Simenon, Georges - La Muerte Del SR Nalliers
Simenon, Georges - La Muerte Del SR Nalliers
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Georges Simenon
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Título original: Le haut mal
Georges Simenon, 1933
Redacción: «La Richardière», Marsilly (Charente-Maritime, Francia), durante el verano de 1933
Traducción: F. Cañameras
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I
E L chiquillo empujó la puerta y mirando a la sirvienta, que con las manos llenas
de sangre destripaba los conejos, anunció:
—La vaca ha muerto.
Su viva mirada de ardilla escudriñaba la cocina, en busca de un objeto o de una
idea, de algo que hacer, que decir o que comer. Balanceábase sobre una pierna
mientras su hermana, rolliza y rizada como una muñeca, llegaba a su vez.
—Iros a jugar —dijo la señora Pontreau con impaciencia.
—La vaca ha muerto.
—Ya lo sé.
—No puede saberlo, puesto que acaba de morir.
La señora Pontreau se levantó y dio un empujón al chiquillo.
—Tú también vete a jugar —gritó a la pequeña.
Y cerró la puerta mientras que afuera los chiquillos buscaban en qué ocuparse.
La señora Pontreau había dicho la verdad. Sabía que la vaca había muerto. Estaba
al corriente de todo lo que pasaba en la granja. Por las ventanas de la cocina se veía
una ancha extensión de llanura. En primer plano aparecían montones de paja, la
trilladora, los carros, veinte hombres a la tarea. A la derecha se percibían los establos.
Poco antes, cuando Juan Nalliers había salido de ellos, no hubo necesidad de
preguntar si la vaca había muerto.
Todo iba mal desde aquella mañana, desde la víspera, desde que empezó la trilla
hacía tres días, desde siempre…
—¿Dejo los corazones y pulmones? —preguntó la sirvienta.
—¡Ya lo creo que sí! ¡Es lo mejor!
La sirvienta, la señora Naquet, estaba vuelta de espaldas. Gruñó algo entre
dientes.
—Repítalo —dijo la señora Pontreau, frunciendo las cejas.
—No tengo necesidad de repetirlo.
—Y yo le pregunto qué es lo que ha dicho.
—Pues bien: he dicho que desde luego no será usted la que comerá los pulmones
y corazones.
—¡Qué suerte que la trilla esté terminada esta tarde! ¡Así no tendré más necesidad
de usted!
—No soy yo quien quisiera continuar a su servicio.
Así disputaban, sin dejar el trabajo. La sirvienta despellejaba un tercer conejo
poniendo al desnudo su carne azulada. La señora Pontreau, con un delantal de
algodón a pequeños cuadros, preparaba las habichuelas.
Al otro lado de la ventana el calor era sofocante y el aire vibraba como si lo
llenasen miríadas de moscas. Una vibración, más sutil que cuanto el ojo llegaba a
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percibir, se levantaba del suelo cubierto de pálidos rastrojos.
A todo se sobreponía el runrún de la trilladora, impregnando todo el paisaje,
prestando a la gente y a las cosas su ritmo jadeante, a tal punto, que todos quedaban
en suspenso cuando una bujía engrasada la obligaba a pararse.
La cocina estaba bañada en una sombra más fresca, salvo al lado del hornillo,
donde dos mujeres fregaban platos y vasos.
—¿Crees que habrá bastante con tres conejos, mamá? —preguntó la más joven
hundiendo sus brazos desnudos y rollizos en el agua grasienta, mientras su vecina
enjugaba la vajilla.
La señora Pontreau no respondió. Miraba afuera.
—Ése está todavía bebiendo —suspiró.
Entre los veinte hombres que hormigueaban en torno a la máquina había uno que
bebía vino blanco basta no dejar una gota de todo un litro. Naturalmente, se trataba de
uno de los mozos contratados en La Pallice. Todos tenían caras patibularias. No
sabían cargar ni un saco de avena sobre los hombros.
Reclamaban vino sin cesar. A las cuatro ya tenían los ojos enrojecidos, la mirada
insolente, la sonrisa irónica.
—Tu marido ha hecho bien en avisar a la gendarmería.
La mujer que tenía los brazos en el agua grasienta levantó la cabeza, se volvió a la
ventana y vio a Juan Nalliers gesticulando en lo alto de un almiar.
—Estoy segura de que va a darle un ataque. Y si le da ahí arriba… Habría que
decirle…
—Déjale tranquilo.
Las cuatro mujeres continuaron su serie de movimientos rituales. Eran veinticinco
las personas a quienes había que dar de comer y aquella noche era la última comida
de la cuadrilla. Un carro pasaba lleno de sacos de trigo, rozando la ventana antes de
entrar en el patio. Afuera, los chiquillos de un cultivador vecino se habían acercado a
la máquina y la mozuela se mantenía prudentemente detrás de su hermano.
—Tendremos borrasca —suspiró la mujer de la vajilla.
—El trigo estará ya cubierto.
Y la señora Pontreau, sacudiendo el delantal, puso las habichuelas debajo de la
bomba, para lavarlas. Pero no por eso dejaba de mirar al otro lado de la ventana.
Seguía los movimientos de todos.
La víspera, un obrero se había roto una pierna al caer de un carro y todo el mundo
había perdido más de una hora. Los mozos de La Pallice, verdaderos bribones, habían
sido sorprendidos en el huerto y durante toda la noche nadie había podido dormir. El
perro no cesaba de ladrar, dejando suponer que alguien merodeaba por los
alrededores de la granja.
Era ésta la primera vez que se efectuaba la trilla en Prado del Buey. Habían
alquilado la máquina del cultivador vecino, que se encontraba allí con sus dos chicos
y pretendía dirigirlo todo.
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Por dos veces el motor se había atascado. Habían hecho venir a un mecánico de
La Rochelle, mientras los hombres se tendían a la sombra del almiar. ¡Un día
perdido! Hacía tanto calor que de las once de la mañana a las cuatro de la tarde la
cuadrilla rehusaba todo trabajo.
Juan Nalliers iba de un obrero al otro, con la cara descompuesta. No se había
afeitado. Tenía los ojos cansados y el aspecto tan abatido, que a veces daba la
impresión de que iba a llorar. Se le reconocía de lejos. Era el más flaco, el más bajo.
Se obstinaba en llevar unas zapatillas de fieltro que le daban más bien el aspecto de
un convaleciente que el de un cultivador trillando su cosecha.
¡Y una vaca había muerto porque nadie se había ocupado de ella!
—Es culpa tuya —había dicho él a su mujer.
—Es tuya.
No estaba sosegado en ningún sitio. Los obreros sabían mejor que él lo que
debían hacer y ni lo escuchaban. Él se obstinaba en apremiarles y todos se irritaban.
—Siempre he dicho que no hubiéramos debido tomar una granja tan importante
para empezar —suspiraba su mujer.
—No sabes lo que dices —replicaba la señora Pontreau.
La sirvienta continuaba hablándose a sí misma mientras destripaba los conejos.
Era regordeta y sucia. Era la mujer más sucia de Nieul, pero también la única que se
dedicaba a hacer faenas y la habían hecho venir por tres días.
Nalliers se había aproximado a un hombre que estaba bebiendo y le reprochó su
conducta. El otro se encogió de hombros y continuó bebiendo mientras los demás
trabajadores se paraban para contemplar la escena.
—Estoy segura de que le dará el ataque… —indicó su mujer.
—Que se mantenga tranquilo —dijo su hermana, que secaba los platos.
Eran las cinco. El trabajo duraría todavía dos horas. Después vendría la cena.
Veinte hombres comiendo y bebiendo y marchándose borrachos hacia medianoche.
Por lo menos, entonces, la casa quedaría desembarazada.
Juan Nalliers y su mujer se quedarían solos. La señora Pontreau volvería a su casa
de Nieul, con su hija mayor.
La señora Pontreau llevaba, bajo su bien planchado delantal, un vestido de seda
negro con un broche de oro, y sus cabellos grises estaban divididos en dos parles
rígidas y tirantes.
Se veía bien que era ella la que mandaba en casa de su hija y su yerno, como en
todas partes. Sin gritos, sin ruido, serenamente, tomaba la dirección de una casa como
un oficial toma el mando de una compañía.
—¿Por qué tira usted ese hígado?
—No tiene el aspecto muy católico.
—Recójalo y póngalo con los otros.
Nalliers, que había descendido del almiar, daba vueltas en torno a la máquina, que
se había parado por falta de gasolina. Aquel hombre no había cumplido los treinta
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años. Era rubio, de un rubio indeciso, y no obstante haber vivido en plena naturaleza,
tenía la piel incolora de los enfermos.
Hacía un año que se había casado con una de las hijas de la señora Pontreau,
Gilberta. Su padre le había comprado el Prado de Buey, una propiedad solitaria entre
Esnandes y La Pallice.
La primera vez que le dio un ataque fue al caer de un carro cargado de paja.
Cuando volvió en sí, trató de hacer creer que la caída le había aturdido. Pero un
domingo que el ataque le había dado delante de todo el mundo, durante la comida, se
vio perfectamente que era epiléptico.
La señora Pontreau no dijo nada. Hubiera podido echárselo en cara. Desde
entonces le miraba con dureza y apenas le dirigía la palabra.
—¿Dónde están las patatas?
—En el armario.
La Pontreau no podía nunca estar sin hacer nada. Se sentó cerca de la ventana con
una fuente llena de agua a su derecha y un cesto de patatas a su izquierda, y empezó a
trabajar sin mirar sus manos ni el cuchillo, que hacía voltear las mondas.
Su hija mayor, Herminia, que tenía treinta años, era su vivo retrato. Era alta como
ella, con las facciones duras, la carne compacta y la mirada tranquila, mientras que
Gilberta Nalliers, más pequeña, parecía casi una bolita.
Gilberta había podido casarse con un Nalliers, transformarse en labradora y
levantarse a las cuatro de la madrugada para ordeñar las vacas. La señora Pontreau no
hubiera podido hacerlo, ni tampoco Herminia. Eran de otra raza.
Se oyeron unos gritos que apagaban el ruido de la trilladora puesta de nuevo en
marcha. Gilberta se aproximó a la ventana, encontrándose así al lado de su madre.
—¿Qué ha pasado?
Nalliers mostraba el camino del pueblo a uno de los mozos de La Pallice y éste,
las manos en los bolsillos, se burlaba de él. Todos los demás estaban mirándoles. No
se entendía lo que decían. Por su actitud se adivinaba que Juan Nalliers estaba fuera
de sí. No cesaba de gritar y se obstinaba en mostrar el camino al obrero, que tendía la
mano como diciendo: «¡Págueme!».
La sirvienta lo había visto también, desde su rincón y de nuevo hablaba sola sin
preocuparse de si era o no oída.
—¡Qué casa! ¡Si esto no es tener desgracia!
—Haga el favor de callarse —dijo la señora Pontreau.
—¡Me callaré si me da la gana!
—Y yo le digo que se callará porque me da la gana a mí.
Era esto tan categórico que, en efecto, la señora Naquet se calló después de un
último gruñido que fue apaciguándose poco a poco.
En cuanto al obrero, no se había dejado impresionar por Nalliers. Se había
sentado bajo la encina, a la derecha, y liaba un cigarrillo mientras el granjero
continuaba sus gesticulaciones.
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—¡Que le paguen y que se vaya! —suspiró su mujer—. Mientras esta gente ronde
por aquí no estaré tranquila.
—Tu marido tiene el aspecto de un títere.
—¡Cállate, mamá!
—Te digo que parece un títere. Ahora se va. En realidad lo que tiene es mucho
miedo… No se ha atrevido a acercarse al hombre. Todos se ríen.
Era lastimoso. Bajo el sol aplastante, Juan Nalliers, en zapatillas, las mejillas
sucias, la mirada huidiza se dirigía hacia las construcciones de la derecha. Llevaba la
cabeza baja e iba tan desmayado que parecía haber de tropezar a cada instante con los
guijarros.
El mozo, por el contrario, encendía su cigarrillo, empuñaba una botella a medio
llenar y lanzaba una pulla a sus compañeros, que ya reanudaban el trabajo sin
apresurarse.
—Si por lo menos los gendarmes llegasen… —suspiró Gilberta.
Las cosas iban de mal en peor. Otro incidente como éste y con toda seguridad el
trabajo no sería terminado aquella tarde. Los dos rapaces que habían asistido a la
discusión venían para contarla.
—¿Qué ha dicho ese hombre? —preguntó Gilberta.
—Que se marchará cuando le paguen.
La señora Pontreau puso encima de la mesa el cuchillo de pelar patatas y después
de sacudir su delantal salió de la casa por la puerta trasera.
En el patio, dos gallinas con sus pollitos picoteaban entre el estiércol. Un caballo
enganchado esperaba fueran descargados los sacos de trigo. Los dos hombres que
hubieran debido dedicarse a este trabajo estaban sentados a la sombra. Cuando vieron
a la señora Pontreau se levantaron sin apresurarse y tranquilamente se dirigieron
hacia el carro.
Ella no les dijo nada. Pasó de largo, traspasó la valla del huerto y allí se quedó un
buen rato inmóvil, como si esperara algo.
Se había dado cuenta de que las piernas de su yerno flojeaban al alejarse. Había
percibido el temblor de sus labios. Y ahora era la única que desde allí le había visto
penetrar en el establo.
Primeramente, arrancó unas cuantas cebollas que puso sobre el brocal del pozo
junto a unas hojas de tomillo. No tenía prisa. Escuchaba. Las moscas zumbaban a su
alrededor y ella no pensaba en alejarlas.
Se podía entrar en el establo por otra puerta. Cuando penetró en él no se oía un
solo ruido. Hacía fresco y la obscuridad era casi completa. Los caballos estaban
afuera, excepto la yegua gris, que dirigió hacia la mujer su enorme ojo redondo y tiró
un poco de la cadena.
—¡Juan…! —llamó la señora Pontreau a media voz.
No obtuvo respuesta. El runrún de la trilladora llegaba algo atenuado. Un pato
salió, corriendo torpemente.
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En el fondo del establo había una escalera de mano que, a través de una trampa,
conducía a un granero, el «granero viejo» como le llamaban, lleno desde la víspera.
La trampa estaba abierta. La señora Pontreau subió hasta ella y su cabeza traspasó el
nivel del piso.
El grano llenaba todo el espacio hasta una altura de más de un metro. A la
izquierda, a la altura del piso, había una claraboya abierta.
—¡Juan!…
Sabía que se encontraba por allí. Ella lo sabía todo. Había visto algo obscuro, la
pernera de un pantalón, entre el trigo, como si el granjero, desesperado, se hubiera
tendido allí para llorar, la cabeza entre las manos.
Pero la pierna no se movía y la señora Pontreau subió los últimos peldaños y se
encontró en el granero. El cuerpo de Juan estaba inerte.
La trilladora continuaba su vibración monótona. Se producía un rechinamiento
cada vez que un saco se llenaba. Los granos, al pisarlos, se esparcían como agua. Un
rayo de sol atravesaba la claraboya y hería la mejilla izquierda de Nalliers.
Cuando el ataque le daba parecía como muerto; la señora Pontreau miró en torno
suyo, con las cejas fruncidas.
Su hija había dicho hacía un momento:
—¡Si le da el ataque en lo alto del almiar!
Caería de un solo golpe como ya había caído del carro. Y aquí, a dos metros de él,
había la claraboya abierta casi al nivel del piso.
La señora Pontreau se aproximó y levantó sin hacer ruido a su yerno por los
sobacos para sopesarlo. Después quitó un trozo de madera que impedía el paso.
Finalmente, sin apresurarse, pero sin gran esfuerzo, arrastró al enfermo por entre
el grano esparcido.
La claraboya daba al llamado «patio de los cerdos», un patio empedrado, rodeado
de muros, donde se depositaban las herramientas.
Una vez el cuerpo se encontró cerca de la ventana, la operación se presentó más
delicada. Había que levantarlo completamente, y por un momento la señora Pontreau
pareció estrechar a un niño monstruoso entre sus brazos.
Estaba tranquila. No olvidaba ningún detalle. Empujó al busto de Nalliers fuera
de la claraboya, hacia el vacío, y después de dirigir una última mirada a la trampa y al
patio dio un empujón a las piernas del hombre.
A pesar de todo no miró. La cosa no hizo mucho ruido.
Sin prisa alguna, removió el trigo para hacer desaparecer el rastro del cuerpo y
finalmente descendió, atravesó el establo y bañóse de nuevo en el sol del huerto,
entre las moscas verdes.
Ni un solo cabello revuelto, ni una arruga en el delantal. Se sacudió para hacer
caer los pocos granos de trigo que hubieran podido quedar entre los pliegues del
vestido.
Cuando entró de nuevo en la cocina, llevaba en la mano las cebollas y el tomillo.
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—Nunca he visto un huerto tan mal cuidado —dijo poniéndolo todo sobre la
mesa.
—¿No has encontrado a Juan? —preguntó Gilberta.
—No estaba en el huerto.
Y entonces a la señora Pontreau le llegó el turno de quedar sorprendida al no
percibir a la sirvienta.
—¿Se ha marchado?
—Supongo que ha ido al huerto. «Allá»…
Era la frase consagrada al hablar de la cabaña situada, no en el huerto, sino en el
fondo del palio. La barraca estaba pintada de un rojo feísimo.
El sol, que descendía hacia el horizonte, jugueteaba con la fina nube dorada que
se levantaba del trigo batido y una aureola se formaba en torno a la máquina y al
pajar.
—¿Crees que habrá bastantes patatas?
La señora Naquet, sucia y regañando como de costumbre, entró y preguntó:
—Y ahora, ¿qué hay que hacer?
—Ponga la sopa en el fuego. Después pondrá la mesa.
—Voy a arreglarme un poco —dijo Herminia dirigiéndose hacia la escalera que
conducía a la habitación de su hermana y cuñado.
La señora Pontreau se dio cuenta de que el hombre que estaba fumando el
cigarrillo bajo la encina había desaparecido.
—¿Se ha marchado?
—No sé. No me he fijado.
—Mientras no haya hecho una mala jugada —dijo lentamente, espiando a la
sirvienta.
La veía de espaldas. Quería saber si se estremecería, se volvería o diría algo. Pero
no hubo nada de ello. La Señora Naquet continuaba cortando las cebollas en trocitos
que dejaba caer dentro de la cacerola puesta sobre el hornillo.
—Creo que veo a Vevita en el camino.
—¿Son ya las seis?
Genoveva, a quien todos llamaban Vevita, era la más joven de las hermanas.
Tenía sólo dieciocho años; trabajaba en La Rochelle, en una librería, e iba allí todos
los días en bicicleta.
Habitualmente se dirigía a casa de su madre, en Nieul, pero, como en la casa no
había nadie durante la trilla, se veía obligada a ir a comer al Prado del Buey.
Iba vestida de claro. Los rizos de su cabellera caían sobre sus hombros. Se paró
unos momentos mirando como la máquina trabajaba y los hombres le echaron unos
piropos.
—No me gusta que se roce con esa clase de gente —dijo su madre.
La sirvienta gruñó nuevamente. Gilberta se asomó a la ventana.
—¿Adónde habrá ido Juan? ¡Siempre que no esté desvanecido en un rincón! Voy
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a ver…
Su madre dudó un momento.
—Quizás hagas bien —dijo.
Vevita apoyó contra la pared, cerca de la ventana, el manillar niquelado de su
bicicleta. Entrando en la casa, prorrumpió:
—¿Qué hay para comer? ¿Conejo otra vez? ¿Herminia? ¿No está aquí?
—Se está arreglando un poco, arriba.
Con un gesto maquinal la joven presentó la frente a su madre, que la rozó con sus
labios, con movimiento igualmente maquinal.
—¿Adónde vas, Gilberta?
—Voy a buscar a Juan. No sé lo que le ha pasado.
—Te acompaño.
—Quédate aquí —mandó la señora Pontreau sin volverse—. Vevita obedeció.
Todos tenían la costumbre de obedecer. Se quitó el sombrero de paja verde azul y
estiró su vestido arrugado por la bicicleta.
—He dejado atrás a los gendarmes en la carretera. ¿Vienen aquí?
—Tu cuñado los ha llamado, porque la gente de La Pallice…
—¿Qué han hecho?
—Ha habido otro escándalo hace un momento. Juan teme que hagan una mala
jugada esta noche para vengarse. A propósito, la vaca ha muerto.
—¡Pobre bestia! ¿Es la de las manchas color de chocolate?
Al final del camino, que se dominaba en algo más de un kilómetro, se apercibían
ahora los dos gendarmes que avanzaban lentamente uno al lado del otro. También se
oía la voz de Gilberta, gritando:
—¡Juan! ¡Juan!…
Cuando volvió, parecía preocupada.
—¿Dónde estará? He buscado por todas partes. He entrado en el establo…
La señora Pontreau miró nuevamente a la sirvienta, que estaba raspando unos
puerros para la sopa.
—Siempre ha sido raro —suspiró. Es incapaz de dirigir una granja y ni siquiera
sabe dirigirse a sí mismo.
Vevita se había sentado en el borde de la ventana y miraba lánguidamente el
paisaje, abrumado bajo el sol, los campos de un gris dorado, el almiar con sus siluetas
en movimiento en lo alto, la máquina roja, el verde obscuro de la gran encina y los
gendarmes, cuyos quepis tenían los mismos reflejos que el níquel de su bicicleta.
—Es el gendarme corpulento y moreno —anunció con tal expresión que su madre
la miró severamente.
Lo cual no la impidió añadir:
—¡Se pone colorado cada vez que me encuentra!
—¡Vevita!
—¿Qué? ¿Acaso no puedo decir que el gendarme se pone colorado cuando me
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ve? Además, está casado…
Saltó el antepecho de la ventana y antes de la llegada de los ciclistas se dirigió
hacia los chiquillos. Tomó a la niña en brazos.
—Me felicito de que todo esto haya terminado —suspiró Gilberta, vertiendo un
jarro de agua en la sopa—. ¿Ha puesto usted bastantes cebollas, señora Naquet?
Mientras tanto la señora Pontreau se quitaba su delantal, plegándolo
cuidadosamente, antes de recibir a los gendarmes.
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II
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La Naquet, con su cuchillo en la mano, estaba roja de indignación.
—¿Que yo vaya a trabajar a la trilla?
—Se trata solamente de atar los sacos.
—¿Que vaya… yo… con todos esos hombres…? —Al hablar hurgaba en el
hornillo y nadie le comprendió nada. La señora Pontreau se dirigió a Gilberta:
—Vete a echarles una mano.
El granjero partió con ella. Por el camino la joven se ajustó un pañuelo alrededor
de los cabellos antes de penetrar en la dorada nube de polvo.
—¿Entonces? —preguntó el cabo levantándose.
—Espere un minuto. Seguramente Juan vendrá pronto. Ha pasado por aquí hace
unos momentos… Todo lo que yo sé es que uno de los hombres de La Pallice le ha
amenazado. Esta noche alguien ha estado rondando la casa. Y en cuanto a la vaca que
ha muerto, nadie me sacará de la cabeza que ha sido envenenada.
—¿Denunciará usted el caso?
Los gendarmes, por pura fórmula, habían mojado los labios en el vaso. La actitud
del cabo era muy poco favorable. La señora Pontreau, las dos manos cruzadas sobre
el vientre, meneaba la cabeza.
—No creo que mi yerno quiera presentar denuncia. Lo que él quisiera es que se
vigilara el Prado del Buey por algún tiempo.
—¿Ha sido amenazado, dice usted? ¿Conoce al sujeto?
—No solamente por un mozo, sino por varios. Sobre todo por ese que llega no sé
de dónde. Le han despedido hace unos momentos y no ha querido marcharse.
El hombre de la botella de vino se dirigía hacia la casa, el pecho descubierto, la
camisa arremangada hasta el codo, el pantalón sostenido a la cintura por una correa.
Sus ojos negros eran muy hermosos, sus cabellos estaban sembrados de pajillas y
llevaba una amapola en la mano.
—¿Sabe su nombre?
—Él se lo dirá. Mire sus brazos.
El hombre se encontraba a sólo unos metros y unos tatuajes azules aparecían
sobre su piel morena. Dio también dos taconazos en la piedra del umbral antes de
entrar en la cocina.
—¿Están aquí? —preguntó a la sirvienta.
Y entró en la otra pieza, o mejor dicho se quedó en el marco de la puerta. Viendo
a los gendarmes, llevóse un dedo a la frente en un saludo desenvuelto, aunque era con
la señora Pontreau con quien tenía que habérselas.
—¡Oiga! El amo está agonizando.
La señora Naquet se agitó, nerviosa. Herminia miró al hombre y después a los
gendarmes.
—¿Qué cuenta usted? ¿De dónde viene?
El hombre señaló los establos y los gendarmes se levantaron.
—Venga con nosotros.
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—A Juan ha debido darle el ataque —suspiró Herminia.
Atravesaron en desorden la semioscuridad de la cocina y ya fuera, en pleno sol,
marcharon rápidamente hacia los edificios. El hombre de La Pallice explicaba:
—Lo he encontrado sobre el suelo, en el patio.
La señora Pontreau, que había oído, se volvió.
—¿Qué hacía usted por allí?
En vez de responder, él la miró y se encogió de hombros. A medida que se
acercaban, apresuraban el paso. Habían dejado atrás a los trilladores, entre los que se
destacaba el pañuelo encarnado de Gilberta. Atravesaron los establos. Fue la señora
Pontreau la que se paró para preguntar:
—¿Dónde está?
