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Psicología del ámbito jurídico forense , Resumen U1

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PSICOLOGÍA EN EL CAMPO JURÍDICO FORENSE.

PENSAR LAS
PRÁCTICAS DESDE UN ENFOQUE DE DERECHOS (Márquez)

El Preámbulo del Código de Ética de la Federación de Psicólogos de la República Argentina (Fepra),


que expresa el fundamento del quehacer del psicólogo, establece que alcanzar los ideales más
elevados de la profesión supone propiciar “para el ser humano y para la sociedad en que están
inmersos y en la que participan, la vigencia plena de los Derechos Humanos, la defensa del sistema
democrático, la búsqueda permanente de la libertad, la justicia social y la dignidad, como valores
fundamentales que se traduzcan en un hombre y una sociedad protagonista, crítica y solidaria”.
Según el código, los psicólogos “entienden bienestar psíquico como uno de los Derechos Humanos
fundamentales y trabajan según el ideal social de promoverlo a todos por igual, en el mayor nivel de
calidad posible y con el solo límite que la ética y la ciencia establecen”. Por ello, el ejercicio de la
profesión necesita redefinirse y adecuar las prácticas desde lo que se denominó un “enfoque de
derechos” lo que significa que, como profesionales, se asume el rol de garante de los mismos,
contribuyendo con las intervenciones a su efectiva realización.
La reforma constitucional de 1994 incorpora a la misma los tratados internacionales de derechos
humanos. En adelante, se ha asistido a un proceso de adecuación de la legislación nacional y de las
políticas de estado (sociales, judiciales, etc.) a los mismos.
Establecer las pautas de intervención en el campo desde este enfoque impone la necesidad de pensar
las prácticas en su dimensión histórica, condición necesaria para promover una acción crítica y
superadora. En este sentido, urge pensar el rol del psicólogo desde otra perspectiva, ya no como
diagnosticador de “anormales”, sino como aquél que pueda intuir en aquellos sujetos que por diversas
cuestiones caen en la órbita judicial.
Determinación del campo jurídico-forense en el marco normativo. Son 5 los ámbitos de actuación
de la psicología: clínica, laboral, educacional, jurídica y social, según la Ley de Ejercicio Profesional de
los Psicólogos de la provincia. Además, entiende por ámbito jurídico a “la esfera de acción que se halla
en los Tribunales de Justicia, Institutos Penales, Institutos de internación de menores, Organismos
Policiales, y demás dependencias afines”. Es incluido como un área dentro de la Psicología Social que
comprende: “el estudio y prevención de las conductas delictuosas; la asistencia psicológica en la
rehabilitación del penado; la orientación psicológica del liberado y sus familiares; y la realización de
peritajes judiciales conforme a la preceptiva vigente”.
La esfera de acción de la psicología se circunscribe, en la legislación, fundamentalmente al ámbito
penal. El grupo poblacional a quien se dirige la intervención está constituido por personas que han
transgredido la ley penal y sus familiares. Así, las tareas explicitadas se enmarcan en una tarea de
control y disciplinamiento de los sujetos.
La referencia a los Tribunales de Justicia como ámbito de trabajo y la realización de peritajes judiciales
como tarea posible, deja abierta otras posibilidades de desempeño del profesional psicólogo aunque no
se encuentren explicitadas en el texto de la legislación.
En 2003, la Carrera de Psicología fue declarada de Interés Público, y en 2004 se incluyó a los títulos de
Psicólogo y de Licenciado en Psicología en la Ley de Educación Superior. Una carrera declara Interés
Público, supone a aquellas que pueden comprometer con su ejercicio “la salud, la seguridad o los
bienes de los habitantes” poniendo en riesgo de modo directo a la población.
Las actividades reservadas al título de Psicólogo o Licenciado en Psicología son:
1. Prescribir y realizar intervenciones de orientación, asesoramiento e implementación de técnicas
específicas psicológicas tendientes a la promoción, recuperación y rehabilitación de la salud, a la
prevención de sus alteraciones y la provisión de los cuidados paliativos.
2. Prescribir y realizar acciones de evaluación, diagnóstico, pronóstico, tratamiento, seguimiento,
recuperación y rehabilitación psicológica en los abordajes: individual, grupa!, de pareja, familia,
instituciones, organizaciones y en lo social-comunitario.

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3. Prescribir y realizar acciones de evaluación psicológica, psicodiagnóstico, pronóstico y seguimiento
en los abordajes: individual, de pareja y familia.
4. Prescribir y efectuar psicoterapias individuales, familiares, grupales y de pareja.
5. Realizar indicaciones psicoterapéuticas de internación y externación de personas por causas
psicológicas. Indicar licencias y/o justificar ausencias por causas psicológicas.
6. Desarrollar y validar métodos, técnicas e instrumentos de exploración, evaluación y estrategias de
intervención psicológicas.
7. Diagnosticar, realizar peritajes, asesorar y asistir psicológicamente, en el campo jurídico-
forense, a personas en conflicto con la ley y víctimas de delitos, a sus respectivos familiares, e
intervenir en los aspectos psicológicos de las problemáticas de minoridad.
8. Diagnosticar, evaluar, asistir, orientar y asesorar en todo lo concerniente a los aspectos estrictamente
psicológicos en el área educacional.
9. Prescribir y realizar orientación vocacional y ocupacional, en aquellos aspectos estrictamente
psicológicos.
10. Elaborar perfiles psicológicos a partir del análisis de puestos y tareas e intervenir en procesos de
formación, capacitación y desarrollo del personal, en el marco de los ciclos de selección, inserción,
reasignación, reinserción y desvinculación laboral. Asesorar en el ámbito de higiene, seguridad y
psicopatología del trabajo.
11. Diagnosticar, evaluar, asistir, orientar y asesorar en lo concerniente a los aspectos psicológicos en
el área social-comunitaria para la promoción y la prevención de la salud y la calidad de vida de grupos y
comunidades y la intervención en situaciones críticas de emergencias y catástrofes.
12. Participar desde la perspectiva psicológica en el diseño, la dirección, la coordinación y la
evaluación de políticas, instituciones y programas de salud, educación, trabajo, justicia,
derechos humanos, desarrollo social, comunicación social y de áreas emergentes de la
Psicología.
13. Dirigir, participar y auditar servicios e instituciones públicas y privadas, en los que se realicen
prestaciones de salud y de salud mental.
14. Asesorar en la elaboración de legislación que involucren conocimientos y prácticas de las
distintas áreas de la Psicología.
15. Realizar estudios e investigaciones en las diferentes áreas del quehacer disciplinar, a saber:
a. Los procesos psicológicos y psicopatológicos a lo largo del ciclo vital.
b. Los procesos psicológicos involucrados en el desarrollo y funcionamiento de los grupos, instituciones,
organizaciones y la comunidad.
c. La construcción y desarrollo de métodos, técnicas e instrumentos de intervención psicológica.
16. Planificar, dirigir, organizar y supervisar programas de formación y evaluación académica y
profesional en los que se aborden actividades reservadas al título.
Sin embargo, no se han abarcado la totalidad de las tareas que un psicólogo puede desempeñar en el
ámbito jurídico y forense. Se han evitado las intervenciones en el fuero familiar, en el laboral con
detección de maltrato, y penal. Tampoco se menciona la autopsia psicológica, así como su participación
en la toma de testimonios y realización de entrevistas.
Los puntos 12 y 14 constituyen un avance de gran interés para la práctica profesional.
De la incorporación de las carreras de Psicología como un “interés público” surge también que “el
diseño curricular de las mismas debe tener en cuenta la carga horaria mínima, los contenidos
curriculares básicos y los criterios sobre intensidad de la formación práctica que establezca el Ministerio
de Educación en acuerdo con el Consejo de Universidades”. Es recién a partir de 2014 que se
estableció la asignatura Psicología Jurídica Forense con un régimen de cursado obligatorio en la UNR,
siendo antes abordado el campo en dos materias optativas: un Seminario de formación teórica
cuatrimestral, y un Seminario de Práctica Profesional anual, correspondiente a 4to y 5to año.
Una gran desuda se ha saldado, aunque sea parcialmente, ya que las materias de los planes de estudio
focalizan prioritariamente su atención en el ejercicio centrado en la relación psicólogo-paciente,

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privilegiando el ejercicio privado de la profesión. Las otras áreas de trabajo (psicología comunitaria,
educacional y jurídica forense) que implican una inserción institucional, prácticas comunitarias o
grupales, etc., se distribuyen en asignaturas aisladas, lo que tiene como consecuencia la creación de un
mercado de desocupados o subocupados, y además que muchos de los espacios y actividades
expresados por las incumbencias no son ocupados, y los ocupan otras profesiones como
psicopedagogos.
Construyendo una historia de las definiciones: ¿Campo jurídico o forense? Entendemos por área
“a la esfera de acción que responde a un cúmulo suficiente de conocimientos, con una demanda social
instaurada que la legitima, delimitando objetivos y población específicos, y que no pueda ser abarcada
por una esfera de acción mayor” (Bermejo, Redondo y Scaduzzo, 2016).
Los inicios. Las primeras nominaciones del campo refieren al espacio de intervención que inaugura el
vínculo de las disciplinas “psi” con el derecho: la justicia penal. Así, se la denominó Psicología Criminal
o Criminología. La psicología se desarrolla como práctica en Argentina desde antes que se constituyera
como disciplina académica y se institucionalizara como profesión. Es un período (mitad siglo XIX a
mitad XX) que podemos caracterizar como de ejercicio de “una psicología sin psicólogos”.
Las intervenciones en el espacio jurídico forense a partir de fines del siglo XIX y el primer cuarto de siglo
XX van de la mano de las ideologías positivistas y se inscriben en un proyecto político oligárquico que
requiere delimitar qué sectores de la población formarán parte de la condición de ciudadano. Estas
teorías desempeñaron un papel hegemónico en la Argentina de principios de siglo, coincidiendo con la
incorporación de nuestro país al mercado mundial, el proceso de la centralización estatal y la tarea de
homogenizar las estructuras sociales. Su tarea será diagramar un modelo de país donde las
instituciones trazarán el límite en cuyo interior se acomodarán los sectores integrables a la modernidad.
Con el positivismo la psicología adquiere un giro práctico: surge como un recurso de interpretación de la
realidad social y política, y como un modo de lograr un hombre nuevo e imponer algún tipo de identidad
nacional a los hijos de inmigrantes. La psicología en esta época se traduce entonces como psicología
educacional, psicopatología, psicología social, psicología criminológica. Sus tópicos giran en torno a la
locura y el delito, las masas como nuevo sujeto social y político, los inmigrantes y la construcción de la
identidad nacional. Un saber psicológico sujeto a los dispositivos públicos de control del comportamiento
individual y de la masa, pero también de los trastornos psíquicos.
La psiquiatría será una de las tecnologías utilizada para comprender y operar sobre los sectores pre o
extra capitalistas que se muestran renuentes o impasibles ante el progreso modernista. Más que una
mera “corriente intelectual”, el positivismo dio a la elite dirigente los espacios institucionales, las
tecnologías de poder y la retórica que necesitaba para ejercer el poder con más eficacia en una
sociedad que se masificaba y democratizaba.
Esta corriente se refleja en el ámbito académico, fortaleciendo las teorías experimentales y de la
selección natural.
Durante el peronismo la psicología no adquiere gran desarrollo en este campo, privilegiándose la labor
del psicólogo como orientador profesional, en consonancia con el proceso de industrialización en curso.
Hacia la profesionalización. Entre 1954, fecha de realización del Primer Congreso Nacional de
Psicología, y 1959, se establecen las áreas de intervención del psicólogo y se crean las primeras
carreras universitarias.
En la Universidad de Buenos Aires, la carrera se crea en la Facultad de Filosofía y Letras con un
predominio en la orientación clínica. Sin embargo, ella se encuentra atrapada por las incumbencias ya
que se considera a la psicología clínica un problema médico, impronta ésta que se diluye pronto con la
llegada de profesores de orientación psicoanalítica, como Bleger, Ulloa, Bernstein. Solo se expide el
título de Licenciado.
Entre 1976 y 1983 se realiza la primera formulación sobre incumbencias del psicólogo, negándosele la
posibilidad de ejercer prácticas terapéuticas. En esa época la resolución se la conoce como la
“resolución de los tres no”; las incumbencias del psicólogo venían a definirse por sus restricciones o
prohibiciones: no al psicoanálisis, no a la psicoterapia, no a la administración de drogas psicotrópicas.

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Una vez más el problema principal en tales incumbencias lo constituía la competencia con actividades
consideradas de incumbencia médica.
Luchas contemporáneas por las nominaciones. La discusión acerca de la nominación, jurídica o
forense, adquiere relevancia ya que las cátedras actualmente han adoptado una u otra, o una
combinación de ambas. Sigue apoyándose sobre la necesidad de circunscribir el campo, las tareas
específicas y la relación entre las disciplinas intervinientes: psicología y derecho.
La obra de Del Pópolo plantea que la psicología jurídica es el estudio desde la perspectiva psicológica
de conductas complejas y significativas en forma actual o potencial para lo jurídico, a los efectos de su
descripción, análisis, comprensión, crítica y eventual actuación sobre ellos en función de lo jurídico
(1996). Descarta el término forense porque circunscribe el ámbito de actuación a los tribunales de
justicia, optando por la denominación Psicología jurídica, ya que tiene un alcance mayor ya que hace
referencia a un campo más extenso en relación al ejercicio de la actividad.
Osvaldo Varela, profesor titular de la asignatura en la Universidad Nacional de Buenos Aires plantea
que la psicología jurídica es más abarcativa que la forense, siendo que esta última limita su práctica al
ámbito de los fueros o foros, mientras que la de jurídica es más contemplativa de la otra.
En cambio, Degano opta por la nominación de “Psicología Forense”. Justifica su elección realizando una
serie de equivalencias: foro-mercado-juzgado-tribunal. La Plaza era el lugar donde se trataban las
cuestiones de orden público como concentraciones militares, celebraciones, juzgamientos, mercados.
Con el desarrollo productivo, histórico y urbanístico, las plazas fueron perdiendo el sentido de
convocatoria y fueron tomando otras significaciones; así el foro fue perdiendo realidad material y
ganando simbólica designando espacios donde se trataba la cosa pública que requería tratamiento,
ligándose así con los conceptos de Tribunales o Juzgados. El espacio del Foro como lugar
esencialmente resolutivo tiene en su estructura una función central: el Juez o Juzgador. Entonces, en la
actualidad Foro se designa al espacio simbólico que representa las acciones de administras justicia y
los dispositivos donde se asientan esas acciones”.
Hablar de psicología forense indica entonces las instancias donde se desarrollan prácticas psicológicas
vinculadas con las prácticas de valoraciones de conductas y actividades consecuentes que se
relacionan con la justicia aun fuera del entorno judicial.
Definiendo una perspectiva de abordaje.
Por tanto, este apartado pretende explicitar una perspectiva de abordaje del quehacer disciplinar en el
campo jurídico- forense, adecuada a los principios de derechos humanos que orientan nuestra
profesión.
Es en 2008 cuando Yago Di Nella y Juan Carlos Dominguez Lostaló, ambos profesores de la
Universidad de La Plata, compilan una serie de escritos que editan con el nombre de “Psicología
Forense y Derechos Humanos”. En el Prólogo, Lostaló escribe una fundamentación para una propuesta
de psicología forense desde un enfoque de derechos, a la que denomina, Psicología Forense
Iushumanista.
Pretende postularse como una perspectiva que establezca los lineamientos para pensar los tópicos de
la psicología forense así como para diseñar líneas de acción.
Proponen la etapa actual de desarrollo de la disciplina como “de transición” en tanto la construcción de
estos conocimientos constituye una labor pendiente o al menos “en realización”.
Su propuesta puede resumirse en los siguientes postulados:
1- Los contenidos de los programas de las carreras de psicología deben adecuarse a los principios
internacionales de derechos humanos a los que nuestro país ha adherido desde 1994, año de la
Reforma constitucional, a la fecha. Afirman que esta reorganización de los contenidos tiene como
objetivo generar prácticas que garanticen el acceso efectivo a los mismos.
2- La currícula de las carreras de Psicología adolece de carencias. Por tanto, urge incorporar temas
históricamente silenciados, cuestiones que atraviesan lo jurídico forense pero también lo exceden: el
abuso sexual, el tratamiento de la infancia vulnerable, los efectos traumáticos de las catástrofes
naturales y/o sociales, la violencia institucional, etc.

