaba acá…

397
– No me mientas.
– ¡Me dijo tu nombre!

Nos quedamos en silencio un par de segundos.

– ¿Me conoce?
– “La Lorenza no te quiere”. Eso me dijo ese señor.

Me llevé a la niña a la casa, no quise dejarla en el colegio, al menos


hasta cuando pudiese entender qué mierda sucedía, pero cier-
tamente ya algo rondaba por mi cabeza por más que tratase de
negármelo.

Esa noche me quedé en mi cama acostada con la Maite.

– Hija, déjame de pegarme patadas por favor.

La empujé despacio con mis brazos mientras dormía para que


me hiciera un espacio en la cama.

– Maite, corre un poco los pies por favor.

Pero seguía durmiendo.

– ¡Maite! ¡Despierta!
– ¿Ah? ¿Qué pasa, mamá?
– Es que te doblas para dormir, me duelen tus patadas.
– Mamá, mis pies están para este lado.

Saqué las sábanas.

– ¡Conchesumadre! – exclamé horrorizada.


– ¡¿Qué pasa?! Mamá me asusta ¿Qué pasa?
– Nada hija, no pasa nada.

398
– ¿Y por qué grita?
– Trata de seguir durmiendo.

Vigilé la pieza toda esa noche, no apagué la luz y no cerré un solo


ojo.

Al otro día por la mañana decidí no mandar a mi hija al colegio,


pero tampoco quise que nos quedáramos en la casa. Salimos a
dar una vuelta por la ciudad todo el día… pero llegó la noche, ha-
bía que regresar.

– ¿Acostémonos juntitas de nuevo? – le pregunté.

Eran cerca de las cuatro de la mañana, y el sueño acumulado por


estar en vigilia me terminó venciendo. Los ojos se me cerraron
solos.

– ¿Te acuerdas, Lorenza, que alguna vez hablamos de tener


un hijo?
– ¡Mierda!

Abrí los ojos. No estaba soñando, fue como si hubiese venido esa
voz de la misma habitación en la que dormía.

– ¡¿Quién anda ahí?!

Juro haber escuchado a Sebastián, y para peor esto solo era el


comienzo. Todas las putas noches era lo mismo.

– Mami, ¿Por qué está así? ¿Hay un monstruo?


– No, mi vida. Los monstruos no existen.

De pronto, un repentino corte de luz.

399
– Mamá, se apagó la ampolleta.
– Aproveche de dormir entonces.
– Me da miedo.
– Tranquilita. Ya va a llegar la luz, cierre los ojitos que yo la cui-
do, ¿Bueno?
– ¿Y si me das un besito?
– ¿Quiere un besito de buenas noches?
– Un besito con lengua.
– ¿Ah? ¿Qué dijo?
– Dame un beso de esos que nos gusta, Lorenza.
– ¡¿Maite?!

No respondió.

– ¡¿Hija?!

Con mis brazos comencé a moverla a oscuras, sin poder ver nada.

– ¡Hija me está asustando!


– ¡Vuelve conmigo Lorenza!
– ¡¿Sebastián?!
– ¡No me dejes! ¡Dame una oportunidad!
– ¡Hija! ¡Respóndeme!
– ¡Te amo, Lorenza!
– ¡Maite! ¡¡Maite! ¡Respóndeme, Dios mío!

Hasta que al fin la pude escuchar.

– ¡Mamá! – expulsó de pronto, como si hubiese estado ahoga-


da.

400
Cuando sentí las manos de la niña sobre mis brazos la tomé como
pude y escapamos a ciegas de la habitación. Cuando ya había
avanzado junto a ella, algo nos interrumpió en la pasada.

– ¡No me dejes!
– ¡Mami! – exclamó mi hija
– ¡Sal de acá conchetumadre! ¡Déjanos en paz! – le supliqué a
esa cosa que no lograba ver.
– ¡No! ¡Tú eres mía!

Sentí una fuerza corporal sobre mí, y un fuerte grito por mi oído
derecho.

– ¡Mamá! ¡Me duele!


