Caballos de las Provincias del Plata
        D`
Alcides D`Orbigny
Montamos a caballo después de comer y partimos para Navarro. Llegamos a la noche a la
posta de Santana, situada a un cuarto de legua de ese villorrio. El jefe era un hombre grueso,
criado en el campo y dueño de una gran tropilla de ganado. Nos recibió muy bien, nos hizo
servir mate y nos enteramos que era viudo desde hacía algunos años; después de darnos la
información más minuciosa sobre la difunta esposa y familia, entonó el capítulo no menos
importante y mucho más vasto de sus caballos, de su número, su color, su edad, su calidad, su
velocidad en la carrera, los que había regalado, vendido y perdido, los que había domado;
luego nos invitó a montar a caballo, al día siguiente, para dar un paseo por Navarro, eligiendo
aquellos de nosotros que le parecieron mejores jinetes. Tal fue, abreviada, la conversación de
nuestro huésped, conversación que duró hasta medianoche, sin que nadie tuviera tiempo de
ubicar una palabra y no terminó hasta que nuestro conversador se dio cuenta, finalmente, de
que una gran parte de su auditorio dormía un sueño profundo. Si se agregan a las materias de
que trató nuestro huésped, el juego, las carreras de caballos, las discusiones sobre las marcas
del ganado y algunos relatos amorosos, se tendrá una idea del tema perpetuo y uniforme de
todas las conversaciones de los habitantes de la campaña. Los caballos, especialmente, son el
motivo eterno de sus pláticas; lo que, por lo demás, es completamente lógico, puesto que ese
animal es, desde la infancia, el compañero inseparable de sus trabajos y de todos sus pasos, ya
que el americano tiene siempre un caballo ensillado cerca de sí o a la puerta de su casa, y no
realiza jamás a pie ningún trayecto, aunque sea de cien pasos.




La manera de domesticar los caballos en las provincias del Plata en nada se parece a la
empleada en Europa. El gran número de esos animales y la vasta extensión de los campos de
pastoreo, hacen que su valor sea módico, que su multiplicación y cría se abandonen a la
naturaleza, que sus dueños, los mejores jinetes del mundo, los domen muy fácilmente y sin
muchas preocupaciones, de manera que un caballo, muy dócil para ellos, por lo general, sería
un bicéfalo para un europeo. Los caballos pasan todo el año en el campo y el empleo de
caballerizas es desconocido e impracticable, a causa de la gran cantidad de ganado y a la falta
de forrajes cultivados. No tienen, lo mismo que los animales con cuernos, otro alimento que la
hierba que crece naturalmente, por eso, sufren y enflaquecen mucho en tiempo de grandes
sequías, así como en los inviernos muy lluviosos, y carecen del fuego vigor de los nuestros. Se
los reparte, generalmente, en tropillas de cuarenta o cincuenta, más o menos; y, a la cabeza de
cada una de ellas, se halla una yegua llamada madrina, que lleva una campanilla cuyo sonido
sirve para reunirlos, Los caballos, acostumbrados a seguirla, no se separan nunca; y aquel que
se desensilla y abandona a la puerta de la casa, aunque esté medio muerto de hambre, toma, la
mayor parte del tiempo, el trote largo o el galope, y no se detiene a comer hasta no unirse a la
tropilla que, algunas veces, está a una legua de distancia. Basta para acostumbrarlo tenerlo
algunos días con la madrina. Lo que se hace por medio de dos anillos de cuero unidos por una
fuerte correa y que se le pasa por el pescuezo. Los propietarios ricos reúnen caballos del mismo
color, lujo que aumente en mucho el valor de la tropilla. Las yeguas se dividen asimismo en
tropillas llamadas manadas, a la cabeza de cada una de las cuales se pone un caballo no
castrado (cojudo), que siguen fielmente; cuando uno de esos animales encuentra algunos otros
aislados, los reúne, por las buenas o por las malas, a su tropilla, y los persigue a patadas y
mordiscos, hasta que los somete. Cuando dos o más tropillas de esas yeguas se encuentran, es
bastante común ver a los caballos padres buscarse mutuamente para sacarse sus compañeras y
entregarse a furiosos combates. Esas yeguas están destinadas únicamente a la propagación de
la especie; los habitantes consideran un deshonor montar una, así como es raro que se las
dome; y cuando hay una en un establecimiento, se la destine al servicio de los peones y a los
empleos más bajos. Una de las jugarretas que los habitantes hacen a los extranjeros consiste
en hacerlos montar una yegua sin advertirles, lo que provoca la hilaridad de los asistentes.