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3- Los problemas que atañen a la disciplina deben comprenderse como fenómenos determinados
pluridimensionalmente (paradigma psico-social) y en consecuencia, exigen un abordaje
interdisciplinario.
4- Es necesario superar el paradigma tecnocrático, reconociendo que el contacto con el asistido
constituye un encuentro con otro ser humano (que puede estar sufriendo)
5- El reconocimiento de que la persona asistida es ante todo un sujeto de derechos, y que el mismo es
el eje vertebral de la intervención psicológica. Por lo cual, el profesional psicólogo es co- responsable
en la tarea de que esos derechos se efectivicen.
La propuesta de Lostaló enmarca la formación disciplinar en el nuevo paradigma que expresa la Ley
Nacional de Salud Mental Nº26.657, basado en un enfoque de derechos y orientado a la inclusión social
de las personas con padecimiento mental.
La norma considera que la formación de los profesionales constituye una tarea fundamental en aras de
promover y efectivizar dicho objetivo. El. Art. 33 establece que la Autoridad de Aplicación debe:
“desarrollar recomendaciones dirigidas a las universidades públicas y privadas, para que la formación
de los profesionales en las disciplinas involucradas sea acorde con los principios, políticas y dispositivos
que se establezcan en cumplimiento de la presente ley, haciendo especial hincapié en el conocimiento
de las normas y tratados internacionales en derechos humanos y salud mental. Asimismo, debe
promover espacios de capacitación y actualización para profesionales, en particular para los que se
desempeñen en servicios públicos de salud mental en todo el país”
Siguiendo esta preceptiva, la Comisión Interministerial en Políticas de Salud Mental y Adicciones
elabora una serie de lineamientos en relación a la formación, que se expresan en las Recomendaciones
a las Universidades Públicas y Privadas. En ellas se sugiere a las universidades que la formación de los
profesionales debe estar vinculada a las necesidades de la población, las políticas públicas responder a
las mismas y que, por lo tanto, es requisito revisar críticamente “aquellas metodologías o contenidos
curriculares que no se adecúen al marco legal vigente”. Recomiendan entonces: “la adopción de un
enfoque de derechos, la inclusión social y la interdisciplina como ejes transversales para la formación,
extensión e investigación”.
Finalmente, es fundamental mencionar la declaración de la Federación de Psicólogos de la República
Argentina en las VI Jornadas Nacionales de Derechos Humanos (Córdoba, 25 de agosto de 2017). En
ella nuestra Federación reconoce que las prácticas profesionales no se adecuan a este nuevo
paradigma y afirma que, “mientras se mantengan las mismas prácticas la ley quedará como una
declamación de buenos deseos y no encarnará haciéndose letra viva” y agrega “si los trabajadores de la
salud mental, autoridades de los colegios profesionales y funcionarios públicos, desconocen la profunda
implicancia que los Derechos Humanos tienen en las actividades ligadas a la Salud y específicamente a
la Salud Mental, la ley no culminará de materializarse en acciones propias de nuestro ejercicio
profesional y habremos perdido la batalla por el sentido de la condición humana”
Tal como consta en la Fundamentación del Programa de la Asignatura, la ley señala la trayectoria a
recorrer:
• Desde el paradigma de la peligrosidad (o discapacidad) hacia el paradigma de la capacidad,
• Desde un enfoque tutelar hacia uno de derechos,
• De la exclusión a la inclusión,
• Y desde la consideración de sujetos al derecho a sujetos de derecho.
Y considera, tomando el desarrollo de Enrique Carpintero, cuatro vectores fundamentales que deben
atravesar nuestras prácticas:
• El cuidado y promoción de los Derechos Humanos a través de ítems específicos estableciendo la
defensa de los derechos de los pacientes,
• La condición respecto a que la atención en Salud Mental esté a cargo de un equipo interdisciplinario,
• La reducción, adecuación y no proliferación de nuevas estructuras manicomiales,
• Y el acceso a la igualdad de condiciones para ocupar cargos de conducción y gestión de los servicios
e instituciones para los profesionales con título de grado.

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Nuestra asignatura sienta sus bases en los principios de los derechos humanos, define una perspectiva
que intenta promover prácticas en el campo jurídico forense acorde a los lineamientos establecidos
tanto por la normativa legal vigente como las recomendaciones de los órganos ministeriales y las
asociaciones profesionales que constituyen nuestro marco de pertenencia.
Se entiende al campo jurídico-forense como un espacio que trasciende las fronteras de los tribunales de
justicia, incluyendo un continuo que abarca diversas instituciones ligadas a ella por sus objetivos:
cárceles, hospitales, psiquiátricos, centros de asistencia a víctimas, etc., y que aspira a formar
profesionales “comprometidos con su rol social y los derechos humanos”.

ANEXO III. RECOMENDACIONES A LAS UNIVERSIDADES PÚBLICAS Y


PRIVADAS (Artículo 33. Ley Nacional 26657)
Esta ley fue sancionada en 2010. Se enmarca en un cambio de paradigma sostenido en un enfoque de
derechos y orientado a la inclusión social de las personas con padecimientos mentales.
En el artículo 3 define a la salud mental como un proceso determinado por componentes históricos,
socio-económicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una
dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda
persona.
Es fundamental que la formación de los futuros profesionales esté vinculada a las necesidades de la
población y en el marco de las políticas públicas que dan cuenta de esas necesidades, más allá de
cualquier interés sectorial divergente del interés colectivo, y para ello es preciso realizar una revisión
crítica de los roles profesionales así como también de la formación requerida para su ejercicio, en
particular de aquellas metodologías o contenidos curriculares que se adecúen al marco legal vigente.
Recomendación general. Se recomienda la adopción del enfoque de derechos, la inclusión social y la
interdisciplina como ejes transversales para la formación, extensión e investigación.
Enfoque de derechos.
Normativas: considerando que el paradigma transformador de las concepciones y prácticas en el campo
de la Salud Mental se expresa a través de marcos normativos, se recomienda el análisis de las
normativas vigentes, de cumplimiento obligatorio, y que componen el sistema internacional de los
derechos humanos, así como la evaluación de su impacto en la formación de los futuros profesionales.
Principio de no discriminación: considerando que este principio es parte constitutiva del enfoque de
derechos humanos, se recomienda problematizar en las instancias de formación, extensión e
investigación el rol profesional, las representaciones, prácticas y políticas atravesadas por estereotipos,
prejuicio y estigmas con implicancias en el plano de la salud, que se traducen en conductas
discriminatorias y/o manifestaciones de violencia institucional.
Representaciones en salud mental: observando con preocupación la vigencia de representaciones
sociales en salud-salud mental que se expresan a través de algunos términos que ocasionan posibles
efectos iatrogénicos y/o estigmatizantes al ser aplicadas al diagnóstico y/o tratamiento del sujeto con
padecimiento mental; se recomienda revisar las conceptualizaciones y representaciones sociales en
salud-salud mental empleada en la formación para que resulte acorde a las convenciones
internacionales de referencia y a la normativa nacional vigente.
Capacidad jurídica: considerando el hecho de que las personas con discapacidad tienen derecho en
todas partes al reconocimiento de su personalidad jurídica, se recomienda el conocimiento y análisis de
las normativas y procedimientos institucionales que permiten garantizar el ejercicio de la capacidad
jurídica de las personas con padecimiento mental en tanto sujeto de derecho y el conocimiento de los
roles, responsabilidades y prácticas que atañen a los profesionales que se desempeñan en las
instituciones sanitarias y judiciales que intervienen en la evaluación y el desarrollo de equipos sistemas
de apoyo.
Ética: advirtiendo que la complejidad del desarrollo tecno-científico en salud plantea nuevos dilemas y
desafíos, y que tanto el enfoque de derechos como la perspectiva de inclusión social comprometen
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valores éticos fundamentales, se recomienda el conocimiento integral y actualizado de los principios
deontológicos que regulan el ejercicio de las diferentes profesiones, de la bioética aplicada al campo de
la salud mental y los conceptos y aplicaciones más relevantes de la ética social.
Modelo social de la discapacidad: se recomienda fortalecer los contenidos que abordan el problema de
la discapacidad como problemática socio-sanitaria a partir del modelo social establecido en la
Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y su Protocolo
Facultativo.
Perspectiva de género: se recomienda incorporarla, incluyendo identidad de género y sus expresiones,
de manera transversal y desde un enfoque de derechos.
Revisión de discursos hegemónicos sobre adicciones: se recomienda promover el estudio crítico de las
concepciones y prácticas tradicionales y sus efectos sobre los sujetos y las comunidades, promoviendo
abordajes centrados en la subjetividad y su contexto, más allá del estatus legal de las sustancias.
Inclusión social.
Interculturalidad: reconociendo que el nuevo paradigma, al sustentarse en el enfoque de derechos,
acentúa la importancia del respeto a la diversidad cultural, y que la adopción de la perspectiva de
interculturalidad permite incrementar la eficacia de las intervenciones socio sanitarias en el ámbito
territorial; se recomienda incorporar la perspectiva de la diversidad cultural que desnaturalice la mirada
etnocéntrica así como los prejuicios y estereotipos asociados a discriminación, xenofobia y racismo,
tomando especial consideración de las realidades territoriales y jerarquizando el saber popular.
Participación comunitaria: observando que históricamente el sistema socio sanitario ha sumido una
modalidad de abordaje tutelar sobre las personas, los grupos y las organizaciones sociales; se
recomienda la adopción del enfoque y las herramientas que promuevan el empoderamiento colectivo y
la participación comunitaria para el diagnóstico y solución de las problemáticas de salud mental de las
comunidades y la promoción de la autonomía de las personas en su relación con el sistema de salud.
Colectivos sociales vulnerados: se recomienda incorporar al análisis de la situación de la Salud Mental
la problemática específica que presentan los colectivos sociales que se hallan en situación de mayor
vulnerabilidad desde un enfoque de derechos y con un criterio de equidad social.
Accesibilidad: se recomienda promover el conocimiento de los aspectos políticos, legales e
institucionales que rigen el sistema de servicios de salud, y las condiciones que contribuyen a garantizar
la cobertura y la accesibilidad a toda la población, con particular énfasis en poblaciones históricamente
excluidas del sistema de atención.
Dispositivos sustitutivos del monovalente: constatando que está prohibida la creación de nuevos
manicomios, neuropsiquiátricos u otras instituciones públicas o privadas, se recomienda habilitar y
fortalecer las prácticas pre-profesionales, de extensión y de posgrado de carácter interdisciplinarias en
dispositivos sustitutivos de las instituciones monovalentes, incluyendo aquellos que se desarrollan en
organizaciones de la sociedad civil, a fin de aprender distintas estrategias y herramientas del trabajo en
red, incluyendo recursos de apoyo para la vida en comunidad.
Adultos mayores: se recomienda la investigación, estudio, análisis y práctica sobre la problemática
específica de la salud mental en adultos mayores, orientado a promover la plena participación
comunitaria.
Interdisciplina/Intersectorialidad.
Interdisciplina: de acuerdo con la definición de Salud Mental, se recomienda el estudio y la práctica del
trabajo interdisciplinario, habilitando proyectos de extensión e investigación conjunta entre distintas
unidades académicas.
Intersectorialidad: de acurdo a lo expresado en el artículo 9 de que la atención debe realizarse por fuera
del ámbito de internación hospitalario y en el marco de un abordaje interdisciplinario, se recomienda
desarrollar y promover la formación de los futuros profesionales en los principios de la intersectorialidad,
el conocimiento de distintas herramientas que el estado y la sociedad civil emplean en los procesos de
gestión y el fortalecimiento de las redes sociales, por considerárselos una modalidad que permite
favorecer los procesos de inclusión social a partir del abordaje comunitario y territorial.

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Relación salud-justicia: se recomienda el conocimiento de los marcos normativos, la estructura
institucional, procedimientos y actores que vinculan a la administración de justicia y el sistema de salud-
salud mental, la accesibilidad al sistema judicial de las personas con discapacidad, así como también el
desarrollo de prácticas profesionales en ámbitos judiciales.
Comunicación y salud mental: se recomienda el estudio de pautas de tratamiento de los temas de salud
mental en los medios de comunicación, así como también la utilización de los mismos por parte de las
personas usuarias y operadores de los servicios de salud con el objeto de facilitar los procesos de
inclusión social y de desestigmatización.
Revisión de los procesos de patologización y uso inapropiado de medicamentos: se recomienda el
estudio crítico de los métodos de clasificación diagnóstica que tienen a incluir al sujeto en categorías
englobantes y generales, descuidando su historia y contexto; visibilizar y problematizar las tensiones
que atraviesa la formación, investigación y ejercicio profesional en relación con los fenómenos de
“patologización” y “medicalización”; y promover “que los tratamientos psicofarmacológicos se realicen en
el marco de abordajes interdisciplinarios.
Salud pública.
Salud/Salud Mental: se recomienda la integración y fortalecimiento curricular de la salud mental desde
una perspectiva de salud integral, en los diferentes ámbitos de grado y posgrado, brindando
herramientas para un trabajo que integre promoción, prevención y asistencia.
Gestión: constatando que existe una tendencia a centrar la formación en la perspectiva liberal de la
atención privada, se recomienda el conocimiento de herramientas actualizadas de gestión nacionales y
locales que orienten la implementación de las políticas públicas de Salud Mental y que inciden en el
ejercicio profesional, posibiliten la reflexión y sistematización de las prácticas profesionales e
institucionales del campo de la salud mental en las distintas jurisdicciones.
Epidemiología: se recomienda visibilizar los diferentes enfoques de la epidemiología problematizando
categorías y variables sobre procesos de salud-enfermedad-atención/cuidado, contribuyendo a la
producción de conocimiento desde la perspectiva de determinantes sociales; promover investigaciones
cuali-cuantitativas en problemáticas prevalentes, emergentes y críticas; incorporar el análisis de
investigaciones y sus resultados; y fomentar el desarrollo y estudio de diversas formas de registro de las
situaciones individuales y colectivas.
Realidad local: se recomienda el análisis junto con los actores locales, incluyendo a personas usuarias y
familiares, de problemas y situaciones de la realidad que sean relevantes para la comprensión de la
situación salud-salud mental en cada ámbito territorial.
Determinantes sociales: se recomienda el estudio de determinantes sociales más relevantes de la salud
mental y el diseño de intervenciones de promoción, protección y prevención específica, así como
también la contribución de la salud mental individual y colectiva al desarrollo del conjunto de la
sociedad.
Promoción de la salud mental: se recomienda la inclusión del componente salud mental a las
estrategias de promoción de la salud mediante intervenciones integrales a través de prácticas grupales,
organizacionales y/o comunitarias, e incorporando estrategias alternativas tales como la educación
popular, técnicas lúdico-recreativas, disciplinas o intervenciones artísticas, etc.
Enfoque comunitario y clínica de la subjetividad: se recomienda el estudio y análisis de distintas formas
de intervención en salud mental a partir de las redes de servicios, de la movilización de los recursos que
las propias comunidades desarrollan y de un trabajo con la singularidad que permita la emergencia de la
palabra sujeto.
Abordaje de consumos problemáticos: se recomienda incluir el estudio de las distintas pautas de
consumo en la sociedad actual, así como aquellos que devienen problemáticos, integrando al
conocimiento de la prevención y asistencia de los mismos el desempeño de los recursos y estrategias
de trabajo en red para atender dicha problemática.
Intervenciones en la infancia: debido a que la infancia se trata de una etapa de desarrollo y constitución
de la subjetividad, se recomienda el estudio de esta constitución, y de los diferentes modos en los que

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se manifiestan los conflictos en los diferentes escenarios por donde transitan, así como el estudio de
diferentes intervenciones oportunas “ya sean psicosociales o de otra índole, dispensadas desde el
ámbito comunitario, evitando la institucionalización y la medicalización”.

