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Cuentos de Soldados y Civiles Ambrose Bierc

El documento presenta 'Cuentos de soldados y civiles' de Ambrose Bierce, una colección de relatos que exploran el horror de la guerra civil estadounidense y la experiencia de los soldados. Incluye un prólogo que contextualiza la obra y la vida del autor, destacando su estilo sombrío y su enfoque en el absurdo de la guerra. La obra ha sido revisada y publicada por Edhasa en 2023, con una traducción de Jorge Ruffinelli.
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Cuentos de Soldados y Civiles Ambrose Bierc

El documento presenta 'Cuentos de soldados y civiles' de Ambrose Bierce, una colección de relatos que exploran el horror de la guerra civil estadounidense y la experiencia de los soldados. Incluye un prólogo que contextualiza la obra y la vida del autor, destacando su estilo sombrío y su enfoque en el absurdo de la guerra. La obra ha sido revisada y publicada por Edhasa en 2023, con una traducción de Jorge Ruffinelli.
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CUENTOS DE SOLDADOS

Y CIVILES

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AMBROSE BIERCE

CUENTOS
DE SOLDADOS
Y CIVILES

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Consulte nuestra página web: https://www.edhasa.es
En ella encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Tales of Soldiers and Civilians

Traducción y prólogo: Jorge Ruffinelli

Diseño de la cubierta: Edhasa

Diseño de la colección: Jordi Salvany

Primera edición en pocket Edhasa: junio de 1992


Segunda edición revisada: abril de 2023

© de la presente edición: Edhasa, 2023


Diputación, 262, 2º1ª
08007 Barcelona
Tel. 93 494 97 202
España
E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares


del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial
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Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
o entre en la web www.conlicencia.com.

ISBN: 978-84-350-1558-5

Impreso en Barcelona por: CPI Black Print

Depósito legal: B 6775-2023

Impreso en España

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ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

SOLDADOS

Un jinete en el cielo . . . . . . . . . . . . . 25
Un suceso en el puente sobre el río Owl . . . 37
Chickamauga . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Un hijo de los dioses: estudio en tiempo
presente . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Uno de los desaparecidos . . . . . . . . . . 77
Muerto en resaca . . . . . . . . . . . . . . 97
El caso de la zanja de Coulter . . . . . . . . 109
Un golpe de gracia . . . . . . . . . . . . . 125
Parker Adderson, filósofo . . . . . . . . . . 135
Un asunto de avanzadas . . . . . . . . . . . 147
Historia de una conciencia . . . . . . . . . 165
Una clase de oficial . . . . . . . . . . . . . 177
Un oficial, un hombre . . . . . . . . . . . . 195
George Thurston: tres incidentes en la vida
de un hombre . . . . . . . . . . . . . . 205

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El sinsonte . . . . . . . . . . . . . . . . . 213

CIVILES

El hombre que sale de la nariz . . . . . . . . 225


Una aventura en Brownville . . . . . . . . . 239
El famoso legado de Gilson . . . . . . . . . 257
El suplicante . . . . . . . . . . . . . . . . 271
El acompañante del muerto . . . . . . . . . 279
El hombre y la serpiente . . . . . . . . . . . 297
Un horror . . . . . . . . . . . . . . . . . 309
Las circunstancias apropiadas . . . . . . . . . 333
La ventana sellada . . . . . . . . . . . . . . 347
Una dama de Redhorse . . . . . . . . . . . 355
Los ojos de la pantera . . . . . . . . . . . . 365

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PRÓLOGO

Después de la muerte de Ambrose Bierce y del mis-


terio que dejó tras de sí esa desaparición, la fortuna
literaria del escritor norteamericano tuvo las variantes
de una sinfonía. Negada por las historias de la litera-
tura, conocida apenas por una élite, durante varias dé-
cadas la obra birceana debió competir con el avasa-
llante (y a menudo estólido) realismo americano. En
estos últimos años, sin embargo, su tendencia a lo gro-
tesco, al humor sombrío, y su macabra visión de la
vida, lícitamente se acercan a las orillas de esa shadewed
stream of pessimism, que al fin se reconoce como una
tradición subterránea donde abrevan Mencken (vo-
luntarioso y brillante discípulo), y luego escritores
como William Faulkner, Carson McCullers, Flannery
O’Connor o Ring Lardner. Las trágicas vicisitudes del
siglo xx hicieron emerger estas visiones escondidas.
Bierce fue un periodista ácido y amargo –sus ami-
gos y enemigos lo llamaban Bitter Bierce– y un nota-
ble cuentista del horror. Pero de toda su obra se des-
tacan fundamentalmente aquellos relatos urdidos en