Los caballos son castrados temprano y poco se emplean los que no lo son; se los doma, por lo
general, a la edad de dos o tres años. Para esta operación después de enlazar al animal, se le
pone una testera, a la que está unida una larga y fuerte correa trenzada, que el jinete tiene
continuamente en la mano y que le sirve para retener el caballo, mientras lo ensilla, o para el
caso de una caída, y para hacerlo dar vueltas a su voluntad; luego, le pone las trabas, para
impedir sus movimientos y ensillarlo más fácilmente: última operación que exige mucha
paciencia y precauciones por parte del domador, tanto para evitar las coces, como para no
espantarlo, al colocarle las diversas piezas del recado. Una vez ensillado, el jinete se dispone a
montarlo, teniendo con la mano izquierda, la correa del bozal y la crin, y dando algunos golpes
con la derecha sobre la silla, para disponerlo a recibirlo: muy a menudo es ayudado por un
camarada, que cierra fuertemente la oreja izquierda del caballo. Este comienza a revolverse,
para evitar al jinete, que sigue con ligereza sus movimientos, eligiendo el momento favorable,
salta encima con una rapidez y un aplomo asombroso. Apenas siente el peso de su amo, se
pone a cocear, a saltar, a hacer cabriolas y busca por todos los medios desembarazarse de una
carga tan nueva para él; mientras el jinete, cerrando con fuerza los muslos y las piernas, fija los
dardos de sus espuelas en la corona, esiste todos sus esfuerzos, atento a evitar una caída si se
aturde, lo que es muy común y muy peligroso, sobre todo cuando se arroja hacia un lado, lo
que los habitantes llaman bolearse. El animal cansado de la inutilidad de sus esfuerzos,
comienza finalmente a soportar más pacientemente el peso del jinete, que, a espolazos, lo
obliga a partir, secundado por otro jinete que, sobre un caballo manso detrás del domador y lo
ayuda con fuertes rebencazos, a hacer galopar su cabalgadura. El caballo furioso solo se lanza a
saltos, mezclando su carrera de brincos y coces; cuando ha galopado bien, se lo hace parar, y
por medio de la testera, se le enseña a obedecer la mano y a girar hacia la derecha y la
izquierda, rompiéndole el pescuezo, por así decirlo, llevándole la boca hacia el arzón. El
domador no desmonta hasta que ambos están bañados de sudor y rendidos de fatiga; entonces
se deja al animal con sus compañeros, o, si se tiene apuro en domarlo, se lo ata a una soga, en
un sitio en donde encuentre que comer, alrededor de una estaca, a fin de volver a comenzar al
día siguiente; de manera que en pocos días, extenuado, mal alimentado, está efectivamente
reducido, pero más por agotamiento y hambre, que por arte. Reducido a ese estado no es
todavía considerado enteramente manso, sino redomón, es decir, medio domado; entonces se
le ponen las riendas, pero, en vez de frenos, se le coloca en la boca, una pequeña correa, con la
cual se le ata fuertemente la quijada inferior: esa pequeña correa está unida a las bridas. En
una estancia bien organizada, se conducen, por lo menos una vez a la semana, los caballos al
corral, a fin de hacer montar a todos los redomones y repasarlos, es decir hacerlos galopar
hasta que estén inundados de sudor. Están pronto en condiciones de recibir el freno y se les
da, entonces, el título de caballos mansos; pero no lo son realmente sino hasta el cabo de
muchos meses o de un año de servicio y trabajo. Es comprensible que los caballos así
domesticados deben conservar muchos defectos; en efecto, tienen generalmente la boca dura,
son espantadizos, huyen bruscamente o parten al galope al sentir el pie en el estribo, de
manera que, para usarlos, es necesario ser tan hábil como lo son sus amos.