LA PROTECCIÓN DE LOS DDHH: HACIENDO EFECTIVA LA


PROGRESIVIDAD DE LOS DERECHOS ECONÓMICOS, SOCIALES Y
CULTURALES (Nikken)
Toda persona humana es portadora de atributos autónomos que deben ser reconocidos y protegidos
por el Estado. Ellos son inherentes al ser humano y no requieren de ningún título específico para
adquirirlos.
Los DDHH son derechos subjetivos que emanan de la dignidad humana y que la resguardan, porque
ellos combaten la dominación arbitraria y apoyada en desiguales relaciones de poder social, mediante la
cual unos seres humanos imponen a otros ser instrumentos de sus propios fines.
La noción de derechos humanos se corresponde con la afirmación de la dignidad de la persona frente al
Estado. La sociedad contemporánea reconoce que todo ser humano, por el hecho de serlo, tiene
derechos frente al Estado, derechos respecto de los cuales éste tiene deberes de respeto, protección,
promoción y garantía. Debe asimismo organizar su estructura y su orden jurídico-político a fin de
asegurar su plena realización. Son indisociables del concepto de Estado contemporáneo, al menos en
cuanto su paradigma es el Estado de Derecho.
Son objeto de protección por parte del Estado, y si este falla, hay medios en el ámbito internacional para
obtenerla.
El advenimiento de los derechos humanos. Las primeras manifestaciones concretas de
declaraciones de derechos individuales, con fuerza legal, emergen de la Revolución Norteamericana. El
pensamiento de Locke, para quien la libertad, la propiedad y la vida son derechos legítimos del hombre,
encuentra campo en una sociedad relativamente poco poblada y con un profundo sentimiento religioso.
Los puritanos adherían a alguna forma de libertad de conciencia humana y estaban persuadidos de que
ciertos derechos de la conciencia humana debían imponerse al Estado. De allí, se encontró un vínculo
entre la voluntad individual y el gobierno y se materializó la idea de fundamentarlo sobre la voluntad
popular; y se avanzó hacia la defensa de la libertad religiosa, concebida como un derecho natural del
ser humano.
Estas ideas informan el Bill of Rights del Estado de Virginia de 1776, donde se declara que todos los
hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos: el
goce de la vida y de la libertad. Poco después, la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776
afirmó que “tenemos por evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que
han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad; y que para asegurar esos derechos se instituyen entre los
hombres Gobiernos”.
Estas declaraciones reconocen derechos individuales del ser humano, inherentes a su condición misma,
de modo que las reglas en ellas contenidas están por encima de todo poder legislativo ordinario; y esto
por obra y creación de un Legislador Superior.
En 1789 en EEUU, la Asamblea Nacional adoptó la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, la cual reconoce que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos y que
las distinciones sociales no pueden estar fundadas sino en la utilidad común; y que la finalidad de toda
asociación política es la conservación de los derechos inalienables del hombre: libertad, propiedad,
seguridad y resistencia a la opresión.
La Revolución de Independencia Latinoamericana también acudió a las declaraciones de derechos
como una expresión fundamental de su ideario. Así ocurrió con los Derechos del Pueblo proclamados
en Venezuela en 1811.

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Estos procesos revolucionarios fueron el motor para la irrupción histórica de los derechos humanos, en
el sentido en que hoy los conocemos, es decir como atributos inherentes a la persona humana que se
afirma frente al Estado. Se limitaron a los derechos individuales y las libertades públicas (ahora
designados como derechos civiles y políticos) que atañen a la vida, a la integridad y a la seguridad de la
persona, así como a las libertades fundamentales y a la participación en el gobierno y el voto. Sin
embargo, en su origen estos derechos no fueron universales, ya que había grupos excluidos de su
titularidad. Adicionalmente, aquellas revoluciones no alcanzaron a abolir la esclavitud.
Después de más de un siglo, fueron proclamados por primera vez los derechos económicos, sociales y
culturales, que se refieren a la existencia de condiciones de vida y de acceso a los bienes materiales y
culturales en términos adecuados a la dignidad inherente a la familia humana. Emergieron por primera
vez en la Constitución mexicana de Querétaro de 1917; más tarde se incluyeron en la Constitución
alemana de 1919, la española de 1931, de la URSS de 1936 y la Constitución de Irlanda de 1937, todos
entroncados con grandes conmociones políticas y sociales. La mayor parte de las constituciones
entradas en vigor después de la creación de las Naciones Unidas y la proclamación de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, consagran el reconocimiento de los derechos económicos,
sociales y culturales, junto a los civiles y políticos.
Por otra parte, las guerras mundiales fueron el factor determinante para la internacionalización de los
derechos humanos. La primera manifestación de este hecho trascendental fue la Parte XIII del Tratado
de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, el cual contenía la Constitución de la
Organización Institucional del Trabajo, un instrumento fundamental de reconocimiento y la protección de
los derechos del trabajador.
Lo que finalmente condujo a una reacción tangible de la comunidad internacional para instaurar un
sistema supranacional de protección de los derechos humanos fue la constatación de los crímenes de
lesa humanidad cometidos en la era nazi y en la estalinista. Podría decirse que la magnitud del
genocidio puso en evidencia que el ejercicio del poder público representa un peligro para la dignidad
humana, de modo que su control no debe ser prerrogativa excluyente de las instituciones domésticas,
sino que deben concebirse instancias internacionales para su salvaguardia. En 1941 el Presidente
Roosevelt proclamó su declaración sobre las cuatro libertades: libertad de opinión y expresión, libertad
confesional, derecho a estar al abrigo de necesidades materiales y derecho a la garantía de una vida
donde el miedo esté excluido.
Dentro de este contexto, en 1946 fue creada la Comisión de Derechos Humanos, a la que se
encomendó la preparación de un proyecto de declaración internacional. El 10 de diciembre de 1948, la
Asamblea General aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos; meses antes, la Naciente
Organización de los Estados Americanos ya había aprobado la Declaración Americana de los Derechos
y Deberes del Hombre.
Los efectos de las declaraciones en general, y especialmente su carácter vinculante, no responden a un
enunciado único y dependen de las circunstancias en que la declaración se haya emitido y del valor que
se haya reconocido al instrumento a la hora de invocar los principios proclamados. Esas dos
Declaraciones carecieron de valor vinculante desde el punto de vista jurídico.
Una vez proclamada la Declaración Universal, las Naciones Unidas se propusieron elaborar un tratado o
pacto, como paso esencial para la garantía internacional de los derechos humanos. La ruta hacia el
establecimiento de sistemas internacionales convencionales de derechos humanos ha venido
tramitándose, si bien de manera desigual, tanto en la esfera de las Naciones Unidas como en los
sistemas regionales europeo, americano y africano.
Un hecho marcó una diferencia formal, no conceptual, entre los derechos civiles y políticos, y los
derechos económicos, sociales y culturales. En 1952, la Asamblea General de las Naciones Unidas
resolvió que habría dos pactos: uno relativo a los derechos económicos, sociales y culturales, y otro a
los derechos civiles y políticos.
Llama la atención que, a pesar del reconocimiento de la indivisibilidad física, moral e intelectual de la
persona, se hayan adoptado dos pactos para la protección de los derechos civiles y políticos por un

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lado, y los económicos, sociales y culturales por el otro. Fue el resultado de una división del mundo en
dos bloques: para el bloque liderado por EEUU, el ejercicio de las libertades individuales, en especial la
libertad de empresa y las demás libertades económicas dentro de una economía de mercados,
cimentaría la prosperidad dentro de la cual las necesidades humanas de naturaleza económica, social y
cultural podrían quedar satisfechas. Los DESC no resultaban, dentro de ese concepto, equiparables a
los derechos civiles y políticos, pues estos eran verdaderos derechos subjetivos justiciables y exigibles
inmediatamente, mientras que los primeros solo reflejarían aspiraciones, expectativas y metas logrables
a través de mecanismos propios de la economía y de las políticas públicas en ese ámbito. Para el
bloque liderado por la Unión Soviética, dominado por la economía estrictamente planificada y
centralizada, con vastos programas de asistencia social, si las necesidades socio-económicas básicas
no estaban resueltas, los derechos civiles y políticos se concentrarían en un privilegio para la burguesía
y en un espejismo carente de contenido real para las grandes mayorías depauperadas, de modo que los
derechos económicos, sociales y culturales no solo eran derechos subjetivos exigibles, sino aquellos
cuya satisfacción el Estado debía atender con toda prioridad, incluso al precio de restricciones de
envergadura a los derechos individuales y las libertades fundamentales.
Pero la separación entre derechos civiles y políticos y DESC es solo aparente, producto de una
confrontación política y carente de fundamento conceptuales y jurídicos. En ausencia de DESC, los
derechos civiles y políticos corren el riesgo de ser puramente formales; y en ausencia de los segundos,
los primeros no podrían ser garantizados por mucho tiempo.
La aparición sucesiva de los derechos civiles y políticos, los DESC, los derechos colectivos y la
internacionalización de los derechos humanos, es un encadenamiento progresivo de conquistas,
obtenidas en un contexto de luchas y conmociones signadas por la emancipación contra la opresión.
Los derechos humanos se nos presentan así como un concepto dinámico, cuyo alcance ha ido
extendiéndose progresivamente a lo largo de la historia, con respecto a la cual a menudo se alude a
“generaciones” de derechos humanos, para significar que ellos han aparecido en oleadas,
correspondientes a hitos de la humanidad en procura de su liberación contra las diversas formas de
opresión.
Para Carlos Santiago Nino, los derechos humanos “constituyen una herramienta imprescindible para
evitar un tipo de catástrofe que con frecuencia amenaza la vida humana”. Los derechos humanos se
afincan en la moral, y son el antídoto inventado por la humanidad para enfrentar la opresión. Los
derechos humanos son entonces bienes conquistados.
Protección de los derechos humanos.
Características de los derechos humanos. Universalidad: los derechos humanos corresponden de
manera igual a toda persona, sin discriminación alguna y solo a la persona humana. Ellos pueden
hacerse valer en la jurisdicción de cualquier Estado, en todo el mundo y frente a todo el mundo. Por ser
inherentes a la condición humana, todas las personas son titulares de los derechos humanos y no
pueden invocarse diferencias de políticas, sociales, culturales, religiosas, etc.
Una consecuencia de la universalidad ha sido la internacionalización de los derechos humanos. Si los
derechos humanos son inherentes a la persona como tal, no dependen de la nacionalidad de ésta o del
territorio donde se encuentre: los porta en sí misma. Los derechos humanos están por encima del
Estado y su soberanía.
Indivisibilidad e interdependencia: los derechos humanos son indivisibles como indivisible es la dignidad
humana. Tampoco es admisible que se respeten unos derechos mientras que se vulneren otros: no
cabe hacer distinciones entre las fuentes de ofensa a la dignidad humana, que es el bien esencial que
forma el objeto de los derechos humanos. Ellos son interdependientes, porque la violación de uno
acarrea a menudo la violación del otro. En ese sentido, la separación entre los derechos civiles y
políticos, y los derechos económicos, sociales y culturales, es un extravío que solo se explica por
razones políticas y por la coyuntura histórica cuando se discutieron los Pactos de las Naciones Unidas,
pero que carece de fundamento conceptual.

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Inalienabilidad e imprescriptibilidad: los derechos humanos pertenecen inseparablemente a cada
persona, para siempre. Nadie puede ser despojado de sus derechos humanos, bajo ninguna
circunstancia. Esto no impide que los derechos humanos estén sujetos a limitaciones legítimas y
compatibles con ellos, tanto ordinariamente como bajo circunstancias d excepción.
Irreversibilidad: una vez que determinado derecho ha sido formalmente reconocido como inherente a la
persona humana queda definitiva e irrevocablemente integrado a la categoría de aquellos derechos
cuya inviolabilidad debe ser respetada y garantizada. Este carácter puede tener singular relevancia para
determinar el alcance de la denuncia de una convención internacional sobre derechos humanos, en los
casos en que la denuncia está permitida.
Cuando un derecho ha sido reconocido por una ley, un tratado o por cualquier otro actor del poder
público nacional como “inherente a la persona humana”, la naturaleza de dicho derecho se independiza
del acto por el que fue reconocido, que es meramente declarativo. En adelante, merecerá protección
propia de los derechos humanos de manera definitiva e irreversible, aun si el acto de reconocimiento
queda abrogado o, si se trata de una convención internacional, la misma es denunciada.
Progresividad: siempre es posible extender el ámbito de la protección a derechos que anteriormente no
gozaban de la misma. Ha sido así como se ha ensanchado sucesivamente el ámbito de los derechos
humanos y su protección, tanto a nivel doméstico como en la esfera internacional. Los derechos
humanos internacionales reconocidos deben tener la supremacía jerárquica de los derechos
constitucionales y estar bajo la cobertura de la justicia constitucional.
La progresividad no debe entenderse como una nota de la exigibilidad de los derechos humanos, en el
sentido de que ésta nos sería inmediatamente realizable. Por el contrario, una vez identificado un
derecho determinado como “inherente a la dignidad de la persona humana”, éste merece protección
inmediata como tal. La progresividad denota la “aparición”, el reconocimiento de los derechos humanos
se ha ampliado progresivamente y esa ampliación es irreversible. En materia de los derechos humanos,
toda regresividad es ilegítima.
Protección de los derechos humanos en la jurisdicción interna. El estado garante: los derechos
humanos como condición para el ejercicio legítimo del poder público: el Estado de Derecho y la
sociedad democrática son indisociables de un marco jurídico y político signado por la supremacía de los
derechos humanos.
La función del Estado como garante de los derechos humanos es cardinal en el concepto de Estado de
Derecho. Ciertas instituciones constitucionales fundamentales, como la separación de poderes del
Estado y la reserva legal, son otras tantas garantías genéricas para los derechos humanos.
Los centros de poder distintos al Estado tienen fijados límites a su actuación en virtud de los derechos
humanos porque deben sujetar su conducta al orden jurídico del Estado, el cual debe asegurar el
respeto y la protección de la dignidad de todas las personas que están bajo su jurisdicción. Compete
entonces al Estado marcar los límites de cualquier centro de poder que pueda ofender la dignidad
humana, e incluso imponer obligaciones destinadas a satisfacer ciertos derechos humanos. Para esto,
el Estado dispone de medios en el ámbito de su propia jurisdicción y, si estas se relevan insuficientes en
la práctica, tiene el derecho y el deber de acudir a los diversos recursos que proporciona la diplomacia y
la cooperación internacional para construir acciones concertadas con otros gobiernos. Lo que resulta
inadmisible es que el Estado pretenda escudarse en su propia impotencia frente a centros de poder
particulares como justificativo para las ofensas a la dignidad humana cometidas dentro de su
jurisdicción.
Las particularidades del derecho de los derechos humanos como derecho protector acarrean que la
atribución al Estado de actuaciones de particulares resulte más natural de lo que se pauta en el derecho
internacional general, pues deriva directamente de la obligación a cargo de los Estados de garantizar el
pleno disfrute de los derechos humanos a toda persona bajo su jurisdicción y así prevenir y establecer
responsabilidades para las lesiones que se originen incluso fuera del aparato del Estado; y deriva de la
naturaleza de los derechos humanos y de las correlativas obligaciones internacionales de los Estado en