—¡Aquí!
Faltaba sólo pasar una puerta. El minúsculo patio de empedrado desigual estaba
dividido en dos partes, una de ellas bañada por el sol, la otra invadida por la sombra
del edificio. En pleno sol vieron a Nalliers tendido de bruces, un brazo debajo de la
cabeza, el otro extendido con los dedos crispados sobre un pañuelo.
El mozo, que se había parado, liaba un cigarrillo. Los gendarmes avanzaron
lentamente, mirando en torno suyo con desconfianza, pero el cabo se adelantó y
entonces Nalliers hizo un ligero movimiento.
La señora Pontreau palideció más y se mantuvo a unos metros de distancia.
En torno al cuerpo estaban esparcidos granos de trigo. Los había hasta entre los
pliegues del vestido y entre los cabellos claros del herido. El cabo se levantó, después
de haber examinado la cabeza y haber palpado el pecho.
—Que vayan a buscar al médico enseguida.
Los cuatro se observaron. Finalmente la señora Pontreau decidió:
—Enviaré a Vevita.
Atravesó el establo a paso rápido. Se la oyó gritar:
—¡Vevita!… Corre a casa del doctor Durel. Que venga inmediatamente.
—¿Le pasa algo a Juan?… —preguntó una voz lejana.
—¡Sí! Date prisa…
Cuando volvió, el cabo, de pie, dirigía la mirada del cuerpo a la claraboya sita
encima del establo. De cuando en cuando lanzaba una mirada al hombre de La
Pallice, que se había sentado sobre el brocal del pozo.
—¿Cree usted que morirá? —preguntó la suegra.
—¿Sufría de vértigos?
—Tres veces en un año le han dado ataques de epilepsia. Hoy no se encontraba
bien a causa de todos estos contratiempos.
—Sube al granero —dijo el cabo a su compañero.
—¿Lo dejamos aquí?
—Me parece lo mejor. De todos modos convendría que le diera la sombra. Pero
no me atrevo a tocarlo, pues debe tener el cráneo fracturado.
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—Traiga la carretilla —mandó la señora Pontreau al mozo tatuado—. Está en el
establo.
Poco después se la arrancó de las manos y la volcó a poca distancia de la cabeza
del herido a fin de darle sombra.
Ahora podían verse en parte las facciones de Nalliers, que había movido de nuevo
la cabeza. Sus ojos estaban abiertos, pero no debían ver nada, dada la fijeza de las
pupilas. Respiraba de manera entrecortada. Lanzaba espuma por la boca. Luego
quedó largo tiempo inmóvil, silencioso. Se hubiera dicho que estaba muerto. Al cabo
de un momento su brazo o su pierna se movieron de nuevo.
El gendarme se asomó a la claraboya.
—La abertura está casi al nivel del piso —anunció.
Unos granos cayeron sobre los que se encontraban en el patio.
—¿No ha dejado nada por aquí arriba?
—La gorra.
Se seguía oyendo el zumbido de la máquina. Unos pasos se acercaban. Alguien
atravesaba el establo corriendo. En la puerta, Gilberta, con su pañoleta encarnada en
la mano, gritó sin osar acercarse:
—¿Está muerto?
No lloraba. Estaba aterrada. Miró a su madre y luego al bulto negro.
—¿Está muerto? —repitió.
—No —dijo el cabo con impaciencia—. ¡No grite de esa manera!
Dirigió sus pasos, no hacia Nalliers, sino hacia la señora Pontreau, y vio al
hombre de La Pallice.
—¿Qué hace éste aquí?… —preguntó Gilberta.
—En efecto —dijo el cabo aprovechando la ocasión—, ¿qué hacía usted en el
patio?
De todos ellos, el vagabundo era el que estaba más tranquilo. Con un ademán
extravagante metió su mano en la camisa y sacó una cartilla sucia, que tendió al cabo.
Era su cartilla militar.
—Le pregunto lo que hacía usted aquí.
—Nada.
Gilberta miraba fijamente el perfil de su marido, el ojo abierto que aún quizá
podía ver, el labio inferior que temblaba de cuando en cuando…
—Buscabas algo que robar, ¿eh?
—Es posible. Pero no he robado nada.
Un auto atravesaba la propiedad. Se le oía aproximarse. El cabo se guardó la
cartilla militar en su bolsillo y se volvió al lado del establo, donde a no tardar
resonaron las voces del médico y de Vevita. Ésta no fue muy lejos. Cuando vio el
cuerpo sobre el empedrado, dio un grito desgarrador y, los brazos contra la pared, la
cabeza entre los brazos, se puso a sollozar.
—¿Es Nalliers?
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El doctor Durel no estaba sorprendido ni prestaba ninguna atención al grupo. Se
arrodilló junto al cuerpo y, apenas lo tocó, se levantó a medias y sus ojos examinaron
a todos los presentes.
—Está muerto —declaró.
—Debe hacer sólo unos segundos…
—En todo caso, está muerto…
Por un momento todo quedó en suspenso. Gilberta se deshacía en lágrimas sin dar
un paso hacia su marido, al que veía como entre niebla. La señora Pontreau, las
manos cruzadas sobre el vientre, bajaba la cabeza con el aspecto afligido.
El cabo no supo qué hacer durante unos momentos. Luego se dirigió al gendarme.
—Llévate a las mujeres. Mil perdones, señoras, pero éste no es lugar adecuado
para ustedes por el momento.
—¡Ven! —dijo la señora Pontreau a su hija.
Los sollozos de Vevita, que eran los más ruidosos, iban apagándose en la larga
perspectiva del establo.
El obrero quedó solo sobre el brocal del pozo y el cabo ni siquiera se apercibió de
ello.
El doctor, pequeño y flaco, vestido con un traje gris, puso un pie a cada lado del
cadáver y de un solo golpe le dio la vuelta. El cuerpo no estaba todavía rígido y los
miembros se alargaron sobre las piedras como si todavía tuvieran vida.
Todo el lado izquierdo de las quijadas de Nalliers estaba aplastado y
sanguinolento. El hombro, bajo el vestido, aparecía triturado.
—Parece que ha caído de allá arriba —dijo el cabo—. Esto debía ocurrirle un día
u otro. Lo supuse cuando le dio el último ataque. Cuando uno es epiléptico no debe
subir a lo alto de las escaleras ni trabajar sobre carros cargados de avena… ¡Pobre
hombre!
Decía esto con toda desenvoltura.
—¿Da usted el permiso para la inhumación, doctor?
—¿Por qué no? ¿Le inquieta algo?
El cabo se fijó en el hombre de La Pallice.
—¿Qué haces aquí tú?
—Espero mi cartilla.
El cabo se la tendió.
—Y ahora, lárgate de aquí.
—Dispense. Tendrán que pagarme los tres días.
—Muy bien. Vete a decirlo a la cocina. Puedes añadir que les aconsejo que te
paguen para poder desembarazarse de ti.
El hombre se alejó silenciosamente. Desde hacía unos segundos, la trilladora no
había parado.
—Mejor le hubiera valido quedarse tranquilo —explicó el doctor Durel—. Su
padre tiene dinero. Es uno de los cultivadores más importantes de Aigrefeuille. No
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era hombre para casarse, y menos que con nadie, con una Pontreau.
—¿La cosa no marchaba bien?
—No. ¿Sabe usted dónde habita la suegra? A menos de un kilómetro de aquí. Se
consideraba como la verdadera propietaria del Prado del Buey. En cuanto al pobre
hombre hacía lo que podía, pero no podía gran cosa. En un año han cambiado siete u
ocho voces de mozo. Había más accidentes de trabajo aquí que en todo Nieul. ¿Me
necesita usted para algo? Tengo que hacer una visita en Saint-Xandre…
El granjero de Mureaux entró en el patio, contempló el espectáculo y meneó la
cabeza.
—¿Quiere usted ocuparse de hacerle transportar dentro de la casa? —dijo el cabo.
El cielo estaba invadido por los vivos colores de la puesta del sol. Dentro de
media hora sería de noche.
—Tendré necesidad de la máquina mañana para trillar en Mureaux.
—¿Y qué?
—Pues que aquí el trabajo no está terminado. No hubiera debido aceptar este
ajuste.
Se marchó, volviendo con dos hombres que llevaban una especie de parihuelas
que servía habitualmente para el transporte de los cerdos, después de la matanza.
Cuando llegaron a la casa todo estaba casi a obscuras y sólo un agujero redondo
brillaba en el hornillo. Con los codos sobre la mesa, entre las peladuras de legumbres,
Gilberta lloraba, y su madre, de pie detrás de ella, le acariciaba los cabellos con la
mano.
Todos los hombres de la cuadrilla se mantenían a distancia del edificio, formando
grupos y hablando en voz baja.
—Quisiera pluma y tinta —dijo el doctor, entrando, sin avisar, en la otra pieza.
En aquel momento, uno de los que transportaban las parihuelas que estaban
tratando de subir por la escalera, gruñó:
—¡No pasa!
Las parihuelas abultaban demasiado. Fue necesario tomar el cadáver en brazos
para llevarlo hasta la habitación. La misma voz se dejó oír todavía desde arriba:
—¿Lo tendemos sobre la cama?
Nadie respondió. La señora Pontreau estaba dando al médico un frasquito de tinta
violeta y una pluma. Durel retiró los platos y empezó a escribir.
—¿Cuál era su edad?
—Veintiocho años.
—¿Han avisado a su padre?
—Todavía no.
—Habrá que hacerlo.
—Hoy será imposible. Son ya las ocho. El teléfono ha dejado de funcionar.
Por un momento Durel levantó la cabeza y, entre la penumbra, fijó su mirada en
las facciones rígidas de la señora Pontreau. Después siguió escribiendo.
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—¿Quién se cuidará del cadáver? ¿No he visto yo por aquí hace un rato a la tía
Naquet? Ella está acostumbrada a eso.
—Acaba de marcharse.
—¿En estos momentos, con un difunto en la casa?
—Se ha ido, sin decir nada, con su cesto y su paraguas. Se la puede ver todavía en
el camino.
—Su hija pequeña, ¿ha tomado el medicamento?
—Creo que sí.
Se trataba de Vevita, que había estado anémica y a quien el doctor había recetado
una cura de hemoglobina. Alguien en la cocina había encendido la lámpara de
petróleo, sobre la chimenea.
—¡El conejo se está quemando! —gritó la señora Pontreau.
—¿Quiere que le envíe alguien para arreglar…? A menos que usted y sus hijas…
Una vez más la miró con atención.
—Haré venir una mujer mañana por la mañana —dijo ella.
Y evitaba el mirarle cara a cara. Su mirada se hundía en la perspectiva del camino
donde la silueta negra de la sirvienta había sido alcanzada por otra silueta: la del
mozo de La Pallice.
El doctor atravesó la cocina. Los gendarmes se hallaban en el umbral.
—Me voy.
—Nosotros también.
Los hombres habían bajado de nuevo, dejando el cadáver, sin desnudar, sobre la
colcha de la cama. El granjero de Mureaux enganchaba su yegua al carricoche. Había
ya instalado a sus dos hijos en la banqueta del fondo cuando la señora Pontreau se
acercó.
—¿Qué hace usted?
Señaló el sol reducido a medio disco rojo emergiendo del mar, más allá de los
campos.
—Me marcho. Trataremos de acabar mañana temprano.
—Pero ¿y los otros, los veinte hombres que estaban esperando junto a la encina?
¿No quiere usted ocuparse de ellos? Le daré los conejos y todo lo que haga falta.
Todo está a punto. Será mejor que coman en su casa.
Los gendarmes se alejaban en bicicleta. El doctor ponía en marcha su pequeño
automóvil gris. El granjero siguió a la señora Pontreau, arrastrando los pies,
malhumorado. Y ella, sin esfuerzo, cogió el gran caldero que contenía los conejos y
luego la olla con las patatas.
—Todo esto cabrá en el carricoche. Espere…
No olvidaba nada, ni los zoquetes de pan, ni las cuatro tartas con ciruelas que se
habían encargado al panadero.
—Nosotras ya nos arreglaremos más tarde —concluyó—. Herminia, ayúdame a
cargar todo esto.
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Herminia, muy pálida, tenía los párpados enrojecidos, aunque nadie la había visto
llorar. Los dos chiquillos se apretujaban dentro del carro.
—Les pagarán mañana por la mañana —anunció la señora Pontreau a los obreros
—. Entre tanto cenarán en Mureaux.
Hicieron el camino a pie. Se veían en el horizonte las tejas rojas de Mureaux.
Alguien propuso, no obstante:
—¿No queréis que velemos al difunto?
—No. Es inútil. Todos estamos cansados y mañana empezaremos temprano.
La roja trilladora estaba inmóvil, con su largo pico suspendido por encima del
almiar no apilado todavía.
—¡Por fin! —suspiró la señora Pontreau, entrando de nuevo en la cocina.
—¿Se han ido? —preguntó Gilberta.
Sollozó de nuevo y tartamudeó:
—¡Y las vacas que están todavía afuera!
—Éntralas mientras nosotras lo arreglamos todo.
—Tengo miedo.
—¿Miedo de qué?
—No sé.
El crepúsculo era límpido, el cielo verdoso. Había una inmovilidad inhumana en
toda la naturaleza.
—¡Vevita! Acompaña a tu hermana.
La señora Pontreau subió al primer piso sola, mientras su hija mayor, abajo, no
sabía dónde meterse. Todo estaba en desorden. Recogió los pedazos de un plato roto.
Se llenó un vaso de vino, pero hasta esto la sobresaltó.
—Trae una lámpara —gritó una voz desde arriba.
Tomó la de la cocina, pero no se atrevió a entrar dentro de la habitación, ni bajar
de nuevo, y se quedó de pie, sola, en el rellano. Oía el ir y venir de su madre y el
rechinar de los muebles. Luego el ruido del agua al caer en la jofaina. Una vaca
mugió a cierta distancia de la casa. El faro de Chassiron paseaba su breve reflejo por
el cielo pálido.
—¿No me necesitas, madre?
—No. Está casi terminado.
Cuando se abrió la puerta, la señora Pontreau estaba de pie, la lámpara en la
mano. Herminia percibió la blanca cama y entrevió una cara mirando al techo.
—¡Ven! Espera… Será mejor cerrar la puerta con llave.
—¿No enciendes ningún cirio?
—¿Para que tengamos un incendio?
Bajaron sin hablarse. La señora Pontreau se puso el sombrero y buscó sus
guantes, pues no salía nunca sin sus guantes de hilo, negros o grises. Las vacas
entraban después de haberse retardado un momento en el abrevadero de piedra.
Gilberta y Vevita volvieron al fin. Estaban tan pálidas la una como la otra, y
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Gilberta suspiró:
—¡No me siento capaz de ordeñarlas!
—Ponte el sombrero y ven.
—¿Adónde?
—¡A casa!
La obscuridad era completa y el cielo lucía un azul magnífico cuando salieron las
cuatro. Cerraron las puertas y fue la señora Pontreau la que se volvió para asegurarse
de que todo estaba en orden.
—Han dejado un saco de trigo fuera —hizo notar al pasar junto a la máquina.
Había a cada lado del camino unos árboles que el viento del mar había inclinado
hacia el Este. Avanzaban entre ellos, sobre el suelo desigual, y a veces un pie daba
contra un guijarro.
Vevita, que era la que cerraba la marcha, se volvió una vez más y vio las ventanas
negras de la casa.
—¿Por qué mirar? —se dijo, apresurando el paso, hostigada por el miedo.
—¿Estás segura de que ha muerto?
—¡Cállate y anda, imbécil!
Vevita no había nunca visto morir a nadie.
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III
E L entierro tuvo lugar el martes y quedó como una fecha memorable en Nieul y
en los contornos, no tanto por el acontecimiento en sí, sino por el calor, que
llegó entonces a su paroxismo.
Tanto es así, que años después podía todavía oírse en el café Luis:
—¿Te acuerdas de la carretera del Prado del Buey cuando íbamos detrás del
ataúd?
Delante, con el sobrepelliz blanco del cura, iban los dos monaguillos levantando
la alta y fina cruz de plata por encima de las cabezas, y luego el poderoso caballo de
carga y el coche con el ataúd.
Había en la atmósfera, a fuerza de calor, como el crepitar de un incendio; y el mar
al otro lado del campo era como un reflejo sin fin que hería la mirada.
Las cuatro mujeres se cubrían el rostro con un velo de crespón. El padre de
Nalliers todo de negro, la pechera almidonada, los puños formando círculo sobre sus
manos morenas, caminaba, no al lado de ellas, sino algo más adelante,
completamente solo. Respiraba con fuerza. Miraba en su torno con los ojos severos,
tan claros como los de su hijo, y no parecía darse cuenta de que su cara estaba
cubierta de sudor.
Detrás de ellos se apretujaba todavía más gente de negro. Iba allí todo el pueblo,
hombres y mujeres, todos respirando penosamente y a punto de explotar bajo la
rigidez de los cuellos postizos. La mercera tuvo que sentarse, para no desmayarse, en
el borde del camino.
Cuando el ataúd salió de la casa, la señora Pontreau miró a Gilberta. Fue en el
momento en que iban a ponerse en marcha. Gilberta, torpemente, obedeció a esa
mirada, se aproximó a la puerta cerrándola con llave, y luego metió la llave, muy
grande, dentro de su monedero de paño con cierre de plata.
Había más de un kilómetro que recorrer. Daban la espalda a la casa vacía,
flanqueada por el almiar y a través de los campos calcinados se veía solamente el
negro cortejo arrastrándose como una oruga.
En Nieul la puerta de la iglesia estaba abierta. Las personas que no habían tenido
tiempo de ir a la casa mortuoria esperaban en la plaza, en frente del café Luis y de la
herrería.
El cura recitaba unos versículos latinos. Los monaguillos caminaban torpemente a
causa de sus vestidos. La señora Pontreau veía al viejo Nalliers de espaldas delante de
ella y detrás, pisándole los talones, oía los pasos regulares de la señora Naquet, que
había hecho su aparición con un ridículo sombrero ladeado, una chaqueta
desmesuradamente larga y el paraguas de todos los días. La señora Naquet, como el
cura, murmuraba palabras incomprensibles, hablaba sola y tenía una mirada
obstinada.
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En la iglesia, las cuatro mujeres enlutadas estuvieron solas en la primera fila del
tramo de la izquierda, por orden de estatura: la señora Pontreau, después Herminia,
inmediatamente Gilberta, que de cuando en cuando se llevaba el pañuelo a los ojos, y
finalmente Vevita, que apretaba el suyo entre sus manos húmedas.
La sirvienta se había arrodillado inmediatamente detrás de ellas y continuaba su
soliloquio, que podía parecer una plegaria.
Unos hombres salieron a esperar en la plaza la terminación del servicio. La
panadera tuvo que marcharse también, pues era la hora del autobús. Los monaguillos
iban y venían delante del altar, hacían genuflexiones, tocaban la campanilla y se
llevaban las vinajeras ante la multitud, que se levantaba o se arrodillaba a indicación
suya.
Un ruido de pasos en la iglesia enlosada de gris anunció la ofrenda. Y entonces
tuvo lugar algo inesperado. Nalliers, siguiendo la costumbre, se colocó a la cabeza de
la fila que se dirigía al banco de la comunión para besar las reliquias.
Era tan flaco como su hijo. Unos bigotes ásperos, rojizos, dejaban caer sus puntas
a cada lado de la boca. Caminaba despacio, como si contara sus pasos. El cura enjugó
el pequeño cristal del relicario antes de tendérselo y Nalliers lo rozó con sus pelos.
El monaguillo sostenía una bandeja de plata. Nalliers se paró y miró en torno
suyo sin apresurarse. Le invadía la misma calma temblorosa que se apoderaba de él
cuando, en el consejo de administración de la cooperativa de productos lácteos pedía
la palabra. Su nariz se dilataba. Sus dedos se crispaban estrujando dos billetes
completamente nuevos, que puso finalmente sobre la bandeja.
Y dijo con una voz bien articulada, que resonó hasta el fondo de la iglesia:
—¡Ya veremos si es verdad que Dios existe!
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de distinguir bajo el velo de crespón.
Sonaba el mediodía cuando entraban en su casa, la última a la derecha en la
carretera del mar, una de las más grandes y más sólidas del pueblo.
La señora Pontreau, desde el corredor, donde se encontraba la percha, se quitó el
sombrero y los guantes mientras Gilberta entraba en el comedor y se dejaba caer
sobre una silla.
El calor era menos sofocante allí, las persianas estaban entornadas, las paredes
eran espesas. En la penumbra los muebles bien encerados resplandecían y todos los
cacharros brillaban sobre la blancura de los tapetes. Se veían las teclas del piano de
Herminia, con su partitura siempre abierta.
—¿Qué ha dicho Nalliers? —preguntó Vevita, retirando su velo y mostrando una
cara congestionada por el cansancio y con un granito en plena frente.
—Es un loco —replicó la Señora Pontreau.
Y añadió, dirigiéndose a la mayor:
—Algo se está quemando.
Herminia abrió la puerta vidriera de la cocina, donde un guisado se cocía
lentamente en un rincón del hornillo. Se la oyó levantar la tapadera y remover el
guiso con una cuchara de madera.
—Y tú, ¿no cambias de vestido?
Gilberta se levantó dócilmente. Su madre la ayudó a quitarse el sombrero y el
velo. Resonaban pasos de cuando en cuando en la calle y se podían oír las voces por
unos segundos.
—¿Pones la mesa, Herminia?… Tú, Vevita, ayuda a tu hermana.
La señora Pontreau no había cambiado lo más mínimo, salvo en que quizá sus
cabellos grises estaban más lisos que de costumbre. Se fue a su habitación para
cambiar de ropa y cuando bajó la mesa estaba puesta y al lado de cada cubierto se
veía una pequeña bolsa de tela bordada conteniendo una servilleta.
En la plaza, en el café Luis, una docena de personas estaban todavía bebiendo y
dos jóvenes jugaban al billar. Pero Nalliers, con cuatro amigos, se encontraba fuera
de la sala grande. Se habían instalado en la sala del fondo reservada para las bodas y
allí Luis les servía la comida.
—¡Lo mismo que un robo! —repetía Nalliers, que había ya bebido cuatro
aperitivos anisados.
No estaba bebido, pero expresaba con una convicción exagerada sus opiniones y
al mismo tiempo miraba a sus interlocutores como si hubiera hecho una declaración
de la más alta importancia.
—Se casa con mi hijo… ¡Bueno! No quiere vivir en Aigrefeuille, donde tengo
sitio para todo el mundo. ¡Bueno! Compro una granja al mozo y ¿quién manda? La
vieja, como si a ella le pertenecieran el mozo y la hacienda. Y ahora, a mí, ¿qué me
queda? ¿Qué pinto en todo esto? ¿Pretenden todavía que les deje el Prado del Buey?
Hablaba con dureza, olvidándose de chupar el cigarro. El granjero de Mureaux
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preguntó:
—¿Existía contrato de matrimonio?
—No. Quedaba entendido que cada uno debía aportar algo. La vieja daba los
muebles y la ropa blanca. ¿Os dais cuenta? ¡Ni tan sólo sábanas de repuesto tenían!
Sus ojos estaban húmedos como si las lágrimas se aprestaran a invadirlos, pero
esto duraba desde que entró en casa de Luis y ninguna lágrima se cuajaba. La
humedad continuaba siendo la misma. Sólo unas perlas de sudor rodaban por la frente
rugosa del hombre.
—¡No puedo hacerme a esa idea!
Continuaba hablando de la granja y cuando de pronto le acometió una risa
burlona los otros no comprendieron la razón. Sin embargo, era bien simple. El día de
la boda, hacía justamente un año, cuando cincuenta personas estaban bromeando
alrededor de la mesa, un gracioso había lanzado:
—¡Brindo por la otra boda que se prepara!
Y señalaba a la señora Pontreau, que era viuda, y a Nalliers, que había perdido a
su mujer quince años antes.
Aquel día Nalliers había reído, porque en una boda se está dispuesto a reír por
todo.
—¿Por qué no vas a consultar a un abogado?
Pero Luis, que servía los entremeses —camarones, rábanos y sardinas—, cortó la
conversación:
—No hay nada que hacer.
Era flaco y, no obstante su delantal azul de posadero, tenía el aspecto de un
seminarista o de un estudiante.
—¿Lo crees así?
—Si no hay testamento especificando que los bienes pertenecen al legítimo
heredero, tendrá usted derecho a la mitad y eso es todo.
Y Luis desapareció para dar de beber en la otra sala, entrando de nuevo por un
momento para servir el pescado. En este momento los cinco hombres estaban
enfrascados en una gran conversación, tan lenta y solemne como cuando en la feria se
trataba de vender una vaca o un caballo.
—¿Por qué no ir?
Nalliers meneaba la cabeza. Había bebido más vino blanco y se mostraba cada
vez más categórico.
—¡No, no iré! ¡Y no dirigiré nunca más la palabra a esa mujer ni a sus hijas!
Desde hacía cuatro días, desde que Juan había muerto, el viejo ni tan sólo las
había mirado, y para arreglar los detalles de las exequias se había valido de un
intermediario.
—Yo no iré, pero puedes ir tú, si quieres, de mi parte. Diles que estoy dispuesto a
comprar su parte enseguida. ¡La hacienda será mía!
Bebió y comió mientras el granjero de Mureaux tomaba el camino del mar y, no
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muy seguro, tiraba del cordón de la campanilla de las Pontreau. Fue Herminia la que
abrió la puerta y miró al visitante con extrañeza, sin decir nada.