– ¿Qué? ¿Qué le pasa?
– ¡ME ESTÁ RASGUÑANDO LA ESPALDA!
– ¡Déjala, conchetumadre!
– Lorenza, ¿Por qué metes gente a nuestra relación?
– ¡Déjala mierda! – Le ordené.
– ¡Me duele! – Exclamó Maite, llorando.
– ¡Volveré por ti, mi amor! ¡Nadie nos va a separar! ¡Ni ella, ni
nadie!

De pronto llegó la luz, y dejé de sentir esa fuerza sobre mí.

– ¿Mi amor! ¡Mi amor! ¡Hábleme!

La niña no paraba de llorar. La senté en el sillón, su pollerita en-


sangrentada en la espalda. La dejé desnuda de arriba observan-
do una herida abierta que abarcaba desde el cuello hasta el coxis.

401
– ¿Lorenza? ¿Qué pasó? Son las cuatro de la mañana – me dijo
desde el otro lado del teléfono.
– Rodrigo, estoy demasiado mal. No sé qué hacer.

A Rodrigo lo conocí en el trabajo. Tipo bastante guapo, salimos


un par de veces. Me gustaba harto, pero con todos los problemas
que se me estaban presentando era difícil comunicarme seguido
con él. Pero esa noche lo hice, no sabía a quién más acudir.

Llegó a las 5 de la mañana en su auto, lo abracé muy fuerte.

– Ayúdame – le dije.
– Lorenza. Ya, tranquilita. Aquí estoy. Cuéntame todo.
– Nos atacaron.
– ¡Ah! ¿Quiénes? ¿Se metieron unos ladrones a la casa?
– No. Un ex…
– ¿Qué te hizo?
– Rasguñó a mi hija en la espalda.
– ¿Cómo se llama? Lo voy a matar.
– No, no se puede.
– ¿Cómo no se va a poder? ¿Anda armado? Yo sé defenderme,
quédate tranquila que se las va a ver conmigo ese hijo de puta.
– Está muerto.
– ¿Cómo muerto?
– Está muerto, Rodrigo. El Sebastián está muerto.
– No entiendo nada Lorenza... ¡No me digas que lo mataste!
¿Dónde lo dejaste tirado? ¿Lo escondiste?
– Se suicidó hace ocho años, en el cementerio.
– Creo que no estás durmiendo bien.
– Es verdad. Él prometió que nunca me dejaría en paz. Mira,
ésta es la publicación que dejó en su Facebook… aún está.

402
Le mostré el teléfono para que viese aquel post. Rodrigo aún
seguía sin entender mucho, su rostro demostraba desconfianza
ante la situación. Así y todo, le leí todo el mensaje que alguna vez
me dejó Sebastián.

– Y esa fue la publicación que me dedicó el día en el que acabó


con su vida.
– Okey, saca todo para afuera Lore. Llora tranquila, aquí estoy
para acompañarte.
– ¡Tengo miedo!
– Pero debes estar tranquila, no pasa nada – me consoló.
– ¡Tú no entiendes! ¡Nunca me vas a entender que este tipo ya
no me va a dejar en paz!
– Pero si está muerto, ya no te puede hacer nada.
– ¿Nada? ¿Y los rasguños que tiene la niña en la espalda?
– Lore… es una niña, puede pasar que los niños se peguen, se
rasguñen. A veces no se miden.
– Quiero estar sola.
– Pero Lorenza…
– ¡¡Déjame sola!!

Pese a mi molestia, decidió no abandonarme.

Rodrigo nos atendió al otro día. Compró el almuerzo y le entregó


su notebook a la Maite para que se entretuviera en algo.

– Te has comportado bien con nosotras. Gracias – le agradecí.


– No hay de que.
– ¿Aún no me crees? ¿verdad?
– Debo admitir que cuesta, pero te creo.
– Sí, sé que es raro. Debes pensar que estoy loca.

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Me tomó la mano.

– ¿Tú sabes que me gustas? No debe ser muy difícil darse


cuenta.
– Tú también me gustas Rodrigo.