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materia de derechos humanos y de las correlativas obligaciones internacionales de los Estados en
materia de derechos humanos.
La función del Estado como garante no se agota, empero, en la provisión de recursos para la
determinación de las diversas responsabilidades de naturaleza legal en las que pueda incurrir quien
atente contra los derechos humanos, ni en el campo de los recursos o garantías judiciales enderezadas
a proteger los derechos humanos.
Los derechos humanos tienen una vocación universalizante con respecto a todas las actuaciones del
Estado. Son al mismo tiempo límites y lineamientos para el ejercicio del poder público. Entenderemos
por protección de los derechos humanos en la jurisdicción interna la actividad de los órganos del Estado
enderezada a atender las violaciones o amenazas de esas violaciones. En ese ámbito, a su vez, puede
distinguirse entre la protección judicial de los derechos humanos y su protección por medios no
judiciales.
Protección judicial: los derechos humanos son derechos constitucionales y gozan de la protección de la
justicia constitucional. Las modalidades de esa protección pueden variar según el modelo de justicia
constitucional adoptado por cada Estado, de modo que la consideración particular de cada modelo
desborda los límites de esta presentación.
De manera general, puede afirmarse que los actos del poder público que violen los derechos humanos
protegidos por la Constitución están viciados de nulidad por inconstitucionalidad. Frente a ellos podrá
hacerse valer el sistema de control de constitucionalidad que el orden jurídico interno establece.
El medio específico de protección de los derechos humanos en la justicia constitucional, particularmente
en América Latina, es el amparo, institución de origen mexicano, conocida en general por esa
designación, pero también por la de tutela, recurso de protección. El amparo tiene por objeto procurar el
restablecimiento del derecho o libertad que hayan sido objeto de violación, a través de un proceso
judicial sencillo.
El amparo se presenta con una doble vertiente o naturaleza. Por una parte es un derecho constitucional,
un derecho humano, y por la otra es también un recurso judicial, pues se trata del derecho de toda
persona a la protección judicial contra las violaciones a sus derechos humanos.
El propósito fundamental del amparo es el restablecimiento del derecho o libertad conculcados. La
tendencia tradicional es la de concebir el amparo como acción meramente interdictal.
Protección por medios no judiciales. El ombudsman: la institución de ombudsman fue originada en
Suecia pero recibida en las últimas décadas en numerosos países, especialmente en América Latina,
en consonancia con el florecimiento de la democracia a fines del siglo XX, aunque los países estos
decidieron llamarla “Defensor del Pueblo” principalmente.
El ombudsman, en su origen, es una suerte de intermediario entre la administración pública y la
ciudadanía, cuyas quejas recibe y les da curso de una manera más bien informal y pedagógica, en
búsqueda de mejorar por la persuasión la conducta de la administración y de resolver así las quejas que
ha recibido, incluida la promoción de arreglos amigables que las solventen. Carece de atributos
coercitivos, y funda sus resultados en la persuasión y en la autoridad moral de la institución misma y de
su titular. Es de la esencia de la institución su independencia de las otras ramas del poder público.
Su aparición en América Latina coincide con el establecimiento de la democracia en numerosos países
que vivían bajo regímenes militares. Las violaciones de los derechos humanos ocurridas en ese tiempo
imponían para la nueva era mayores prevenciones relacionadas con su promoción y protección. Fue así
como el ombudsman latinoamericano fue concebido con la función dual de supervisar el buen
funcionamiento de la administración y atender los reclamos de quienes se sintieran afectados por sus
deficiencias, pero también el de ocuparse de la situación de los derechos humanos, siempre dentro del
concepto de ser un medio no coercitivo e informal, que procuraba soluciones aceptadas y no impuestas.
En materia de protección de los derechos humanos, el ombudsman latinoamericano recibe reclamos en
los que se patentiza una violación de los derechos humanos y les da el curso que las circunstancias del
caso ameriten.

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Protección de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC). Estos derechos se refieren
a la existencia de condiciones de vida y de acceso a los bienes materiales y culturales en términos
adecuados a la dignidad inherente a la familia humana. Según el concepto tradicional, la realización de
DESC no dependería, en general, de la sola instauración de un orden jurídico ni de la mera decisión
política de los órganos gubernamentales, sino de la conquista de un orden social donde impere la justa
distribución de los bienes, lo cual ha de alcanzarse progresivamente y es materia de políticas públicas
idóneas. Esta es una de las dificultades conceptuales que plantean los DESC, porque ellos envuelven
derechos de “toda persona” que deber ser satisfechos y cuya violación debe ser tratada como un evento
ilícito por el sistema judicial; pero también comprenden definiciones de políticas, de prioridades en el
gasto y de jerarquías de necesidades que podrían considerarse ajenas a la función jurisdiccional y
resultar más bien propias del trajín democrático, de la participación política y de las luchas sociales.
En las convenciones internacionales relativas a estos derechos se estipula algún tipo de vinculación
entre su satisfacción y exigibilidad con el “máximo” de los “recursos disponibles”, lo cual parecería
circunscribir la naturaleza de las obligaciones estatales con respecto a ellos al logro de ciertas metas. A
esto se une, en el ámbito internacional, la desproporcionada tendencia presente en la mayoría de los
tratados que inicialmente se ocuparon de la materia de confiar el control del cumplimiento de este tipo
de obligaciones e instituciones más político-técnicas que jurisdiccionales o cuasi jurisdiccionales, que
reciben informes periódicos de los Estados sobre la situación de los DESC, y emiten sus propias
conclusiones con respecto al tema, pero que no están facultadas para el trámite de casos o de
denuncias sobre violaciones específicas de infracción al tratado respectivo. Estas circunstancias han
sido invocadas como argumento para desvalorizar la naturaleza jurídica de los DESC.
Frente a los derechos civiles y políticos, los Estados están obligados a un resultado: un orden jurídico-
político que los respete y garantice. Los DESC serían exigibles en la medida en que el Estado disponga
de los recursos para satisfacerlos, puesto que las obligaciones contraías esta vez son de medio o de
comportamiento, de tal manera que, para establecer que un gobierno ha violado tales derechos no
basta con demostrar que no han sido satisfechos, sino que el comportamiento del poder público en
orden a alcanzar ese fin no se ha adecuado a los estándares técnicos o políticos apropiados.
Una diferencia absoleta. Notas sobre las cuales ha pretendido construirse la diferencia de naturaleza
entre los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales:
1) En el plano de la técnica legislativa, se ha afirmado que mientras los textos legales referidos a los
derechos civiles y políticos son claros en cuanto al contenido de los derechos y de las obligaciones
exigibles, los que atañen a los DESC son imprecisos y genéricos. Esto obedecería a que la creación de
las condiciones sociales y económicas que permiten el goce de los DESC no puede ser descrita en
términos jurídicos. Para que un derecho sea “legal”, debe ser legalmente definible; solo así será
exigible, y de allí justiciable.
La pretendida debilidad de los DESC, en realidad, se ha construido más bien sobre la debilidad de los
deberes del Estado para proveer a su protección. La exigibilidad de los DESC frente al Estado puede
ser presentada como atenuada por ciertas formulaciones contenidas en convenciones internacionales
según las cuales: como norma general, los Estados estén obligados solamente a “adoptar medidas” o a
“adoptar providencias” para lograr su plena efectividad; ese objetivo ha de alcanzarse
“progresivamente”, de modo que no sería inmediatamente reclamable; y las medidas o providencias
dependerían de los “recursos disponibles” por el Estado.
Sin embargo, esas objeciones son superficiales y no afectan la naturaleza de los DESC como
verdaderos y propios derechos ni excluyen en manera alguna su exigibilidad ni su justiciabilidad frente
al Estado. Si el Estado está obligado a adoptar medidas y no las adopta, incurre en una infracción al
derecho internacional, es decir, a un hecho ilícito internacional.
En cuanto al derecho interno, se hace abstracción de la supremacía de la Constitución del Estado, es
decir, su suprema obligatoriedad para todo el aparato del Estado, para el órgano legislativo, para la
administración y para el juez.

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La descalificación jurídica de los derechos humanos por la ambigüedad de los términos que los
enuncian y por expresar a menudo más deseos que realidades tangibles, no es una novedad ni es
exclusiva de los DESC, pues esas objeciones ya fueron enunciadas respecto de las declaraciones de
derechos del siglo XVIII, que estaban referidas a los derechos individuales y a las libertades públicas y
precedieron en casi siglo y medio a las primeras proclamaciones de los DESC.
2) Tampoco puede considerarse como una disminución en la naturaleza de los DESC que el
compromiso de satisfacerlos deba ordenarse atendiendo a los recursos disponibles. Hay derechos
civiles y políticos cuya realización depende de los recursos disponibles. En estos casos las
convenciones internacionales no establecen un vínculo entre la garantía a tales derechos y la existencia
de recursos disponibles, de manera que a la denuncia de su violación el Estado no podría oponer la
defensa de la escasez o inexistencia de recursos materiales. Pero, aun admitiendo que en el caso de
los DESC esta defensa pudiera ser opuesta, el Estado debe demostrar que ha hecho todo lo posible
para satisfacer con carácter prioritario esas obligaciones mínimas. Estos compromisos implican el deber
de disponer de indicadores objetivos y confiables sobre la satisfacción de los DESC y el correlativo
derecho a esos indicadores, cuya existencia es una expresión del cumplimiento o incumplimiento de las
obligaciones correspondientes, puesto que un Estado nunca podrá alinear sus políticas en la dirección
de sus obligaciones si carece de los indiciadores para determinar el efecto de dichas políticas.
3) También se ha afirmado que los derechos civiles y políticos y los DESC tienen una estructura
sustancialmente disímil, lo cual tampoco es sostenible en el plano de la teoría jurídica. Una nota que se
ha presentado como de diferenciación entre estos dos tipos de derechos consiste en que los primeros
se concretarían en obligaciones de no hacer a cargo del Estado mientras que los segundos requieren
de éste ciertas prestaciones o el cumplimiento de obligaciones de hacer. Sin embargo, un estudio de
esta diferencia demuestra que es superficial: primero, porque hay numerosos derechos civiles y
políticos que no pueden ejercerse ni alcanzar su plenitud sin una prestación positiva del Estado;
segundo, porque en el ámbito de los DESC también se detectan numerosas obligaciones negativas o de
no hacer, como no interferir ilegítimamente en la actividad sindical, en la libertad de educación, etc;
tercero, porque la prohibición de destrucción de los derechos humanos está referida por igual a los
derechos civiles y políticos y a los DESC.
4) Se debe hacer una distinción entre la no satisfacción de los DESC y su supresión o destrucción. Esta
distinción se interrelaciona con otra, según la cual los derechos civiles y políticos tendrían como
contrapartida obligaciones de resultado a cargo del Estado, mientras que los DESC se traducirían en
obligaciones de comportamiento. Las obligaciones de resultado y obligaciones de comportamiento
participan de la misma naturaleza: son deberes jurídicos. La diferencia está en cómo se aprecia su
cumplimiento o su incumplimiento. En un caso habrá que verificar si un resultado determinado se ha
obtenido, mientras que en el otro será necesario comparar la diligencia del Estado con ciertos
estándares, como ocurre en numerosos casos en el derecho interno, o en el derecho internacional. Al
cumplimiento de las obligaciones de comportamiento debería corresponder el estándar de buen
gobierno, es decir, debería compararse el comportamiento concreto del gobierno que procura la
satisfacción de los DESC con el que abstractamente se asumiría con el gobierno de un Estado moderno
razonablemente bien organizado. Las obligaciones de comportamiento no son deberes jurídicos
devaluados; ellas son igualmente exigibles y su cumplimiento compromete la responsabilidad del
Estado, tanto como el de las obligaciones de resultado.
Se pueden detectar DESC que aparejan obligaciones de resultado y no de mero comportamiento o que
combinan ambas.
5) Los derechos civiles y políticos y los DESC también se distinguirían: Ratione temporis: los derechos
civiles y políticos se implementan de inmediato, mientras que los DESC se realizan progresivamente;
Ratione materiae: los derechos civiles y políticos deben ser respetados en su totalidad mientras que los
DESC pueden ser aceptados parcialmente; Ratione personae: los derechos civiles y políticos deben
garantizarse por igual a todos, mientras en que los DESC ciertos grupos de la población pueden y
deben ser tratados con prioridad.

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Se ha ensanchado progresivamente el ámbito de los derechos humanos y su protección, tanto a nivel
doméstico como en la esfera internacional. Los derechos civiles y políticos no fueron objeto de
reconocimiento universal desde su aparición. El reconocimiento de los DESC fue una conquista
posterior a la de los derechos civiles y políticos, pero no de un todo. Para el momento en que surgieron
los DESC estaba aún pendiente la conquista de numerosos derechos civiles y políticos, especialmente
en el campo de la discriminación contra la mujer y de la discriminación racial. Más aún, los derechos
civiles y políticos de los niños y adolescentes no fueron objeto de reconocimiento universal sino en el
caso del siglo XX.
Adicionalmente, existen numerosos DESC que son inmediatamente exigibles, algunos de los cuales han
sido señalados por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales con respecto al Pacto
correspondiente de las Naciones Unidas. Adicionalmente, la obligación de adoptar medidas es
inmediatamente exigible.
Tampoco es cierto que todos los derechos civiles y políticos sean respetados enteramente y por igual.
Los diversos sistemas constitucionales así como los sistemas internacionales no defienden
simétricamente todos los derechos humanos, ni en su contenido positivo ni en las limitaciones
legítimamente autorizadas. Esto no contradice la universalidad de los derechos humanos.
6) Otra nota diferencial que se ha avanzado es que la realización de los DESC requiere un esfuerzo
financiero del Estado, lo cual no ocurre con los derechos civiles y políticos. No es relevante que algunos
derechos civiles y políticos requieren un esfuerzo financiero, porque se trataría de un esfuerzo mínimo
que no va mucho más allá del requerido para asegurar la existencia misma del Estado. Sin embargo,
este último esfuerzo, en término proporcionales, puede ser significativo, especialmente entre los países
pobres. Además, parece partirse del presupuesto de que el Estado no tiene entre sus fines atender a las
necesidades socio-económicas de la población, lo que se traduce en la satisfacción de sus derechos
económicos, sociales y culturales. Para denegar la existencia de deberes jurídicos tangibles de los
Estados de cara a los DESC se parte del principio de que estos derechos no tienen la misma
importancia para la existencia del Estado que las que portan los civiles y políticos. Se pone de
manifiesto el desconocimiento de la unidad e indivisibilidad de todos los atributos de la dignidad de la
persona humana, y un concepto anticuado de Estado, como potencial agresor de las libertades públicas
y los derechos individuales y no como garante de los derechos humanos.
7) Otro punto central tiene que ver con la justiciabilidad, entendida como la posibilidad efectiva de
protección jurisdiccional. Se objeta la naturaleza de los DESC porque no serían justiciables, y se afirma
que no son justiciables porque no son verdaderos derechos o porque su naturaleza particular así lo
impone.
La justiciabilidad de los DESC. Entendemos por “justiciabilidad” la “posibilidad efectiva de protección
jurisdiccional promovida por una acción procesal y alcanzada mediante una sentencia de necesario
cumplimiento para el obligado”. En el caso de los derechos humanos, se trata de acudir ante el sistema
judicial del Estado para proteger el derecho violado o amenazado y determinar la responsabilidad del
causante de la infracción, así como las consecuencias de ella.
La justiciabilidad supone una pretensión formulada por un reclamo en contra de un sujeto obligado por
el derecho y al mismo tiempo un juzgador que resuelve la controversia.
Requiere un órgano jurisdiccional independiente e imparcial para dirimir la controversia, tanto en la
apreciación y valoración de los hechos como en la interpretación o aplicación del derecho. La
independencia y la imparcialidad son estado de espíritu. La independencia alude a la inexistencia de
relaciones con una de las partes en la controversia que puedan influir en la decisión del árbitro, mientras
que la imparcialidad está referida a la ausencia de sesgos o predisposición hacia una de las partes.
La justiciabilidad, además, debe hacerse efectiva a través del debido proceso. La controversia debe ser
resuelta a través de un procedimiento contradictorio, donde esté garantizada la igualdad de las partes
en la defensa de sus respectivas posiciones, tanto en lo que se refiere a la promoción y producción de
las pruebas como en la exposición y audiencia de sus alegatos.