—¿Puedo hablar a la señora Pontreau?
Le hizo pasar no al comedor, sino al salón, que, como las otras piezas, estaba en
sombras. El granjero no se atrevió a sentarse. Esperó cinco minutos por lo menos,
dando vueltas a su sombrero y mirando los retratos que colgaban de las paredes.
Cuando entró en casa de Luis, Nalliers le miró en silencio, tirándose del lado
izquierdo de sus bigotes.
—No quiere aceptar.
—¿No quiere aceptar qué?
—Vender su parte. Dice que el Prado del Buey será vendido en pública subasta,
como es la costumbre.
Nalliers miró a Luis, que acababa de entrar y que murmuró:
—Está en su derecho.
—¿Y acaso no es el mío rescatar una propiedad que me pertenece? —prorrumpió
el labrador.
Se volvió al emisario, dando un puñetazo sobre la mesa.
—Escucha. Vas a volver allá… Compré la granja por ciento cincuenta mil hace
un año. La mitad son setenta y cinco mil. Pues bien, daré ochenta. Di para empezar
ochenta. Si es necesario irás basta ochenta y cinco. ¡La hacienda será mía, voto a
Cristo!
Se levantó de un salto, en su emoción. Esta vez podía creerse en verdad que iba a
romper en sollozos.
—Espera. Si no acepta, dile de mi parte, de parte de Nalliers, que sería muy
posible que me decidiera a emplear otros medios.
—¿Es preciso decir esto?
—¡Puesto que te lo digo!
Las calles estaban vacías y rutilantes de sol, y todos los postigos del pueblo
cerrados. El hombre de Mureaux recorrió de nuevo los trescientos metros que lo
separaban de la casa gris y llamó.
Fue también Herminia quien abrió la puerta y le hizo pasar al salón. Esta vez el
hombre se sentó. Vaciló antes de levantarse cuando la señora Pontreau entró,
quedándose inmóvil en el umbral.
—Nalliers ofrece ochenta mil.
—¿Es todo lo que usted tiene que decirme?
—Ochenta y dos mil.
Seguía flotando en la atmósfera el olor del guisado, pero a pesar de todo, se sentía
el olor más sutil de la casa, el olor de una casa de pueblo bien dispuesta, con su tufillo
de heno, jabón y fruta madura.
—Ochenta y cuatro… Ochenta y cinco… ¡Y ha dicho que es muy capaz de
emplear otros medios…!
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Herminia se había quedado detrás de su madre y las dos ofrecían las mismas
facciones, el mismo óvalo del semblante, la misma piel blanca y lisa, los mismos
labios, que jamás debían ablandarse…
—El Prado del Buey será vendido en pública subasta —repitió la señora Pontreau
—. Espero que Nalliers no va a insistir de nuevo.
En el café reinaba otro ambiente más diáfano, más vivo, más vulgar. Estaban
bebiendo coñac y Nalliers atacaba yo su tercer vaso.
—No quiere aceptar.
Entonces el hombre se levanto, apoyándose sobre la mesa. Miró a todos como
había mirado a la gente en la iglesia.
—Os digo —entendedlo bien—, os digo, como me llamo Nalliers, que la
hacienda será mía, porque me pertenece, porque la di a mi hijo y mi hijo es como si
fuera yo. Y ya veremos si esas arpías…
Volvió la cabeza. Un sollozo subió hasta su garganta. Sentándose de nuevo,
añadió en un tono diferente, casi plañidero:
—¡Ni la llave tengo! ¿Y sabéis lo que han dicho? No a mí solamente, sino a todo
el mundo. Han dicho que es de mí de quien Juan heredó su enfermedad…
—Serénate —dijo su vecino, confuso, viéndole llorar.
—Pierde cuidado, me serenaré. Pero no antes de haberles quitado la haciendo.
¡Lo juro! Vosotros todos sois testigos. ¡El pequeño también es testigo desde allá
arriba!
Señalaba el techo con un gesto trágico. Después gritó:
—¡La cuenta, Luis! Tengo que regresar.
El herrero, que había cambiado su vestido negro de la mañana por sus arreos de
trabajo y su delantal de cuero, estaba herrando un caballo en la plaza.
En la casa de piedras grises, Herminia había tomado una labor mientras Gilberta,
los codos sobre la mesa, tenía una expresión dolorosa.
—¿Por qué quieres que la hacienda sea vendida en pública subasta?… Eso no
cambiará nada. Nadie impide a mi suegro ser el mejor postor.
La señora Pontreau, que también estaba cosiendo junto a la ventana entreabierta,
respondió sin levantar la cabeza:
—Porque no hay que darle la impresión de que le tememos.
—¿Por qué temerle?
—Es un degenerado y cree habernos hecho un regalo…
—¡Mamá!
—¿Has escrito al notario que venga. Herminia?
—Escribí ayer. Vendrá, sin duda, mañana.
Vevita se había dormido sobre el canapé y se podía oír su respiración regular. A
pesar de la distancia los martillazos de la herrería llegaban hasta la casa.
—Mañana por la mañana iremos al Prado del Buey a recoger tus cosas.
Gilberta miró dócilmente a su madre y luego murmuró:
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—Me pregunto si los Mathieu cuidarán bien de las vacas. Apenas si disponen de
un sitio donde meterlas y es el mozuelo el que las lleva al pasto.
Unos pasos se pararon en el umbral. Todas se pusieron a escuchar. La espera fue
larga, como si la visita no se decidiera a tocar la campanilla. De hecho no la tocó,
pero se sintieron unos golpes en la puerta.
Aquello era tan inesperado que la señora Pontreau abrió un poco las persianas
mientras Herminia se dirigía hacia el corredor.
Vio la silueta aplastada de la señora Naquet y su paraguas. La señora Naquet
llevaba como de costumbre su sombrero, demasiado pequeño, que le caía sobre una
oreja, y unos zapatos demasiado grandes que alguien le habría dado.
En el preciso momento en que Herminia tendía la mano para empuñar el
picaporte, después de haber retirado la cadena puesta de través, la sirvienta bajó los
peldaños del umbral y tomó de nuevo el camino del pueblo.
—¿Quién es? —preguntó Gilberta, inmóvil.
—La Naquet.
—¡Es verdad que no ha cobrado todavía!… También debemos dinero a los
Mureaux y me parece recordar que alguien ha venido estos últimos días por lo del
seguro. Juan no pagó. Dijo que volviesen a pasar.
Todo esto la aniquilaba. No tenía ánimo de hablar, ni de pensar en ello.
—Voy a arreglar mi cuarto —dijo levantándose. Herminia volvía, toda extrañada.
—¿Qué mosca le habrá picado? Supongo que ha sido ella la que ha golpeado la
puerta. Esta mañana he tratado de descifrar sus gruñidos, pero no he podido.
La señora Pontreau, que se había sentado de nuevo, poníase lentamente los lentes:
—¿Estás segura de que todas las puertas de la granja están cerradas? —preguntó a
la mayor.
—Ha sido Gilberta la última que ha dado la vuelta por la casa.
Miró a Vevita, que seguía durmiendo, con las mejillas enrojecidas.
—Convendría quizá comprarle de nuevo una caja de su medicamento.
En toda la casa el aire estaba inmóvil y enrarecido. Un camión cargado de
mejillones pasó, viniendo del mar.
—Si no fuera tan tarde iría yo misma a casa del notario.
—¿Hoy?
Reinó un silencio. Se oía la respiración atenuada de Vevita y el tintín atenuado de
las agujas de hacer media.
La señora Naquet, empuñando su paraguas, atravesó la plaza del pueblo en el
preciso instante en que cuatro hombres vestidos de negro estrechaban por última vez
la mano de Nalliers, ya encaramado en su carricoche. En la terraza, Luis pasaba un
trapo sobre las mesas.
La sirvienta continuó su camino balanceando su paraguas y hablándose a sí
misma, tan ensimismada, que estuvo a punto de ser atropellada por el autobús de
Charron. Todo el mundo se puso a reír en el interior del coche cuando ella y su
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paraguas dieron un salto, esquivando el coche.
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IV
Era el único cartel que no estaba aún hecho jirones. Detrás de las ventanas
cerradas, se percibían caras de niños que no podían jugar fuera por el mal tiempo, o
mujeres cosiendo. Se adivinaba en el fondo de las piezas el rojo de las estufas.
A las seis y media, cuando el doctor dirigió su coche por la carretera del mar, la
obscuridad era completa y los faros iluminaban las oblicuas saetas de la lluvia.
Seguramente al médico le esperaban, porque apenas se encontró en lo alto de la
escalinata la puerta se abrió, mostrando el corredor enlosado de azul, donde reinaba
una luz atenuada.
Sonrió al notar el olor de la casa. Conocía el de todos los hogares del lugar, y el
de éste, aunque algo insípido, tenía, no obstante, un regusto grave y austero, que
indicaba una limpieza meticulosa.
Herminia, que había abierto la puerta y saludado inclinando la cabeza, esperó que
el doctor colgase el abrigo y el sombrero en la percha. Después abrió, no la puerta del
salón, sino la del comedor, que era el verdadero corazón de la casa. Era allí donde
vivían, allí también donde trabajaban, donde recibían y donde Gilberta estaba tendida
sobre un canapé, la cabeza sobre una almohada.
—¿No se encuentra bien?
Y el doctor se aproximó a ella y fue a estrechar la mano de la señora Pontreau,
que, sentada ante un periódico que había desplegado sobre la mesa, retiraba sus lentes
y se levantaba.
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—No creo que sea nada grave —dijo—. En la familia no ha habido nunca
enfermos. Pero hace más de un mes que la muchacha no come. Se pasa las horas sin
decir nada, sin tener la fuerza de moverse…
En silencio, Herminia había vuelto a su sitio junto a un costurero y su cara pálida
miraba al doctor.
—Muy bien. Vamos a ver, señora Nalliers —dijo el médico con jovialidad.
Al instante sintió que había algo chocante en su frase. Nadie había hecho un
gesto, pero él tenía conciencia de haber cometido un desliz. Gilberta era la señora
Nalliers. ¿Podía llamarla de otro modo?
Y, no obstante, la atmósfera de la casa era una cosa personal y formaba un bloque
sólido, tan sólido como el que formaban las cuatro mujeres. Así resultaba molesto
llamar a una de ellas por un nombre diferente al de las otras.
—Primeramente voy a auscultarla.
Siguieron los movimientos y las preguntas de rigor. La señora Pontreau estaba
detrás del doctor, al que llevaba por lo menos un palmo.
Era terrible constatar el cambio que se había operado en Gilberta. Ésta, que antes
tenía una carne dura y una tez colorada, estaba literalmente deshecha y se la veía sin
vigor, desalentada, sin reacción alguna.
—¿Le duele alguna parte del cuerpo?
—Ninguna parte, doctor.
Fue la madre la que respondió, añadiendo:
—Parece más bien un gran cansancio. Pero Gilberta no tiene por qué estar
cansada.
Durel sabía muchas cosas en las cuales pensaba mientras tomaba la temperatura y
ponía su mejilla sobre el pecho de la mujer, cubierto con una servilleta desplegada.
Sabía que en los últimos cuatro años las cuatro Pontreau eran quizá los seres más
pobres de Nieul. Otros lo sabían también. Todo acaba por saberse, porque los
carniceros y otros proveedores nunca se privan de hablar. Pontreau padre, grande y
gordo como dos hombres ordinarios, había sido uno de los principales criadores de
mejillones de la localidad. Sus viveros, a lo largo de la costa, eran los más
importantes y poseía dos camiones para transportar los cestos a la estación de La
Rochelle.
De repente le dio la idea de adquirir buques de pesca. Jugaba a las cartas por la
noche con unos armadores y este título le daba envidia. Había adquirido un buque de
un mástil, después otro para la pesca de arrastre. El primero se había hundido. El
segundo, que no rendía nada y que además no estaba asegurado, por negligencia
suya, abordó a otro una noche de invierno en la rada de La Pallice.
Había sido necesario venderlo todo para poder pagar. Pontreau había muerto.
Hacía cuatro años de todo esto.
Y todo el mundo se preguntaba desde entonces cómo podían las mujeres seguir en
la casa, de qué vivían y por qué milagro el edificio no había todavía sido vendido en
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pública subasta.
Jamás había visto nadie que les fuera servido vino. El carnicero iba solamente una
vez por semana. La tendera esperaba hasta tres meses antes de ser pagada y a veces se
veía llegar al notario, quien se quedaba bastante tiempo en la casa y se iba
malhumorado.
Las Pontreau no perdían nada de su dignidad. No salían nunca si no con guantes y
sombrero puestos, aunque se tratara de ir a cien metros de la casa. Fue un milagro que
Gilberta se casara.
—¿Sale usted de cuando en cuando? —le preguntó el doctor.
—Nunca.
—¿Cree usted que eso está bien? Durante un año ha vivido usted en plena
naturaleza, haciendo mucho ejercicio. ¿Cómo quiere usted encontrarse bien
quedándose ahora en casa?
Durel afectaba a menudo tal brusquedad familiar. La mesa estaba puesta para la
cena, con un mantel limpio y las bolsas bordadas para las servilletas. El médico
dirigió una rápida mirada a aquella mesa.
—¿Qué come usted por la noche?
—Una sopa.
—Una sopa ligera, naturalmente. ¿Y a mediodía?
Fue la señora Pontreau quien replicó:
—Comemos lo que todo el mundo…
Se oyeron pasos en el corredor. Era Vevita, que llegaba en bicicleta de La
Rochelle. Empapada de lluvia, entró en la pieza.
—¡Oh! Dispense…
Durel la miró, miró a la mayor, a la madre y al fin a Gilberta, para reconocer a la
cual había sido llamado.
—En suma, supongo que ahora tienen ustedes dinero. El Prado del Buey ha sido
vendido en ciento setenta mil…
La señora Pontreau se contentó con mover la cabeza.
—La primera cosa que hay que hacer, la única, es alimentarse. Hablo por las
cuatro, pero sobre todo por Genoveva.
Ésta dirigió hacia él sus grandes ojos, extrañados, ansiosos, un poco tristes. El
médico se aproximó y le levantó el párpado para examinar la córnea.
—Necesita tanto alimento como su hermana.
—Entonces, ¿ninguna está enferma? —dijo secamente la señora Pontreau.
—Hablando con propiedad, no; pero lo están en rigor las cuatro. Voy a recetar
algo que…
—¿Más hemoglobina?
—Un estimulante cualquiera. Existen a miles. Lo demás es cuestión del carnicero
y del tendero.
Levantó un ángulo del mantel para redactar la receta. Pensó que el dinero del
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Prado del Buey no serviría acaso para otra cosa que para pagar todas las hipotecas
que pesaban sobre la casa. Vio el garrafón de agua y pensó en la sopa sin sustancia
que se cocía en el fogón.
—Escuche. Le aconsejo, sobre todo, que vigile a Genoveva. ¿Cuánto gana en La
Rochelle?
La madre iba a hablar, pero Vevita dijo la primera:
—Cuatrocientos francos.
—¡Y sólo en los vestidos gastará doscientos! Sin contar con la obligación de
hacer el recorrido, sea cual fuere el estado del tiempo…
Nada podía hacer. Puso de nuevo la estilográfica en el bolsillo y se dirigió hacia
la puerta. La señora Pontreau, sin moverse, le vio alejarse, mientras Herminia se
levantaba para acompañarle.
Las Pontreau debían al médico los honorarios de dos años, pero él nunca hablaba
de ello. Una voz le llamó:
—¡Doctor! ¿Quiere usted decirme cuánto le debo?
—Tiene usted tiempo de sobra para ello —murmuró Durel, poniéndose el abrigo.
La señora Pontreau había cogido una cartera en el cajón del aparador.
—¡De ninguna manera! Insisto en pagarle.
—No me acuerdo exactamente. Alrededor de unos cuatrocientos…
—Cuatrocientos cincuenta, más esta visita.
El doctor estaba desconcertado. Miraba sobre todo a Vevita con sus cabellos
mojados y sus tristes labios sin color. ¿Había hecho mal en hablar como había
hablado? ¿No sería la ocurrencia de la señora Pontreau otra cosa que una réplica?
La mujer era muy capaz de ello. Contó los billetes y retiró el resto. Sacó los
veinte francos de la visita de un viejo monedero.
Cuando se encontró ante el volante de su coche, Durel continuaba sintiendo el
suave olor de la casa, el sofoco que allí creaban los postigos cerrados, toda aquella
vida distante mil leguas de la vida callejera…
«¿Qué quería la tía Naquet insinuar?», pensó el doctor.
Fue aquel tres de octubre —se acordó de ello más tarde— cuando, viajando en el
coche que levantaba olas de barro y agua, en la obscuridad del camino del mar por el
que los faros paseaban una aureola blanquecina, Durel recordó por primera vez, sin
reír, la actitud de la asistenta.
***
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conde de Charelles, que habitaba solo en un caserón inmenso y desmantelado, en la
carretera de Marsilly. Una de las veces la Naquet se había cogido un dedo en una
puerta y unos días más tarde se le declaró una infección.
Llegó vestida de negro, con su paraguas, y se sentó en el banco sin decir una
palabra a los que estaban esperando. Era todavía el tiempo de los grandes calores y en
el salón el ahogo resultaba todavía más insoportable que fuera, a causa del olor de los
medicamentos.
Había un chiquillo que sufría de paperas, un bebé a quien su madre daba el pecho,
un viejo que venía dos veces por semana y dos mujeres más. Todos estaban callados
esperando su turno. Detrás de una puerta se oía como un murmullo la voz del joven
médico y de cuando en cuando sonaba un ruido de frascos entrechocando.
La señora Naquet, aquel día, llevaba unos zapatos de hombre que le habían dado.
La mirada del viejo sentado delante de ella se fijó en los zapatos. Los miró
detenidamente y comentó:
—¿No le están demasiado justos?
El chiquillo de las paperas reventó de risa no obstante su vendaje. Una campesina
sonrió. Todo el mundo miró los pies de la Naquet, y ésta, con la expresión feroz,
replicó:
—¡Si quisiera unos zapatos como los demás podría comprármelos!
Esto era inesperado. La asistenta era pobre. Vivía sola en una casa que constaba
sólo de dos piezas en una planta baja, con dos gallinas y unos conejos instalados en el
mismo cuarto de dormir. Fuera con el conde, a cuyo caserón iba a hacer faenas un día
por semana, no trabajaba más que por casualidad.
—Si quisiera mil francos los tendría inmediatamente.
Hablaba sola, como de costumbre, pero articulando las sílabas con claridad.
—¡Y también dos mil!
—¿Por qué no cinco mil? —dijo el vejete.
Le miró sorprendida por esta cifra, y reflexionó un instante.
—Cinco mil también.
—¡Pues casi me dan ganas de pedirle su mano!
—¡Si quisiera casarme, podría hacerlo con un mozo más guapo que tú!
Lo curioso era que la Naquet no daba la impresión de bromear. Durante el resto
de la espera, miró al suelo, como obsesionada por una idea fija.
Una vez el doctor la hubo curado, preguntóle:
—¿Está usted inscrita en el seguro social?
—Eso no tiene importancia. Si quiero, tendré cinco mil francos esta noche.
El substituto no hizo caso, porque no era del lugar, ni siquiera de la provincia.
Ahora bien, unos días más tarde, en la tienda, la Naquet compró jabón para hacer la
colada.
—No tengo más que del superior —dijo la tendera.
Y la sirvienta replicó:
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—No tiene importancia. Cuando quiera usted dinero, yo se lo daré. Puedo tener
diez mil francos mañana si me parece bien.
—¿Ha heredado usted?
—Mejor que eso.
—¿Ha encontrado usted marido?
—Puedo tener marido si se me antoja.
Era una idea fija, como la de salir siempre con su ridículo sombrero, que antes se
ponía, solamente para ir a misa.
Habíasela visto todos los días atravesar de esta guisa la plaza del pueblo y tomar
el camino del mar. No iba muy lejos. Llegaba hasta la casa de las Pontreau, se paraba,
se quedaba unos instantes dudando y al fin se volvía.
El cartero la había visto incluso en el mismo umbral, pero no había llegado a
tocar y se había ido por el mismo camino.
Durel había sabido todas estas cosas a su vuelta, cuando su substituto le puso al
corriente de los asuntos en curso.
—No está inscrita en el seguro social. Y como su dedo no se curaba rápidamente,
ha exigido una radiografía. Le dije que era inútil y que le costaría doscientos francos.
Me contestó que tendría veinte mil cuando quisiera.
El conde de Charelles, al que el doctor visitaba de cuando en cuando, ya que el
viejo contaba ochenta y tres años y hubiera podido morir sin que nadie se diera
cuenta en el lugar, relató otra historia.
—Yo creo que esa mujer se vuelve loca paulatinamente. Es verdad que siempre
ha tenido la costumbre de hablar sola, pero ahora es a mí a quien se dirige. El otro día
me preguntó:
«—Usted que ha sido rico, ¿cuánto dinero tenía? ¿Más de cinco mil francos?».
A no dudar la perseguía la idea de las cifras. Preguntó además al conde:
—¿Cuánto tiempo se puede vivir con veinte mil francos?
Y continuaba hablando sola y haciendo cálculos.
Cuando él quiso pagarle la última vez ella había contestado:
—No vale la pena. Puedo tener más dinero que usted.
No obstante, no pagaba ni a la tendera ni a nadie. Les decía:
—Cuando les falte dinero, yo se lo daré.
Nunca había sido muy alegre, pero ahora tenía siempre las facciones preocupadas,
como si un terrible problema le devanara los sesos de la mañana a la noche.
La gente reía viéndola. Le lanzaban a veces una broma, pero, a pesar de todo,
impresionaba. Había otra loca en el pueblo, mas ésta no inquietaba a nadie.
La Naquet no se entregaba a las mismas fantasías y, sobre todo, no perdía el hilo
de las ideas. Trataba siempre del mismo asunto. Una sola cosa variaba según una
progresión constante: la cifra en cuestión.
En la antesala del doctor, en agosto, hablaba de mil y dos mil francos. Al conde
de Charelles, en septiembre, le citaba la cifra más redonda de veinte mil.
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Y cuando hablaba de dinero le daba también por hablar de matrimonio.
Era fea y sucia. Tenía las piernas cortas. Nadie se acordaba de haber visto a un
hombre cortejarla.
Pero un día pudo comprobarse que no mentía. Se tardó en comprenderlo, porque
aquello era todavía más extraordinario que lo demás.
Doce días después del entierro de Nalliers y de la muerte del carnicero de
Lauzière, un mozo alto de unos veinticinco años, con la camisa arremangada
mostrando unos brazos tatuados, entró en Casa Luis a la hora del aperitivo y cuando
la sala empezó a desalojarse preguntó si podía comer.
Nadie le conocía. Por la tarde se paseó por el pueblo y un labrador lo encontró
cerca del Prado del Buey. Por la noche comió de nuevo en Casa Luis y alquiló una
habitación para dormir.
Algunos de su calaña pasaban de vez en cuando, buscando colocación.
Trabajaban unos días en el pueblo antes de desaparecer. Luis adivinó lo que su cliente
buscaba y al día siguiente por la mañana, al ver descender al joven sin lavarse
siquiera, le dijo:
—¿Quiere usted trabajo?
—¿Lo hay por aquí?
—Puede probar a ir al horno de cal. He oído decir que dos peones se han
marchado anteayer.
Fue allá. Volvió y alquiló la habitación por semanas… Comía siempre en Casa
Luis, sin mezclarse con la gente de Nieul que se reunía a la hora del aperitivo.
Yantaba solo, bebía solo y siempre vino blanco, miraba durante una o dos horas a los
mozos que jugaban al billar o escuchaba vagamente las conversaciones.
Se llamaba Gerardo. Como los demás, veía a la Naquet cuando ella pasaba, con
su paraguas en la mano, camino del mar.
Una noche, el teniente de alcalde, vecino de la sirvienta, anunció a los clientes de
Luis:
—Voy a contaros una historia buena. ¿Conocéis al tipo que come siempre en esta
mesa? Pues bien, acaba de entrar en casa de la Naquet y ella ha cerrado la puerta.
Los gendarmes, en su visita de inspección, examinaron el libro-registro de la
posada y cuando vieron el nombre de Gerardo —su apellido era Noirhomme—
consultaron su cuaderno.
—Gracias, Luis.
—¿Está en regla ese huésped?
—Por el momento, sí. Ha trabajado en La Pallice, después de haber sido cargador
de buques en Delmas.
A medida que el otoño sucedía al verano, la vida se volvía más íntima en Casa
Luis y el ambiente más concentrado. Encendieron la estufa. Las puertas vidrieras
fueron cerradas. La Naquet continuaba pasando y dos veces por semana Gerardo iba
a su casa donde se quedaba más de una hora.
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Una tarde de lluvia, por San Miguel, todo el mundo se encontró de nuevo en el
patio del Prado del Buey, para asistir a la venta.
La multitud formaba una masa negra y brillante de paraguas. Se esperaba al
notario y al tasador. Los muebles estaban hacinados bajo un cobertizo y en el
corredor alguien alineaba jarros, platos, utensilios de cocina y jofainas.
El camino empapado dibujábase como una línea blanca, casi tan blanca como un
espejo.
Hubo un estallido de risa general cuando al final del camino se vio aparecer la
silueta grotesca de la tía Naquet, quien, a causa del viento, sujetaba su paraguas con
las dos manos.