Se me acercó para besarme. Yo cerré los ojos… pero apenas rocé


sus labios, una imagen me dijo que no lo hiciera.

– ¿Qué pasa? – preguntó.


– No puedo.
– Pero si esto que sentimos es mutuo.
– Mejor ándate.
– No te entiendo.
– No tienes nada más que entender, gracias por todo. Pero lo
mejor es que te vayas.

Hizo una risa media incómoda. Se despidió de mi hija, y me dijo


chao desde la puerta.

Me gustaba… pero lo arriesgaba. Alguna vez perdí a Francisco;


no podía permitir que le sucediera lo mismo a Rodrigo. Sebastián
haría cualquier cosa para que no tuviera a nadie más en mi vida.

Ese día le dije a mi hija que alojaríamos en una pensión, y así lo hi-
cimos. Pensamos que saliendo de la casa evitaríamos todo. Pero
no, nuevamente se cortó la luz. Esa noche mordió a la niña en el
pie, al día siguiente en la cadera. Regresando a casa le dio en el
estómago.

Ya no sabía que hacer, desesperada intenté acudir a la madre de


Sebastián, quien, por cierto, me odiaba y me culpaba por el sui-

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cidio de su hijo… quizás si la convencía, ella podría hablar con el
fantasma de Sebastián, qué sé yo, pero me echó cuando escu-
chó que su hijo era un monstruo que había llegado del inframun-
do para joderme la vida.

Me acerqué a la catedral San José de Concepción y hablé con el


párroco de la iglesia.

– Padre, necesito que me ayude.


– Dígame, hija mía.

Le conté todo y fue hasta mi hogar para quitar aquel espíritu. Lo


abracé, sentía que él tenía la cura a este problema.

– Y bien ¿En qué sitio de la casa dice que se le aparece?


– En mi habitación principalmente.
– ¿Es en el segundo piso?
– Así es, padre.

Subimos las escaleras, la Maite caminaba detrás. El cura sacó un


rosario y se arrodilló. Cerró los ojos y empezó a rezar en latín.

– Pater Noster, qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum,


adveniat Regnum Tuum, fiat volúntas tua, sicut in caelo et in
terra. Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie, et dimitte
nobis débita nostra, sicut et nos dimittímus, debitóribus nos-
tris; et ne nos indúcas in tentationem, sed libera nos…
– ¡¡¡JAJAJAJAJAJAJAJA!!!

Una fuerte risa estalló muy cerca de nosotros… miré a todos la-
dos, hasta que decidí bajar la mirada y encontrarme con una ho-
rrible sorpresa.

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– Tócame curita… mírame, como te gustan, chiquititas.

¡Maite!

– Gloria Patri, et Fili, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et


nunc et semper, et in saeccula saeculorum, amen.
– ¡Hija! ¡¿Qué le pasa?! – le pregunté horrorizada.
– ¡Padrecito! ¡Tócame!
– ¡¡Alma de Cristo, santifícame; cuerpo de Cristo, sálvame;
sangre de Cristo, embriágame; agua del costado de Cristo, lá-
vame; pasión de Cristo, confórtame!! ¡¡Oh, mi buen Jesús, óye-
me!!

Ella cambió su voz.

– ¡¡Lorenza!! ¡¡Sal de la pieza!! – me ordenó con un fuerte voza-


rrón.
– ¿Sebastián? – pregunté sorprendida.
– ¡Sal de la pieza! – exigió.
– ¡Deja a mi hija!
– ¡Dentro de tus llagas, escóndeme; no permitas que me apar-
te de Ti! ¡Del enemigo malo, defiéndeme! ¡¡En la hora de mi
muerte, llámame!! – Predicó el cura.
– ¡Déjala, mierda! – le insistí.
– ¿Te gusta jugar padrecito con los niños? – le preguntó mi hija
al cura.
– ¡Y mándame ir a Ti; para que con tus santos te alabe; por los
siglos de los siglos! ¡Amén!
– Espérame abajo mi amor – me ordenó aquel ser que ya no
era mi niña.
– ¡MAITE!