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torno de la guerra civil norteamericana, donde el ho-
rror metafísico típico de un Poe encontraba una car-
nadura real, un sustento de veracidad cotidiana. Los
últimos días de aquel conflicto no habían sido, en pu-
ridad, el «verdadero fin de la guerra; al contrario, en-
tonces comenzó la leyenda romántica que daría ori-
gen, en algunos escritores, a una épica desprovista de
otra emoción que la del pathos folletinesco, al tiempo
que sobrevivía en la tradición oral el relato de los ve-
teranos. De esa vertiente doble se nutrió, por ejemplo,
The Red Badge of Courage, pues, sin haber presenciado
una sola escaramuza, una sola batalla, un solo enfren-
tamiento, Stephen Crane escribió un relato absoluta-
mente verídico, alimentándolo de esos recuerdos aje-
nos aún no desgastados por el paso del tiempo.
En una zona diferente se encontraba Ambrose
Bierce, cuyos Cuentos de soldados y civiles (1891), apa-
recidos cuatro años antes que la novela de Crane, ha-
bían intentado expresar el horror como la experiencia
esencial de la guerra. Bierce sí había intervenido en la
contienda; era él también un veterano y poseía su pro-
pio caudal de experiencia y recuerdos sobre los cuales
basar sus cuentos. Su vida se dividió, desde allí, entre
esos años militares y su posterior dedicación al perio-
dismo. Pero permaneció indeleble la experiencia vi-
vida que debía comunicarse a su obra y que, finalmente,
como un retorno de los orígenes, como la respuesta
a una poderosa llamada, fue tal vez la que lo llevó a

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desaparecer, muchos años más tarde, en la turbonada
de la Revolución Mexicana.
Muy poco se sabe con certeza sobre la infancia de
Bierce: es un umbral lleno de sombras, aunque los crí-
ticos se hayan apresurado a proyectar en él la truculen-
cia de sus cuentos «parricidas», o a deducir del leitmotif
que en su obra es la muerte de los seres queridos, la se-
guridad de que esa infancia fuera triste y atroz.
El medio puritano en que viviría empezó a existir
para él un 24 de junio de 1842, en Ohio, adonde
su padre había llegado mucho tiempo antes junto con
el hermano Lucius Verus Bierce. Ambrose fue el dé-
cimo hijo en una familia que llegó a los trece y que
cometió la imperdonable excentricidad de comenzar
todos sus nombres con la primera letra del alfabeto.
En ese hogar, la cultura que Bierce pudo adquirir, y
que al parecer agotó entonces, se la proporcionaban
la rudimentaria escuela local y los rudimentarios li-
bros de la mejor biblioteca de la región –la de su pa-
dre–, aunque tal título, en aquellos tiempos y lugares,
soliera conquistarse con escasas decenas de volúmenes.
El tío Lucius recorrió un camino diferente al de
su hermano: en vez de casarse y empuñar el arado, si-
guió estudios de abogacía hasta acceder a la alcaldía
de Akron y llegar a ser una personalidad de relieve.
A los quince años Ambrose Bierce dejó su casa para
vivir en Warsaw como aprendiz de impresor, y fue su
tío Lucius, tal vez en consecuencia de una acusación

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de robo que recayó sobre el muchacho, quien prepa-
ró su ingreso en la Kentucky Military School, preám-
bulo y entrenamiento para la experiencia más dura y
perdurable de su vida.

***

Cuando la guerra estalló en 1861, Bierce fue de los


primeros en alistarse en el 9.º Regimiento de Infan-
tería de Indiana. Tenía diecinueve años. Varias veces
abandonó las líneas y tantas otras volvió a ellas. Com-
batió en sucesivas batallas hasta recibir, en Kensaw
Mountain, una severa herida en la cabeza (a cuyos
efectos, años después, su hermano Albert reduciría
ingenuamente todas sus excentricidades). De esos
años conservó una tenaz admiración por el general
W. B. Hazen, «mi comandante y amigo, mi maestro
en el arte de la guerra», quien todavía debe sobrevi-
vir en algunos de sus personajes. Y también de esos
años conservó recuerdos donde se mezclan siempre
la admiración y el sarcasmo: «Cruzando el Tennessee
en uno de los vapores de su regimiento, Bierce co-
noció a una mujer de quien nunca se olvidaría: “Era
una criatura delicada, esta mujer. La esposa de alguien
probablemente. Su misión, tal como la entendía, era
inspirar coraje en los corazones desfallecidos.Y cuan-
do eligió al mío me sentí menos halagado por su pre-
ferencia que asombrado por su intuición. ¿Cómo supo