El europeo que se cree jinete en su país, se llena de asombro al no saber nada, en medio de los
americanos, y ser blanco de sus burlas; éstos hasta tienen una palabra (maturrango) con la
cual designaban antes a los españoles europeos y que usan hoy para hacer conocer a todo
individuo que no monta tan bien como ellos a caballo; y el epíteto siempre cae sobre los
europeos. Además de los defectos de que acabo de hablar, los caballos del país tienen
generalmente las patas delanteras muy débiles, lo que se debe a la costumbre de los habitantes
del país de pararlos de golpe, en pleno galope, así como de galopar tanto descendiendo como
subiendo; y, como la tierra está casi siempre erizada de asperezas formadas por hierbas
silvestres y hormigueros, al mismo tiempo que socavada por las vizcachas, los tatús y otros
animales que cavan madrigueras, los caballos tropiezan a cada instante; por eso no es raro
verlos caer sobre el jinete. Los americanos tienen la gran ventaja, en esos accidentes, de saber
caer y muy raramente se lastiman, muchos de ellos caen siempre de pie, pasando por encima
de la cabeza del caballo. Los que poseen esa presencia de espíritu y destreza se denominan
paradores. Hay algunos que se ejercitan desde jóvenes y que hacen caer su caballo para
divertirse. Vi a un joven hacer, por algunas monedas, esa prueba de destreza en la esquina de
una pulpería. Colocó en la brida una larga correa, que hizo pasar entre las patas, por debajo del
vientre fijando la otra extremidad a una estaca; montó después, partió al galope y cuando llegó
al punto en que la correa, tendiéndose ponía resistencia, el animal se cayó necesariamente. El
jinete fue arrojado por delante, pero cayó de pie, con el poncho en la mano, dando unos pasos
para no tropezar.
He descripto la manera de domar los caballos. Aunque todos los habitantes son excelentes
jinetes, no hay que creer que todos sean domadores; el número de estos últimos es bastante
limitado y reciben, en las estancias, los mejores salarios, pero que están lejos de corresponder
al trabajo y al peligro de la profesión; muchos de esos desdichados, mordidos por los caballos o
alcanzados por sus coces, quedan estropeados para toda la vida; y, algunos, perecen a
consecuencia de una caída o de una herida.
El precio de los caballos varía, en la provincia de Buenos Aires, de cuatro a seis pesos fuertes
(20 o 30 francos), cuando se los compra en gran cantidad a la vez, precio cuya modicidad
explica el poco cuidado que se tiene de esos animales. El habitante de la campaña conserva el
mismo animal ensillado durante tres o cuatro días, olvidándose a veces de hacerlo beber sin
que tenga, por otra parte, más alimento que el que encuentra, de noche, alrededor del
palenque, es decir en un radio de ocho o diez metros; solo piensa en cambiar de cabalgadura
cuando la pobre bestia está completamente enflaquecida. La mala construcción de los recados,
el poco cuidado de la limpieza de las mantas y la costumbre de hacer arrastrar fardos con la
cincha, hacen que la mayoría de los caballos se hieran en el lomo; es raro encontrar uno en
buen estado y que no tenga cicatrices. Jamás se los lava, ni se los cubre y el uso de la almohada
es desconocido en el campo, así como el de herraduras. Los americanos nunca les cortan la
cola y consideran la abundancia de crines gran mérito y el más hermoso adorno del caballo,
demostrando con ello, mejor gusto que los europeos. Debemos decir, sin embargo, que, hace
algunos años, se ha introducido en la provincia de Buenos Aires la moda de recortar la crin,
dejándole solamente tres o cuatro dedos de largo, y un mechón cerca de la cruz, para ayudar a
montar, pero creo que esa moda es interesada y se debe, en parte, al aumento del precio de las
crines. En la capital la gran afluencia de extranjeros ha hecho elevar el precio de los caballos y
se ha introducido la manera europea de alimentarlos y cuidarlos; se les construyen
caballerizas, se los cura, se les pone herraduras y se les dan granos y forraje. Se venden desde
una onza de oro a treinta pesos (85 a 150 francos); y también, los de Chile y los de carrera. Que
cuestan mucho más.