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Estaba poseída. Una energía me lanzó con fuerza, empujándome
fuera de la habitación. La puerta se cerró de golpe.

– ¡Abran! – supliqué.
– ¡En el nombre de Dios te ordeno que abandones este cuerpo,
en el nombre de Dios te prohíbo que vuelvas a hacerle daño! –
exclamó el párroco.
– ¡JAJAJAJAJAJAJAJA!
– ¡Abran la puerta! – insistí desesperada.
– ¡Por favor no! – gritó el cura de dolor.

Yo no era capaz de abrir la puta puerta.

– ¿Te gustan que te lo chupen, curita? – escuché a Sebastián.


– ¡AAHHHH! – gritó nuevamente el padre.

Mierda, tenía que entrar de alguna forma, lo iba a matar. Fui co-
rriendo abajo, sabía que tenía un hacha en algún lado… me tenía
que apurar.

– ¡Ahhhh! ¡Nooooo! ¡¡Suéltame!! – suplicaba el padre.

El patio y el desorden, estaba llena de cachivaches que me había


dejado mi papá alguna vez y que jamás se llevó. Era difícil encon-
trar el hacha entre tanta basura.

– ¡Lorenza! ¡Este cura ya no nos va a poder casar! ¡Tu hija está


abusando de él! – acusaba Sebastián desde la habitación.

Busqué y busqué apretando mis dientes y con lágrimas de des-


esperación. Y ahí estaba el hacha, encima de todo, con la adre-
nalina no la había visto. Subí rápido al segundo piso y empecé a
hacer mierda la puerta.

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– ¡AAHHHHHH! – el cura y el desgarro.
– ¡Voy a entrar!
– ¡No sea desobediente, amor! ¡No va a querer ver lo que está
haciendo su niñita con el padrecito! – me gritaba Sebastián
desde dentro.
– ¡Te voy a hacer desaparecer, conchadetumadre! – amenacé.
– ¡AAAAAHHHHHHH! – seguía gritando el padre.

Hasta que rompí la puerta y logré entrar.

– ¡Maite! ¡Déjalo! – ordené.

Mi hija lo tenía en el suelo, con el pantalón abajo. Su pene reven-


tado.

– ¡Dame un beso, Lorenza! – me dijo ella con la boca ensan-


grentada.
– ¡Sal del cuerpo de mi hija!
– ¡Solo si volvemos!
– ¡¡Sal del cuerpo de mi hija!!
– ¿No quieres volver conmigo?
– ¡¡NO!!
– Entonces tu hijita sufrirá. ¡Dile adiós a tu Maite!
– ¡No! ¡Mierda! ¡Está bien! ¡Bueno! ¡Ya! ¡Sí, sí quiero!
– Yo sabía que me amabas…
– ¡Ahora devuélveme a mi niña!
– ¡Volveré por ti amorcito! ¡Espérame con la cama calientita!

La niña cayó al piso y de pronto empezó a llorar.

– ¡¿MAMÁ?!
– ¡Mi amor! ¡Mi bebé!

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– ¡Mamá, tengo miedo!

El padre, en tanto, perdía mucha sangre.

– Espéreme, vamos a llamar a una ambulancia – le dije.

Tomé el teléfono… pero no marqué. Culparían a mi hija o a mí de


lo que le había sucedido, nadie me creería que lo hizo un muerto
que poseyó a mi Maite.

– ¿No vas a llamar? – preguntó mi hija.


– No, mi amor.
– ¿Se va a morir?

Y así fue, ensangrentado en la pieza. Lo enterré en el patio de


la casa. Utilicé la mayor cantidad de cosas que había dejado mi
papá y se las puse encima.

En la noche, ni Maite ni yo podíamos dormir.

– ¿Mamá? ¿Y si me transformo de nuevo en él?


– Si llega a pasar eso no te voy a dejar nunca sola, siempre es-
taré aquí para protegerte.
– ¿Le vas a decir que se vaya?
– Sí, le voy a decir que se vaya preciosa mía…

La conversación llegó a su fin. Un nuevo corte de luz nos daba el


aviso.