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hacerlo? Se detuvo en la cubierta superior, con la roja
llamarada de la batalla bañando su hermoso rostro y
el destello de mil rifles reflejados en sus ojos, y exhi-
biendo una pequeña pistola ebúrnea me dijo en una
frase punteada por el rugido de los grandes cañones
que si sucedía lo peor ella cumpliría su deber como
un hombre. Me siento orgulloso de recordar que me
quité el sombrero ante esta pequeña tonta”» (citado
por Richard O’Connor: Ambrose Bierce: A Biobraphy,
1967).
Para Bierce, la guerra y sus horrores potencializa-
ron su vida, tal vez ayudaron a encauzar una íntima
necesidad de aventura y de rebeldía. Leyendo sus Cuen-
tos de soldados y civiles se advierte precisamente ese do-
ble movimiento, de fascinación y de rechazo, ante el
horror de la muerte y de los cadáveres y ante la he-
roicidad admirable aunque idiota de los hombres.
O’Connor señala en su biografía: «En otra guerra,
Bierce hubiera sido uno de esos soldados que dicen
haber “encontrado un hogar en el ejército”. Las pri-
vaciones no eran nada comparadas con las vicisitudes
y el riesgo de la vida militar. Sus días en Warsaw pa-
recían insoportablemente monótonos y predecibles
en comparación. Él era, entonces y siempre, un ro-
mántico cabal, un aventurero, para quien la muerte y
el peligro constituían la sal de la vida. Había un ele-
mento de bandido en su carácter; más tarde se mani-
festó en llevar una pistola cargada en las calles mun-

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danas y en su prontitud para motivar o aceptar desafíos
a duelo. Hasta el fin buscaría la vida inquieta».
Al terminar la guerra civil, Bierce continuó de al-
gún modo trabajando para la Unión, encargado de
pesquisar las desapariciones del algodón confiscado a
los confederados, peligrosa tarea que lo obligaba a in-
ternarse en el mismo Sur. Sobre este período de su
vida escribió un ensayo: «Hacia Alabama», así como
recogería el siguiente en «A través de las llanuras».
Efectivamente, hacia el verano de 1866 fue nombrado
capitán, y con su admirable Hazen emprendió una
expedición por el Lejano Oeste hasta San Francisco,
atravesando regiones indígenas. En aquella ciudad, al
fin, Bierce enclavó real y simbólicamente su vida y su
profesión periodística. Allí abandonó para siempre la
carrera militar, a los veinticuatro años; allí volvió a en-
contrar a su hermano Albert; allí también llegó a co­
nocer a James T. Watkins, quien lo introdujo a una li-
teratura que sería para él de catálisis:Voltaire,Thakeray,
Swift, Poe.
Era el año de 1866. De allí en adelante, durante
treinta años, escribiría en los periódicos californianos.
Treinta años que fueron tiempo suficiente para con-
vertirse, desde su tribuna, en el terror local, haciendo
uso de un espíritu mordiente, de los más sarcásticos y
duros que registra la historia de la cultura norteame-
ricana. A través de algunas de sus prácticas favoritas
–como «corregir» los errores de gramática y lógica de

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sus adversarios–, se reveló un rasgo muy acentuado de
su personalidad: el creerse (o saberse) muy superior al
hombre medio de la vida periodística y cultural, y el
instaurarse, en consecuencia, árbitro –no mero críti-
co– de la literatura y de las costumbres de su época. Se-
gúnVan Wick Brooks, Bierce hablaba de sí mismo como
de un Titán rodeado de pigmeos. Mantuvo esta actitud
soberbia y paternalista hasta el fin de su vida, cuando
en la última década del siglo xix y la primera del si-
glo xx su megalomanía encontró pábulo en una plé-
yade de fervientes admiradores y discípulos, entre los
más brillantes de los cuales se contaban George Sterling
y Edwin Markham.
Una anécdota marginal revela con suficiente vigor
su intemperancia. Markham había publicado en el
Examiner, sin el apadrinamiento de Bierce y logrando
un estruendoso éxito de crítica y de lectores, su poe-
ma «The Man with the Hoe». Aquella actitud provo-
có en el maestro las sagradas furias, y, rechazando el
carácter social y popular del poema, lo juzgó «monó-
tono», «inelegante», fruto de la «filosofía de un aldea-
no». Sea esto índice de sus reacciones cuando no sabía
distinguir entre débiles y poderosos, amigos y enemi-
gos, lo justo y la injusticia. El propio George Sterling,
fiel hasta el final, diría años después: «Uno no podía
tener otro dios que no fuera él, y, aunque pudiera ocul-
tar su enojo ante cualquier lèse majesté, registraba, sin
embargo, la ofensa en su infalible memoria para usar-