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La decisión es obligatoria para las partes en el proceso. Su contenido dependerá del tipo de recurso
interpuesto, pero, en general, en materia de derechos humanos la vocación de las decisiones es
atender a:
-La restitución, hacer cesar el acto lesivo y borrar sus consecuencias, restablecer hasta donde sea
posible el derecho lesionado al estado anterior al inicio de la lesión.
-La indemnización, el pago de una suma de dinero que compense el daño no reparado mediante la
restitución.
-La garantía de no repetición.
-La satisfacción, que puede consistir en un reconocimiento de la violación, un expresión de pensar,
una disculpa formal o cualquier otra modalidad adecuada.
Debe hacerse una distinción entre justiciabilidad y exigibilidad directa. Cuando el contenido del derecho
y el contenido de la obligación a cargo del Estado están claramente definidos, no existe obstáculo
alguno para invocar la protección judicial. En el ámbito del derecho internacional, la noción de
exigibilidad inmediata de los derechos y las obligaciones que surgen de una convención internacional
está condenada con la posibilidad de que es convención sea directamente invocada ante el juez
nacional para fundar una pretensión. Esto depende del derecho interno, mecanismo a través del cual un
tratado se incorpora al orden jurídico doméstico es susceptible de ser aplicado directamente por el juez
nacional.
Los derechos directamente exigibles son siempre justiciables.
Un factor que conspira contra la justiciabilidad de los DESC es la ignorancia, especialmente frente a la
superstición ligada a las formulaciones genéricas, y que se traducen irreflexivamente como
programáticas para negar su existencia normativa. Uno de los factores por los cuales no puede
identificarse un acervo de DESC justiciables radica en defectos de práctica forense.
La satisfacción de los DESC no se garantiza exclusivamente mediante su justiciabilidad. Una sentencia
judicial puede ordenar el remedio de una situación particular, pero no puede enmendar ni redefinir
políticas públicas, que son materias propias del gobierno y la política y no de la justicia y el derecho. El
remedio judicial puede ser incompleto o ilusorio, de modo que no debe construirse un concepto de
satisfacción de los DESC con base exclusiva en su justiciabilidad; pero que la solución judicial no baste
para su protección y satisfacción no puede ser motivo para denegar el acceso a la justicia a quienes
sufran violaciones de sus DESC. Por lo demás, la justiciabilidad tampoco remedia ciertas condiciones
generales relativas al ejercicio de no pocos derechos civiles y políticos, cuya satisfacción también se
conecta con políticas públicas.
Una definición unitaria. En conclusión, la diferenciación entre los DESC y los derechos civiles y políticos
tiene una base histórica, por el diferente tiempo en que insurgieron como tales derechos humanos. Esta
base histórica, sin embargo, carece de justificación en cuanto a su naturaleza jurídica. En cambio,
parece más certero identificar una tendencia, ya propuesta hace tiempo por Van Hoof, de clasificar más
bien las obligaciones del Estado con respecto a todos los derechos humanos, sin que la naturaleza de
esas obligaciones dependa de que se originen de derechos civiles y políticos o en DESC. Según la
propuesta de Van Hoof, existirían cuatro tipos o niveles de obligaciones del Estado de cara a los
derechos humanos: obligaciones de respetar, obligaciones de proteger, obligaciones de realizar y
obligaciones de promover. Esa tendencia ha adquirido vigor que reducen las categorías a tres: respetar,
proteger y realizar.
Tiene sentido intentar una clasificación de las obligaciones de los Estados atendiendo al contenido de
éstas más que al contenido de cada uno de los derechos, que participan de una naturaleza única: son
derechos humanos.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, por su parte, hizo una disección de las obligaciones a
cargos de los Estados con base en las dos primeras categorías dispuestas en el artículo 1 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, que son las obligaciones de respetar y garantizar los
derechos humanos. El respeto se traduce en que el ejercicio del poder público no puede traspasar los
límites que le señalan los derechos humanos y debe abstenerse de ofenderlos o menoscabarlos. La

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garantía comprende un conjunto de obligaciones complejo, pues implica el deber de los Estados Partes
de organizar todo el aparato gubernamental de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente
el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como consecuencia, el Estado debe prevenir,
investigar y sancionar toda violación de 41derechos reconocidos por la Convención, y procurar el
restablecimiento del derecho conculcado.
Nikken sugiere una clasificación de las obligaciones de los Estados frente a todos los derechos
humanos:
1) Obligación de respetar, que establece límites al poder público más que acciones positivas. El
respeto a los derechos humanos implica que la actuación de los órganos del poder público no puede
traspasar los límites que le señalan esos derechos, como atributos inherentes a la dignidad de la
persona y superiores al poder del Estado.
2) Obligación de proteger, cuyo contenido está referido a la prevención de violaciones de los derechos
humanos, incluida la regulación de la actividad de los actores no estatales en orden a la perversión de
los bienes que son el objeto de los derechos humanos.
3) Obligación de satisfacer, que comprende la promoción de las condiciones necesarias para que toda
persona pueda acceder a los recursos necesarios para el goce de sus derechos humanos, así como la
provisión de medios mínimos para salvaguardar a quienes no pueden procurárselos.
4) Obligación de garantizar, dirigida a remediar las violaciones a los derechos humanos directamente
imputables al Estado y las ofensas a los bienes que son objeto de los mismos derechos, imputables a
particulares. La garantía implica la investigación, la atribución de la responsabilidad correspondiente al
agente de la lesión y la reparación integral de los daños causados.
Conclusión. El reconocimiento de los DESC acarreó, en su momento, cambios en el ámbito que
usualmente se reconocía para la acción del Estado. El Estado de Derecho tiene que garantizar el
respeto y la aplicación de todo el orden jurídico, que comprende los DESC. Para ser explícito ese
paradigma, la Ley Fundamental (Constitución) de la República Federal de Alemania de 1949 enmendó
la expresión y la tradujo en Estado Social de Derecho.
El Estado Social de Derecho es el resultado de la necesidad de adecuar el orden jurídico político y la
organización del Estado a los imperativos de los derechos sociales.
El Estado debe organizarse y funcionar para alcanzar sus fines, entre los cuales está la garantía de los
derechos humanos de todos; y, de manera más global, el bien común. En ese contexto, puede verse
con desconfianza y preocupación la tendencia que procura desligar al Estado de sus deberes en
materia de derechos económicos, sociales y culturales.
La mayor forma de opresión de nuestro tiempo es la pobreza. La pobreza es hoy el reto más importante
para los derechos humanos. La pobreza abate todos los derechos humanos y no solo los DESC; pero
sin alcanzar un nivel mínimo de satisfacción de éstos, es imposible que los pobres dejen de ser pobres.
¿Qué es la pobreza? El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ha definido la pobreza
“como una condición humana que se caracteriza por la privación continua o crónica de los recursos, la
capacidad, las opiniones, la seguridad y el poder necesarios para disfrutar de un nivel de vida adecuado
y de otros derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales”.
Un testimonio de los pobres en su propia experiencia, recogido por el padre Joseph Wrésinski, afirma
que la pobreza “no es tener hambre, no saber leer, ni siquiera no tener trabajo, la peor desdicha del
hombre. La peor desdicha del hombre es saberse contado como un nadie, al punto que incluso tus
sufrimientos son ignorados. Lo peor es el desprecio de tus conciudadanos. La desgracia más grande de
la pobreza extrema es la de ser como un muerto en vida a todo lo largo de la existencia”.
Pobreza y derechos humanos: una vinculación necesaria pero incómoda. Los órganos y expertos
de las Naciones Unidas han insistido en que, para acometer el combate contra la pobreza, es imperativo
un enfoque de derechos humanos, pero los Estados, es decir gobiernos, se han rehusado a aceptar ese
enfoque.
Los gobiernos han estado dispuestos a aceptar declaraciones en las que se exprese que “la extrema
pobreza y la exclusión social constituyen una violación de la dignidad humana”, o que “las personas que

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viven en la extrema pobreza tienen derecho a disfrutar plenamente de todos los derechos humanos,
incluido el de participar en la adopción de las decisiones que les conciernen y contribuir al bienestar de
su familia, su comunidad y la humanidad”. Lo que no han estado dispuestos a suscribir es que la
pobreza constituye un marco de privación y violación múltiple y continua de los derechos humanos de
quienes la padecen. Es irónico que se reconozca que se viola la dignidad de los pobres pero no sus
derechos, es una contradicción.
Los Estados tienen obligaciones internacionales y constitucionales de respetar, garantizar, proteger y
satisfacer los derechos humanos y las ofensas a sus derechos fundamentales que sufren los pobres a
causa de la pobreza no pueden sustraerse a la exigencia de cumplimiento de las obligaciones de los
Estados con relación a los derechos humanos. La existencia de un cuadro de pobreza crítica en la
sociedad impide radicalmente que en esa sociedad florezca la plenitud de los derechos humanos.
En el área jurídico-política, es posible identificar tres precondiciones o presupuestos sin los cuales la
plenitud de los derechos humanos no es posible, incluso si algunos de ellos no son violados. Esas
condiciones son la autodeterminación, el Estado de derecho y la democracia. La ausencia de cualquiera
de esos componentes acarree que todos los derechos humanos de todas las personas que viven bajo
semejante régimen sean violados; ni tampoco que la reunión de esos tres supuestos asegure que todos
los derechos humanos de todas las personas son respetado y garantizados. En ausencia de esos tres
supuestos nunca podrá alcanzarse un grado razonable de goce efectivo de los derechos humanos por
el cuerpo social en su conjunto ni de cada uno de sus componentes individuales. En semejante
contexto, nunca podrán cristalizar los valores de una sociedad democrática.
El mismo valor de presupuesto lo tiene, en el área socioeconómica, la existencia de un grado de
desarrollo económico y social donde la pobreza crítica generalizada esté excluida. La pobreza crítica
asfixia colectivamente los derechos humanos al mismo título que la carencia de autodeterminación,
democracia o Estado de Derecho. Los derechos humanos y los valores democráticos no pueden
alcanzar su plenitud en una sociedad minada por pobreza extrema, por abatimiento de la dignidad
humana y exclusión de los bienes sociales de un grueso contingente de la sociedad, incluido los bienes
que sirven para proteger, satisfacer y garantizar los derechos humanos.
La democracia que no combate con eficacia la exclusión y la pobreza se niega a sí misma. Un sistema
de gobierno, un sistema político, como lo es la democracia, no puede ignorar sin más los fines del
Estado moderno, no puede desentenderse de un compromiso ontológico con el bien común, y la
erradicación de la pobreza crítica en una sociedad que la padece es un imperativo apremiante del bien
común.
El enfoque de derechos humanos, sus consecuencias y sus ventajas. Afirmar que la pobreza
ofende la dignidad humana, mas no los derechos humanos, es una manera de evadir o contornar el
enfoque de derechos humanos para el flagelo de la pobreza. Esta afirmación resta la responsabilidad en
materia de los derechos humanos. Un atentado a la dignidad humana, como valor, no entraña
consecuencias para el perpetrador, pero una ofensa a los derechos humanos acarrean la
responsabilidad del infractor, sea en sentido legal o jurídica. El enfoque de derechos humanos impone
identificar al responsable o responsables. Este concepto comporta delicados y difíciles problemas.
¿Quién responde frente a los pobres y la pobreza? Desde ese momento las ofensas a los valores de la
dignidad de la persona caracterizados como derechos alienables que le pertenecen dejó de ser un mero
pecado para configurarse en un hecho jurídicamente ilícito, que debe ser tratado como tal por el orden
jurídico-político del Estado y por la comunidad internacional.
La pobreza es la mayor forma de opresión de nuestro tiempo y, por lo mismo, es también el reto más
importante para los derechos humanos en la hora actual. Es tiempo de evaluar los DESC y de educar
para su justa comprensión como herramientas para la emancipación del ser humano, y de los más
pobres muy en particular.

LA EVOLUCIÓN DE LA NOCIÓN DE “INDIVIDUO PELIGROSO” EN LA


PSIQUIATÍA LEGAL (Foucault)
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A partir de los diálogos que presenta el texto, Foucault dice que no es suficiente con que el acusado
responda: “soy el autor de los delitos que se me imputan, y punto. Eso es todo. Juzguen, puesto que
esa es su obligación y condénenme si les parece”. Al acusado se le pide mucho más, más allá del
reconocimiento de sus acciones se le exige una confesión, un examen de conciencia, una explicación
de sí mismo, una aclaración de lo que él es. La maquinaria penal ya no puede funcionar simplemente
con la ley, con la infracción y con un autor responsable de los hechos. Se necesita algo más, se
requiere un material suplementario.
La intervención de la psiquiatría en el terreno penal surgió a comienzos del siglo XIX en relación con
una serie de casos que presentaban, más o menos, la misma forma, y que tuvieron lugar entre 1800 y
1835.
Estos crímenes que se desarrollan en el texto son importantes porque forman el núcleo de las
discusiones entre médicos y juristas.
Hasta finales del siglo XVIII, el derecho penal no se planteaba la cuestión de la locura más que en los
casos en los que el código civil o el derecho canónico lo hacía; es decir, cuando ésta se presentaba
bajo la forma de una demencia o imbecilidad, o bajo la forma de furor. En ambos casos, ya se tratase de
un estado definitivo o de una explosión pasajera, la locura se manifestaba a través de numerosos
signos fácilmente reconocibles.
El desarrollo de la psiquiatría criminal no se ha realizado afinando el problema tradicional de la
demencia (discutiendo por ejemplo sobre su evolución progresiva, su carácter global o parcial, su
relación con incapacidades innatas) o analizando más de cerca la sintomatología del furor (sus
interrupciones, repeticiones, intervalos). Todos estos problemas acompañados de discusiones durante
años fueron reemplazados por un problema nuevo: el de los crímenes que no han estado precedidos,
acompañados o seguidos de ninguno de los síntomas tradicionalmente reconocidos y visibles de la
locura. El crimen surgía de lo que podría denominarse un grado cero de locura.
Casi todos estos asesinatos van acompañados a veces de crueldades extrañas. Es importante señalar
que esta psiquiatrización de la delincuencia se ha hecho en cierto modo “desde arriba”, lo que rompe
también con la tendencia fundamental de la jurisprudencia precedente. Cuanto más grave era un crimen
menos interés había de plantear la cuestión de la locura. Existía toda una zona común a la locura y a la
legalidad: se recurría con facilidad a la locura en caso de los delitos menores, de forma que, contra los
causantes de estos actos, al menos en algunos países como Francia, se adoptaba la ambigua medida
del internamiento.
Estos grandes crímenes tienen también en común el hecho de que se desarrollan en la esfera
doméstica. Son crímenes de familia, del hogar o vecindad. Son crímenes en los que se ven implicadas
personas de generaciones diferentes: la pareja niño/adulto o adolescente/adulto está presente en ellos
casi siempre. Estas relaciones de edad, de lugar, de parentesco, son en esta época las relaciones a la
vez más sagradas y más naturales, las más inocentes y también aquellas que deben estar menos
cargadas de interés y de pasión. La forma de crimen que aparece, a principios del siglo XIX, como más
pertinente que se plantee con relación a ella la cuestión de la locura es pues el crimen contra natura. El
individuo en el que la locura y la criminalidad se reúnen y plantean el problema de sus relaciones no es
el hombre del minúsculo desorden cotidiano, la pálida silueta que se agita en los confines de la norma,
es el gran monstruo. La psiquiatría del crimen en el siglo XIX se inauguró con una patología de lo
monstruoso.
Todos estos crímenes tienen en común el hecho de que han sido cometidos “sin razón”, sin interés, sin
pasión, sin motivo y sin estar fundados en una ilusión delirante.
En el momento en que se funda la nueva psiquiatría, y cuando se aplican más o menos en toda Europa
y América los principios de la reforma penal, el gran asesinato monstruoso, sin razón ni preliminares, la
irrupción repentina de la contranaturaleza en la naturaleza, es pues la forma singular y paradójica bajo
la que se presenta la locura criminal o el crimen patológico. Lo que la psiquiatría del siglo XIX inventó en
esa identidad absolutamente ficticia de un crimen-locura, de un crimen que es todo él locura, de una
locura que no es otra cosa que crimen. Tal es en suma lo que durante más de un siglo ha sido