Al llegar a un sitio donde se extendía un gran charco de agua, el coche del notario
la alcanzó, salpicándola de fango hasta los hombros. Pero la mujer pareció no darse
cuenta siquiera.
Durante toda la venta, habló sola. Iba de grupo en grupo. Escuchaba. Palpaba los
objetos, se escurría hasta la primera fila y repetía las cifras lanzadas en retahíla.
El doctor Durel no estaba allí, porque había ido a atender un parto, pero su mujer
apercibió al hombre de los antebrazos tatuados, que se paseaba despreocupadamente
por los patios y edificios vacíos.
La sirvienta no compró nada y lo manoseó todo. La venta terminada, su frente
apareció arrugada y sus ojos cansados como si hubiera estado haciendo los cálculos
en lugar del tasador.
Al día siguiente entró en una mercería que una solterona —que tocaba el armonio
en la iglesia— poseía en una calle tranquila, detrás de la plaza. Era a unos cien
metros de Casa Luis. La fachada estaba pintada de un color pardo obscuro, al igual
que los mostradores, y había dentro de la tienda una crepuscular penumbra que
atenuaba el rosa, el azul y el verde de las madejas de lana.
También allí acababan de encender la estufa, una estufa grande, de antiguo
modelo, y la señora Naquet se quedó de pie junto al fuego, sin decir nada, mirando en
torno suyo.
—¿Qué desea usted?
Pareció como si despertara. Miró a la mercera con desconfianza y dijo finalmente:
—¿Por cuánto vendería usted la tienda?
—No está en venta.
—Si estuviera en venta, ¿cuánto pediría usted por ella?
—No sé. No es ése el caso. He nacido aquí y aquí moriré.
—¿Valdría cien mil francos?
La mercera prefirió sonreír. Tenía miedo de la Naquet. Miró a través de los
escaparates, para ver si había gente en la calle.
—¿No le hace falta lana, hilo, agujas?
—¿Y si le trajera los cien mil francos? Leyó una expresión de espanto en los ojos
de la mercera y, riendo burlonamente, dijo:
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—¿Cree usted que no podría encontrarlos? Pues se los traeré el día que me dé la
gana. Y si quiero, compraré la tienda…
Lo dijo en tono de amenaza. Con el paraguas en la mano, partió con paso
decidido, camino de la casa de las Pontreau. Subió los cuatro peldaños de piedra.
Pero no llamó.
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V
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La veían todo: la carretera brillante, los postigos de la casa, que un tenue hilo
luminoso hacía resaltar, y la gente que a veces venía del pueblo. Pero ellos, en la
penumbra, estaban al abrigo de las miradas.
A veces le daba a alguno por volver la cabeza hacia aquel lado al sentir un
estremecimiento de vida. El transeúnte adivinaba dos formas entrelazadas, dos caras
unidas, y esto era todo.
—¿Soñarás conmigo?
Los besos, aquel día, tenían un sabor de lluvia y de lana mojada. Vevita estaba
paliducha y miraba con inquietud una sombra que se aproximaba por en medio de la
carretera, una forma aplastada y negra protegida por un paraguas demasiado grande.
—¿En qué piensas?
—En nada.
Pensaba simplemente:
—Es la tía Naquet. Irá hasta la casa y no entrará. ¿Qué puede querer?
La tía Naquet no iba sola. Otra silueta se dibujaba junto a la suya. Vevita no sabía
de dónde había surgido. Y allí, a unos cien metros de los jóvenes, empezó un
animado conciliábulo. No se entendía nada. Se veía solamente gesticular a unas
sombras.
Vevita seguía recibiendo besos sin darse cuenta y su boca los devolvía
maquinalmente. Por encima del hombro de Alberto vigilaba a la tía Naquet, que
avanzaba de nuevo, ya sola, y que se aproximaba al umbral, subiendo un peldaño,
otro, un tercero…
En el comedor habían, con toda seguridad, oído sus pasos. Gilberta, todavía
enferma y tendida sobre el canapé, suspiraría:
—¿Qué querrá, Dios mío? ¡Madre, pregúntale de una vez qué es lo que quiere!
Pero la señora Pontreau no contestaba nunca. Escuchaba también, muy serena, sin
dejar su sitio, ni la labor. Luego, cuando los pasos se alejaban, hacía correr su aguja,
suspirando:
—Supongo que debe estar loca.
—Ha llamado —murmuró Alberto al oído de Vevita.
Era verdad. La señora Naquet había finalmente tendido el brazo hacia el pomo de
cobre de la campanilla del corredor. Los ojos de Vevita iban de aquella silueta a otra:
una silueta de hombre agazapada contra la valla, un poco más allá de las bicicletas.
—¿Tienes frío, Vevita?
La mano de la joven, puesta sobre el antebrazo de su compañero, reclamó silencio
e inmovilidad. Se oía distintamente el ruido familiar de la cadena que retiraban en el
interior. La puerta se abrió, dibujando un rectángulo de luz cada vez mayor. Vevita
entrevió la cara de su hermana Herminia, quien retrocedió, entrando de nuevo en el
comedor y dejando la puerta abierta y a la señora Naquet en el umbral.
La sirvienta había cerrado su paraguas. Se encontraba ahora al mismo nivel del
corredor. El hombre de la valla se mantenía inmóvil.
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—Déjame un momento —suspiró Vevita, dirigiéndose a Alberto, que seguía
besándola.
El tiempo transcurría con una lentitud terrible. ¡Y eso que no se trataba más que
de unos segundos! Herminia entró en el comedor, donde Gilberta la interrogó con sus
ojos enfebrecidos, mientras la señora Pontreau decía:
—¿Es ella?
Y la señora Pontreau se quitó el delantal y los lentes, posóse la mano por sobre las
arrugas de su vestido, se levantó y, muy erguida, se dirigió hacia la puerta.
—¿Qué te pasa, Vevita?
La Naquet había entrado. Se iluminaron las ventanas del salón.
—Hasta mañana, Alberto.
—¿Te vas ya?
—Sí… Déjame…
Ella le besó distraídamente, tomó su bicicleta y atravesó la carretera, mientras él
la miraba alejarse. La joven tenía una llave en el monedero y se sirvió de ella. Subió
la bicicleta hasta arriba de los peldaños y la apoyó contra la pared del corredor.
La puerta del salón estaba cerrada. La del comedor se hallaba entreabierta y
Herminia, de pie junto a la rendija de la puerta, aguzaba el oído.
—¡Chist! La tenemos aquí.
Vevita hizo una indicación de que ya lo sabía y de puntillas se aproximó al salón,
tratando de escuchar. Tanta audacia aterrorizó a su hermana, quien, con gestos, le
mandó volverse atrás.
***
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—¿Fui yo la que se lo impidió o fue usted la que se marchó?
La señora Pontreau había oído un ruido imperceptible detrás de la puerta y
adivinó la presencia de una de sus hijas. Pero estaba en la situación de un domador
que no puede distraerse un solo momento.
—Así, pues, son veintidós horas a dos francos: total cuarenta y cuatro… Espere…
No tenía bastantes monedas sueltas y esto la contrariaba. Se veía obligada a dar la
espalda, a ir hacia la puerta. Alguien se movió detrás.
—¡Herminia! Tráeme dos francos.
La Naquet hablaba mientras tanto sola. Herminia tenía que ir a buscar el dinero al
primer piso. La oyeron andar y después bajar por la escalera.
—He aquí los cuarenta y cuatro francos.
La señora Naquet los tomó con un movimiento tan vivo y tan rabioso que dio la
impresión de que iba a tirarlos por el suelo. ¿Se le ocurría quizás hacerlo?
—Si tengo nuevamente necesidad de usted, en una u otra ocasión, haré avisarla.
Vevita y Herminia habían desaparecido dentro del comedor. El corredor estaba
solitario, mojado por el agua que rezumaba la bicicleta.
La señora Pontreau se apresuró, viendo que la visitante seguía todavía en el salón,
a abrir la puerta de la calle. Desde allí, en el corredor, veía a la mujer vestida de
negro, con su paraguas y su sombrero atravesado. Al mismo tiempo adivinaba la
perspectiva obscura de la carretera.
Con un ademán furtivo, enjugóse el labio superior, del que pendían tres gotas de
sudor.
—Hasta la vista, señora Naquet.
La señora Naquet pasó ante ella, la cabeza baja, murmurando sílabas imposibles
de discernir. Pero cuando la puerta se hubo cerrado, cuando la mujer se vio fuera,
bajo la lluvia fría, elevó el tono y acabó por gritar:
—¡Cuando quiera los cien mil, los tendré! Y se comerá usted esos aires de
princesa…
Caminaba, el paraguas cerrado, chapoteando con sus enormes pies entre los
charcos de agua. Una silueta de hombre salió de entre la obscuridad. Ella le
apostrofó:
—Y tú, déjame tranquila, ¿entiendes, holgazán? ¡Arreglaré mis asuntos yo misma
como me parezca!
Una ventana se abrió en una casa baja. La gente había oído los gritos. La señora
Naquet se volvió hacia aquel lado y prosiguió:
—¿Qué queréis vosotros, los de esa casa? ¿Acaso no tengo el derecho de hablar?
Todos vendréis a lamerme los pies, sí, todos, como los laméis a la gente rica…
No se paraba. Manejaba su paraguas como un bastón. No se apercibía de que la
lluvia la iba empapando. Cuando pasó delante de Casa Luis seguía hablando tan alto
que todo el mundo podía oírla, como se oye a los borrachos.
Unos instantes más tarde, Gerardo entraba en la posada y se sentaba cerca de la
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estufa, sin abrir la boca.
—¿Un vaso de vino blanco? —preguntó Luis, al mismo tiempo que lo traía.
No había casi nadie, salvo dos albañiles amodorrados en un rincón. Luis
aprovechó la ocasión y en voz baja preguntó a su huésped:
—¿Tiene ya el dinero?
Hacía quince días que Noirhomme no pagaba y en las dos semanas no había
trabajado ni tres días enteros en el horno de cal. Luis le había presentado la cuenta la
víspera. Todo el mundo sabía que había tenido lugar una escena tumultuosa en la
casucha de la Naquet. Desde la carretera se habían oído los gritos y hasta unos golpes
como si dos personas se estuvieran pegando. Gerardo se había ido dando un portazo.
Tenía unos arañazos en la cara.
—No tema. Cobrará su dinero.
—Es que mañana es fin de mes.
El otro vació su vaso de un golpe y dirigió una mirada extraña al posadero.
—¡Entendido! —dijo simplemente—. Deme usted algo más de beber. Un ponche,
por ejemplo.
Había serrín esparcido por el suelo. El billar estaba cubierto con su funda de hule.
Los dos albañiles soñolientos esperaban el último autobús de La Rochelle y no tenían
ni ánimos para hablar. La atmósfera era pesada a causa de la estufa y de la humedad.
Las mesas rezumaban.
Algo después de las ocho, Gerardo se deslizó fuera.
***
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Herminia puso la mesa con tanto esmero como siempre. Vevita se cambió los
zapatos por unas zapatillas.
—No comprendo por qué no ha venido antes.
—Porque está loca.
—Se ha ido hablando en alta voz.
—Eso prueba su locura. No vale la pena de ocuparse de ella.
Y la señora Pontreau miró a sus hijas, una después de otra, y enseguida examinó
las paredes como para asegurarse de que la familia estaba resguardada y caliente
dentro de la casa, con las puertas cerradas. Sus ojos se pararon un tiempo en la cara
de Vevita y frunció el entrecejo. Presentía algo confusamente.
—Otra vez te has pintado los labios —dijo.
Era verdad. Y para colmo la pintura, con los besos de Alberto, se había corrido.
La mirada de Vevita brillaba. ¿Qué tenía su tez de anormal? Nada concreto. Y no
obstante se adivinaban los abrazos, en la obscuridad, bajo la lluvia.
Pero la señora Pontreau no insistió y se sirvió la sopa la primera, según su
costumbre. Después sirvió a cada una de sus hijas, empezando por la mayor.
Cuando se levantaron de la mesa, Herminia declaró que tenía sueño y que quería
irse a dormir enseguida. Vevita tenía un par de medias por zurcir y se sentó al lado de
la lámpara mientras que Gilberta se tendía de nuevo sobre el canapé verde. Hacía un
calor excesivo en la pieza. No se oía nada más que el ruido de la lluvia y el ronquido
de la estufa a cada ráfaga de viento.
—Tendremos que hacer reparar la gotera.
Poniéndose los lentes, la señora Pontreau pasó cerca de una hora comprobando
sus libros de cuentas. De cuando en cuando levantaba la cabeza y escuchaba.
Adivinaba algo anormal en la casa. De repente se levantó y, sin decir nada, subió al
primer piso y entró bruscamente en la habitación de Herminia.
Ésta no tuvo tiempo de esconder la revista semanal que tenía desplegada sobre la
mesa. Ni tan sólo pudo plegarla. Su madre avanzó y se inclinó sobre las páginas
verdes reservadas a los anuncios pequeños.
En la segunda columna había como título, en grandes caracteres, la palabra:
«Matrimonios».
Y sobre la mesa se veía un frasco de tinta violeta y una pluma mojada. La señora
Pontreau abrió el cajón, donde nada encontró. Cambió la revista de sitio y descubrió
así una carta a medio empezar.
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»No tengo inconveniente en cambiar de región e instalarme en el
Este, donde…».
«Sr. viudo 2 hij. buena pos. hon. hab. en Este busca c. fin. mat.
mujer jov. buena fam. misma pos. Abs. inf».
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La habitación era pequeña y las dos mujeres, en ella, resultaban enormes. No
pensaban en sentarse. La señora Pontreau estaba tan pálida como su hija.
—¿Estás segura de que ya no tienes miedo?
Y su mirada era tan dramática que no concordaba con las palabras pronunciadas.
¿Tenían éstas, acaso, un sentido diferente?
—Cerca de tu madre no tienes por qué sentir miedo, ¿entiendes?
Las facciones de Herminia volvían ya a recobrar su impenetrabilidad.
—Tienes razón, mamá.
—¿Acaso no os he dado la educación necesaria? ¿No lo he arreglado todo
después de la muerte de tu padre? ¿Habéis sufrido hambre? ¿Habéis tenido que
abandonar la casa?
Y al decir «la casa» miraba, sin darse cuenta, las paredes; aquellas paredes que
constituían las fronteras de la familia y, aún más que sus fronteras, sus fortificaciones.
—¿Te irás a dormir ahora? ¿Enviarás esa carta?
—No, mamá…
—¿Puedo contar contigo?
—Sí, mamá.
—Entonces duerme. Mañana hablaremos seriamente, pues sólo tú eres capaz de
comprender… Conviene, en efecto, que alguna de vosotras se case, pero es Vevita…
Herminia levantó los ojos, extrañada. Su madre no estaba dispuesta a hablar más.
—Buenas noches, Herminia.
Le dio en la frente el beso de todas las noches.
—Acuéstate…
Una vez su hija estuvo entre las sábanas, con los ojos encarnados y las mejillas
todavía humedecidas, la señora Pontreau se inclinó y por primera vez desde hacía
años ajustó las ropas.
—Duerme…
Descendió despacio. Sus otras hijas, en el comedor, interrogaron en vano sus
facciones.
—¿Ha llorado Herminia? —preguntó Vevita.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Creía haber oído…
—No.
Y esto fue todo. La señora Pontreau se enfrascó en sus cuentas. Vevita enhebró un
hilo de algodón y Gilberta continuó mirando al techo, con terrible indiferencia.
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VI
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¡Estaban robando el dinero de su caja!
—¡Ladrones!
La camioneta del tendero de Marsilly, en cuya imperial batía la borrasca con
fuerza, volvía de La Rochelle. Dio vuelta a la plaza siguiendo el viento, pasó delante
de las ventanas iluminadas de Casa Luis y se hundió en la calle estrecha.
—¡Ladrones! ¡Cogedle!
El tendero venía del cine con su mujer. Oyó los gritos a pesar del ruido del motor
y vio una forma obscura que corría ante él. ¿Fue su idea quizás la de cortar la retirada
al fugitivo? En todo caso dio un brusco golpe al volante, precisamente enfrente de la
iglesia, y la aleta izquierda del coche chocó contra un cuerpo.
El auto recorrió todavía unos metros sobre el pavimento resbaladizo.
La mujer del tendero murmuró:
—¿Estará armado?
Su marido se quedó, por un rato, espiando al hombre tendido, inerte, antes de
aproximarse. Luis, que estaba cerrando los postigos, no había oído más que unos
gritos lejanos y el rechinar de unos frenos. No obstante, miró, y el tendero le gritó:
—¡Ven aquí!
En las casas bajas, la gente dormía sin conocer lo que estaba ocurriendo. Luis
llegó al mismo tiempo que la administradora de correos. La tendera se había quedado
sola en la camioneta, en medio de la carretera, mientras alguien llamaba a la puerta
del médico.
—Es Gerardo —dijo Luis, mirando al hombre tendido sin conocimiento—.
¿Dónde estaba?
La administradora, con un abrigo sobre sus prendas de dormir, había
inspeccionado ya el edificio de correos.
—Trataba de forzar la caja de caudales —anunció—. La ha dejado en un
desorden tremendo.
—¿Qué pasa? —preguntó él doctor Durel desde el umbral.
—Un herido.
—Tráiganlo.
Cuando levantaron el cuerpo, Gerardo gimió, pero no abrió los ojos.
—Llévenlo al gabinete… con cuidado…
El médico se había puesto solamente los pantalones y la camisa, pero aquello no
tenía importancia, ya que se trataba de un hecho anormal.
—Encended el hornillo, por si acaso, y dejad que el agua hierva.
Fue la administradora la que se encargó de ello, mientras Durel examinaba al
herido. Los pantalones y el vestido estaban llenos de lodo, desgarrados, y unos trozos
de tejido se habían pegado con sangre a la piel.
—No puede decirse que fuéramos a mucha velocidad —afirmaba el tendero, que
prefería no mirar.
El marido de la administradora propuso telefonear a la gendarmería de La
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Rochelle.
—¡Dígales que traigan una ambulancia! —le gritó el doctor, que desnudaba a
Gerardo y descubría heridas de bastante importancia.
Luis encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa. Tenía sueño, pero
quería asistir hasta el final. Se vio entrar tímidamente a la tendera, que tenía miedo a
solas en el coche. El hornillo de gas silbaba. El vapor se elevaba del recipiente de
agua.
—Deles un poco de ron —dijo el doctor a Luis, designando a las dos mujeres—.
Debe estar sobre la chimenea, en el comedor…
Reinaba una familiaridad excepcional. Con las tijeras en la mano, el doctor
desnudaba lentamente al herido, que había abierto los ojos y miraba al techo.
Cuando media hora más tarde el coche de la gendarmería llegó, Gerardo estaba
desnudo, pero Durel había extendido una servilleta sobre su bajo vientre. El pecho era
flaco, las costillas salientes. Un moreno más obscuro dibujaba las huellas
correspondientes al escote de la camisa, sobre uno de los tatuajes que representaba
una encantadora de serpientes.
La administradora refirió lo sucedido. El tendero hacía signos de aprobación con
la cabeza. El doctor apareció enseguida, con la camisa arremangada.
—Sería mejor conducirlo al hospital. La pierna derecha está fracturada por dos
sitios. Tiene dos costillas rotas y temo haya complicaciones.
Apenas si dos ventanas se abrieron cuando se transportó al herido al coche. El
tendero prometió que iría a La Rochelle al día siguiente. Puso de nuevo la camioneta
en marcha y de nuevo la camioneta traqueteó carretera adelante. Luis dio las buenas
noches a todos y entró en su casa, sin apresurarse. Cerró con llave el cajón del dinero,
que había quedado abierto, y se deslizó en la cama al lado de su mujer.
—¿Qué pasa? —preguntó ésta.
—Nada. Te lo contaré mañana. Duerme.
Todos los que habían estado durmiendo sin darse cuenta de nada, se enteraron del
acontecimiento y fueron a contemplar la cerradura de correos, que había sido forzada.
Todo el mundo esperaba ver a la tía Naquet para bromear a expensas de su
extravagante enamorado, pero era el día en que ella hacía las faenas en casa del conde
de Charelles.
Alrededor de las diez, los gendarmes llegaron a Casa Luis y penetraron en la sala
de los banquetes, donde se encerraron con el posadero. Un poco más tarde el médico
tuvo que interrumpir sus consultas para recibirlos. Todo el mundo estaba
sobreexcitado, pero era aquélla una sobreexcitación más bien agradable. Vevita había
pasado, como de costumbre, a las ocho y veinte para ir a su trabajo en La Rochelle.
Y en la casa gris nadie sabía lo que había ocurrido. Herminia había notado que la
gente no dejaba los umbrales y miraba en dirección a la plaza. Había visto a los
gendarmes en bicicleta.
—Seguramente ha habido un accidente —se contentó con decir la señora
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Pontreau.
Y en la mañana gris, cuya luz penetraba por las ventanas, madre e hija hacían la
limpieza como todos los días, mientras Gilberta se instalaba sobre el canapé verde.
Incluso aquellos que en Casa Luis veían a Gerardo a diario, encontraban cierta
dificultad en representárselo tal como era. Lo veían de repente muy lejano a ellos,
muy diferente de todos los hombres que conocían. Ni siquiera se sabía si había sido
conducido al hospital o a la enfermería de la cárcel. Corría el rumor de que se trataba
de un ladrón profesional, que había sido condenado tres veces.
Luis se mantenía discreto. Daba de beber. Escuchaba y contestaba, pero sin
mencionar para nada sus conciliábulos con los gendarmes.
Eran las tres de la tarde y empezaba a llover de nuevo cuando llegó el coche azul
de la gendarmería. Esta vez era el capitán en persona quien se encontraba en el
interior. No se paró delante de Casa Luis, ni en correos, sino ante la casa del doctor.
En la sala, una docena de personas esperaban turno.
El capitán esperó también, de pie, que la consulta en curso terminara, y entró
después en el gabinete de Durel. Al poco tiempo los dos hombres salieron y se
dirigieron a las habitaciones particulares del médico, en el primer piso.
—Déjenos solos —dijo Durel a la criada que limpiaba el polvo del piano.
Su mirada era muy vivaz. Quiso servir unos vasos de oporto, pero el capitán hizo
una indicación, rehusando.
—¿Decía usted?
Los dos estaban graves. El salón, trivial, se agitaba de repente. El pueblo se
transformaba en una especie de cuartel general.
—He ido al hospital, la primera vez, alrededor de las ocho. Acababan de
enyesarle y tenía las facciones cansadas y los ojos febriles. Me ha preguntado si
moriría y le he contestado que, según me había dicho el cirujano, tenía noventa
posibilidades contra cien de salvarse.
—¿Ninguna perforación?
—Nada. Ha confesado francamente que había intentado robar en correos, pero
niega toda premeditación. La idea se le ocurrió la misma noche, porque Luis le había
reclamado el dinero de la pensión y él no lo tenía. Con esto consideré el asunto como
terminado. Ahora bien, dos horas más tarde, me ha hecho llamar de nuevo, afirmando
que tenía que hacer una declaración importante. Llevé conmigo, por si hacía falta, a
un secretario, y he hecho consignar sus declaraciones. Noirhomme me llamaba para
hablar de otro crimen, y por eso tengo necesidad de usted. ¿Se acuerda de la muerte
de Nalliers?
La mirada del doctor se agudizó. Vio de nuevo a la Naquet chapoteando entre el
fango, con su vestido negro, su sombrero atravesado y su enorme paraguas. Vio
también a Gilberta sobre el canapé, a su hermana sentada junto a la ventana, a Vevita
que volvía, empapada, de La Rochelle y a la señora Pontreau contando los billetes de
banco.
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—¿Fue usted el que dio el permiso de inhumar al muerto? ¿Asegura usted que
murió de una caída consecutiva a un ataque de epilepsia?
—Sin duda alguna.
—Pues Noirhomme pretende que fue él quien mató a Nalliers. Es decir, más
exactamente, afirma que es cómplice. Según él, la Pontreau lo encontró en el establo
después de su disputa con el granjero. Le preguntó si quería ganar cinco mil francos y
se hizo acompañar a un granero donde se encontraba Nalliers en pleno ataque.
Levantaron el cuerpo entre los dos y lo hicieron caer al otro lado de la ventana.
Nadie escuchaba en la puerta. Nadie había podido oírles. Los dos gendarmes que
investigaban por el pueblo no estaban al corriente de las acusaciones de Gerardo.
Y, no obstante, al mismo tiempo, en Casa Luis, un albañil decía:
—¡Las Pontreau no deben estar tranquilas a estas horas!
Su interlocutor, el teniente de alcalde, hizo signos de aprobación sin encontrar
nada de extraordinario en esta afirmación. Un mozo que estaba jugando al billar
precisó:
—Ése es un asunto no terminado todavía.
El capitán había encendido un cigarro y aceptado finalmente dos dedos de oporto.
El humo subía en espiral a través de la luz atenuada del salón.
—Tengo que ver al procurador esta noche, pero quería antes saber su opinión.
¿Conoce usted a esa familia?
Durel fumaba también, su mirada fija en los vasos, donde un reflejo vacilaba en la
superficie del vino purpúreo.
—Supongo que una autopsia no serviría de nada.
—De nada —dijo como un eco.
—¿Y un interrogatorio de la señora Pontreau?