Las carreras de caballos constituyen uno de los principales entretenimientos de la gente del
país y eligen con cuidado aquellos que destinan a ese fin, tomando más o menos las mismas
precauciones que nuestros aficionados de Europa, para llevarlos gradualmente a recorrer
velozmente grandes distancias, desde una cuadra (alrededor de 140 metros) hasta una legua,
según las fuerzas del animal. Por lo demás, los reglamentos de la policía referentes a esas
justas, tienen gran semejanza a los nuestros, salvo que no se pesa a los caballos, ni a los
jinetes; que no hay señal convenida para la partida y que nunca se lanzan más de dos caballos
a la vez. Lo mismo que en Europa, las carreras siempre son por interés y dan lugar, a menudo,
a apuestas muy fuertes.
Los caballos de las provincias del Plata son de tamaño mediano; no se hace distinción de razas
y no existe la menor emulación para perfeccionarlas; por eso escasean los caballos con buenas
formas; los de Chile gozan de gran reputación, su color más común es el colorado, que, por
diversos matices, pasa del rojo vivo al rojo oscuro; hay también muchos caballos bayos,
alazanes y grises; los negros son muy raros. Los habitantes emplean gran número de nombres
para distinguir los colores y hasta los menores signos. Una de las variedades notables es la de
los petizos, y una monstruosidad bastante común distingue a los que tienen doble casco,
colocado a la altura del cuartillo y algo detrás; especie de segundo pie, más pequeño que el otro
y no llega al suelo; algunas veces sólo dos patas, pero más a menudo las cuatro lo tienen. Los
caballos salvajes, que había antes en gran cantidad en los campos desiertos de la provincia, al
sur del Salado, han desaparecido casi por completo, así como en las provincias (…).
Es muy notable que casi todos los caballos de los indios pampas sean picazos (rojo y blanco) y
manchados de una manera rara y con muchas manchas; mientras que esa variedad es muy
rara entre los de los criollos. Puede atribuirse esa diferencia a que los caballos indios están más
próximos al estado salvaje, porque esos mismos colores se encontraban también con poca
frecuencia en las grandes tropillas salvajes que existían, hace algunos años, en las diversas
provincias y no cabe duda que los indios se dedicaron a multiplicar, por gusto, esos animales
pintarrajeados, conservando las yeguas que así nacían y comiéndose las otras.

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  • 1. Caballos de las Provincias del Plata D` Alcides D`Orbigny Montamos a caballo después de comer y partimos para Navarro. Llegamos a la noche a la posta de Santana, situada a un cuarto de legua de ese villorrio. El jefe era un hombre grueso, criado en el campo y dueño de una gran tropilla de ganado. Nos recibió muy bien, nos hizo servir mate y nos enteramos que era viudo desde hacía algunos años; después de darnos la información más minuciosa sobre la difunta esposa y familia, entonó el capítulo no menos importante y mucho más vasto de sus caballos, de su número, su color, su edad, su calidad, su velocidad en la carrera, los que había regalado, vendido y perdido, los que había domado; luego nos invitó a montar a caballo, al día siguiente, para dar un paseo por Navarro, eligiendo aquellos de nosotros que le parecieron mejores jinetes. Tal fue, abreviada, la conversación de nuestro huésped, conversación que duró hasta medianoche, sin que nadie tuviera tiempo de ubicar una palabra y no terminó hasta que nuestro conversador se dio cuenta, finalmente, de que una gran parte de su auditorio dormía un sueño profundo. Si se agregan a las materias de que trató nuestro huésped, el juego, las carreras de caballos, las discusiones sobre las marcas del ganado y algunos relatos amorosos, se tendrá una idea del tema perpetuo y uniforme de todas las conversaciones de los habitantes de la campaña. Los caballos, especialmente, son el motivo eterno de sus pláticas; lo que, por lo demás, es completamente lógico, puesto que ese animal es, desde la infancia, el compañero inseparable de sus trabajos y de todos sus pasos, ya que el americano tiene siempre un caballo