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denominado monomanía homicida. A pesar de todas sus reticencias a aceptar esta noción de
monomanía, los magistrados de la época terminaron por aceptar el análisis psiquiátrico de los crímenes
realizado a partir de esta tan extraña noción que resultaba por otra parte tan difícil de aceptar por ellos.
Esta gran ficción de la monomanía homicida se ha convertido en la noción clave de la protohistoria de la
psiquiatría criminal.
No basta con invocar una especie de imperialismo de los psiquiatras, ni tampoco un dinamismo interno
del saber médico que pretendería racionalizar el espacio confuso en el que se entremezclaban la locura
y el crimen. Si el crimen se convirtió entonces para los psiquiatras en un problema importante es porque
se trataba menos de un terreno de conocimiento a conquistar que de una modalidad de poder a
garantizar y justificar. Si la psiquiatría se convirtió en algo tan importante en el siglo XIX no es
simplemente porque aplicase una nueva racionalidad médica a los desórdenes de la mente o de la
conducta, sino porque funcionaba como una forma de higiene pública. El desarrollo, en el siglo XVIII,
había suscitado la cuestión biológica y médica de las “poblaciones” humanas, con sus condiciones de
existencia, de hábitat, de alimentación, con su natalidad y su mortalidad, con sus fenómenos
patológicos. El “cuerpo” social dejó de ser una simple metáfora jurídico-política para convertirse en una
realidad biológica y en un terreno de intervención médica. El médico debía de ser pues el técnico de ese
cuerpo social, y la medicina una higiene pública. La psiquiatría, en el tránsito del siglo XVIII al XIX,
adquirió su autonomía y se revistió de tanto prestigio porque pudo inscribirse en el marco de una
medicina concebida como reacción a los peligros inherentes al cuerpo social. La psiquiatría del siglo XIX
fue una medicina del cuerpo colectivo al menos en la misma medida que una medicina del alma
individual.
Se comprende así la importancia que la psiquiatría podía conceder a ese empeño de demostrar la
existencia de algo tan fantástico como la monomanía homicida. Se comprende también que durante
medio siglo se haya intentado sin cesar hacer funcionar esa noción a pesar de su escasa justificación
científica. En realidad, el diagnóstico de la monomanía homicida muestra lo siguiente:
1) Que la locura, bajo alguna de sus formas puras, extremas, intensas, es toda ella crimen y nada más
que crimen y que, por tanto, en los últimos bornes de la locura está el crimen.
2) Que la locura es susceptible de acarrear no simplemente desórdenes de conducta, sino incluso el
crimen absoluto, aquel que supera todas las leyes de la naturaleza y de la sociedad.
3) Que esta locura aunque posee una intensidad extraordinaria puede permanecer invisible hasta el
momento en el que estalla y sale a la luz; que nadie puede pues preverla salvo un ojo experimentado,
alguien con una experiencia ya añeja, con un saber bien pertrechado. En suma, únicamente en médico
especialista puede detectar la monomanía (los alienistas definirán la monomanía como una enfermedad
que se manifiesta exclusivamente en el crimen y se reservarán sin embargo el poder de determinar sus
signos premonitorios, las condiciones que predisponen a ella).
Se dirá sin duda que en su gran mayoría los magistrados rechazaron aceptar esta noción que permitía
convertir a un criminal en un loco cuya única enfermedad consistía en cometer crímenes. Sin embargo,
a través de esta discusión sobre los crímenes monstruosos, sobre los crímenes “sin razón”, la idea de
un cierto parentesco siempre posible entre la locura y la delincuencia se aclimata poco a poco en el
interior mismo de la institución judicial.
¿Por qué la institución penal, que durante tantos siglos no había necesitado de la intervención médica
para juzgar y condenar sin que el problema de la locura se plantease, salvo en algunos casos
evidentes, se sirve con gusto del saber médico a partir de 1820? No es pues “desde arriba” (por medio
de códigos o de principios teóricos) como la medicina mental ha penetrado en la penalidad, sino más
bien “desde abajo” (desde los mecanismos de castigo y del sentido que les confiere). Castigar, entre
todas las técnicas de control y transformación de los individuos, se había convertido en un conjunto de
procedimientos concertados para modificar a los infractores. Las formas de castigo a las que se
adhieren todos los reformadores de finales del siglo XVII y todos los legisladores de comienzos del XIX
(prisión, trabajo obligatorio, vigilancia constante, adecuación del castigo al estado moral del criminal y a
sus progresos) implica que el castigo recae más sobre el criminal mismo que sobre el crimen, es decir,

21
sobre lo que lo convierte en criminal: sus motivos, sus móviles, su voluntad profunda, sus tendencias,
sus instintos. En los antiguos sistemas la notoriedad manifiesta del castigo debía adecuarse a la
enormidad del crimen; ahora se intentan adaptar las modalidades de castigo a la naturaleza del criminal.
Se comprende pues que en estas condiciones los grandes crímenes sin motivo hayan planteado al juez
un difícil problema. En otros tiempos para poder castigar un crimen bastaba con encontrar al autor, que
éste no tuviese coartadas y que no lo cometiese en estado de furor o de demencia.
Surge pues un gesto voluntario, conciente y razonado, todo lo que es necesario para una condena en
términos legales en alguien que hasta entonces no había manifestado ningún signo de locura y por
tanto nada, ningún motivo, ningún interés, ninguna mala inclinación que permita determinar qué es lo
que hay que castigar en la culpable. Su plantea la necesidad de condenar, pero no se ve la razón de por
qué castigar. Habiéndose convertido entonces la razón del crimen en la razón de castigar ¿cómo
castigar un crimen sin razón? Para castigar se necesita saber cuál es la naturaleza del culpable, su
dureza de corazón, su maldad, sus intereses o sus inclinaciones atenuantes, agravantes, emoción
violenta. Pero si no se encuentra más que con el crimen por una parte, y con el autor por otra, la
responsabilidad jurídica, seca y desnuda, autoriza formalmente el castigo, pero no puede darle un
sentido.
Se comprende así que estos grandes crímenes sin motivo, valorados por los psiquiatras por tantas
razones, hayan sido, por causas muy diferentes, problemas tan importantes para el aparato judicial. De
todas formas no pueden evitar plantear la cuestión de los motivos, ya que conocen bien que a partir de
entonces en la práctica de los jueces el castigo está ligado, al menos en parte, con la determinación de
los motivos. Para que pueda funcionar la máquina punitiva no basta con que exista una infracción real
que se pueda imputar a un culpable; es necesario también establecer el motivo, es decir, una relación
psicológicamente inteligible entre el acto y el autor.
Los médicos, que solo tendrían que ser consultados para comprobar los casos siempre bastante
evidentes de demencia o de furor, van a ser llamados en tanto que “especialistas del móvil”: tendrán
que valorar no solo la razón del sujeto sino también la racionalidad del acto, el conjunto de relaciones
que ligan el acto con los intereses, los cálculos, el carácter, las inclinaciones, los hábitos del sujeto. Y si
bien los magistrados se niegan con frecuencia a aceptar el diagnóstico de monomanía, tan defendido
por los médicos, sin embargo no tienen más remedio que aceptar gustosos el conjunto de problemas
que esta noción suscita, es decir, en términos más modernos, la integración del acto en la conducta
global del sujeto. Cuanto más diáfana sea esta integración, más fácilmente el sujeto aparecerá como
punible. Y, en contrapartida, cuanto menos evidente sea esa integración más el acto del sujeto se
asemejará a un mecanismo repentino e irrefrenable que irrumpe en el propio sujeto y en consecuencia
éste, el responsable, se mostrará más difícilmente objeto de punición, y la justicia aceptará entonces
desasirse de él considerándolo un loco y confiándolo al encierro psiquiátrico.
Conclusiones:
1) La intervención de la medicina mental en la institución penal a partir del siglo XIX no es la
consecuencia o el simple desarrollo de la teoría tradicional de la irresponsabilidad de dementes y
furiosos.
2) Esta intervención se debe al ajuste de dos necesidades que proceden, por una parte, del
funcionamiento de la medicina como higiene pública y, por otra, del funcionamiento de la punición legal
como técnica de transformación individual.
3) Estas dos nuevas exigencias están ligadas tanto una como otra con la transformación del mecanismo
de poder mediante el cual, desde el siglo XVIII, se pretende controlar el cuerpo social en las sociedades
de carácter industrial. Sin embargo, a pesar de este origen común, las razones por las que la medicina
interviene en el ámbito criminal, y las razones por las que la justicia penal recurre a la psiquiatría, son
esencialmente diferentes.
4) El crimen monstruoso, a la vez contra natura y sin razón, es la forma bajo la cual concurren la
demostración médica de que la locura es en último término siempre peligrosa y la impotencia judicial
para determinar la punición de un crimen sin haber determinado los motivos del mismo. La curiosa

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sintomatología de la monomanía homicida ha sido diseñada en el punto de convergencia de estos dos
mecanismos.
5) El tema del hombre peligroso se encuentra así inscrito tanto en la institución psiquiátrica como en la
institución judicial. Cada vez más la práctica, y posteriormente la teoría penal, tendrán tendencia, en los
siglos XIX y XX, a hacer del individuo peligroso el objetivo principal de la intervención punitiva. Cada vez
más la psiquiatría del siglo XIX por su parte se orientará hacia la búsqueda de los estigmas patológicos
que pueden marcar a los individuos peligrosos: locura moral, locura instintiva, degeneración. Y es
precisamente esta cuestión del individuo peligroso la que permitió el nacimiento, por una parte, de la
antropología del hombre criminal elaborada por la escuela italiana y, por la otra, de la teoría de la
defensa representada en un principio por la escuela belga.
6) Se produce también una consecuencia importante: la vieja noción de responsabilidad penal se va a
ver transformada considerablemente. La responsabilidad penal, al menos en determinados aspectos,
estaba próxima todavía al derecho civil. A partir de ahora la responsabilidad sin embargo no está
simplemente ligada con esta forma de la conciencia, sino también a la inteligibilidad del acto en relación
con la conducta, el carácter y los antecedentes del individuo. Cuanto más psicológicamente
determinado esté un acto, mejor podrá su autor ser considerado un sujeto penalmente responsable.
Cuanto más indeterminado y gratuito sea, más tendencia se tendrá a eximir de responsabilidad al
sujeto. Con esta paradoja insostenible de la monomanía y el acto monstruoso la psiquiatría y la justicia
penal entraron en una fase de incertidumbre que estamos lejos de haber superado: los
entrecruzamientos entre la responsabilidad penal y la determinación psicológica se han convertido en
una cruz del pensamiento jurídico y médico.
En el ámbito de la psiquiatría propiamente dicha la noción de monomanía fue abandonada un poco
antes de 1870. La primera de las razones consiste en que la idea, en último término negativa, de una
locura parcial centrada exclusivamente en un punto y que solo se desencadena en determinados
momentos, fue sustituida por la idea de que una enfermedad mental no es necesariamente una
patología del pensamiento o de la conciencia, sino que puede afectar también a la afectividad, los
instintos, los comportamientos automáticos, dejando casi intactas las formas de pensamientos. Pero la
monomanía fue abandonada también por otra razón distinta: por la visión según la cual las
enfermedades mentales evolucionan de forma compleja y polimorfa y pueden presentar en
determinados estadios de su desarrollo síntomas específicos, y esto no solamente a escala individual
sino también generacional: tal fue la teoría de la degeneración.
La cuestión psiquiátrica no se localiza ya en algunos grandes crímenes e, incluso si no es aceptada,
mostrar pericia de algún pequeño delito, conviene plantearla y generalizarla a todo el territorio de las
infracciones.
En el trasfondo de esta nueva forma de plantear el problema existen numerosas transformaciones que
han constituido en parte su condición de posibilidad. En primer lugar, un desarrollo intensivo de las
redes policiales en la mayor parte de los países de Europa lo que implicó, más en concreto, una
reorganización y una vigilancia del espacio urbano y supuso también la persecución mucho más
sistemática y mucho más eficaz de la pequeña delincuencia. A ello hay que añadir que los conflictos
sociales, las luchas de clases, los enfrentamientos políticos, las revueltas armadas han inducido a los
poderes públicos a asimilar los delitos políticos al crimen de derecho común para poder así
descalificarlos mejor.
Hay que añadir otro elemento más: el repetido y tantas veces denunciado fracaso de la maquinaria
penitenciaria. Desde muy pronto se dieron cuenta de que la prisión producía exactamente el resultado
contrario, que era más bien una escuela de delincuencia, y que los métodos más afinados del apartado
policial y judicial, lejos de asegurar una mejor protección contra el crimen, conducían por el contrario por
mediación de la prisión a un reforzamiento del hampa criminal. Por toda una serie de razones se
produjo entonces una situación en la que existía una muy intensa demanda social y política de reacción
contra el crimen y de represión, demanda que implicaba una originalidad en la medida en que decía ser
pensada en términos jurídicos y médicos; y por tanto la pieza central de la institución penal desde la

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Edad Media, es decir, la responsabilidad parecía inadecuada para pensar este amplio y tupido ámbito
de la criminalidad médico-legal.
Esta inadecuación se mostró a la vez en el terreno de las concepciones y de las instituciones, en el
conflicto que enfrenta, en torno de los años 1890, a la llamada Escuela de Antropología Criminal con la
Asociación Internacional de Derecho Penal. Frente a los principios tradicionales de la legislación
criminal, la escuela italiana y los antropólogos de la criminalidad exigen nada menos que una salida de
las demarcaciones del derecho, una verdadera “despenalización” del crimen a través de la puesta en
práctica de un engranaje de un tipo muy distinto al previsto por los códigos. Para la antropología
criminal se trataba de lo siguiente:
a) Abandonar totalmente la noción jurídica de responsabilidad y plantear como cuestión fundamental no
el grado de libertad del individuo, sino el nivel de peligro que éste constituía para la sociedad.
b) Señalar además que precisamente los procesados que el derecho reconocía como irresponsables,
en la medida en que eran considerados enfermos, locos, anormales, víctimas de impulsos irresistibles,
eran justamente ellos quienes constituían el mayor peligro.
c) Esgrimir que lo que se denominaba “pena” no era tanto un castigo cuanto un mecanismo de defensa
de la sociedad; subrayar por lo tanto que la diferencia no estriba entre responsables que deben ser
condenados e irresponsables que no deben serlo, sino entre sujetos absoluta y definitivamente
peligrosos y aquellos que, mediante ciertos tratamientos pueden dejar de serlo.
d) Concluir que deben existir tres grandes tipos de reacciones sociales frente al crimen o mejor frente al
peligro que constituye el criminal: eliminación definitiva (a través de la muerte o del encierro en una
institución), eliminación provisional (mediante tratamiento), eliminación en cierto modo relativa y parcial
(esterilización, castración).
Se puede ver así claramente la serie de desplazamientos promovidos por la escuela antropológica,
desplazamientos que van desde el crimen hacia el criminal, del acto efectivamente cometido al peligro
virtualmente existente en el individuo, de la punición modulada del culpable a la protección absoluta de
los otros.
Se alcanzaba de este modo un punto de ruptura: la criminología, desarrollada a partir de la vieja
monomanía en una aproximación con frecuencia tormentosa con el derecho penal, corría el riesgo de
verse excluida por el exceso de radicalidad. Y entonces la situación podría volver otra vez a asemejarse
un tanto a la del principio: un saber técnico incompatible con el derecho que lo acosa desde el exterior y
es incapaz de hacerse oír por él.
La edad de la antropología criminal, con sus ingenuidades radicales, parece haber desaparecido con el
advenimiento del siglo XX siendo relevada por na psicosociología de la delincuencia mucho más sutil y
mucho más aceptable para el derecho penal. De hecho, la antropología criminal, al menos en sus
formas generales, no ha desaparecido tan completamente como se dice. Algunas de sus tesis más
fundamentales, las más llamativas en relación con el derecho tradicional, se han incardinado poco a
poco en el pensamiento y en la práctica penal.
La hipótesis de Foucault es que fue el derecho civil, y no la criminología, quien permitió que el
pensamiento penal se modificase en dos o tres puntos capitales; pero fue el pensamiento penal quien
hizo posible que lo que había de esencial en las tesis de la criminología de la época penetrase en el
derecho criminal. Se puede pensar que en esta reelaboración que se hizo en primer lugar en el derecho
civil, los juristas no habrían aceptado las propuestas fundamentales que la antropología criminal o al
menos que no habrían contado con los instrumentos necesarios para hacerlas penetrar en el sistema de
derecho. y así, aunque parezca extraño a primera vista, fue el derecho civil quien hizo posible la
articulación del código y de la ciencia en el derecho penal.
Esta transformación del derecho civil se articula alrededor de la noción de accidente, de riesgo y de
responsabilidad. En el siglo XIX el desarrollo del sistema salarial, de las técnicas industriales, del
maquinismo, de los medios de transporte, de las estructuras urbanas, hizo que sugiriesen dos cosas
importantes: en primer lugar los riesgos que afectaban a un tercero; en segundo lugar el hecho de que
estos accidentes podían con frecuencia estar ligados con una especie de falta, pero una falta mínima