Durel sonrió imperceptiblemente. La mirada que dirigió al capitán parecía
medirle, compararle a la mujer de la casa gris…
—Puede tratar de hacerlo.
—Preferiría esperar hasta tener indicios más serios. Sin embargo, si Noirhomme
mantiene sus declaraciones, deberá abrirse una información inmediatamente.
Los pacientes continuaban esperando, abajo, y el solo ruido que podían percibir
era el que arriba hacía uno de los dos hombres al cambiar el pie de sitio.
—¿En qué piensa usted? —preguntó el capitán viendo que el doctor se perdía en
profundas meditaciones.
—Estoy pensando en que hay aquí algo que no se explica.
—¿Qué quiere usted decir?
—No sé. Ha habido siempre en este asunto algo incomprensible. Lo noté cuando
Nalliers murió. Sin embargo, lo que usted me cuenta ahora tampoco me lo explico…
—¿Por qué? Si verdaderamente esa mujer se encontraba con el agua al cuello…
—Usted la verá. Y me dirá si puede usted imaginársela en el establo, haciendo
proposiciones criminales a un mozo.
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—Según usted, ¿Gerardo Noirhomme sería, solo, el asesino?
¡No! Durel no podía contestar. Por otra parte sus ideas eran demasiado vagas. Era
algo como un malestar, la sensación desagradable de debatirse en medio de una
materia blanda y huidiza.
—Veré ante todo al fiscal —suspiró el capitán, levantándose—. Convendría que
esta historia no transcendiera.
¿Cómo era posible que en aquel mismo momento la mujer que todas las tardes
fregaba la vajilla en Casa Luis pudiera decir?:
—Algo pasa entre la señora Pontreau y la Naquet. Ayer, la Naquet estuvo en casa
de las cuatro mujeres y al salir tenía diez mil francos en el monedero…
Luis, que escuchaba, no dijo nada, pero su mujer preguntó:
—¿Cómo se ha sabido?
—Sin duda porque alguien ha visto los billetes. ¡Nalliers sabía perfectamente lo
que se decía cuando habló en la iglesia, el día de las exequias!
El auto del capitán atravesó la plaza sin pararse y tomó la carretera de La
Rochelle. El doctor continuó sus consultas.
Las lámparas habían sido encendidas y las persianas cerradas. La puerta de la
iglesia estaba abierta y se apercibían entre la negrura cuatro cirios que centelleaban.
Sola en la obscuridad, una vieja esperaba ante un confesionario.
Era la hora en que el banco cerraba en La Rochelle, en la calle donde brillaba la
luz de los escaparates. Desde el mostrador de la librería, donde acababa de vender un
libro ilustrado, Vevita vio a Alberto Leloir, que salía con sus compañeros y que le
hacía un signo con la cabeza.
Iba al café a esperar que dieran las seis. Empujaba la bicicleta con la mano.
El fiscal tomaba el té en casa de un armador donde unas señoras estaban reunidas,
y decía, despidiéndose:
—Dispénseme usted, pero tengo que ver al capitán de la gendarmería acerca de
un asunto raro.
—¿En La Rochelle?
—En Nieul.
En el hospital, Gerardo Noirhomme estaba tendido, el cuerpo tieso por el yeso.
Cuando la enfermera pasaba al alcance de su mirada, seguía con los ojos su forma
blanca y regordeta, sin poder volver la cabeza.
Estaba tranquilo. Había sido necesario afeitarle la cabeza para poder curar unas
heridas superficiales en el cuero cabelludo.
A las cinco, la tía Naquet entró en su casa sin haber hablado a nadie, encendió la
luz y, después de quitarse el sombrero, encendió fuego en la chimenea y atravesó el
patio para sacar agua del pozo.
Una lluvia fina lo empapaba todo y caía más penetrantemente desde que el viento
había cesado. Sin salir de la casa, la Naquet veía la tienda de enfrente, donde vendían
legumbres y donde tres mujeres discutían.
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—¿Lo crees? —preguntó Herminia, sorprendida, contestando a una frase de su
madre, que acababa de sentarse y de ponerse los lentes.
Se trataba de Vevita. ¿Cómo habían llegado a hablar de ella? Habían cerrado el
comedor. Gilberta había dicho que aquel olor le recordaba el de los bosques de
abetos.
Y la señora Pontreau había dicho:
—Tendremos que hacer una radiografía a Vevita.
—¿Por qué, mamá?
—Tengo miedo de que sus pulmones no estén muy sólidos.
Una de sus sobrinas había muerto tísica y la Pontreau se acordaba del brillo
particular de sus ojos, de la animación de sus pómulos, de ciertos rasgos que el
aspecto de Vevita recordaba.
—Nunca tose —dijo Herminia—. Y hace su recorrido con buen y mal tiempo.
La conversación se desvió.
—Quizás no lo haga sola —suspiró la señora Pontreau.
No sabía nada en concreto. Había notado diferentes veces que, a su vuelta, por la
noche, Vevita estaba febril, que no miraba a su madre cara a cara, que se ponía
encarnada si la observaban. Y recordaba también aquellos labios demasiado
encarnados como aplastados por los besos.
Además, nunca llegaba jadeante, como es natural después de un largo recorrido.
—Y no será porque no le haya dicho que no debe ir a bailar a la Pérgola ni al Café
Francés.
El ruido de las conversaciones del exterior no llegaba hasta ellas. A estas horas,
cada casa, con puerta y postigos cerrados, era un mundo aparte.
Herminia mojaba la punta de un hilo entre sus labios y acercaba una aguja a la
lámpara. Gilberta seguía en apariencia la lenta conversación, pero no obstante,
repentinamente, dijo, agotada su paciencia:
—¿Qué puede haber ocurrido?
Su hermana se estremeció y la miró a hurtadillas, como si tales palabras hubieran
coincidido con sus preocupaciones, Pero la señora Pontreau, sin levantar la cabeza,
preguntó tranquilamente:
—¿Qué quieres decir?
—Los gendarmes han pasado tres veces. Hace un momento dos mujeres se han
parado.
—¿Dónde?
—No sé. Tengo los nervios excitados. Ningún ruido se me escapa. Dame un vaso
de agua, Herminia…
Estaba febril. Respiraba mal. No sabía lo que quería ni tan sólo la causa de su
malestar. ¿Era quizás la vista de los gendarmes, los mismos que habían ido al Prado
del Buey? Aparecía tan sombría y abatida como Nalliers, cuando él, con el entrecejo
fruncido, la boca amargada, iba y venía, malhumorado, atormentado, enfermo, los
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pies dentro de sus zapatillas ridículas, sin autoridad sobre los hombres de la trilladora
ni sobre las mujeres de la casa, asqueado, desesperado, casi ya sin vida…
—Si verdaderamente quisieras —dijo su madre—, razonarías contigo misma y
harías algo. Es el no hacer nada lo que te pone más enferma.
Gilberta no contestó. Ni tan sólo miró a su madre, sino a su hermana, que le
tendía el vaso de agua. Le pareció que la mirada de Herminia rehuía la suya.
—Quisiera que repararan el postigo de mi ventana. Se pasa toda la noche
batiéndose.
—Todos tienen necesidad de ser reparados. Bluteau pide mil francos por la
reparación.
Vevita y su enamorado rodaban juntos sobre la carretera lisa.
—Ha habido un robo esta noche —dijo él.
—¿Dónde?
—En el pueblo. Parece que se trata de un asunto complicado.
Vevita no dijo nada. No le importaba. Se había dado un golpe en el tobillo con el
pedal y sentía dolor.
—¿Vendrás mañana?
—Es verdad que es domingo. Trataré…
—Di a tu madre que vas al cine.
Y durante unos cien metros Alberto mantuvo una mano sobre el hombro de su
compañera…
El fiscal miraba maquinalmente al capitán de gendarmes sentado al otro lado de la
mesa. Entre ellos se encontraba la pantalla verde de la lámpara.
—Naturalmente —suspiraba de cuando en cuando el fiscal, como si esta palabra
hubiera respondido a sus pensamientos.
Estaba contrariado. El capitán esperaba una decisión.
—No es posible hacer otra cosa. ¡Vea usted lo que hay de verdad en el asunto!
La señora Pontreau, que leía el periódico, se estremeció, prestó atención y se
precipitó hacia la puerta. Vevita estaba ya en el umbral, con su bicicleta, y su madre
escrutó en vano la obscuridad de las cercanías.
—¿Estabas sola?
—¿Por qué me lo preguntas?
Y la puerta se cerró de nuevo.
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VII
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pasante, instalado detrás de una balaustrada.
—¿Está el señor Ballu?
—Voy a ver.
Estaba, pues. El pasante llamó antes de penetrar en el despacho del notario. Tardó
unos momentos, volviendo con el aspecto confuso.
—Me dicen que acaba de salir.
La señora Pontreau miró al hombre, con la mirada dura y los labios apretados,
pero se contentó con murmurar:
—Está bien.
Entonces se dirigió al mercado. Era su día de compras. No compraba nada en
Nieul, porque la gente del pueblo no tenía necesidad de saber lo que comía. Por eso
había confeccionado aquella bolsa de tejido negro, que era más discreta y más
distinguida que un cesto de compras.
—¿A cuánto son las coles?
Alguien que pasaba junto a ella y que ella no conocía se volvió mientras la
vendedora a quien la Pontreau compraba las legumbres todas las semanas miraba en
torno suyo, turbada.
—¡Emilio! ¡Emilio!
Llamaba a su marido. Añadió:
—¡Despacha tú!
Al otro lado de una fila de cestos, había un grupo de seis mujeres que hablaban en
voz baja, mirando a la señora Pontreau.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Una col? —preguntó rudamente Emilio.
—Esperaré a que hable usted más amablemente.
Se alejó y en la esquina de la calle Minage entró en la tienda donde se servía
desde hacía más de diez años. Las tres vendedoras de delantal blanco la reconocieron,
así como la patrona, que atendía a la caja.
La entrada de la señora Pontreau fue suficiente para quitar a todas, incluso a dos
parroquianas, sus aires naturales.
—Me dará usted un kilo de azúcar, un kilo de judías blancas y dos latas de
sardinas. De las mismas que la última vez.
La vendedora, que tenía apenas dieciocho años, estaba como petrificada. Se
volvió hacia la patrona, como pidiéndole consejo.
—Vendré por los paquetes más tarde.
La Pontreau no se daba cuenta de la situación todavía. En la calle, caminando con
su paso regular, vio a unas personas que compraban la «Petite Gironde» en un kiosko
y que leían la primera página.
—La «Petite Gironde» —pidió ella a su vez.
No abrió el periódico enseguida. La vendedora había hecho una seña a sus
clientes. La señora Pontreau se alejó, rígida bajo su ropa negra, su bolsa sujeta en la
mano. Andaba un poco más de prisa, aunque le quedaba todavía una hora antes de la
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salida del autobús. Pasó sin pararse ante la tocinería donde necesitaba comprar
manteca de cerdo. Cuando hubo cruzado de largo, la tocinera se asomó al umbral
para observarla.
La señora Pontreau continuaba con el periódico en la mano, sin desplegarlo. Trató
de ver los titulares y descifró estas palabras con dificultad: «Un caso misterioso cerca
de La Rochelle».
De pronto dio vuelta a la derecha, entró en una calle bordeada de viejas casas
provincianas, traspasó la reja de la tercera y atravesó un patio muy pintoresco, con el
suelo cubierto de guijo.
Había sólo dos viejas y una chiquilla en el antiguo salón, al que unas ventanillas
habían transformado en Caja de Ahorros. La señora Pontreau iba allí a menudo. La
conocían. Llevaba su libreta consigo.
—Quisiera retirarlo todo —dijo con plena naturalidad. Había puesto el periódico
sobre el mostrador, junto a la ventanilla, y continuaba tratando de leer.
—Será necesario preguntar si es posible pagarla enseguida.
También la señorita de la Caja de Ahorros daba muestras de una prisa febril. Se la
veía cuchicheando en el fondo de la sala con el director, que ocupaba una mesa
pequeña, solo, junto a la estufa.
«Como consecuencia de un robo cometido en la administración de correos de
Nieul-sur-Mer, parece que está a punto de descubrirse un asunto de mucha más
importancia en…».
—Le entregaré diez mil francos —anunció la señorita—. ¿Quiere usted firmar
aquí?
De vez en cuando hacía su aparición un rayo de sol, pero pronto quedaba
absorbido por la blancura del cielo. Cuando la señora Pontreau salió, tenía diez
billetes de mil francos en su bolsa, pero el periódico se había quedado sobre el
mostrador.
Las calles se animaban, con la animación particular de las mañanas, compuesta
sobre todo por el vaivén de los camiones de reparto y la procesión de las compradoras
que van de escaparate en escaparate.
La señora Pontreau volvió a la tienda, donde la vendedora la miró con aire de
espanto.
—¿No está preparado mi encargo?
—Todavía no —dijo la tendera, desde la caja—. Si puede usted pasar dentro de
un cuarto de hora…
La señora Pontreau no había comprado nada todavía. En las cercanías del
mercado, la calle Saint-Yon y la del Palacio, era conocida de todos. Caminó más de
prisa, ganó el puerto, donde se alineaban tiendas que ella había siempre
menospreciado. Allí compró dos coles, manteca de cerdo, medio kilo de margarina y
unas sardinas.
—Deme usted doce latas más —dijo cuando ya se iba.
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Reflexionaba, mientras inspeccionaba los estantes:
—Y doce latas de carne.
—Quedan sólo diez.
Su mirada era cada vez más fija, como si su cerebro estuviera trabajando
activamente.
—¡Espere! Cinco kilos de guisantes…
—¿Podrá usted llevárselo todo?
Era una tienda de poca importancia y no estaban acostumbrados a tales pedidos.
—Cinco kilos de judías.
La bolsa se henchía como la mochila de un soldado, con unos ángulos duros
formados por las latas. Pesaba mucho, pero la señora Pontreau parecía no darse
cuenta.
Llegó a la Plaza de Armas con el tiempo justo para tomar el autobús, en el que iba
solamente una pareja desconocida en el lugar. El chófer no volvió la cabeza una sola
vez. Alguien había olvidado sobre el asiento un ejemplar de la «Petite Gironde», pero
la señora Pontreau no hizo ningún gesto para cogerlo.
—¿Es éste el autobús de Charron? —preguntó un viajero.
Ella repuso que sí con la cabeza y esto fue todo hasta Nieul. Estuvo a punto de
caerse al descender con su carga. Se quedó un momento inmóvil buscando huellas de
anormalidad en los contornos. Sentía, sobre todo, una sensación de vacío. La ancha
puerta de la herrería estaba abierta, pero no se veía a nadie moverse en la
semioscuridad del taller. Sólo un humo verde describía espirales sobre el fuego.
Nadie entraba en la panadería, nadie salía de ella. En la plaza no había un alma y no
obstante se adivinaba, cercano, un hormigueo de vida.
Mientras el autobús se alejaba, la señora Pontreau contorneó la casa de la esquina
y siguió la carretera del mar. Distaba unos doscientos metros de su casa. Cincuenta
personas o más se agitaban junto al edificio y un camión, con las ruedas de delante
torcidas, estaba junto a la pared blanca de enfrente.
La señora Pontreau no veía a sus hijas. La puerta estaba cerrada. ¿Era la casa gris
el centro de la atención? Al lado del camión se hallaba estacionado el pequeño coche
del doctor y la mitad de los curiosos se agrupaban a su alrededor.
La Pontreau avanzaba con paso regular y conseguía guardar sus hombros en
equilibrio, no obstante el peso de las provisiones. Poco a poco todo el mundo se
volvía hacia ella, pero nadie se movía y reinaba un silencio agobiador.
Lo que era difícil de comprender era el camión contra la pared y sobre todo el
auto del médico, allí parado. La señora Pontreau se encontraba solamente a diez
metros e iba a penetrar entre la multitud cuando la puerta pintada de azul se abrió. El
doctor Durel se quedó un momento en el umbral, las cejas fruncidas. Unas personas
se le aproximaron.
Pero las miradas no abandonaban a la silueta negra, que continuaba avanzando.
Otro personaje apareció detrás del doctor: María, una moza rolliza cuyo marido
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trabajaba en el horno de cal y a la que se la veía siempre con los pechos
bamboleándose bajo una blusa demasiado floja, haciendo la colada, cosiendo o
preparando las legumbres delante de la puerta.
Tenía la costumbre de interpelar a las comadres que se cruzaban con ella. Su risa
era sonora, sus gestos hombrunos y vulgares. A veces, con el pecho al aire, se pegaba
con una vecina que había contado algo sobre su persona. Detrás de sus faldas
correteaban siempre dos zagales magníficos, mofletudos, nalgudos, enseñando el
trasero. Tenían los ojos azules y los cabellos rubios.
—Déjenme pasar —dijo, apartando al doctor.
La señora Pontreau continuó su marcha, con aire obstinado.
—Ya veremos si continúa matando a la gente…
Todo el mundo a su paso se agitaba sin objetivo ni razón. Unas personas se
apartaban para dejar pasar a la señora Pontreau. El menudo doctor retenía a María,
con una fuerza insospechada.
La mujer no lloraba, pero sus cabellos desordenados recordaban las crines de un
caballo de pura sangre. Su mirada era de loca y su voz ronca.
—¡Déjenme hacer, les digo!
Quedaban sólo unos metros que recorrer y la señora Pontreau parecía medir sus
pasos, calcular el ritmo regular de su marcha.
Había dejado atrás la puerta azul. Eran cinco, ahora, los que contenían a la mujer
furiosa.
A su paso, la señora Pontreau adivinaba, sin verlas del todo, caras pálidas, ojos
fijos y crueles. Se vio obligada a depositar la bolsa en el cuarto peldaño, para sacar la
llave del vestido.
María vociferaba. Sus palabras eran incomprensibles. Debatíase entre todos los
que la rodeaban. Los músculos de sus brazos desnudos resaltaban con fuerza.
La llave giró. La señora Pontreau cogió de nuevo su bolsa, dio dos pasos en la
obscuridad del corredor y cerró la puerta. Puso la cadena sin ver de momento a
Herminia, que estaba acurrucada contra la pared, los labios temblorosos, los ojos
llenos de espanto…
María había conseguido escapar de manos de sus retenedores.
Corría, trepaba los peldaños de la escalinata, daba fuertes puñetazos contra la
puerta y clamaba:
—¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Pero me las pagaréis! Os tengo que…
La apartaron. Era imposible saber desde el interior lo que ocurría fuera. ¿No eran
los gendarmes lo que el doble sonido de unos timbres de bicicleta anunciaba en la
plaza? El doctor debió alejarse, porque oyó el ruido del motor de su coche.
—¡Mamá…! ¡Mamá…! ¡Mamá…! —articulaba Herminia, castañeteando los
dientes.
No decía nada más. Parecía incapaz de dejar la pared, de imitación de mármol, en
la que apoyaba la espalda. Y su garganta se hinchaba sin que ni un sollozo pudiera
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salir de ella.
—¡Ven!
Era la voz de la señora Pontreau, su voz tranquila, un poco seca, la de todos los
días. La madre no olvidó la bolsa negra, que puso como de costumbre sobre la mesa
de la cocina antes de entrar en el comedor.
—¿Dónde está Gilberta?
Herminia señaló al techo y, acodándose en la chimenea, se cogió la cabeza entre
las manos.
—¿Quién ha cerrado los postigos?
—Yo… He tenido miedo. El coche del carnicero acababa de pararse. Yo había
salido para coger la carne para la olla… Un hombre desconocido bajó de una
bicicleta, me preguntó si era la señorita Pontreau y me entregó un papel plegado.
Varias personas me miraban. Un chiquillo me escupió en el vestido. Me volví, pero su
madre asomaba ya, con los brazos en jarras.
Herminia se llevó las manos a la frente. Los acontecimientos se habían
desarrollado con inmensa velocidad. En un momento se había reunido una multitud
en torno de la carnicería ambulante y de repente, tras el salivazo, la actitud de la
gente cambió. Se levantaron murmullos.
—Gentes de esta calaña deberían morirse de hambre —gruñó el guarnicionero.
Herminia había retrocedido. Una piedra la precedió, rebotando en la escalinata.
Entonces había corrido de habitación en habitación, cerrando todos los postigos.
—¡Mamá! ¿Qué estás haciendo?
La señora Pontreau, que se había quitado el sombrero y el abrigo, abría las
ventanas del comedor, apartaba las persianas y cerraba de nuevo, mientras la crudeza
del día entraba violentamente en la pieza.
Fuera hormigueaba una porción de gente entre las cuales se distinguían los quepis
de los gendarmes.
—¡Cuidado, mamá!
La señora Pontreau, impasible, entró en el salón y abrió los postigos, ofreciendo
por un momento su persona a la mirada de los manifestantes. Esto fue suficiente para
establecer un silencio, silencio demasiado intenso para ser duradero. Se oyeron gritos.
La mujer levantó la cabeza y mostró una cara incolora. Tenía su rigidez habitual bajo
la cabellera gris.
—¿Dónde está Gilberta? —preguntó de nuevo, entrando en el comedor.
—Ha leído el papel y se ha encerrado en su cuarto.
—¿Qué papel?
Lo vio sobre la mesa. Era un papel ordinario, mal impreso, con un membrete del
Tribunal de La Rochelle.
«El juez de instrucción Gonnet… le ruega pase por su gabinete… el viernes día
12 a las 15 horas… asunto que la concierne…».
Herminia lloraba finalmente, sin saber por qué. Se oía a los gendarmes, que
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decían, tratando de dispersar a la multitud:
—Hagan el favor… De nada sirve todo esto… Dejen que la Justicia siga su
curso… Hagan el favor…
—Ha sido horrible… —gemía Herminia.
—¿Qué ha sido horrible?
—El chiquillo… Cuando el camión…
No se atrevía a volverse del lado de la ventana, tanto era el trastorno que el
accidente le había producido. Acababa de entrar en la casa. Llena de espanto, estaba
cerrando los postigos con ademanes febriles, cuando el camión, cargado de cestos de
mejillones, llegó a la altura de la casa. El chófer tocó la bocina. La gente que había en
torno de la carnicería ambulante se había apartado. Pero uno de los chiquillos de
María, el más pequeño, el más mofletudo, el más rubio, tuvo la idea loca,
inexplicable, de atravesar la calle corriendo.
Una rueda le pasó por encima, no obstante el golpe de volante que había enviado
al camión contra el muro. Todo el mundo había gritado al unísono. Algunos
apartaban la cabeza. Y fue María la que, los brazos todavía mojados de la colada, se
abalanzó como una salvaje sobre el cuerpecito aplastado, al que cogió corriendo para
guarecerlo en su casa.
—¿Ha muerto? —preguntó la señora Pontreau.
—Creo que sí. El doctor no ha hecho más que entrar y salir.
El quepis de un gendarme sobresalía del antepecho de una ventana. ¿No era
aquello una promesa de seguridad?
—Mete enseguida las provisiones en el armario.
—Pero, mamá…
—Te digo que lo hagas inmediatamente.
No tenía necesidad de dar explicaciones. Sabía lo que se hacía. Esto era de
importancia. Mientras Herminia obedecía, sorbiéndose las lágrimas, ella se dirigió
hacia la escalera, alcanzó el rellano del primer piso y quiso abrir la puerta del cuarto
de Gilberta. Estaba cerrada con llave.
—¡Gilberta!
Nadie respondió. La señora Pontreau dio un empujón.
—¡Gilberta! Soy yo. Es necesario que abras…
Algo se movió en el interior, pero no hubo respuesta.
—¡Gilberta!
Y la señora Pontreau esperó, con las manos cruzadas sobre el vientre. Unos
segundos, unos minutos, pasaron. Continuaban notándose movimientos indistintos en
la pieza.
—¡Gilberta! Es preciso…
Y entonces una voz enloquecida, cruel, rabiosa, gritó:
—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!
La señora Pontreau permaneció unos momentos inmóvil, la frente arrugada.
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Suspiró y, quitándose el broche del vestido, entró en su habitación para cambiarse de
ropa, como lo hacía siempre al volver de La Rochelle. Reflexionaba. Después de
haberse puesto la ropa de todos los días, contó una vez más los diez billetes de mil
francos y escuchó de nuevo junto a la puerta de su hija.
En el segundo piso no había sino graneros y buhardillas. Llegábase hasta él por
una escalera de mano barnizada, de escalones bastante amplios. Al final de la escalera
había una trampa que era necesario levantar con los hombros como en el Prado del
Buey.
La señora Pontreau fue hasta el granero más apartado y eligió el más profundo de
los intersticios que se habían producido entre las vigas. Antes de introducir los diez
billetes los envolvió en un papel que ató con un trozo de hilo rosa arrancado a su
refajo.
La plaza de Nieul continuaba igual. Los curiosos, rechazados por los gendarmes,
formaban una barrera a cien metros del edificio gris. De vez en cuando un auto
pasaba sin pararse delante de Casa Luis, en dirección de Marsilly o de La Rochelle.
El doctor se había ido a La Rochelle, donde tenía tres enfermos.
Daba la impresión de que iba a helar, tan blanco estaba el cielo. Todos los colores
resaltaban en el aire, que era de una transparencia anormal.
Una sola persona atravesaba de cuando en cuando la plaza desierta. Era la tía
Naquet, con su sombrero negro y su paraguas. Caminaba hasta la esquina de la
carretera del mar. Allí estiraba un poco la cabeza para ver sin ser vista. Hablaba sola.