ensillado cerca de sí o a la puerta de su casa, y no realiza jamás a pie ningún trayecto, aunque sea de cien pasos. La manera de domesticar los caballos en las provincias del Plata en nada se parece a la empleada en Europa. El gran número de esos animales y la vasta extensión de los campos de pastoreo, hacen que su valor sea módico, que su multiplicación y cría se abandonen a la naturaleza, que sus dueños, los mejores jinetes del mundo, los domen muy fácilmente y sin muchas preocupaciones, de manera que un caballo, muy dócil para ellos, por lo general, sería un bicéfalo para un europeo. Los caballos pasan todo el año en el campo y el empleo de caballerizas es desconocido e impracticable, a causa de la gran cantidad de ganado y a la falta de forrajes cultivados. No tienen, lo mismo que los animales con cuernos, otro alimento que la hierba que crece naturalmente, por eso, sufren y enflaquecen mucho en tiempo de grandes sequías, así como en los inviernos muy lluviosos, y carecen del fuego vigor de los nuestros. Se los reparte, generalmente, en tropillas de cuarenta o cincuenta, más o menos; y, a la cabeza de cada una de ellas, se halla una yegua llamada madrina, que lleva una campanilla cuyo sonido sirve para reunirlos, Los caballos, acostumbrados a seguirla, no se separan nunca; y aquel que
  • 2. se desensilla y abandona a la puerta de la casa, aunque esté medio muerto de hambre, toma, la mayor parte del tiempo, el trote largo o el galope, y no se detiene a comer hasta no unirse a la tropilla que, algunas veces, está a una legua de distancia. Basta para acostumbrarlo tenerlo algunos días con la madrina. Lo que se hace por medio de dos anillos de cuero unidos por una fuerte correa y que se le pasa por el pescuezo. Los propietarios ricos reúnen caballos del mismo color, lujo que aumente en mucho el valor de la tropilla. Las yeguas se dividen asimismo en tropillas llamadas manadas, a la cabeza de cada una de las cuales se pone un caballo no castrado (cojudo), que siguen fielmente; cuando uno de esos animales encuentra algunos otros aislados, los reúne, por las buenas o por las malas, a su tropilla, y los persigue a patadas y mordiscos, hasta que los somete. Cuando dos o más tropillas de esas yeguas se encuentran, es bastante común ver a los caballos padres buscarse mutuamente para sacarse sus compañeras y entregarse a furiosos combates. Esas yeguas están destinadas únicamente a la propagación de la especie; los habitantes consideran un deshonor montar una, así como es raro que se las dome; y cuando hay una en un establecimiento, se la destine al servicio de los peones y a los empleos más bajos. Una de las jugarretas que los habitantes hacen a los extranjeros consiste en hacerlos montar una yegua sin advertirles, lo que provoca la hilaridad de los asistentes. Los caballos son castrados temprano y poco se emplean los que no lo son; se los doma, por lo general, a la edad de dos o tres años. Para esta operación después de enlazar al animal, se le pone una testera, a la que está unida una larga y fuerte correa trenzada, que el jinete tiene continuamente en la mano y que le sirve para retener el caballo, mientras lo ensilla, o para el caso de una caída, y para hacerlo dar vueltas a su voluntad; luego, le pone las trabas, para impedir sus movimientos y ensillarlo más fácilmente: última operación que exige mucha paciencia y precauciones por parte del domador, tanto para evitar las coces, como para no espantarlo, al colocarle las diversas piezas del recado. Una vez ensillado, el jinete se dispone a montarlo, teniendo con la mano izquierda, la correa del bozal y la crin, y dando algunos golpes con la derecha sobre la silla, para disponerlo a recibirlo: muy a menudo es ayudado por un camarada, que cierra fuertemente la oreja izquierda del caballo. Este comienza a revolverse, para evitar al jinete, que sigue con ligereza sus movimientos, eligiendo el momento favorable, salta encima con una rapidez y un aplomo asombroso. Apenas siente el peso de su amo, se pone a cocear, a saltar, a hacer cabriolas y busca por todos los medios desembarazarse de una carga tan nueva para él; mientras el jinete, cerrando con fuerza los muslos y las piernas, fija los dardos de sus espuelas en la corona, esiste todos sus esfuerzos, atento a evitar una caída si se aturde, lo que es muy común y muy peligroso, sobre todo cuando se arroja hacia un lado, lo que los habitantes llaman bolearse. El animal cansado de la inutilidad de sus esfuerzos, comienza finalmente a soportar más pacientemente el peso del jinete, que, a espolazos, lo