24
cometida además por alguien que era incapaz de soportar la responsabilidad civil y el pago de los
desaguisados causados.
El problema era por lo tanto el de dar fundamento jurídico a una responsabilidad sin culpa. Y éste fue el
esfuerzo que realizaron los civilistas occidentales y sobre todo los juristas alemanes presionados por las
exigencias de la sociedad bismarkiana (sociedad no solo de disciplina sino también de seguridad). En
esta búsqueda de una responsabilidad sin culpa los civilistas utilizaron un determinado número de
principios importantes:
1) Esta responsabilidad debe ser establecida considerando no la serie de errores cometidos sino el
encadenamiento de causas y efectos.
2) Estas causas son de dos órdenes distintos que no se excluyen el uno al otro: el encadenamiento de
hechos concretos e individuales que han sido inducidos unos a partir de los otros, y la creación de
riesgos a un tipo determinado de acción, de maquinaria, de empresa.
3) Estos riesgos deben ser aminorados de la forma más sistemática y rigurosa posible; pero es cierto
que no se los podrá hacer desaparecer totalmente, ya que las empresas características de la sociedad
moderna comportan riesgos.
4) La indemnización no ha sido hecha para sancionar, como si se tratase de una cuasi punición a esta
responsabilidad sin culpa, ligada con un riesgo que jamás podrá desaparecer completamente, sino que
reparar sus efectos por una parte y, por otra, para intentar hacer disminuir, de una manera asintótica,
los futuros riesgos.
Al eliminar el elemento de culpa en el sistema de la responsabilidad los civilistas introdujeron en el
derecho la noción de probabilidad causal y de riesgo e hicieron surgir la idea de una sanción que tendría
la función de defender, de proteger, de presionar sobre riesgos inevitables.
Esta despenalización de la responsabilidad civil, a través de un proceso extraño, es la que va a servir de
modelo al derecho penal y esto a partir de proposiciones fundamentales formuladas por la antropología
criminal. Del mismo modo que se puede determinar una responsabilidad civil sin establecer culpa, a
partir únicamente del riesgo creado contra el que hay que defenderse sin anularlo, del mismo modo se
puede hacer responsable penalmente a un individuo sin tener que determinar si es libre y si hay culpa,
ligando el acto cometido con el riesgo de criminalidad constituido por su propia personalidad. Es
responsable pues por su sola existencia engendra riesgo. Así la sanción no tendrá por objeto castigar a
un sujeto de derecho que se habría voluntariamente enfrentado a la ley, sino que su función será más
bien la de hacer disminuir en la medida de lo posible el riesgo de criminalidad representado por el
individuo en cuestión.
La idea general de la “defensa social” surgió de la transferencia a la justicia criminal de elaboraciones
propias del nuevo derecho civil. En este momento se acababa de encontrar “el comodín” que se
necesitaba. Este comodín es la fundamental noción de riesgo que adquiere un lugar en el derecho a
través de la idea de responsabilidad sin culpa y que puede ser entronizada por la antropología, la
psicología o la psiquiatría gracias a la idea de una imputabilidad sin libertad.
A partir de los grandes crímenes sin razón de comienzos del siglo XIX, el debato no se centró en torno
de la cuestión de libertad. El verdadero problema, aquel que ha sido realmente trabajado, fue el del
individuo peligroso. El derecho penal extendió, organizó y codificó la sospecha y la detección de
individuos peligrosos, desde la extraña y monstruosa figura de la monomanía hasta la frecuente y
cotidiana del degenerado, del perverso, del desequilibrio constitucional, etc.
Esta transformación no se operó únicamente desde la medicina hacia el derecho, sino que se realizó
mediante un perpetuo mecanismo de ayuda y de interacción entre el saber médico o psicológico y la
institución judicial. No fue esta la última la que cedió, sino que se formó un territorio y un conjunto de
conceptos nacidos en sus fronteras y de sus intercambios.
La mayoría de las nociones que surgieron así, de estas interacciones, son sin duda operativas para la
medicina legal o para los exámenes periciales psiquiátricos en materia criminal.
La penalidad moderna no concede derecho a la sociedad sobre los individuos más que en razón de lo
que hacen: un único acto, definido como infracción por la ley, puede dar lugar a una sanción, sin duda

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modificable en función de las circunstancias o de las intenciones. Pero al poner cada vez más de relieve
al criminal como sujeto del acto y también al individuo peligroso como virtualidad de actos, en realidad,
¿no se concede a la sociedad derecho sobre el individuo a partir de lo que él es? No se trata de que se
lo considere en lo que es en función de su status sino de lo que es por naturaleza, en razón de su
constitución, de sus rasgos de carácter o en sus variedades patológicas. Se constituye así una justicia
que tiende a ejercerse sobre lo que se es: tal es la desorbitante realidad en relación con ese derecho
penal con el que soñaron los reformadores del siglo XVIII y que debía castigar, de forma absolutamente
igualitaria, las infracciones definidas explícitamente y previamente por la ley. Se argumentará sin duda
que a pesar de este principio general el derecho de castigar, incluso en el siglo XIX, se ejerció y se
moduló no solo a partir de lo que hacen los hombres sino también a partir de lo que son o de lo que se
supone que son. Al menos desde el siglo XVIII este modelo de justicia ha constituido el principio rector,
el principio jurídico-penal que gobierna la penalidad moderna.
Insidiosamente, lentamente, de forma reptante y segmentada se organiza una penalidad centrada en lo
que se es: han sido necesarios más de cien años para que esta noción de individuo peligroso, que
estaba virtualmente presente en la monomanía de los primeros alienistas, fuese aceptada por el
pensamiento jurídico. Al cabo de cien años esta noción se ha convertido en un tema central de los
exámenes periciales psiquiátricos; sin embargo, el derecho y los códigos parecen dudar a la hora de
abrirle un hueco.

PENALIDAD Y MORAIZACIÓN. PARA UNA HISTORIA DE LA LOCURA Y LA


PSICOLOGÍA EN ARGENTINA (Vezzetti)
La locura constituye un núcleo alrededor del cual nacen instituciones y se entretejen discursos diversos:
filosóficos, científicos, jurídicos, morales. En nuestro país el dispositivo que le ha sido destinado nación
en el último tercio del siglo XIX. En ese espacio impactará el psicoanálisis varias décadas después,
provocando rupturas y transformaciones que se acercan a lo que ya nos es más contemporáneo.
Este momento de conformación se desenvuelve en circunstancias históricas cargadas de
acontecimientos. En el transcurso de pocas décadas se transforma de raíz el Estado argentino. En el
plano político y cultural resalta la constitución de una elite dirigente fuertemente cohesionada en el
sostenimiento del proyecto oligárquico, que se asume como fundacional en todas sus dimensiones.
Aunque no se trata de realizar un abordaje histórico “general”, las referencias a las condiciones políticas
y sociales del país son explícitas en los textos considerados. Se advierte hasta qué punto la naciente
dirigencia del gremio médico se constituía como capa social y se asumía ante todo como un factor
político de civilización. Esto no solo en el desempeño de funciones de gobierno, sino en el alcance con
que encaraban prácticas más específicas. La metáfora del cuerpo social y el mito del médico filántropo,
especialista capacitado para operar en el sentido del bien común y de la armonía social, fundamentan la
extensión de la intervención médica mucho más allá del enfermo y el hospital en ese sentido, la
“medicina del espíritu” es desde un principio plenamente social.
En esta etapa fundadora se destaca el papel cumplido por la introducción de la ciencia y la cultura
europeas, particularmente francesa.
El objetivo de organizar y consolidar el poder político y económico, por parte de la elite dominante,
orienta a la vez una adecuada organización e integración de la fuerza de trabajo y una cierta intención
disciplinaria y ejemplificadora, en la que el trabajo adquirirá una definida sanción moral. La pretensión
de incorporación y transformación de los hábitos laborales de las masas criollas y la integración
armónica de la masa inmigrante, campea las más de las veces explícitamente con los discursos
médico-psicológicos. La corporación médica va adquiriendo una función orgánica de sostén del sistema
de poder, que excede y desborda la intervención sobre el orden de lo somático. Y la “psicología”, ante
todo un modo de astucia y una intención interpretativa que trastoca el régimen de la mirada y el
reconocimiento clínico-somático, encuentra en ese desbordamiento las condiciones para su
constitución.

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El tema de la locura no deja de asociarse a ciertas concepciones acerca del proceso de civilización. La
civilización traería aparejada la locura como su precio inevitable; las mismas condiciones que fundan la
movilidad y el progreso engendrarían los desequilibrios. Por eso es que las sociedades más abiertas y
dinámicas albergan más locos en su seno.
Pero lo que resalta ya es fundamentalmente la locura parcial, que no afecta las facultades, que se
oculta y se sustrae como un desajuste mínimo, invisible a la mirada que no esté entrenada en la astucia
vigilante del médico alienista. Así nace, en los hospicios antes que en las aulas universitarias, la
“patología mental” como especialidad médica.
En el transcurso de un período breve, alcanza una relativa culminación el proceso de transformación y a
la vez de constitución de un campo científico e institucional referido al tema de la locura correlacionado
al del delito. Es desde esa conformación del campo que puede escribirse una historia.
En la obra de Ramos Mejía resulta fundamentalmente una pretensión científica natural, inspiradora en el
evolucionismo y enfrentada a las concepciones espiritualistas. Entre las “enfermedades nerviosas”
destaca a las que carecen, aparentemente, de una lesión material: son las neurosis.
El caso individual no es simplemente la especificación de la clase y el diagnóstico va modificando su
estructura: ante todo aborda una cierta historia, a la vez individual y social. En el sistema de las causas
domina la ausencia de especificidad, ya que se incluye un repertorio tan heterogéneo que casi no es
posible anticipar un efecto de locura a partir de una causa dada.
Si en el campo de la “neurosis”, estados “intermedios”, no funciona un sistema de consideración
etiológica semejante al que tienden a prevalecer en otros ámbitos de la neurología, es justamente
porque aquello de que se trata es de la conducta social y en ella debe tratar con lo que viene mezclado.
En el mismo movimiento que define la locura como objeto, recortado en un campo social, susceptible de
ser reducido en términos científico-naturales, se abre la indagación médica a la consideración del
desempeño individual en términos decididamente morales.
Así comienza a definirse una directiva metódica del alienista que si tiene en común con el clínico una
intencionalidad de la mirada que busca más allá de la superficie, se caracteriza porque de la vida de su
paciente quiere mirarlo e investigarlo todo. El límite del cuerpo organizador de la experiencia clínica,
estalla y ese ejercicio inquisitorial metódico podrá abrirse a la vida familiar, social, al medio histórico, al
campo de los valores.
Parece significativo que el primer ejercicio de estudio psicopatológico individual se aplique sobre los
“hombres célebres”. Por una parte, parece que los individuos de inteligencia superior estarían más
expuestos a la neurosis. Pero a la vez, en los hombres superiores, la locura puede asumir
paradójicamente el carácter de una exaltación y un reconocimiento de la superioridad.
El individuo puede ser detectado y situado como problema en un proceso que modifica las categorías
científicas y morales en juego. No basta la superposición formal al campo de la locura de un sistema
general de clasificación basado en especies netamente diferenciadas. Tampoco se trata solamente de
una categorización moral general, en términos de mandamientos o virtudes. Las virtudes cobrarán una
especificación más concreta y socialmente determinada. Dentro de esa orientación general, al
dispositivo clínico-psicológico le compete una más precisa jurisdicción sobre el individuo y las
desviaciones posibles en el cumplimiento de este programa de vida.
Esa función exigirá un profundo conocimiento del medio social. Los alienistas se obligarán a
actualizarse e impregnarse de los valores de su época y a su estricta participación cultural.
El alienista no debe descuidar la influencia de los grandes acontecimientos políticos. “Las conmociones
políticas imprimen mayor actividad a todas las facultades intelectuales, exaltan las pasiones tristes y
rencorosas, fomentan la ambición y las venganzas, derriban la fortuna pública, alteran profundamente el
orden social y por lo tanto producen las distintas formas de locura”. Especialmente provocan “las penas,
las pasiones contrariadas, el orgullo, la ambición, la exaltación mística, las decepciones, los quebrantos
de fortuna y todo género de emociones de índole afectiva”.
El hombre privado como objeto de examen científico: tal es el origen de cierta mirada clínica psicológica
que apunta a afirmar la irreductibilidad del individuo. Pero en esa nueva figura del saber los prototipos

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son el loco y el delincuente, y la atención a lo excepcional coincide con el movimiento que empuja a la
uniformidad y la normalización.
La experiencia del hospicio. Los problemas creados por la presencia de locos internados en
establecimientos hospitalarios generales o institucionales penales y asilos de caridad, mezclados con
una población heterogénea, se planteaban desde mucho antes. Pasarán años hasta que ese espacio de
reclusión, inicialmente determinado por razones administrativas, se constituya en un lugar en que la
locura ofreciéndose a la observación cuidadosa del médico, desplegará sus caracteres. El clínico
alienista nacerá y desarrollará junto a las nuevas figuras de la locura. Las prácticas institucionales
exigen crecientemente una distancia y un esfuerzo de objetivación que impone la transformación de la
noción misma de locura a la vez que la liga más íntimamente a los temas sociales de la ociosidad, la
desviación y la rebeldía.
Un caso representado por Meléndez es el siguiente: un actor cómico italiano conducido al Hospicio por
la Policía, en medio de un cuadro de agitación. La observación insiste en los antecedentes inmediatos:
sus infortunios a causa de una rivalidad profesional. Las causas de la locura exceden el ámbito de lo
corporal y la mirada médica las persigue en un espacio que se amplía indefinidamente.
A través de este predominio de las “causas morales”, la locura aparece confundida a una crisis vital, la
“comprensión”, de extenso desarrollo en el ámbito clínico psiquiátrico y psicológico, preanuncia una
matriz de casi todo lo que se llamará psicoterapia.
Por otra parte, la observación pone en juego la dimensión temporal: la evolución aporta muchas veces
la significación de los síntomas y la estabilidad de su depresión. Es preciso que el tiempo transcurra y el
equilibrio alcanzado se ponga a prueba.
La referencia al tiempo cobra sentido en la propia experiencia hospiciaria, en un período que puede
definirse como de aprendizaje. La función psiquiátrica requiere tiempo para instituirse.
En ese nuevo espacio de internamiento y objetivación de la locura, lo primero será defender
celosamente la estricta jurisdicción médica.
La cuestión de las admisiones se convierte en un tema clave en ese esfuerzo de delimitación. Se trata
de distinguir locura y vicio, a propósito de los ebrios. Sin embargo, la serie alcohol-inmigrante-locura
será afirmada como la más poderosa de las ecuaciones etiológicas por Meléndez y Coni en las
“Consideraciones sobre la estadística de la enajenación mental”.
Discriminar lo que es susceptible de ser internado implica también distinguir el hospicio de un instituto
penal de reclusión o castigo. Esto genera diversos conflictos con la Policía y con los magistrados. Lo
que tiende a reafirmarse es la pertinencia de un dispositivo científico e institucional específico para la
locura. Esto lleva a reiterar la falta de preparación de los funcionarios judiciales y policiales, de las
damas filantrópicas y aun de los propios médicos no formados en el tema. Con ese movimiento
converge el que viene de la Facultad en torno a la reorganización del campo médico-legal.
Meléndez en sucesivos artículos va delineando una cierta experiencia clínica de la locura, hecha posible
en el marco institucional de la internación.
El diagnóstico resulta inseparable de la orientación “metodológica” de la observación, y en ese sentido
se destaca la consideración de las “causas morales”.
En la esfera del tratamiento, las intervenciones en lo somático son más bien idénticas. El tratamiento
moral tolera mayores variantes, aunque con una afirmación de principios de la potencia curativa del
trabajo. El criterio de curación parte del objetivo de devolver al loco a un lugar social y productivo; el
loco es antes que nada un síntoma social que debe ser reducido.
El otro gran objetivo del tratamiento moral apunta a disipar las quimeras de la imaginación exaltada, y
para ello no escatima recursos.
Con Meléndez, la función del alienista se va dibujando; ante todo como ruptura con la vieja misión de
administración y depósito del loco. Hay una búsqueda por diferenciar y consolidar un cuerpo de
conocimiento y un repertorio de intervenciones, en el marco de una experiencia de observación, de
experimentación y aprendizaje. La preocupación clasificatoria, aunque persiste, cede paso a una
concepción más descriptiva y matizada del diagnóstico.