Se retiraba, agitada, como si hubiera querido volverse a su casa, pero enseguida daba
media vuelta e iba a otear de nuevo. Luis, que se encontraba en la posada, se dio
cuenta de la maniobra y abrió la puerta vidriera.
—¿Quiere usted tomar algo? —propuso a la sirvienta, que ni siquiera le había
visto.
Ella se estremeció, miró en torno suyo con espanto y se puso a andar más de
prisa, a correr casi, agitando su paraguas.
María ya no lloraba ni amenazaba tampoco.
Estaba, como aniquilada, en un rincón de la pieza obscura donde, junto al cubo de
la colada todavía lleno de jabón, el muertecito yacía tendido en su camita de barrotes.
El otro niño estaba en casa de una vecina. Acababan de ir a avisar al marido al horno
de cal.
Se esperaba al coche de reparaciones para que levantara la parte delantera del
camión, que continuaba con el motor contra la pared. Una camioneta se había
colocado al lado y tres hombres transbordaban los cestos de mejillones, que debían
encontrarse en la estación antes de una hora. Un solo gendarme se había quedado. El
otro, encerrado en la cabina telefónica, hablaba al capitán.
Ni el más mínimo ruido salía de la casa gris. Ninguna traza de vida, salvo un poco
de humo que salía de la chimenea.
Poco a poco, de mala gana, la gente se alejaba, porque era la hora de comer.
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VIII
A las once de la mañana del mismo día, Vevita empujó la puerta del Banco y se
quedó en el centro del espacio reservado al público, entre los mostradores que
formaban un cuadrado. Un gran reloj esmaltado dibujaba un disco de un blanco irreal
sobre el enmaderado parduzco. Cuatro empleados, al otro lado de los mostradores,
estaban inclinados, de perfil, ante unos escritorios invisibles.
Levantaron todos la cabeza cuando Vevita, con pasos regulares, se dirigió hacia el
tercero, Alberto Leloir, cuyo dominio arbolaba la divisa «Descuentos».
—¿Puedes venir un momento? —le preguntó.
Él llevaba una vieja americana gris, que nunca ella le había visto, pues debía
dejarla en la banca y ponérsela sólo para trabajar. Después de una rápida mirada al
reloj blanco, Alberto señaló la puerta del fondo.
—Espérame en la esquina.
Vevita aguardó unos diez minutos, bajo los arcos de la calle del Palacio. Se había
alejado un poco para no ser vista desde la librería. Había pasado allí una mañana
extraordinaria, oprimente como una pesadilla. No sabía nada. Nadie le había dicho
nada. Y todo el mundo —el librero, su mujer, las dos vendedoras— la había mirado
con una gravedad mezclada de temor.
¡A tal punto que había pensado que la habían visto con Alberto y que encontraban
su conducta escandalosa!
Alguien de Nieul había entrado y ella había querido servirle, pero el cliente, sin
decir palabra, continuó su camino hacia otra vendedora.
—¡Señorita Genoveva!
Cuando el patrón la llamaba a su despacho era para hacerle alguna observación.
—¿No se ha tomado usted todavía sus vacaciones este año, eh?
—Sólo tres días por Pascua.
—Tómese ahora los días que le restan de vacaciones.
—Yo quería pedirle diez días por Navidad para…
—Haga usted el favor de tomarse enseguida quince días de vacaciones. Después
ya veremos.
No comprendía. Veía, eso sí, un periódico sobre la mesa, con un artículo
subrayado en lápiz azul, pero ella no establecía ninguna relación entre la «Petite
Gironde» y aquel ofrecimiento de vacaciones.
—Le aseguro que no tengo ningún interés por las vacaciones y que…
Él se impacientó.
—Lea esto… La dejo unos instantes. Así comprenderá lo que debe hacer.
¿Lo que debía hacer? Se precipitó al Banco. Y ahora, inmóvil en el borde de la
acera, los dedos crispados sobre el monedero, esperaba a Alberto. Le vio salir, mirar a
su alrededor y después dirigirse hacia ella. Se sintió reconfortada al sentirse cogida
por el brazo como él tenía por costumbre cuando no iban en bicicleta.
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—Tengo que contarte… —empezó ella.
—Ven por aquí. Estoy al corriente.
—¿Comprendes, Alberto? ¡No quiero volver a Nieul! Ignoro todavía lo que haré,
pero…
Los transeúntes pasaban rozándoles. Hablaban en voz baja. Vevita se veía
obligada a acelerar sus pasos menudos para seguir la marcha de Leloir.
—¿Estás libre por un rato? —preguntó repentinamente.
—He pedido permiso hasta la noche.
Alcanzaron los muelles. De pronto Vevita se paró y apretó el brazo de su
compañero. En una calle transversal se veía a la señora Pontreau saliendo de una
tiendecilla con su bolsa repleta de mercancías. Vevita temblaba. Leloir, confuso,
trataba de hacerla seguir.
—Haré lo que sea, pero no quiero ir a casa…
Unos pescadores estaban desembarcando unos cestos de pescado. La vida seguía
su curso perezoso, bajo un cielo de una blancura uniforme y sin brillo. Nadie prestaba
atención a la pareja que paseaba y decidía acerca de su existencia.
Largo tiempo Alberto caminó cabizbajo, reflexionando, antes de murmurar, con
las aletas de la nariz temblorosas y la mirada llena de orgullo y de inquietud:
—¿Quieres vivir conmigo?
Ella no lo sabía. Alberto habitaba en casa de sus padres, al otro lado del puente
del ferrocarril. Dejó a Vevita junto al puente, desde donde se veían los rieles
brillantes y una locomotora que humeaba, solitaria, lejos de la estación.
Cuando volvió, media hora más tarde, declaró:
—Es cosa hecha.
Había ido a buscar dinero: cuatrocientos francos exactamente. Era todo lo que
había podido obtener de su madre diciéndole que se trataba del porvenir de un
camarada.
Caminaron por las callejas vecinas al puerto y acabaron por entrar en el más
sórdido de los hoteles. Leloir no tenía costumbre de estas cosas. Hablaba demasiado y
tomaba demasiadas precauciones. Obtuvo, no obstante, una habitación por semanas,
y mientras Vevita subía se fue a la tocinería y a buscar pan.
Cuando entró a su vez en la pieza, que daba sobre el patio, Vevita dormía, vestida,
sobre la colcha encarnada de la cama.
Era el momento en que la señora Pontreau, por segunda vez, llamaba a la puerta
de Gilberta y le hablaba sin obtener respuesta.
A la caída de la tarde los postigos de la casa gris fueron cerrados como de
costumbre.
Ningún grupo había delante de la puerta. Un gendarme seguía a unos cincuenta
metros.
Diez veces lo menos, en dos o tres horas, Herminia se había apoyado sollozando
contra la pared. Ahora estaba desmadejada como una muñeca de trapo, con los ojos
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apagados y la nariz tumefacta de tanto sonarse.
No había preguntado nada a su madre. Nada acerca de si las acusaciones del
vagabundo eran ciertas. Iba de pieza en pieza, abatida por el cansancio y la
repugnancia, esquivando a la señora Pontreau.
—¿No preparas la cena?
—No puedo.
—¿No puedes qué…?
—Comer… Ver la comida…
¡Y Vevita no llegaba! ¡Y Gilberta continuaba encerrada! Y en el comedor la
señora Pontreau se había puesto los lentes. Había abierto un librito con
encuadernación encarnada que era el Código Penal. Usando una pluma que rascaba y
salpicaba, tomaba notas con su pequeña letra regular y apretada. A veces preguntaba:
—¿No has oído nada?
Prestaba, pues, atención a los ruidos de la calle. ¡Seguramente la inquietaba la
tardanza de Vevita!
—Tu hermana tiene novio —dijo a cosa de las ocho, cerrando el Código y
ordenando sus notas.
—¿Te lo han dicho?
—Estoy segura de ello desde hace algún tiempo.
Puso la mesa con el cuidado de todos los días, sin omitir el cubierto de Vevita ni
el de Gilberta. Subió una vez más y llamó a Gilberta.
—¿Quieres que te traiga la comida?
Gilberta no respondió. Esta vez estaba levantada, ya que se la oía andar a lo largo
de la pieza. ¿Qué podía estar haciendo en la obscuridad?
—¿No quieres abrir a tu madre?
No hubo más respuesta que unos sollozos convulsivos y un rechinamiento de los
muelles de la cama.
Herminia ocupó el sitio de su hermana sobre el canapé verde. No quiso sentarse a
la mesa. No le fue posible quitar la vista de encima de su madre, que comía
lentamente unas sardinas primero y queso después.
—Vete a acostar.
—¡No! No quiero.
—¿Piensas pasar levantada toda la noche?
—Me quedaré aquí. No quiero ir a mi cuarto.
¿Se daba cuenta la señora Pontreau del terror que inspiraba a su hija? Quitó la
mesa y se fue a escuchar detrás de la puerta de la calle. Unas personas hablaban en
voz baja, no muy lejos. No se distinguía lo que decían. La casa estaba silenciosa. Lo
estuvo toda la noche. Herminia se adormeció sobre el canapé, dejando la lámpara
encendida. La señora Pontreau durmió en su cama.
Cuando descendió por la mañana, profundas ojeras rodeaban sus ojos, pero sus
facciones continuaban tranquilas. Se había arreglado con la misma meticulosidad que
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para una ceremonia y en la casa resonaba el frufrú sedoso de su vestido negro.
—¡Gilberta!
Gilberta se movió sin responder y su madre no insistió más. En la cocina
Herminia preparaba maquinalmente el café. Su vestido estaba arrugado. La muchacha
olía a fiebre y sudor.
La señora Pontreau abrió los postigos y un rayo de sol penetró en la casa.
—¿Sales? —preguntó Herminia con espanto, viendo que su madre se ponía el
sombrero.
—¿Por qué no?
Salió, en efecto, con paso orgulloso, y se dirigió a la parada del autobús. María
debía estar durmiendo o ausente. La Pontreau sólo vio una vieja delante de la puerta.
Esperaban el primer autobús, delante de Casa Luis, dos empleados, una
mecanógrafa y un obrero que trabajaban en La Rochelle. La señora Pontreau no había
todavía alcanzado al grupo cuando un gendarme se le aproximó, tímido y confuso.
—Dispense, señora. ¿No cree usted que sería preferible llamar un taxi?
—¿Por qué?
Él buscaba una respuesta. Ella le miraba fijamente a los ojos.
—Eso evitaría quizá…
—He tomado siempre el autobús y lo tomaré hoy también —declaró la mujer—.
No tengo miedo de nadie. No hay ninguna razón para que tenga miedo.
Y nadie hizo un solo gesto. El obrero gruñó unas palabras entre dientes y dirigió
el humo de su pipa hacia la señora Pontreau, pero esto fue todo.
A las nueve la señora Pontreau entró en casa de un procurador de La Rochelle.
Era un señor bajo, con los cabellos blancos, la piel sonrosada y una americana con la
cinta de la Legión de Honor en el ojal.
—Siéntese, señora.
Lo decía demasiado tarde, porque la visitante se había sentado ya y abría su
monedero, de donde sacaba unos papeles cubiertos de notas.
—Usted sabrá sin duda quien soy…
El procurador hizo una inclinación con la cabeza y frotó los cristales de sus lentes
con un trocito de piel de gamuza.
—En tal caso sepa que deseo presentar una denuncia contra un individuo
llamado…
Tuvo que consultar sus notas.
—… Gerardo Noirhomme.
—¿Por calumnia? —inquirió el procurador.
—Calumnia y falso testimonio. Es preciso que la denuncia sea formulada antes
del mediodía.
El hombre estaba estupefacto. No se atrevía a mirar a la mujer más que a
hurtadillas, mientras que ella le fulminaba con la mirada.
—Supongo que comprende usted el motivo.
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—Confieso que no.
—He sido citada por el juez para esta tarde. Como presunta acusada, no me será
posible consultar el expediente. Ni siquiera tendré el derecho de ser asistida por un
abogado. Mientras que, si presento mi denuncia y me constituyo parte…
—Tiene usted razón. ¿Cuenta con abogado?
—Quisiera que usted me indicara uno.
—Hay en La Rochelle uno de gran reputación que…
—No tengo necesidad de un abogado de gran reputación. Prefiero, por lo
contrario, un principiante. Esto no es todo. Quiero presentar también una denuncia
por corrupción de menores.
Estuvo una hora encerrada con el procurador, y los empleados de éste trabajaron
para ella sola, llenando hojas de papel sellado, corriendo a casa del escribano y al
Palacio de Justicia, telefoneando a uno y a otro…
Al dar las doce, la señora Pontreau se instalaba en el mejor restaurante de los
muelles. Al serle tendida la minuta dijo negligentemente:
—Un cubierto.
Sabía que todos la miraban y que la camarera apenas si osaba aproximarse para
poner los platos sobre la mesa, pero sus facciones continuaban sin delatar un solo
estremecimiento.
Por culpa de ella, el juez no comía, ni el capitán de la gendarmería, ni el fiscal, ni
el abogado. El teléfono funcionaba sin tregua. Tres veces llamaron a Nieul para
asegurarse de que nada anormal se había producido. El mismo juez se trasladó a la
cabecera de Noirhomme y le preguntó si mantenía sus declaraciones.
El herido estaba mejor, pero continuaba enyesado. Sólo sus ojos se movían,
alegres, burlones, un poco emocionados cuando pasaba la enfermera de formas
redondeadas.
—Mantengo lo dicho —declaró—. ¿Es necesario que firme de nuevo?
Hasta las tres menos diez la señora Pontreau estuvo sentada, completamente sola,
ante una mesa de mármol del Café de la Paz. A las tres menos diez pagó, dio veinte
céntimos de propina al camarero, y a las tres se encontraba en el corredor del Palacio
de Justicia. Un hombre joven, con los cabellos muy largos, se precipitó hacia ella,
con torpe diligencia. Era su abogado, el señor Gleize, que llevaba una cartera debajo
del brazo.
—Todavía no le necesito. Entraré primero sola. Si tengo necesidad de usted le
llamaré.
Y en efecto, entró sola en el gabinete del juez Gonnet, quien le dijo que se sentara
y simuló estar terminando un trabajo de importancia.
Esperaba turbarla, quitarle su aplomo. Por lo contrario, ella tuvo tiempo para
observarle y observar al escribano.
—¿Es usted Francisca Ana Germana Pontreau, apellidada, de soltera, Dubosc?
El gabinete era como otro cualquiera. Tenía muebles de caoba. El papel de las
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paredes, a rayas azules y plateadas, le daban un aspecto de falsa modernidad.
—Soy la señora Pontreau.
El juez, corpulento, fuerte y sanguíneo, llevaba unos bigotes rojizos y una barbita
que descubrían sus orígenes provincianos. Era un «bon vivant» que se pasaba todos
los días dos horas jugando a las cartas en el Café de la Paz, y que cada domingo se
iba de caza a las marismas.
—Supongo que sabe usted por qué la he citado…
—Dispense usted. Creí que le habían dicho ya que estoy aquí, no como presunta
acusada, sino como parte actuante. Desearía, pues, antes de responder a sus
preguntas, enterarme del expediente.
Hablaba en tono monótono, sin elevar la voz. El juez prestaba oído. Se había
preparado a aquella desagradable entrevista. Había conferenciado con el fiscal más de
una hora. Pero no había previsto que la cosa fuese tan difícil. Cogió maquinalmente
la pipa que tenía sobre la mesa, pero como la mirada de la señora Pontreau no perdía
uno solo de sus movimientos, no se atrevió a encenderla.
—Naturalmente… Naturalmente… —gruñó.
Y ella, sin quitarle los ojos de encima, prosiguió.
—Tengo interés en hacer constar que este asunto, si de asunto puede hablarse, ha
sido conducido por la justicia con una ligereza tal, que me obliga a guardar toda clase
de reservas. Usted mismo acaba de decirlo: mi nombre de familia es Dubosc, los
Dubosc de Saintes, como su tía, si no me equivoco. Ahora bien, han bastado las
palabras de un degenerado, que fue despedido de la casa de mi yerno, para que la
gendarmería se crea con derecho a poner a todo el pueblo, e incluso a La Rochelle, en
efervescencia. Antes de ser yo avisada, los periódicos publicaban informaciones que
sólo han podido recibir de las mismas autoridades.
—En efecto, eso no es muy correcto.
—¡Dispense usted! Es inaceptable y, como acabo de decirle, hago toda clase de
reservas sobre las consecuencias que esta indiscreción pueda acarrear.
El escribano, hombre de unos treinta años, miraba al juez como diciéndole:
—¡Eso no es todo!
El señor Gonnet fingía consultar unos expedientes. Pero la señora Pontreau, con
las dos manos sobre el cierre del monedero, continuó:
—Soy viuda con tres hijas. Mi familia es conocida en toda la región. Hubiera
debido merecer, y usted será de mi opinión, un poco más de corrección, ya que no de
consideración.
—Le aseguro, señora, que no soy responsable de nada y que deploro…
—Conozco sólo por el periódico las célebres declaraciones de Noirhomme.
Podría, si quisiera, responder a ellas en pocas palabras.
Gonnet levantó la cabeza, interesado.
—Lo habría hecho si las circunstancias fueran diferentes. En el presente caso me
constituyo en parte actora, y le ruego remita lo antes posible copia del expediente a
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mi abogado.
Se levantó. El juez se estaba preguntando si tendría la Pontreau la osadía de irse
sin decir más. Pero ella, una vez hubo abierto la puerta, se contentó con llamar a su
joven defensor.
—Entre usted. El señor juez tendrá seguramente la bondad de ponerle al
corriente. Supongo que legalmente no tiene usted derecho a proseguir hoy su
interrogatorio.
Los tres hombres se consultaron con la mirada.
—Tiene usted el perfecto derecho de no responder —dijo el abogado con tanta
convicción como si se encontrara en plena Audiencia.
Y el juez, que no estaba tan seguro, prefirió dar su aprobación con una vaga
inclinación de cabeza. Como los otros estaban de pie, él se levantó también.
—Siento mucho la indiscreción de los periódicos —suspiró—. Tanto más cuanto
que me ha parecido entender que ha tenido consecuencias familiares…
—He depositado una denuncia contra un sujeto desconocido por corrupción de
menores.
—Lo sé. Soy yo el que ha tramitado la denuncia. Si pudiera usted darme detalles
complementarios…
—No tengo ningún detalle que dar. Busque usted. Ejerza usted su profesión.
—¿Desconoce usted el nombre del individuo?
—Lo ignoro. ¿Puedo marcharme?
El juez se volvió hacia el abogado.
—¿No tiene usted nada que decir?
—Nada tengo que añadir a las declaraciones de mi cliente.
Todos daban la impresión de estar representando una pantomima de cuestiones de
procedimiento, tan torpes y oficiosos a la vez se mostraban. Adivinábase detrás de
ellos, en un despacho cualquiera de la casa, la presencia del fiscal, que esperaba con
impaciencia el resultado de la entrevista.
—Muy bien, señora. Mañana entregaré al señor Gleize una copia del expediente.
Como usted no habita en la ciudad, haré todo lo posible para evitarle
desplazamientos. Por otra parte, es posible que Noirhomme se retracte de sus
declaraciones.
Ella se encogió de hombros, como diciendo que le era igual. El abogado la siguió
y en el corredor le dijo en voz baja, confidencialmente:
—Permítame usted que le aconseje un poco más de diplomacia. El juez es un
buen hombre, pero no le gusta que le traten con brusquedad.
Ella paseó sobre el abogado una mirada indiferente y se fue. En la Plaza de
Armas esperó el autobús, sin manifestar ninguna impaciencia. Un poco antes de
llegar a Nieul el vehículo se cruzó con el coche del doctor. La bicicleta del gendarme
estaba apoyada contra las vidrieras de Casa Luis.
La señora Pontreau se dominó lo suficiente para no apresurar el paso al atravesar
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ante la casucha de la María, donde en la penumbra se distinguían tres o cuatro
personas. No ocurrió nada. Subió los peldaños de la escalinata e introdujo la llave en
la cerradura.
Herminia estaba en la cocina. Como desde la víspera no había comido, el hambre
debía haberla acuciado, pues estaba mordisqueando un trozo de pan seco.
—¿No ha abierto su puerta tu hermana?
Herminia estuvo a punto de llorar, pero se lo impidió el pan que estaba
masticando.
—Búscame un destornillador, unos alicates y un martillo. Los encontrarás en el
lavadero.
Subió a su habitación y se desnudó, poniéndose la ropa de todos los días. En el
espejo de la chimenea vio su cara, cuyos rasgos no habían nunca sido tan definidos.
Tenía ganas de sentarse. Sus rodillas se doblaban. A veces experimentaba la
impresión de que su ímpetu disminuía y de que iba a encontrarse repentinamente sin
las fuerzas necesarias.
—No encuentro los alicates —gritó Herminia desde abajo—. ¿Subo las tenazas?
—Sí.
Y esbozó una sonrisa. Antes de poner manos a la obra abrió el armario de las
confituras y conservas que se encontraba en el fondo de un corredor. Había allí dos
botellas de aguardiente, que databan del tiempo del padre de su marido. Destapó una
de ellas, furtivamente, escuchando los pasos de su hija, tomó un trago y puso de
nuevo la botella en su sitio.
—¿Dónde estás, mamá?
Herminia caminaba tan desmayadamente y su voz era tan lejana, que se hubiera
dicho un fantasma:
—Aquí.
La señora Pontreau tuvo que arrodillarse para desmontar la cerradura.
—Dame un periódico —dijo antes.
Lo puso en el suelo para no mancharse su delantal de algodón, a cuadros, que
guardaba todavía casi incólumes las dobleces de la plancha.
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IX
E L entierro de Nalliers había tenido lugar un día de calor y sol. Este entierro de
ahora evocaría siempre más una borrasca de tres días y la invasión por el mar
de una parte de los campos del municipio.
El viento llegaba con fuerza creciente del golfo de Gascuña y se filtraba por el
Pertuis d’Antioche, cuyas aguas pardas rayaba con burbujas de espuma. Y en el
fondo de la bahía, las ondas iban a chocar contra los bordes de las piedras que
defendían las tierras bajas.
La primera noche hubo una alarma. Unos hombres partieron llevando unos
faroles. Pero no era posible hacer nada. El parapeto había cedido y cosa de la mitad
de las tierras del Prado del Buey y de la granja vecina estaban ya bajo el agua.
Aquella mañana se veían dirigirse todavía hacia el mar, con sus botas de goma
sobre los hombros, a todos aquellos que poseían viveros. Las olas arrancaban los
postes cargados de mejillones y los enviaban a la playa.
Los hombres caminaban con dificultad a causa del viento. El mundo parecía más
desolado que nunca. En la plaza, delante de la posada, había solamente un carricoche
con el caballo atado a una anilla: era el carricoche de Nalliers.
Y el tío Nalliers, en Casa Luis, sentado cerca de la puerta vidriera, los codos sobre
la mesa, atacaba ya su tercer ponche. Fue él quien vio pasar la parihuela con los
cuatro hombres que solían de costumbre ayudar a los entierros. Un cuarto de hora
más tarde, pasó el cura, con su sobrepelliz blanca. Correteaba a su lado el
monaguillo, cargado con una cruz demasiado grande para él.
Luis secaba las mesas húmedas y esparcía serrín por el suelo. Un auto que venía
de La Rochelle tocó la bocina. Era un gran coche azul, que se paró junto a la iglesia.
En el cielo las nubes corrían a tanta velocidad que se tenía la impresión de que era
la tierra la que se había puesto en marcha, lo mismo que cuando se ve partir un tren.
—Otro vaso, Luis.
El tío Nalliers no estaba borracho, hablando con propiedad, aunque sus ojos
aparecían brillantes, quizá por haber recorrido treinta kilómetros contra el viento.
Había partido antes de la aurora y desde su llegada a Nieul se encontraba allí, en
aquel rincón, mirando la plaza solitaria.
—Apuesto a que no irá nadie…
Se percibió la voz del cura, que salmodiaba en plena borrasca, y dos hombres
entraron para asistir al espectáculo sin tener que quedar fuera al paso del entierro.
—¡Salud, Luis!… ¿Usted por aquí, tío Nalliers?
Los mirones pasaron las manos por los cristales para quitar la humedad y
percibieron a los cuatro hombres que llevaban el ataúd, al cura cuyo sobrepelliz
revoloteaba como una bandera, a dos mujeres enlutadas cuyos vestidos y velos negros
tomaban formas raras al soplo del viento.
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Las ráfagas atacaban por la espalda a la comitiva, como si hubieran querido
empujarla hacia adelante. Era preciso, para poder resistir al empuje, andar con el
cuerpo en tensión.
—¡Les está bien! —gruñó el tío Nalliers, sin moverse de su sitio—. ¡Dame otro
vaso, Luis!
Iba vestido de negro como cuando el entierro de su hijo, con un cuello
almidonado, una camisa dura y los cabellos pegajosos de cosmético. Se movían
cortinas en algunas ventanas, pero nadie aparecía. No obstante, los vecinos no se
habían puesto de acuerdo. Obedecían más bien a cierta confusión que a otra cosa.
Gilberta había muerto. Era ella la que los cuatro hombres llevaban en el ataúd,
luchando contra la borrasca.
Gilberta había encontrado la muerte al saltar por la ventana de su habitación en el
momento en que la señora Pontreau, después de una hora de trabajos, había
conseguido abrir la puerta.
Las gentes miraban pasar a la madre, alta y erguida, la cara invisible bajo el velo,
con una sola de sus hijas —la mayor— tan alta como ella, a su lado.