  • 3. obliga a partir, secundado por otro jinete que, sobre un caballo manso detrás del domador y lo ayuda con fuertes rebencazos, a hacer galopar su cabalgadura. El caballo furioso solo se lanza a saltos, mezclando su carrera de brincos y coces; cuando ha galopado bien, se lo hace parar, y por medio de la testera, se le enseña a obedecer la mano y a girar hacia la derecha y la izquierda, rompiéndole el pescuezo, por así decirlo, llevándole la boca hacia el arzón. El domador no desmonta hasta que ambos están bañados de sudor y rendidos de fatiga; entonces se deja al animal con sus compañeros, o, si se tiene apuro en domarlo, se lo ata a una soga, en un sitio en donde encuentre que comer, alrededor de una estaca, a fin de volver a comenzar al día siguiente; de manera que en pocos días, extenuado, mal alimentado, está efectivamente reducido, pero más por agotamiento y hambre, que por arte. Reducido a ese estado no es todavía considerado enteramente manso, sino redomón, es decir, medio domado; entonces se le ponen las riendas, pero, en vez de frenos, se le coloca en la boca, una pequeña correa, con la cual se le ata fuertemente la quijada inferior: esa pequeña correa está unida a las bridas. En una estancia bien organizada, se conducen, por lo menos una vez a la semana, los caballos al corral, a fin de hacer montar a todos los redomones y repasarlos, es decir hacerlos galopar hasta que estén inundados de sudor. Están pronto en condiciones de recibir el freno y se les da, entonces, el título de caballos mansos; pero no lo son realmente sino hasta el cabo de muchos meses o de un año de servicio y trabajo. Es comprensible que los caballos así domesticados deben conservar muchos defectos; en efecto, tienen generalmente la boca dura, son espantadizos, huyen bruscamente o parten al galope al sentir el pie en el estribo, de manera que, para usarlos, es necesario ser tan hábil como lo son sus amos. El europeo que se cree jinete en su país, se llena de asombro al no saber nada, en medio de los americanos, y ser blanco de sus burlas; éstos hasta tienen una palabra (maturrango) con la cual designaban antes a los españoles europeos y que usan hoy para hacer conocer a todo individuo que no monta tan bien como ellos a caballo; y el epíteto siempre cae sobre los europeos. Además de los defectos de que acabo de hablar, los caballos del país tienen generalmente las patas delanteras muy débiles, lo que se debe a la costumbre de los habitantes del país de pararlos de golpe, en pleno galope, así como de galopar tanto descendiendo como subiendo; y, como la tierra está casi siempre erizada de asperezas formadas por hierbas silvestres y hormigueros, al mismo tiempo que socavada por las vizcachas, los tatús y otros animales que cavan madrigueras, los caballos tropiezan a cada instante; por eso no es raro verlos caer sobre el jinete. Los americanos tienen la gran ventaja, en esos accidentes, de saber caer y muy raramente se lastiman, muchos de ellos caen siempre de pie, pasando por encima de la cabeza del caballo. Los que poseen esa presencia de espíritu y destreza se denominan paradores. Hay algunos que se ejercitan desde jóvenes y que hacen caer su caballo para divertirse. Vi a un joven hacer, por algunas monedas, esa prueba de destreza en la esquina de una pulpería. Colocó en la brida una larga correa, que hizo pasar entre las patas, por debajo del vientre fijando la otra extremidad a una estaca; montó después, partió al galope y cuando llegó al punto en que la correa, tendiéndose ponía resistencia, el animal se cayó necesariamente. El jinete fue arrojado por delante, pero cayó de pie, con el poncho en la mano, dando unos pasos para no tropezar.