– Lorenza…
– Sebastián, te lo suplico. Sale del cuerpo de mi hija.
– No lo haré. Quiero tocarte…
– ¡No!

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– ¿Amas a otro?
– ¡Déjame! ¡Te lo suplico!

Sentí las pequeñas manos de Maite que se colocaban sobre mi


pierna, acariciándome.

– ¡Detente, mierda! ¡Nunca te quise asqueroso! ¡Menos ahora!


– ¡Yo sé que tú me quieres!
– ¡¿Quererte?! No sabes lo feliz que me puse cuando supe que
te ahorcaste.

Pero insistió. Cuando me tocó uno de mis senos tuve que salir
corriendo de la habitación.

– ¿Adónde vas, mi vida?

No podía dejar que esto pasara. Era todo muy cerdo.

– ¿Para qué escapas, Lorenza? La casa es chica.

Pensé en salir a la calle por un momento, pero recordaba que era


el cuerpo de mi niña la que estaba en el segundo piso, yo no podía
dejarla sola.

– Me aburriste, Lorenza. Es fácil. Si no vuelves a la cama me


enterraré un cuchillo – amenazó.

No podía dejar que la niña sufriera las consecuencias.

– Volveré a la cama – le dije.


– Sabía que me amabas – respondió.
– Me tendrás, Sebastián… pero no hoy.
– Yo pongo las reglas.

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– Si realmente me amas y quieres que estemos juntos, okey, lo
acepto, pero necesito que me respetes.
– ¿Entonces cuándo?
– Cuando yo lo decida.
– ¿Cuándo tú lo decidas? Te dejaré descansar solo por hoy,
pero mañana ármate de ganas, ¿Me escuchaste?

A la noche siguiente volví acostarme con mi hija y por más que


supiera que se transformaría en ese monstruo yo no era capaz
de abandonarla.

Se cortó la luz y volvió nuevamente el hijo de perra.

– Lorenza, es nuestra hora. Deja tocarte.


– ¡Sebastián! ¡Basta!
– ¡No te niegues, recuerda que está tu hija en juego!
– ¿Quieres que te ame?

Se quedó en silencio.

– ¿Quieres que te ame o no?


– Sí… sí quiero.
– Entonces deja a mi hija otra vez.
– ¡Eso no!
– ¿Y por qué a ella?
– Me gusta como la miras. Cuando la acaricias, me acaricias a
mí. Cuando le dices te quiero, me lo dices a mí…
– Dame un día más… por favor. Necesito ver a mi hija por últi-
ma vez, luego te quedas con ella.

Volteó su cabeza, esbozó una sonrisa.

411
– Será tu última vez con tu pequeña, después de eso anda a
acostumbrándote a mirarla de otra forma.

Maite regresó.

– ¿Mamá?
– Hija mía…

Al otro día le preparé las hamburguesas que tanto le gustan. La


abrazaba a cada momento.

– Te amo mamá.
– Yo también te amo mi amor.
– ¿Por qué lloras mamá?
– Quiero que sepas que siempre estaré cuidándote.
– Siento que te estás despidiendo, ¿Qué ocurre?
– Nada mi bebé. Todo está bien.

Lo que ella ni Sebastián sabían era que esa noche para mí no lle-
garía. Preparé mi suicidio. Prefería estar muerta antes de vivir la
mierda que ese monstruo propuso.

Sentí miedo por no saber lo que pasaría con ella, tenía la espe-
ranza de que tal vez, cuando Sebastián se diera cuenta de que
yo había partido de este mundo, el cuerpo de Maite no le serviría
para nada y la dejaría en paz… pero algo sucedió de repente.

– Mamá, están golpeando la puerta de la casa.


– Espérame aquí, voy a ver quién es.

Era extraño, no era recurrente tener visitas a esa hora. Bajé y abrí
la puerta.