Hasta María se había abstenido de aparecer. Y en las calles se veía solamente a
una mujer vestida de negro, el paraguas bajo el brazo, yendo y viniendo furtivamente
desde el principio de la mañana. Se hubiera dicho que buscaba algo. Estaba próxima
cuando el sacerdote instaló las colgaduras mortuorias en la portalada de la iglesia. Por
dos veces había entrado la Naquet en el cementerio. Ahora mismo, agazapada contra
una pared, contemplaba a la comitiva que acababa de cruzarse con el auto azul y
penetraba en la nave.
—¿No lo había dicho yo? —articulaba Nalliers, mirando su ponche turbio—.
¡Acordaos!
Los otros preferían no hablar con él del asunto. El viejo sonrió amargamente,
encogiéndose de hombros.
La iglesia se hallaba vacía. Sólo cuatro cirios estaban encendidos, dos en el altar y
dos junto al catafalco. El tintineo impaciente del monaguillo anunció una misa
rezada. El cura devoraba las oraciones y se volvía, las manos separadas, para entonar
el Dominus Vobiscum, haciendo después rápidas genuflexiones.
En el lado reservado a los hombres había solamente al principio un solo personaje
con una barbilla rojiza: el juez de instrucción. Pero después del primer evangelio, el
doctor Durel se le aproximó diligentemente, le dio un apretón de manos en silencio y
se quedó de pie a su lado, las manos sobre el reclinatorio.
Al otro lado del catafalco las dos mujeres continuaban inmóviles.
En Casa Luis, la gente era más numerosa. Todos aquellos que no se encontraban
en la playa para vigilar los postes de mejillones, llegaban, tomaban algo y se
quedaban en pie en torno a la estufa.
—¿Es verdad que el juez está allí?
No hablaban mucho porque no sabían gran cosa. Temían incluso haber ido
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demasiado de prisa al juzgar a las Pontreau. Y no obstante, nadie quería tomar su
defensa, ni nadie las compadecía.
—¡Tengo que ir a eso! —dijo repentinamente el tío Nalliers, levantándose—.
Dame otro vaso, Luis.
Su paso vacilaba y su lengua tropezaba al murmurar ciertas sílabas. Miraba a la
gente, en torno suyo, con una mirada de triunfo en los ojos.
¿No estaban allí todos para verle? ¿Y no seguían todos con curiosidad cada uno
de sus movimientos?
—Me prepararás una buena comilona, ¿eh, Luis?
Salió empujando a los que se encontraban a su paso, y se dirigió hacia la iglesia.
Al final de la calle solitaria, avanzaba la tía Naquet en sentido contrario, cautamente,
como si temiera una trampa… Cuando distinguió al granjero, huyó en dirección
opuesta.
El doctor parecía todavía más pequeño al lado del juez de instrucción. Se hubiera
dicho que era este último, con su tez sonrosada y su barbilla rojiza, el que tenía aires
de médico de pueblo.
En la penumbra de la iglesia se oían solamente las oraciones del cura, que se
precipitaban una tras otra, acuciadas por la campanilla enloquecida. No obstante,
cuando el cura se aproximó al banco de la comunión, con las reliquias y un trapito
para enjugarlas con la mano, se dejaron oír unos pasos en el fondo de la nave y se vio
a un hombre arrodillarse el primero, mientras el cura dominaba un impulso de
retroceso.
El que se acercaba era el viejo Nalliers. Sus movimientos parecían inseguros. A
pesar de todo, rozó la reliquia con sus labios y puso ostensiblemente cien francos
sobre la bandeja.
¿Tenía esto en su espíritu una significación simbólica? ¿Le había dado la idea
después de apurar unos cuantos tragos? El caso fue que se retiró satisfecho, salió de
la iglesia y se dirigió de nuevo hacia la posada.
—La pequeña, ¿no ha sido encontrada todavía? —preguntó el doctor a su
compañero.
Éste respondió haciendo un ademán negativo con la cabeza. Sonaba la
absolución: «Libera me domine… Pater noster… Et ne nos inducas in tentationem».
Los versículos se atropellaban. Apenas el cura había dejado el incensario, se
volvía ya hacia el catafalco, manejando el hisopo.
«Amén…».
Los cuatro hombres estaban ya allí, prestos a llevarse el ataúd. La señora Pontreau
no tuvo tiempo de ponerse un guante que se había quitado para volver las páginas del
devocionario.
En la calle no había nadie, pero se veía a un grupo compacto que miraba desde la
plaza. Todos parecían haberse puesto de acuerdo. El sepulturero no perdió un
segundo. Es verdad que el viento arreciaba en el cementerio y que el juez había
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estado por dos veces a punto de perder el sombrero.
Al fin todo acabó. El cura se fue. Los dos hombres —el magistrado y el doctor—
se dirigieron hacia la señora Pontreau y murmuraron unas palabras de pésame, sin
percibir otra cosa que un rostro vago bajo el velo.
Cuando salieron del cementerio la gente retrocedió y la mayor parte entraron en
Casa Luis para poder observar a las enlutadas a través de los cristales.
Nalliers había reemplazado la serie de ponches por la de aperitivos. Estaba
contando a un grupo de viejos:
—No lo sabía y no obstante estaba seguro… ¿Comprendéis? Estaba tan seguro de
que aquello no era del todo católico, como si mi hijo hubiera bajado para decírmelo…
Para los demás Juan Nalliers había dejado de ser una realidad. Nadie podía
imaginárselo tal como era cuando vivía, yendo y viniendo como todo el mundo,
bebiendo vino blanco y dando apretones de manos. ¿Había hecho en verdad todo eso?
Mirando al padre se sentían turbados. Recordaban ciertos rasgos del hijo, Como
el óvalo alargado de la cara, los ojos claros y el aspecto a la vez febril y cansado.
—¿Quiere usted entrar un momento? —propuso el doctor a su compañero.
—Con mucho gusto.
Se instalaron en el primer piso, donde la eterna botella de oporto estaba sobre un
velador.
—¿Un cigarro?
Después de encenderlo, el juez murmuró:
—¿Qué piensa usted de todo esto?
El doctor, por toda respuesta, miró con aire resignado al magistrado.
Por un momento los dos dieron la impresión de tantearse mutuamente.
—Comprendo —dijo finalmente el señor Gonnet.
—Para mí no hay duda posible.
El viento hacía runrunear el fuego en el hogar. Olía a invierno, a tabaco y a
madera quemada.
—¿La ha interrogado usted de nuevo?
—¡Era muy delicado!
El juez aludía a la muerte de Gilberta, a los tres días que la señora Pontreau y
Herminia habían pasado a solas con el cadáver.
—No obstante, me ha enviado una carta rogándome preguntara a Noirhomme con
qué herramienta había podido abrir el cerrojo de la trampa. ¿Se acuerda usted de los
hechos? Juan Nalliers se encontraba en el granero, «el granero viejo» como lo
llamaban, encima del establo donde debió tener lugar el diálogo entre la suegra y
Noirhomme.
—Me acuerdo.
—He hecho la pregunta a este último. Ha contestado que la señora Pontreau había
utilizado un trozo de hierro que servía para raspar los cascos de los caballos. Ahora
bien, la trampa no tiene cerrojo. Envié anteayer a un gendarme para que la examinara.
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La señora Pontreau no ha tenido necesidad, pues, de utilizar ninguna herramienta.
El juez suspiró y se recostó en el respaldo de su silla.
—Esto es suficiente para considerar sospechosas todas las declaraciones de
Noirhomme. Debo añadir que él no ha mostrado ninguna turbación cuando así se lo
he dicho. Se ha limitado a preguntar cuánto tiempo era necesario para su completo
restablecimiento.
—¿Qué piensa usted?
—Pienso que, si un día llegamos a saber la verdad, o mejor dicho, si obtenemos
una prueba, será por casualidad. Ello puede ocurrir de aquí a un año o de aquí a diez,
como es el caso casi siempre en esta clase de crímenes.
El doctor, que se había aproximado a la ventana, llamó a su compañero.
—Mire usted a esa mujer.
La Naquet pasaba, oteando a su alrededor con inquietud. Se dirigía hacia la plaza.
Curvábase hacia adelante para poder resistir mejor al viento, que amenazaba
continuamente abrir su viejo paraguas.
—A mi parecer, sólo ella puede saber algo. Pero no será fácil conseguir que
hable. No aseguraré que esté loca, pero lo cierto es que nos es imposible comprender
el mecanismo de su cerebro.
—La citaré.
—No irá, o no dirá nada.
¿Por qué la Naquet tenía de nuevo la costumbre de rodar por las cercanías de la
casa gris? Su actitud no era la de antes, cuando se encaminaba directamente a la casa,
sino que ahora daba rodeos. Cuando alguien la interpelaba, se estremecía,
aterrorizada, y se marchaba a pasos precipitados.
La tendera le había preguntado si le sería, posible dar algo a cuenta sobre lo que
debía. La sirvienta no había ya hablado de sus miles de francos. No había dicho nada.
Y esquivaba la tienda.
—¿Un poco más de oporto?… A propósito, ¿dice usted que no ha encontrado a la
pequeña?
—Tengo serios motivos para creer que está en Burdeos con su amigo. He
transmitido aviso a la policía de esa ciudad, pero no sé nada todavía.
¿Estaba el tío Nalliers completamente borracho cuando al pasar las dos mujeres
aplastó la nariz contra los cristales? La señora Pontreau andaba de prisa, un paso más
adelante que su hija. Se hubiera dicho una gallina cuyos pollitos hubieran
desaparecido uno tras otro y que arrastrara al último que le quedaba con la misma
seriedad, la misma inquietud que si tuviera detrás a toda su cría.
—¿Sabéis la desgracia de esa gente? ¡Es su orgullo! —vociferaba Nalliers—. ¡Y
eso que no tienen un céntimo! ¡Gracias a mi dinero conservan la casa y comen! ¡Sí,
mi dinero, el mío, el dinero que he ganado removiendo estiércol! Ponme lo mismo,
Luis…
Y, los codos sobre el mostrador, continuaba:
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—¿Quién, en su lugar, no se habría marchado? En cambio, ¿la habéis visto? Se
diría que es la reina del lugar…
En la casa gris la señora Pontreau había retirado su velo y descubierto una cara
descolorida como la piedra. Se quedó un momento en el corredor para mirar a
Herminia, que se desabrochaba el abrigo, apoyándose en la pared.
—Ven.
—No puedo más.
—Siéntate. No pienses.
Llenó un vasito de aguardiente y lo hizo beber a Herminia como a una niña,
manteniendo el vaso entre los labios de la joven. A Herminia le dieron náuseas. Echó
la cabeza hacia atrás, en un gesto de lasitud.
Entonces la señora Pontreau, sin cambiarse de ropa, se ciñó un delantal alrededor
del talle y se arrodilló delante de la estufa para reanimar la llama. Era la misma estufa
de mica del tiempo en que las niñas se arrastraban por el suelo y Pontreau padre, que
tenía una debilidad por los pequeños trabajos manuales, había construido una especie
de barrera de hierro para evitar que las chiquillas se quemaran.
La barrera continuaba allí, pulida por el tiempo, sin proteger a nadie.
En la cocina, encima del estante reservado a los zuecos, había unos calientapiés.
La señora. Pontreau tomó uno de ellos, lo llenó de cenizas del fuego y lo colocó
delante de su hija, poniendo ella misma los pies de Herminia encima.
—¿Estás segura de que no te has resfriado?
Había dejado de oírse el tic-tac del reloj con péndulo de cobre que siempre había
ocupado el mismo sitio. Se veían los reflejos del péndulo, la esfera esmaltada de una
blancura demasiado estridente, las agujas de bronce y el agujero negro y el peso
cuadrado para dar la cuerda.
—Tienes que comer algo.
—No siento apetito.
La señora Pontreau estaba ya en la cocina, encendiendo el hornillo. Ningún
apresuramiento en sus gestos, ninguna emoción ni ternura aparente en su cara de
rasgos rígidos.
Sus movimientos eran precisos. Un trozo de mantequilla cayó dentro de la
cacerola y se derritió lentamente. Después siguieron unas rodajas de cebolla, un
puerro cortado a trocitos, una zanahoria y legumbres. Mientras las cebollas cocían, la
mujer puso la mesa, en el comedor, sin olvidar el soportacuchillos ni las bolsas con
las servilletas.
—Has debido coger frío a los pies, ¿no?
Herminia, por toda respuesta, suspiró. Acaso no viera ni entendiera nada, aunque
tuviera los ojos abiertos, mirando el familiar espectáculo de la pieza. En aquella
misma pieza estaba jugando una tarde de invierno —jugando con una muñeca que se
llamaba Margarita y que poseía cabellos de verdad— cuando el doctor, el predecesor
de Durel, había descendido la escalera sin hacer ruido y le había anunciado:
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—He traído a tu mamá una hermanita para ti…
Y Herminia había contestado:
—¡Yo he pedido un hermanito! Si es una niña habrá que devolverla…
La hermana era Vevita. El librero que tenía empleada a la joven había escrito la
antevíspera, rogando que se fuese a buscar la bicicleta que ella había dejado en su
casa. Era una carta muy cortés, en la que todas las frases habían sido bien meditadas.
A los diez años, Gilberta había sido tan gorda que las chicas de la escuela la
llamaban «bola de salvado».
Se oyó un ruido casi imperceptible en el rincón izquierdo de la pieza. Todo el
mundo estaba de acuerdo en que se trataba de un ratón. Y, sin embargo, aquel ruido
persistía siempre, no obstante los ratones que se atrapaban, como si de generación en
generación uno de los ratones hubiera escapado a las trampas y hubiese habitado el
mismo agujero.
—Come la sopa, Herminia.
—No tengo ganas.
—Te digo que comas.
Cuando Herminia miró a su madre, se extrañó de verla con los cabellos grises y
las facciones de una mujer de cincuenta años.
Acababa de sumergirse en sus recuerdos de infancia. Se disponía a comer la sopa
dócilmente porque le habían dicho que comiera.
—Tiene un gusto raro.
—¿Qué gusto quieres que tenga?
—No sé…
Pero comió hasta la última cucharada, mientras su madre, en la mesa, comía carne
en conserva. No sabía dónde poner el tazón, porque se había quedado en el canapé
verde y no tenía fuerzas para levantarse. Notaba los miembros pesados y su cabeza
quemaba.
Le dio un estremecimiento de pánico al pensar repentinamente que ocupaba el
sitio de Gilberta. Vio a su madre, lejana, cual detrás de una nube. La mujer le tomaba
el tazón de las manos.
Durmióse, mecida por el tic-tac del reloj, mientras la señora Pontreau terminaba
de comer, lentamente, mirando al espacio.
La madre apenas oyó a la gente que volvía de la playa y que hablaba en alta voz
de un cúter en peligro, al que se veía desde la costa y al que un remolcador de La
Pallice trataba de acercarse.
Exhaló un suspiro, se levantó y fue a cargar la estufa, con los mismos ademanes
que empleaba desde hacía más de treinta años. Quitó los manteles sin ruido y pasó un
trapo por encima del roble encerado antes de colocar en el centro el jarro recuerdo de
su boda.
Sin necesidad de mirar a Herminia adivinó que ésta no se encontraba bien y fue
hacia ella. Se arrodilló para quitarle los zapatos, le puso unas zapatillas de lana azul
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con flores, y finalmente, con precauciones para no despertarla, aflojó el corpiño de su
vestido.
La respiración de la joven era muy profunda. La señora Pontreau le había hecho
tomar unas gotas de un somnífero. A medida que la estufa despedía más ondas de
calor, la cara de Herminia se coloreaba. Pronto sus labios se separaron como los de
un bebé que sueña.
—¡Sí, sí! Se quedará usted a comer —decía el doctor Durel al juez de instrucción.
Había hecho subir una segunda botella de oporto. Los dos hombres tenían
también las mejillas coloreadas.
—En ese caso, permítame telefonear a mi casa. Aunque soy soltero tengo una
vieja criada, de trato algo brusco y…
La señora Durel había descendido a la cocina, para dar las órdenes necesarias.
La señora Pontreau, que se había puesto sus lentes, extendía sobre la mesa
papeles y libros poniendo ante ella el frasco de tinta verde y la pluma, que continuaba
salpicando.
Durante un largo rato quedó cabizbaja, estudiando un documento del expediente y
tomando notas, con su letra regular e inclinada, sobre una hoja suelta.
De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba, como se mira a un recién nacido,
a Herminia, que continuaba durmiendo.
Después, y tras dirigir por un momento su mirada a la estufa, leía de nuevo o bien
hojeaba el Código.
—Te he hablado ya del señor Gonnet —dijo el doctor a su mujer al instalarse a la
mesa.
—Usted nos dispensará, señor Juez, que le recibamos tan mal. Pero es el día de la
colada y…
Miraron por la ventana, al oír unos pasos en la calle. Era la tía Naquet, que volvía
a pasar nerviosa y furtiva, como si buscara sin cesar algo imposible de hallar.
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X
A las ocho, Luis, que apuntaba las consumiciones en una pizarra, llamó al
granjero de los Mureaux y le murmuró:
—Hay que impedir que beba más.
El tío Nalliers estaba completamente borracho. Desde por la mañana no había
cesado de beber, ora solo, en un rincón del café, ora en compañía de gentes que
entraban y a las que invitaba. Apenas si podía, ahora, llegar a pronunciar las palabras
de una manera clara.
—He oído lo que has dicho, Luis —tartamudeó, amenazándole con el dedo—.
Eso no está bien. Porque tú has conocido a mi hijo y hoy es como si dijéramos su día.
La cuenta subía ya a varios centenares de francos. Las rondas eran de doce y de
quince vasos. A las nueve quedaban sólo cuatro hombres alrededor de la mesa. Unos
minutos más tarde acompañaron a Nalliers, que apenas se debatía, a la habitación del
primer piso, la misma que Gerardo Noirhomme había ocupado.
La yegua estaba fuera, con el carricoche. Luis la desenganchó y la hizo entrar en
el establo. El posadero pensaba siempre en todo. Fue él también quien desnudó a
Nalliers y colocó su cartera debajo de la almohada.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, se encontraba solo en la posada,
mientras el día empezaba a apuntar. Esperaba a la mujer de la limpieza y revisaba sus
cuentas, cuando oyó unos pasos en la escalera.
Era Nalliers, sin lavar, sin peinar, la camisa sin cuello. Miraba a su alrededor con
desconfianza.
—¿Una taza de café, Nalliers?
El viejo sorbió el brebaje sentándose al extremo de una mesa. Secó sus bigotes y
preguntó:
—¿Qué han hecho con mi yegua?
—Está en el establo.
—¿Le han dado su ración de avena?
—Ayer noche. Esta mañana no he tenido tiempo todavía.
—¿Cuánto te debo, Luis?
Luis trajo la pizarra, trazó una raya y sumó rápido:
—Trescientos sesenta y ocho francos.
La mirada de Nalliers pasó, dura y desconfiada, de la pizarra al posadero.
—¿Esos cerdos han bebido por valor de trescientos sesenta y pico de francos?
—Tiene que recordar que a las diez de la mañana ya ofrecía usted rondas a todo el
mundo.
El hombre se levantó, puso cuatrocientos francos sobre el mostrador y contó el
dinero que le quedaba.
—Acompáñame adonde está la yegua.
Se hallaba enganchándola en la plaza, cuando un gendarme que venía de La
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Rochelle bajó de la bicicleta para preguntarle:
—¿Conoce usted el domicilio de una tal Naquet?
—A la izquierda, allá abajo… Esa puerta verde.
Con las riendas en la mano, vio al gendarme que se paraba delante de la casucha
por él designada. El hombre hablaba a alguien que debía encontrarse en la ventana de
la casa de enfrente.
A los golpes dados a la puerta no había habido otra respuesta que unos ruidos
indistintos. El gendarme esperó unos momentos y después se acercó a la ventana. En
la obscuridad casi completa de la pieza veía la llama de un fuego en la chimenea y
delante del fuego notó que una silueta se perfilaba por dos veces.
Entonces el gendarme se volvió. Un hombre estaba afeitándose junto a una
ventana cerrada, al lado opuesto de la calle.
—¡Oiga usted! ¿Hay alguien aquí dentro?
La ventana se abrió.
—Sí, la tía Naquet está en casa.
De nuevo resonaron golpes en la puerta. El hombre que se afeitaba se encontraba
en el primer piso de su casa y la choza de la Naquet no tenía piso.
—¡Eh, amigo! —gritó el sujeto asomándose—. La mujer se está largando por el
huerto.
—¿El huerto da a una calle?
—Da al campo. Tome usted la callejuela a la derecha.
Mientras hablaba, continuaba mirando los campos, que empezaban
inmediatamente después de la hilera de casas e iban subiendo en ligera pendiente
hacia el horizonte. En medio de aquella inmensidad de tierra labrada, la silueta negra
de la tía Naquet avanzaba como un insecto grotesco.
El gendarme dejó la bicicleta apoyada contra la casa y penetró en la callejuela,
mientras el hombre gritaba a su mujer:
—¡Ven enseguida! Me parece que vamos a divertirnos…
En todo caso, fue un lance extraordinario. La Naquet llevaba trescientos metros
de ventaja por lo menos. Caminaba resueltamente a través de la tierra labrada, sin
volverse, como si persiguiera un objetivo determinado.
El gendarme no se atrevía a correr. Temía al ridículo. Después de avanzar un
centenar de metros, se volvió y vio a un grupo en la esquina de la callejuela.
—¡Señora Naquet! —gritó, con las manos formando bocina.
La vieja no oyó o hizo ver que no oía. Entonces el gendarme caminó más aprisa,
corrió y se puso al paso de nuevo. Las polainas se le llenaban de barro hasta la
rodilla, en la tierra arcillosa. Poco a poco, a medida que trepaba la cuesta, la Naquet
se dibujaba más claramente sobre el fondo del cielo. El gendarme se dio cuenta de
que llevaba un paraguas en la mano.
Detrás un grupo avanzaba para no perder nada del espectáculo. En Casa Luis el
tío Nalliers declaraba:
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—Me voy a quedar un momento para ver lo que pasa. ¡Dame un ponche!
La distancia disminuía entre los dos personajes que iban subiendo a través de los
campos. Para terminar antes, el gendarme se decidió a correr a toda velocidad. La
Naquet, casi automáticamente, corrió también. Pero no era muy veloz y en unos
minutos el gendarme la alcanzó y la cogió por el brazo, mientras cerca de las casas el
grupo se desternillaba de risa.
—¡Suélteme usted! —vociferaba la sirvienta—. ¿Oye? ¡Le digo que me suelte!
—Venga conmigo.
—¿Y por qué he de ir con usted?
—Tengo para usted una citación del juez de instrucción.
—¿Qué me quiere el juez de instrucción? ¿Acaso he cometido un crimen? ¿He
robado? ¿Eh? ¡Responda si puede! Y ante todo le repito que me suelte…
El hombre no se atrevía a soltarla, porque temía el ridículo de una nueva
persecución. Era el gendarme corpulento, de cabellos negros, que enrojecía cuando
encontraba a Vevita en la carretera.
—¡Dígale al juez de instrucción que, si quiere verme, que venga él aquí! No
faltaría más sino que tuviera que pagar el autobús para ir a La Rochelle.
—Escuche usted, señora Naquet…
—No hay señora Naquet que valga…
—La gente la está mirando. De todos modos, tendrá usted que seguirme. No me
obligue a ponerle las esposas.
No tenía intención de hacerlo, pero lo dijo como prueba, y el ardid tuvo éxito. La
mujer se calmó inmediatamente y preguntó:
—¿Pagará usted el autobús? Entonces voy. Pero no me empuje. Le prohíbo que
me toque.
Atravesó, llena de arrogancia —con el paraguas presto a la batalla— los grupos
que se habían formado en la calle. Hablaba sola y tenía la mirada amenazadora, pero
nadie comprendió nada de lo que decía.
El gendarme, embarazado con su bicicleta, la dejó en Casa Luis y subió al
autobús con su compañera, que tomó en un rincón la más digna actitud imaginable.
El juez no estaba todavía en el gabinete y tuvieron que esperar hasta las diez. A su
llegada el magistrado se extrañó de encontrar al gendarme.
—¿Ha venido usted con ella?
—No ha habido más remedio —dijo el hombre, indicando con un gesto que la
cosa no había sido fácil.
El juez, con buenas maneras, sentándose detrás de la mesa, empezó:
—¿Qué tal, tía Naquet? Parece que tiene usted un sinfín de cosas que contarnos.
Ella lo miró sin responder, moviendo los labios.
—¿Qué sabe usted de la muerte de Juan Nalliers? ¡Hable usted sin miedo! Desde
luego, si usted lo prefiere, todo esto quedará entre nosotros…
Suspiró al ver que no obtenía respuesta y puso en práctica otro sistema.
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—Su amigo Gerardo ha hablado mucho de usted. Según él, ha sido usted la que lo
ha contado todo.
—¡No es verdad!
La mujer había pronunciado sus palabras de una manera tan especial que el juez
no estaba seguro de haber comprendido.
—¡Digo que no es verdad!
—¿Así, la historia del «granero viejo» ha sido inventada por él?
Quince minutos más tarde, el señor Gonnet, renunciando al interrogatorio, se
levantó y le dijo:
—Venga usted conmigo.
—¿A la cárcel?
—¡Nada de cárcel! Vamos simplemente a hacer una visita a su amigo Gerardo.