  • 4. He descripto la manera de domar los caballos. Aunque todos los habitantes son excelentes jinetes, no hay que creer que todos sean domadores; el número de estos últimos es bastante limitado y reciben, en las estancias, los mejores salarios, pero que están lejos de corresponder al trabajo y al peligro de la profesión; muchos de esos desdichados, mordidos por los caballos o alcanzados por sus coces, quedan estropeados para toda la vida; y, algunos, perecen a consecuencia de una caída o de una herida. El precio de los caballos varía, en la provincia de Buenos Aires, de cuatro a seis pesos fuertes (20 o 30 francos), cuando se los compra en gran cantidad a la vez, precio cuya modicidad explica el poco cuidado que se tiene de esos animales. El habitante de la campaña conserva el mismo animal ensillado durante tres o cuatro días, olvidándose a veces de hacerlo beber sin que tenga, por otra parte, más alimento que el que encuentra, de noche, alrededor del palenque, es decir en un radio de ocho o diez metros; solo piensa en cambiar de cabalgadura cuando la pobre bestia está completamente enflaquecida. La mala construcción de los recados, el poco cuidado de la limpieza de las mantas y la costumbre de hacer arrastrar fardos con la cincha, hacen que la mayoría de los caballos se hieran en el lomo; es raro encontrar uno en buen estado y que no tenga cicatrices. Jamás se los lava, ni se los cubre y el uso de la almohada es desconocido en el campo, así como el de herraduras. Los americanos nunca les cortan la cola y consideran la abundancia de crines gran mérito y el más hermoso adorno del caballo, demostrando con ello, mejor gusto que los europeos. Debemos decir, sin embargo, que, hace algunos años, se ha introducido en la provincia de Buenos Aires la moda de recortar la crin, dejándole solamente tres o cuatro dedos de largo, y un mechón cerca de la cruz, para ayudar a montar, pero creo que esa moda es interesada y se debe, en parte, al aumento del precio de las crines. En la capital la gran afluencia de extranjeros ha hecho elevar el precio de los caballos y se ha introducido la manera europea de alimentarlos y cuidarlos; se les construyen caballerizas, se los cura, se les pone herraduras y se les dan granos y forraje. Se venden desde una onza de oro a treinta pesos (85 a 150 francos); y también, los de Chile y los de carrera. Que cuestan mucho más. Las carreras de caballos constituyen uno de los principales entretenimientos de la gente del país y eligen con cuidado aquellos que destinan a ese fin, tomando más o menos las mismas precauciones que nuestros aficionados de Europa, para llevarlos gradualmente a recorrer velozmente grandes distancias, desde una cuadra (alrededor de 140 metros) hasta una legua, según las fuerzas del animal. Por lo demás, los reglamentos de la policía referentes a esas justas, tienen gran semejanza a los nuestros, salvo que no se pesa a los caballos, ni a los jinetes; que no hay señal convenida para la partida y que nunca se lanzan más de dos caballos a la vez. Lo mismo que en Europa, las carreras siempre son por interés y dan lugar, a menudo,
  • 5. a apuestas muy fuertes. Los caballos de las provincias del Plata son de tamaño mediano; no se hace distinción de razas y no existe la menor emulación para perfeccionarlas; por eso escasean los caballos con buenas formas; los de Chile gozan de gran reputación, su color más común es el colorado, que, por diversos matices, pasa del rojo vivo al rojo oscuro; hay también muchos caballos bayos, alazanes y grises; los negros son muy raros. Los habitantes emplean gran número de nombres para distinguir los colores y hasta los menores signos. Una de las variedades notables es la de los petizos, y una monstruosidad bastante común distingue a los que tienen doble casco, colocado a la altura del cuartillo y algo detrás; especie de segundo pie, más pequeño que el otro y no llega al suelo; algunas veces sólo dos patas, pero más a menudo las cuatro lo tienen. Los caballos salvajes, que había antes en gran cantidad en los campos desiertos de la provincia, al sur del Salado, han desaparecido casi por completo, así como en las provincias (…). Es muy notable que casi todos los caballos de los indios pampas sean picazos (rojo y blanco) y manchados de una manera rara y con muchas manchas; mientras que esa variedad es muy rara entre los de los criollos. Puede atribuirse esa diferencia a que los caballos indios están más próximos al estado salvaje, porque esos mismos colores se encontraban también con poca frecuencia en las grandes tropillas salvajes que existían, hace algunos años, en las diversas provincias y no cabe duda que los indios se dedicaron a multiplicar, por gusto, esos animales pintarrajeados, conservando las yeguas que así nacían y comiéndose las otras.