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– Buenas noches. Tenemos una orden de la jueza para entrar a
su casa. Hay sospechas de que acá se encuentra el sacerdote
Jorge Roncaglia. Déjenos entrar por las buenas, sino vamos a
tener que vernos obligados a usar la fuerza.
– ¿Mamá? ¿Quiénes son? – preguntó mi hija desde el segundo
piso.
– Tranquila. Son unas visitas que vienen a mirar algo y se van.

Revisaron en varios lados, lógicamente llegarían al patio. Retira-


ron todas las cosas que yo había puesto allí. No demoraron nada
en darse cuenta de que alguien había enterrado algo.

– ¡Al parecer está acá! ¡Excaven en este sector! – ordenó uno


de ellos.

Se había acabado. Nos culparían por asesinato.

– ¡No lo hicimos nosotras! – les dije.


– Usted queda detenida de inmediato ¡Espósenla!
– ¡Mamá!
– ¡Hija mía!
– ¡No se lleven a mi mamita! ¡Por favor no!
– ¡HIJA!

Vi cómo me alejaban de ella… tenía que evitarlo.

– ¡Sebastián! ¡Sebastián! ¡Ayúdame, mi amor! – grité mirando


al cielo.
– ¡Señorita, guarde silencio!
– ¡Sebastián! ¡Nos quieren separar! ¡Amor!

Y de pronto sucedió…

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– ¿Lorenza?

Los policías vieron como la niña cambiaba la voz. No podían


creerlo.

– ¡Sebastián! ¡Mi vida! ¡No dejes que nos separen!


– ¡SUELTENLA! – exigió la voz de Sebastián.
– ¡¿Qué le pasa a esa niña?! ¡Hey! ¡No se queden mirando! ¡Llé-
vense a esa mujer ahora!

Cometieron el peor error de su vida.

Uno de los policías sacó su pistola y, sin su voluntad, se la puso en


su propia boca.

– ¡Ella es mi mujer! ¡Nadie la toca!

Una sola bala fue suficiente para reventarse la cabeza.

– ¡López se disparó! – Gritó su compañero asustado.

Luego mi hija miró directamente a los ojos de otro policía.

– ¡Mi brazo! – gritó por el dolor aquel tipo.

Maite se acercó lentamente hacia él.

– ¡Me duele! – exclamó por última vez.

El sonido de sus huesos quebrándose. El brazo de aquel poli-


cía se desprendía de su cuerpo. El policía que me había tomado
detenida comenzó a gritar de miedo. Me soltó, tomó la pistola y
apunto hacia mi hija.

– ¡Pendeja! ¡Te voy a matar!

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Lo empujé antes de que disparara… Sebastián hizo el resto.

– ¡AHHHHHHHH!

Se defecó en los pantalones mientras sus ojos explotaban. Los


oídos le sangraban.

Todo terminó para la policía. Solo eran cuerpos reventados en el


patio de mi casa.

– Gracias – le dije a Sebastián.


– Es nuestra noche y nadie podrá arruinarla – respondió.

Me quedé en silencio, me acerqué hasta mi hija poseída y le aca-


ricié el rostro.

– Sí, será nuestra noche, pero necesito antes hacer una llama-
da.

Fui en busca del teléfono y marqué el número de Rodrigo.

– ¿Lorenza? Hola… pensé que ya no me llamarías. Me alegra


saber de ti, ¿Cómo ha estado todo por allá?
– Bien, todo mucho mejor.
– No sabes lo contento que me pone escucharte.
– A mí también.
– Lorenza, yo quería pedirte disculpas por lo del otro día…
– No… Está bien – le contesté.
– ¿Cómo?
– Que está bien. Te llamaba para decirte que lo he estado pen-
sando, y sí… quiero darme una oportunidad contigo.
– Me pone contento oír eso… yo también quiero.
– Me gustaría que vinieras a la casa… ahora, si es posible.

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– Bien, estaré en una hora por allá.
– Te espero… Rodrigo.

Colgué el teléfono y me dirigí hasta el cuerpo poseído de mi hija


para hablarle a Sebastián.

– Se me ha ocurrido una idea… y creo que podré mirarte de


otra forma – le dije.

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