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Todo ello supone asumir una cierta especialización, que va afirmando el campo de la locura como
propio de una rama diferenciada de la medicina. Lo que la especifica es esa capacidad de observar y
evaluar lo menos visible, que intenta la aprehensión de un caso individual a partir de un limitado
repertorio de factores y de causas, especialmente abarcando un espacio de determinación de la locura,
que va más allá de los síntomas y el espacio corporal y se ubica en un espacio social y moral dominado
por las necesidades del orden y la producción.
También subyace una función moral, definida a la vez desde esa responsabilidad social de arbitrar entre
la locura y la cordura y en una ética basada en la superioridad intelectual y axiológica en la que se
sostiene el alienista, en su posición de patrón y juez inapelable.
La dirección de las pasiones. La locura es el nudo que reúne medicina y psicología, más aún, funda la
posibilidad misma de una psicología como clínica. Es la “parte psicológica” la que merece realmente el
nombre de locura, son los “fenómenos psíquicos”, las “manifestaciones anómalas del espíritu”.
Pero en este discurso persiste una visión apegada, especialmente en relación al tema de la
imperfección humana. Las diferencias individuales aparecen ante todo sobre el fondo de la perfección y
la virtud, y por esa vía la locura permanece apresada en un discurso moralizante acerca de las
pasiones, en una concepción cercana a la temática de la tentación y el pecado. Las pasiones “tienen el
triste privilegio de hacer enfermar el cuerpo y espíritu”. También “tienen una desgraciada propensión a
degenerar, y el degenerando se hacen todas malas. Se convierten en perversiones o exageraciones”.
Los “sentimientos morales” se desnaturalizan al pasar al estado de pasión.
El tema del libre albedrío será considerado en íntima relación al de los fines y obligaciones del hombre.
La cuestión reside en que un orden trascendente al sujeto funde para él no solo la capacidad sino la
obligación de discernir el bien del mal. Los objetivos políticos y jurídicos igualmente absolutizados,
pueden reemplazar al sumo Bien con ventaja para quienes ejercen el poder. Ante todo porque ubica en
la exterioridad social los criterios que juzgan sobre el discernimiento.
Si la locura es, en esta perspectiva, ante todo estado apasionado, su modelo privilegiado es la cólera,
configurado sobre todo por “la ausencia de toda oposición moral a las inspiraciones de la pasión”. Lo
que sostiene esa concepción es la preeminencia de la conciencia moral como instancia superior,
autónoma y rectora de la conducta. La locura es antes que nada un déficit de la conciencia moral, es
enceguecimiento e irracionalidad y se opone como tal a la capacidad de discernir el bien y el mal.
Al lado de la locura como “estado apasionado”, se sitúa la locura como “alteración simultánea de todas
las facultades del espíritu” que reconoce las formas de la manía y la demencia. Es la primera es estas la
que va a merecer máxima atención en correspondencia con lo que Esquirol definió como monomanía y
que otros autores llaman “locura instintiva”.
Se distinguen causas determinantes y predisponentes, causas físicas y morales, pero en todo caso las
morales, tanto a nivel de la conducta individual como de características sociales, son las que merecen
casi toda la atención.
En esta consideración, hay un papel principal reservado a la educación en el moldeamiento de las
costumbres y la moderación de los excesos. “El pueblo educado es trabajador” enuncia Gache uniendo
su voz a las consignas dominantes sobre la regeneración de las masas. Meléndez y Coni coinciden en
que “la institución, la familia y la propiedad constituyen la trinidad social que está llamada a regenerar a
las masas”.
Alcohol e inmigración, aderezados con ciertos mitos referenciales relativos a la “ambición desmedida”,
van dibujando la figura autóctona del loco inmigrante, que no solo llena el Hospicio de las Mercedes
sino que tendrá particular incidencia en ciertas peculiaridades del discurso psiquiátrico argentino.
El estudio de la locura asociado a las pasiones, cuyo estudio y dominio se procura, no se separa de una
prolija consideración del orden social. Si la civilización trae aparejada un incremento de la locura, una
primera distinción permite discriminar esa incidencia. Mientras que en los pueblos más civilizados la
locura es debida a la acción de causas morales, en los más primitivos son las causas físicas las que
dominan. Pero idéntica distinción se establece en las separaciones de clases en el interior de las

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naciones civilizadas: las “clases instruidas” son afectadas por causas morales y las “clases ignorantes”
por las físicas.
El creciente dominio del naturalismo positivista constituye a la biología no solo en el patrón de referencia
de toda ciencia, sino también en una superestructura que ordena y legitima el conjunto de los valores
sociales.
La temática moral, que es coextensiva con los orígenes mismos de la psicología como conocimiento del
alma y sus facultades, se ha ido desligando del universo religioso. Sin embargo, no dejan de insistir
ciertas nociones, especialmente alrededor del tema de las pasiones y del libre albedrío. Pero el empuje
se da en dirección a una redefinición de los valores en varios sentidos. El bien tiende a figurarse mucho
más en el orden social que en cierta interioridad de conciencia: el trabajo y la integración social, junto a
la subordinación a las nacientes pautas cívicas que definen el perfil del buen ciudadano.
Lo nuevo es que la investigación del campo y la delimitación de la locura como objeto de un saber
adquiera una función moral ejemplarizadora, a la vez que ratifica a los modernos desarrollos científicos
naturales como garantía de validez y eficacia.
A estos desarrollos no es ajeno el impacto que produce el torrente inmigratorio no solo sobre la
conformación social y la estructura económica sino sobre el campo general de la cultura.
En esa misma dirección se producirá una transformación de raíz del aparato jurídico y penal; en ese
sentido, es destacable la temprana y notoria difusión que encuentra en el país la escuela positiva del
derecho.
Tanto la definición de las diferencias individuales como las de las condiciones de ejercicio del libre
albedrío y le irrupción perturbadora de las pasiones, son temas de la medicina legar. La justicia y la
verdad son sus emblemas y con ellos se confunde con el derecho en “la noble tarea de mantener en pie
los principios de moral y justicia que rigen a los pueblos civilizados”.
En la práctica, la participación médica acompaña el procedimiento policial y penal y constituye un
engranaje fundamental de cierto dispositivo disciplinario de la conducta social. Cierta objetivación
médica respecto de la locura tiene un origen importante en esa participación. El campo de la medicina
legal se desarrolla casi desde los orígenes de la enseñanza de la medicina. La cátedra respectiva se
crea en 1875, y su primer titular fue Eduardo Wilde.
Los objetivos de la medicina legal se orientan en dos direcciones: desconocer el derecho de manejar
sus intereses al que carece de facultades intelectuales para ello y evaluar la existencia de libre albedrío
como principio de toda penalidad jurídica. El derecho encuentra en el saber positivo de la medicina un
fundamento y una garantía de eficacia. Y esto sobre todo, en la consideración de los estados
intermedios entre la cordura y la locura.
No se trata tanto de salvar al loco de la cárcel o el patíbulo como de evitar que el criminal eluda la
justicia. Declarar a alguien loco no basta para considerarlo irresponsable. El libre albedrío puede
permanecer intacto aun en alguien con un diagnóstico de locura. Es por el lado de la locura parcial, de
la monomanía, que el derecho necesita de la medicina psicológica como una prótesis que multiplica su
poder.
La figura del loco debe ser discriminada de la del criminal. En las locuras parciales, “la medicina legal
arranca a muchos supuestos criminales del rigor de la ley para aconsejar su encierro en asilo de
observación, porque para ella no son sino enfermos desgraciados y sañosos a la sociedad en que
viven”. Puede pensarse que no hay gran diferencia entre la peligrosidad del delincuente y la del loco, si
a ambos espera el destino común de la reclusión. Y sin embargo la insistencia en el contexto de
observación marca una diferencia. El loco será observado, investigado.
Un debate recorre los textos médico legales y enfrenta a los magistrados que parecen suponer que
diagnosticar las manifestaciones de locura es algo que está al alcance de todo el mundo. No solo no
basta el sentido común, sino que aun la formación médica tradicional es insuficiente y se requiere una
preparación específica; y ese requerimiento está en la base de la conformación de la psiquiatría como
especialidad.
El alienista, médico y psicólogo es por definición el que no se engaña ni puede ser engañado.

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La locura parcial insistirá en algo muy distinto de esa imagen vulgar de la explosión de insensatez
(manía) o de la degradación y la absurdidad intelectual (demencia).
Todos los textos rebosan de metáforas relativas a la mirada, al ojo penetrante y la luz incisiva, relativas
al oficio del alienista legal. La locura deja el espacio de los desbordes y el estruendo para pasar a ser
una cualidad más bien silenciosa y reticente que debe ser perseguida, evaluada y obligada a hablar.
Pronto llegará el momento de prevenirla y de anticiparla y con ello la psicoterapia encontrará una
dimensión fundamental de su construcción.
El parricida José Vivado. En 1878 José vivado, inmigrante de aproximadamente 27 años de edad, da
muerte a su padre. Se desata una polémica a propósito de su estado mental. El Director del Hospicio,
Meléndez, lo encuentra loco y es acompañado en su parecer por Eduardo Wilde, médico de Tribunales.
Según el dictamen, Vivado no es responsable de sus actos y no puede ser procesado. En cambio el
médico de la Penitenciaría se expide en sentido contrario y ese criterio es ratificado por el Consejo de
Higiene Público.
Los tres informes relativos al caso constituyen un material de valor para abordar la constitución de un
campo científico e institucional en torno a la locura y sos manifestaciones en el campo médico legal.
Pero a la vez se trata de la observación más extensa publicada de un caso de locura y en los diferentes
enfoques puede advertirse la distancia insalvable que separa a las concepciones más tradiciones de la
moderna función psiquiátrica representada por Meléndez.
José Vivado, durante un tiempo, trabajo con su padre y su hermano, pero los continuos conflictos que
se suceden con el padre lo llevan a intentar un trabajo por su cuenta. Lo hace como vendedor
ambulante; fracasa en el intento y regresa a casa de su padre. Los conflictos se reinician e
imprevistamente mata al padre.
El informe médico de la Penitenciaría considera a Vivado como un individuo simple. Sus facultades
existentes pero “no adelantan por no ser debidamente solicitadas”. En ese estado no se le presentaban
conflictos hasta su viaje a la Argentina. El informe resalta que era “desidioso”, y sobre todo “haragán”;
se ocupa exclusivamente en sus “recuerdos” y “en la consecución de sus deseos”. Cuando su padre le
recrimina su actitud, “sigue las inspiraciones del mal” y lo mata.
Domina en ese discurso la contradicción entre laboriosidad y ociosidad como criterio de una distinción
que se superpone con la del servicio a la producción laboral o a la realización de los deseos. Un
inmigrante que no quiere trabajar es antes que nada un engendro social; ni siquiera es un loco. La
melancolía, diagnóstico de Meléndez, coincide con recursos intelectuales y “no se desarrolla en los
espíritus vulgares”.
La conclusión de este enfoque es que José Vivado no es loco. Se trata de un “espíritu vulgar”, pero
sobre todo de un inmigrante que protege hasta límites increíbles, el parricidio, se perversa resistencia a
trabajar.
El informe del Consejo de Higiene se preocupa por la posible simulación destinada a eludir el castigo.
Hace resaltar algunos elementos de la conducta que según el criterio del Consejo avalan la tesis de la
simulación.
Los miembros de la Comisión parten de suponer que el detenido oculta algo y se sitúa frente a él
dispuestos a ejercitar su investigación con “sagacidad”. Adoptan el ardid de prometerle que van a
ayudarlo a fugarse de la Penitenciaría. Esa promesa, consignan triunfalmente “dio por resultado la
confesión de Vivado de que se le había aconsejado se hiciera el loco”. Seguidamente, otro de los
miembros del Consejo le propone un plan de evasión para juzgar la razonabilidad de un juicio, al que
Vivado responde demostrando sensatez y previsión.
Para la figura de médico-psicólogo que se explicita, lo principal es el desocultamiento de la locura,
concebida como una diferencia imperceptible para el ojo no entrenado. Los mismos rasgos que para
Consejo de Higiene probaban la cordura del acusado, en este nuevo desciframiento no son sino la
confirmación de la locura.
La fisonomía inmutable de Vivado, lejos de probar un estado normal se transforma en índice de lo
contrario. La sangre fría es más propia del loco que del criminal, afirma Meléndez. La premeditación del

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hecho tampoco es signo opuesto al estado mental patológico. Diversas observaciones de casos sirven a
los propósitos de un saber que busca fundarse científicamente.
El informe contiene, a diferencia de los anteriores, precisiones clínicas y diagnósticas y un cuidadoso
intento de apreciar los diversos antecedentes del caso. Va anudando factores hereditarios,
enfermedades físicas inmediatamente anteriores y antecedentes infantiles. El examen clínico lo lleva a
consignar alucinaciones auditivas y una semiparálisis facial no advertidas por los informes anteriores.
Tampoco descuida los factores “morales”: a causa de sus accesos infantiles, Vivado era apelado “el
loco” y esto acentuaba su aislamiento y su irascibilidad.
Después del episodio de fiebre tifoidea, Vivado se arruina vendiendo sus mercancías un precio menor
que lo que le costaban: eso prueba que ya estaba loco entonces, consiga Meléndez.
La argumentación de Meléndez insiste en que locura no significa abolición completa de todas las
facultades del ser racional. La concepción más moderna de Meléndez, no cambia la definición
básicamente social de la locura; en todo caso se perfecciona y actualizan los instrumentos para
abordarla.
Finalmente, se trata de una cierta configuración de loco, de un cierto status de la locura, determinantes
de los modos de acceder a ella. Domina el propósito objetivador. Que un loco “haya confesado” estar
disimulado que es un loco no supone ninguna contradicción ni reduce en nada su condición de loco. El
loco puede creerse cuerdo y como tal creerse simulador. Todo ello es una apariencia engañosa, más
allá de la cual la locura con su densidad especial señorea productiva, activa, desplegándose en mil
efectos.
Elaborar el diagnóstico requiere una verdadera tarea de descomposición de lo manifiesto, de detección
de signos más o menos ocultos a la mirada vulgar, de recomposición de una estructura subyacente. El
saber científico positivo garantiza al alienista moderno un lugar de incontrovertible sabiduría. El
personaje psiquiátrico es quizá el producto principal de este dispositivo. Alrededor de él y de su
particular encarnación de un saber si huecos y de un poder inmediato sobre la locura se organizan tanto
las terapéuticas como las instituciones.
Se dibuja esta función del médico-psicólogo, social antes que científica, que se impone como una
responsabilidad histórica. Entendérselas con la locura, asumir como misión su vigilancia, estudiarla,
acosarla o permitir su despliegue controlado, incitarla o ahogarla.

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