Tomó su sombrero al pasar. Tenían que cruzar la calle del Palacio para llegar
hasta la cárcel. La señora Naquet caminó, gruñendo, junto al juez.
Cuando el carcelero dio vuelta a la llave de una de las celdas, la mujer aprovechó
un momento de distracción del magistrado. Evadióse y por poco llega hasta la calle.
Por casualidad, otro celador entraba en aquel momento para empezar su servicio y
tropezó con ella.
La Naquet no se inmutó lo más mínimo al ser introducida de nuevo en el edificio.
Entró en la celda y vio a Gerardo, que acababa de levantarse de su silla y que llevaba
una especie de pijama con finas rayas azules que le hacía parecer muy alto y delgado.
Sostenía su brazo derecho en una muleta y su pie derecho, envuelto en vendas
blancas, se levantaba en el aire.
—Siéntese usted, Noirhomme —le dijo el señor Gonnet—. He hecho venir a su
amiga Naquet, que se alegra de verle.
—¡No es verdad!
Estas palabras se adivinaron más que se oyeron, ya que ella las pronunciaba para
sí.
—Siéntese usted también, señora Naquet.
No aceptó. Miró a su alrededor con una desconfianza, como si olfateara una
trampa.
—Según me ha dicho usted últimamente, Noirhomme, no es verdad que ayudase
a la señora Pontreau a lanzar a su yerno por la ventana.
La Naquet se estremeció y miró al juez con estupor.
—Ha añadido usted también que aquel día ni tan sólo sabía usted nada. Fue por el
camino, al alcanzar a la señora Naquet, que volvía a su casa y que estaba muy
agitada, cuando se enteró. ¿Es esto exacto?
—Exacto —contestó Gerardo, que tenía la tez lozana de un convaleciente bien
cuidado.
—Hablando consigo misma más que con usted, la señora Naquet dio a entender
que podría vengarse de las Pontreau cuando le diera la gana. Pronunció la palabra
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«guillotina». Fue esto lo que despertó en usted la curiosidad de saber más… —La
sirvienta no interrumpía el discurso y continuaba observando al juez.
—Poco a poco, ha podido usted conocer más tarde una parte de la verdad. Es
decir, que ha llegado usted a la conclusión de que la señora Pontreau había
contribuido a que su yerno pasara por la ventana. ¿Por qué, al denunciar su crimen,
pretendió usted ser su cómplice?
Gerardo sonrió, satisfecho.
—Porque, de lo contrario, no me hubieran creído. Y en todo momento me era
posible desmentir mis primeras declaraciones.
—Pero ¿por qué las hizo?
—No lo sé. Estaba rabioso. Al pensar que una mujer infame como ésa se quedaría
tranquilamente en su casa mientras yo, por un robo de poca monta…
—¡Basta! ¿Qué dice usted a todo esto, señora Naquet?
Ella paseó su mirada del uno al otro y declaró:
—¡No es verdad!
—¿Qué es lo que no es verdad?
—¡No es verdad! —repitió, obstinada.
—¿No vio usted a la señora Pontreau lanzar a su yerno por la ventana?
—¡No es verdad!
—Entonces, ¿por qué ha dicho usted a todo el pueblo que, si quisiera, dispondría
usted de decenas de miles de francos?
—Porque…
—¿Por qué?
—¡Por nada!
Noirhomme la miró y se encogió de hombros.
—¿Asegura usted no haber visto nada?
Ella asintió secamente.
—¿Declara usted bajo juramento no haber dicho nada a Noirhomme?
Hizo el mismo gesto.
—¿No teme usted ser perseguida por falso testimonio?
Miró la celda, en torno suyo, como si quisiera darse cuenta exacta de lo que
arriesgaba.
—No —dijo.
No era posible sacarle nada. El juez se levantó.
—¿Y usted, Noirhomme, mantiene sus declaraciones?
—Repito que no vi nada y que sólo las palabras de la señora Naquet me han
hecho suponer que había algo.
—¿Suponer?
—¡Naturalmente! No puedo estar seguro de nada, puesto que no estaba allí.
—¿Está usted seguro de no haber querido tomarme el pelo?
—¡Oh, señor juez!
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—Usted venga conmigo.
Y la Naquet siguió al magistrado.
—Es necesario que pase usted por mi gabinete para firmar las declaraciones.
Ella andaba más arrogante que nunca.
—Entre nosotros, confiese usted que le ha contado al chico historias…
Ella no abrió la boca y le miró irónicamente.
El juez dictó al escribano una corta declaración resumiendo el interrogatorio y
tendió la pluma a la tía Naquet, que firmó.
—Puede usted marcharse.
—Dispense usted. El gendarme me ha prometido pagarme el autobús.
El señor Gonnet sacó unas monedas de su bolsillo, se las dio y gruñó
levantándose:
—¡Ahora, lárguese!
Nada quedaba, absolutamente nada, contra las Pontreau. Era evidente que la
Naquet no hablaría, que por una u otra razón se obstinaría en no decir nada. Inútil
pensar en indicios materiales… Nuevos granjeros habían tomado posesión del Prado
del Buey y habían hecho reparar todas las construcciones.
El señor Gonnet llamó por teléfono al capitán de la gendarmería.
—¿Ninguna noticia de la joven?
Buscaban el rastro de la pareja en Burdeos, pero los huidos podían vivir en esta
ciudad meses y meses sin ser descubiertos. Un solo detalle daba confianza al juez:
sabía que Alberto Leloir tenía sólo cuatrocientos francos cuando se marcharon.
Habían incluso comprobado las cuentas en el Banco para asegurarse de que no se
había cometido ninguna irregularidad.
En Nieul, la señora Naquet descendió del autobús y caminó lentamente hacia su
casa, mirando a la gente a los ojos.
En cuanto a Nalliers, el primer ponche había decidido lo que debía pasar el resto
del día. Después de aquél pidió otro. Poco después el nuevo granjero de Prado del
Buey, originario de Charron, había pasado por allí con su caballo, que llevaba a
herrar.
Nalliers lo había llamado.
—Venga a echar un trago. Será, como si dijéramos, la ronda de mi hijo, puesto
que es usted el que lo ha reemplazado allá…
La yegua esperaba cabizbaja entre las varas del carricoche, comprendiendo quizá
que allí se quedaría por todo el día. La borrasca había cesado. El cielo estaba más
sereno. La gente se iba a la playa para reparar los estragos causados en los postes y se
veía moverse a las mujeres con unos pantalones de tela azul, ahuecados por encima
de las rodillas.
—Vamos a suponer que me encontrara a la tía Pontreau. Le diría…
Luis había empezado a anotar en otra pizarra.
—… Es con mi dinero con lo que ellas viven. Es con mi dinero con el que se dan
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esos aires.
Su interlocutor no sabía cómo irse. Fue reemplazado por el teniente de alcalde,
que tuvo la mala suerte de entrar en la posada en el momento en que Nalliers buscaba
un nuevo auditor.
Luis no se había equivocado. Aquello duró hasta el anochecer, pero esta vez
Nalliers quiso marcharse. AI día siguiente tenía lugar la feria de Aigrefeuille. Los que
le vieron partir no estaban muy tranquilos. Aunque no era noche cerrada, Luis
encendió las luces del carricoche, temiendo que el viejo se olvidara de hacerlo.
—¡Con tal de que llegue a su casa! —suspiró el teniente de alcalde.
—Llegará. Es de los recios. Si su hijo hubiera sido como él…
Entraron dentro de la caliente sala y hablaron de los estragos causados en los
viveros y de una petición que se pensaba dirigir al ministro para obtener unos
subsidios extraordinarios. El doctor paró su pequeño coche delante del surtidor de
bencina y asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—Diez litros, Luis.
El tío Nalliers se alejó por el camino vecinal que la yegua conocía tan bien como
él. Al caer la noche, resolvió detenerse, descendió de su asiento y gruñó:
—¿Quién será el cerdo que ha encendido las luces en pleno día?
Experimentó cierta dificultad al trepar al estribo, pero llegó hasta su casa sin
reparar siquiera en la longitud del viaje.
La primera vez que se embriagó en grande, cuando la boda de su cuñado, la
borrachera le duró dos días. Pero en aquella ocasión bebió sin pagar un céntimo…
Finalmente, decidió no pensar más en el dinero que se había dejado en Casa Luis.
***
Vevita y Alberto Leloir no estaban en Burdeos, donde sólo se habían detenido por
dos horas, sino en Lyon, donde nadie pensaba en buscarlos. Tan poco pensaban en
ello, que Leloir había dado su verdadero nombre en el Monte de Piedad, al empeñar
su reloj.
Vevita se hallaba calenturienta. Desde que llegaron al «Hotel des Saints-Pères»,
había permanecido acostada. Las mejillas le quemaban y le sudaban las manos.
Alberto recorría la ciudad en busca de trabajo. No se atrevía a presentarse en los
Bancos, pues sabía que éstos se informarían enseguida en La Rochelle. Leía las
«ofertas de trabajo» y se precipitaba a las direcciones indicadas.
Había escogido una habitación de dos camas. Por la noche las separaba con unas
sillas y colgaba las ropas en los respaldos, de manera que formaran una especie de
cortina.
—¿Duermes, Vevita?
—No.
—¿En qué piensas?
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—En nada.
—¿Tienes confianza en mí?
Ella no lloraba. No perdía la esperanza. Pero las conmociones sufridas habían
sido muy violentas y tenía necesidad de reposo.
Al día siguiente, al mediodía, él llegó triunfante con diez francos de jamón y
cinco francos de pasteles, sin contar una botella de vino de marca.
—¡Adivina!
—¿Has encontrado colocación?
—Sí. ¡Y qué colocación!
—¿En un Banco?
Aquella mañana Vevita se había levantado y arreglado un poco la habitación.
Había incluso lavado su ropa interior en la jofaina y puesto a secar las prendas en el
antepecho de la ventana.
—¡Un puesto de director! —exclamó él, conteniendo difícilmente su vanidad.
—¿Director de qué?
—Director de una factoría, en Gabón. Partiremos dentro de un mes. He firmado el
contrato y me han entregado cinco mil francos para mi equipo.
Ella le miró como si soñara.
—¿Me llevas contigo?
—¡No faltaba más! Pero hay algo. La compañía paga mi viaje y el tuyo a
condición de… Hay que estar casados.
—¿Qué haremos? —dijo ella.
—Podríamos quizá escribir a tu madre…
Los ojos de Vevita se dilataron. Largo tiempo permaneció reflexionando o
soñando. Luego suspiró, de nuevo:
—¿Qué haremos?
Y él, después de haberse quitado el cuello postizo, con tanta naturalidad como si
fuera ya el marido de la muchacha, extendió las provisiones sobre la mesa.
—¡Comamos por el momento!
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XI
E L patrón de «La Pérgola» vigilaba las mesas, con las manos a la espalda, desde
la terraza del primer piso. El mar tenía un matiz verde. Caía un sol de plomo
sobre el toldo color de naranja. Era domingo. En pleno verano.
Lo que le hizo fijarse en los clientes de la segunda mesa fue el ademán maquinal
de la joven esposa, que abrió su monedero, sacó una caja de cartón y, después de
haber tendido una pastilla blanca a su marido y a sus dos hijos, llenó hasta la mitad
los vasos de agua.
Habían llegado en un pequeño coche descubierto, que dejaron bajo los
tamarindos. Antes de entrar habían inspeccionado la minuta puesta al lado de la
escalinata y la esposa había dicho:
—Es más caro que antes.
Hacía lo menos seis años que los precios eran los mismos. El niño tenía unos
ocho o nueve años y la niña cuatro.
—¿Les da ya quinina? —preguntó el patrón, que se había aproximado.
—Veinte centigramos.
—¿Vienen ustedes del África Occidental?
—De Port-Gentil.
Marido y mujer cambiaron una mirada furtiva. El patrón de «La Pérgola»
sondeaba vanamente su memoria.
—Yo he pasado quince años en Marruecos —dijo.
Finalmente renunció a sus evocaciones. La cara de la mujer le recordaba algo,
pero era incapaz de precisar el qué. Toda la familia seguía comiendo. Le escuchaban
cortésmente, pero sin contestar. El hombre se alejó después de preguntar:
—¿No les falta nada? ¿Están bien los lenguados?
Alberto Leloir, que a los dieciocho años era tan delgado, manifestaba ahora una
clara tendencia a la obesidad. Vevita continuaba siendo casi la misma, aunque más
reposada. Tomó un pañuelo del monedero, para sonar las narices de su hija, y dijo al
niño:
—¡Come sin ensuciarte, Luis!
—¿Es aquí donde tú te bañabas, mamita? —preguntó el chiquillo señalando la
pequeña playa de fina arena que había frente a «La Pérgola».
—Sí. No hay más playa que está en La Rochelle.
—No está tan bien como la de Port-Gentil —afirmó el chiquillo, que por segunda
vez venía a pasar las vacaciones en Europa.
Aparte el precio de la comida, nada había cambiado en «La Pérgola». Como de
costumbre habían servido mariscos, pequeñas ostras del país, lenguados y el vino
blanco, un poco áspero, de la isla de Ré.
Cuando la familia descendió y atravesó la sala que daba a la calle, Vevita dirigió
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una mirada furtiva al estrado donde se alineaban los instrumentos del jazz.
—¿Adónde vamos, Alberto?
Se dirigieron los cuatro hacia el coche. Los niños iban cogidos de la mano. El
chico declaraba, con todo el aplomo de su edad:
—¡En Europa no hay serpientes!
Y Leloir murmuraba en voz baja:
—Pasaremos por allí sin detenernos…
Habían comprado aquel auto de ocasión para pasar los tres meses de vacaciones
en Francia. Alberto cogió el volante y sentó a su hijo a su lado, mientras Vevita se
instalaba detrás con la niña.
—¡Vete despacio!
Hacía calor. Los paseantes domingueros no habían todavía invadido el parque,
donde los cisnes se deslizaban sobre el estanque. En Fétilly, el auto enfiló la carretera
que antaño las dos bicicletas recorrían todas las noches en la obscuridad. A la
izquierda vieron una enorme casa en construcción.
—¿Vamos a ver a la abuelita? —preguntó el chiquillo, que no sabía estar dos
minutos sin hablar.
—Verás su casa.
—¿Está todavía enfadada?
No sabía con exactitud por qué estaba enfadada, pero había oído decirlo a sus
padres. Para él, aquella abuela desconocida era un personaje temible. Rodaban sin
darse prisa. Vevita veía sólo la carretera y la espalda de su marido.
—¿Puedo quitarme la boina? —inquirió el chiquillo, acostumbrado en África a no
quitarse nunca el casco de encima.
Sus cabellos rojizos fueron inmediatamente juguete del viento. Su hermana
declaró:
—¡Yo también!
Llegaron al primer recodo que describía el camino en Nieul y enseguida apareció
una pared blanca; la primera casa. Vieron la posada de Luis, que acababa de ser
pintada de azul claro. Unas chicas, con vestidos domingueros, que esperaban el
autobús, miraron al auto que tomaba el camino del mar.
—¿Crees que no…? —empezó a decir Vevita, inclinándose hacia su marido.
El pánico se había apoderado de ella repentinamente. Casi deseaba dar media
vuelta.
—Si veo a alguien, pasaré a toda velocidad. No reconozco nuestro rinconcito.
—¿Qué rinconcito, papá?
Pero Vevita ya había reconocido aquel ángulo donde otrora los dos quedaban de
pie, con los labios juntos, antes de separarse. En cuanto a la casa, nada en ella había
cambiado. Los postigos estaban abiertos. Las cortinas eran muy blancas y el umbral
de piedra debía haber sido restregado con un cepillo aquella misma mañana.
—¿Es aquí dónde vive la abuelita?
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Los nenes trataban de sondear el interior de las habitaciones. Por contraste con la
carretera tapizada de sol, la casa estaba a obscuras.
—Sigue hasta el mar, Alberto.
El camino atravesaba unos campos y desembocaba junto a las rocas de la playa.
El niño había descendido ya. Leloir se apeó a su vez, mientras Vevita se quedaba
inmóvil.
—¿En qué piensas?
—No sé.
—¿Estás triste?
—No sé —repitió ella.
Y era verdad. No sentía lo que había previsto. Se notaba turbada, molesta. Había
temido no poder retener sus lágrimas y verse invadida por una emoción avasalladora,
pero…
—¡Idos a jugar!
—¿Nos quitamos los zapatos?
—¡No! No toquéis el agua después de comer.
¡Cuán lejana parecía ahora la carta que desde Gabón, adonde Vevita había ido con
Leloir antes de casarse, había escrito a su madre!
«Te ruego, mamá, que me perdones y des tu consentimiento a mi boda. Si no, te
juro que no podré sobrevivir a tu negativa. ¡Pero, sobre todo, perdóname! Pienso en
vosotras todos los días. Os quiero como siempre, a ti y a mis hermanas; pero todo
esto ha sido más fuerte que yo misma… ¡Si supieras cómo he sufrido…!».
A vuelta de correo, dos meses más tarde, había recibido una hoja de papel sellado
que constituía el consentimiento de su madre. De ésta sólo había la firma «viuda de
Pontreau» debajo del formulario escrito a máquina y de los timbres.
Pero ni una carta…
—¿Quieres ir a Royan esta noche? —propuso Leloir, mirando la hora en su reloj.
—¿Adónde ir si no?
Valía más partir enseguida. Los niños tiraban piedras al agua y se ensuciaban.
—¡Al coche ahora mismo! —gritó el padre.
Oían las campanas anunciando el toque de vísperas. Cuando se encontraron a
unos cien metros de la casa gris, Vevita apretó con tanta fuerza el hombro de su
marido, que éste estuvo a punto de hacer virar el coche a la derecha.
—¡Párate! —dijo ella.
La puerta se había abierto y dos mujeres descendían los peldaños de la escalinata,
mientras otra hacía girar la llave en la cerradura. Esta última era la señora Pontreau,
muy erguida, toda vestida de negro, con los cabellos blancos. Tenía el devocionario
en la mano. Pronto alcanzó a Herminia, que llevaba un traje de corte sastre, de color
gris. Herminia se había vuelto tan rígida como su madre.
A su lado, la tía Naquet, con su paraguas y sus enormes zapatos, tenía el aspecto
de una figura de un cuento de brujas.
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Se adivinaba que estaban acostumbradas a ir juntas las tres. No sentían necesidad
de hablar. Se dirigían hacia la plaza, camino de la iglesia.
—¿Es la abuelita? —preguntó el chiquillo.
—¡Cállate!
Las tres mujeres se encontraban a cien metros del coche. Herminia volvió la
cabeza, intrigada quizás. Pero su madre, sin volverse, le habló. Vevita adivinó que
decía:
—¡No mires al prójimo!
Sonrió, a su pesar, con una sonrisa melancólica. Había notado que Herminia, que
contaba ahora cuarenta años, tenía las sienes pobladas de cabellos grises.
—¿Qué hacemos? —inquirió el marido.
—Esperemos a que entren en la iglesia. No comprendo cómo la tía Naquet…
Se moría de ganas de entrar en la casa, no tanto por el placer de verla como por el
de respirar su olor austero. También la casa de Vevita, en Port-Gentil, tenía un olor
característico, pero no era el mismo y Vevita apenas lo notaba.
—¿Vivías aquí cuando eras pequeña, mamita?
La calle estaba desierta. Las tres mujeres desaparecieron tras la última esquina.
Nadie se volvía a su paso, ni los clientes de Luis, ni las chicas que esperaban todavía
el autobús.
Se las veía siempre juntas. La señora Pontreau y la Naquet iban vestidas de negro
y Herminia llevaba el traje gris, de corte de sastre, que había adoptado como
uniforme. Nadie les hablaba. Nadie se ocupaba de ellas. Los más jóvenes sabían que
aquéllas no eran mujeres como las demás, y esto era todo. Y los que habían asistido al
entierro de Nalliers no sabían a punto fijo si se había, o no, descubierto algo.
La Naquet, un día, había llamado a la puerta de la casa gris, después de haber ido
diez veces hasta el umbral y haberse retirado de nuevo. La hicieron entrar en el salón.
—Siéntese usted —había dicho la señora Pontreau.
Entonces la otra había gruñido entre dientes, para recobrar sus ánimos:
—Sí, me sentaré. ¿Por qué no he de tener el derecho de sentarme como los
demás?
—Diga lo que quiera.
La Naquet miraba al suelo. Como de costumbre, era imposible saber si hablaba
consigo misma o a su interlocutora.
—Todos están contra mí en el pueblo y usted sabe perfectamente el porqué. ¡No
es justo que haya una que lo soporte todo y la otra nada! Quiero venir a hacer las
faenas de la casa, no una vez de cuando en cuando, sino todos los días. Deseo
quedarme a comer y a dormir. Y aspiro a ser bien mirada.
Dirigió a la señora Pontreau una mirada suplicante. No encontraba otra solución.
Tenía miedo en todas partes, incluso en su casa por la noche, cuando se acostaba.
—Supongo que lo que usted pretende es agregarse a la familia, sin sueldo, ¿no?
Y seis años hacía ya que la Naquet «era de la familia». Estaba como incrustada en
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la casa. Parecía muy agitada y hablaba sola todo el día.
—Las otras dos, ¿eran las tías? —preguntó el chiquillo al ponerse de nuevo el
coche en marcha.
—Sí, las tías.
Era inútil dar explicaciones. Vevita hubiera querido ir al cementerio y visitar la
tumba de Gilberta, pero temía ser reconocida. Entre las chicas que esperaban el
autobús estaba la hija del panadero, que se había hecho una mujerona enorme y que
llevaba un sombrero azul con flores encarnadas.
—¿Nos vamos? —preguntó Leloir con el pie sobre el acelerador.
—Sí. Toma los virajes despacio.
Los niños se volvieron para ver una vez más el pueblo donde vivía la abuelita.
Vevita no hizo un solo movimiento. Miraba la carretera, sobre la que se recortaba el
busto de su marido.
Había escasamente diez mujeres en vísperas, cada una en su reclinatorio. La
señora Pontreau no se arrodillaba nunca. Se quedaba de pie, como los hombres que
asistían a misa desde el fondo de la iglesia y que se iban durante el sermón.
Después del toque de vísperas, el pueblo quedaba más solitario aún. La gente
joven se iba a La Rochelle, o a L’Houmeau, que entonces celebraba su fiesta mayor.
Los edificios dibujaban sus siluetas sobre el suelo claro. Las sombras de las tres
mujeres las precedían por el camino del mar.
—Anda erguida, Herminia.
Herminia tenía tendencia a engordar y a encorvar los hombros. Su cara
continuaba descolorida, quizás más descolorida que antaño. Nada expresaba, salvo
una pasividad infinita.
—¿Ha cogido usted el pan, señora Naquet?
La mujer refunfuñó algo que venía a decir:
—¡Naturalmente! Como siempre, soy yo la que tengo que llevarlo…
Hacía ya largo tiempo que no hablaba directamente a la señora Pontreau, ni a
nadie. Caminaba a la izquierda de Herminia. La señora Pontreau iba a la derecha.
Así, la solterona vestida de gris parecía prisionera de las dos mujeres enlutadas.
Abrieron la puerta de la casa. Aparecieron las relucientes baldosas del corredor y
la mesa del comedor, preparada ya para la merienda.
—Herminia, has dejado tu labor sin ordenar. ¡Si alguien se sentara en esta silla!
¿Quién hubiera podido sentarse? Cada una de las mujeres tenía su silla. Y jamás
otra alma viviente penetraba en la casa.
Comieron unas rebanadas de pan con confitura y bebieron una taza de café. La
señora Pontreau entornó las persianas, porque los rayos del sol poniente penetraban
en la habitación.
—¿Por qué no te cambias de ropa, Herminia?
El reloj marcaba los minutos, las horas, los días de una existencia quieta y
monótona.
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Hay gallinas que se obstinan en permanecer en la penumbra caliente del nido
después de que los huevos se han abierto. Algunas incluso continúan protegiendo
bajo sus alas a un pollo ya tan grande como ellas.
—¿Cuántos puntos empleas para el escote?
—Ochenta y dos.
—Saldrá demasiado estrecho.
Las persianas dejaban filtrar tenues rayos de sol. Un auto pequeño rodaba entre
La Rochelle y Royan, bajo la aureola de polvo de un domingo de verano, y un
chiquillo preguntaba a su padre:
—¿Estamos también enfadados con tía Herminia?
—No hables a tu padre cuando está conduciendo —intervino Vevita—. Ponte la
boina, que hace viento.
—¿Me la pongo yo también? —dijo a su lado la voz de la niña.
FIN
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GEORGES SIMENON, nació en 1903 en Lieja, Bélgica, en una familia de escasos
medios. Estudia sólo hasta los 15 años porque tiene que buscarse la vida. Tras vivir
un año de toda suerte de trabajos, no siempre legales, entra, en 1919, como reportero
en La Gazette de Liège. En 1921, publica su primera novela, Le Pont des Arches. Al
año siguiente, parte hacia París, donde empieza a colaborar en Le Matin. Tras diez
años de intensa vida bohemia, durante la que escribe por encargo más de mil
novelitas populares, reportajes y artículos, consigue, en 1931, firmar su primer
contrato con una editorial literaria y escribe la primera de las 117 novelas que
finalmente le llevarán a la fama. Curiosamente, ese mismo año concibe al hoy célebre
personaje del comisario Maigret que protagonizará una serie de 76 novelas
policíacas, clásicas ya del género.
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