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la como el arma de su cólera cuando sobrevenía el
rompimiento final, como sobrevino prácticamente con
todos sus amigos».
Su espíritu disidente, aunque tantas veces arbitrario,
no puede ser menos admirado, si bien también a veces
aborrecido. Higienizó en buen grado –sin caer en el
soborno– la mezquindad californiana, denunciándola
quienquiera que fuese el destinatario de sus dardos. Ésta
fue la práctica que llevó consigo e incluso perfeccionó
en Londres, cuando viajó en 1872. Sus dolencias asmá-
ticas y una vida errante casi desde la infancia –tal vez
causada por la misma enfermedad– lo había condenado
a peregrinar de pueblo en pueblo, viviendo esporádi-
camente en uno y otro, hasta que en San Rafael cono-
ció a Ellen May Day. Con ella se casó el 8 de diciembre
de 1871, y al año siguiente, gracias a la dote, intentó
seguir igual suerte que Harte, Twain y muchos otros
escritores en Europa: la conquista de la fama.
Cuando regresó a los Estados Unidos cuatro años
después, traía el seudónimo Bitter Bierce, tras un pe-
ríodo de trabajo periodístico en Londres. Traía tam-
bién dos hijos –Day y Leight– y una hija –Helen–,
quien motivó finalmente su retorno al nacer en tierra
americana algunos meses después de haber vuelto su
mujer.Y trajo, asimismo, sus primeros libros, que re-
cogían buena parte de su acerba producción periodís-
tica: La alegría del demonio, Oro y polvo,Telarañas de una
calavera vacía.

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Si sus compañeros de Fun comenzaron a llamarlo
Bitter Bierce, vuelto a San Francisco y trabajando para
Hearst, continuó aguzando su santa amargura, en ple-
na justificación de su apodo. Sobrevino otra vez el te-
rror verbal que, como la muerte manriqueña, no dis-
tingue entre explotados y magnates. Sobre dos de
estos últimos (a modo de ejemplo), la historia menu-
da recoge algunos hechos característicos: a Leland
Stanford lo llamaba Leland Stanford o Stealand Land­
ford (steal: robar).Y alguna vez también declaró: «Las
peores líneas férreas sobre la costa del Pacífico son las
que opera la Southern Pacific Company... Debe al go-
bierno más millones que vanidades tiene Leland Stan-
ford, y pagará menos centavos que virtudes tiene Co-
llis H. Huntington».

***

Hasta su desaparición en la Revolución Mexicana, en


1914, la vida de Bierce fue el mediocre peregrinaje
con una corte de numerosos acólitos –hombres y mu-
jeres–, tampoco muy constante. Las uñas del viejo ti-
gre fueron desgastándose, y en su columna llegó a co-
mentar, sin el ardor primigenio, doctrinas y problemas
económicos cuyo conocimiento no dominaba. De
1909 a 1912 reunió y publicó lo que muy pocos es-
critores norteamericanos tendrían la suerte de lograr
en vida: su Opera Omnia en trece volúmenes atesta-

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dos en su mayoría del farragoso, transitorio y efímero
trabajo periodístico de toda su existencia. Tal vez al
ver delante de él aquel ciclo completo, aparente o evi-
dentemente clausurado; al sentirse ya viejo, como dio
a entender a sus amigos, y cansado para seguir produ-
ciendo, no estaba lejos de las palabras de Baudelaire:
«Quand notre coeur a fait une fois sa vendange, vivre
est un mal».
Algunos aseguran que entonces comenzó a pensar
en la Revolución Mexicana como un macabro ena-
moramiento de la muerte. Resurgían en ella sus años
de la guerra civil, que nunca abandonó en sus cuen-
tos, y algo de esto debió de ser cierto por cuanto an-
tes de internarse en territorio mexicano visitó los lu-
gares en que había combatido y vivido: Shiloh, Stone
River, Chickamauga, Kenesaw Mountain, Franklin,
Nashville, New Orleans, etcétera, a medida que se
acercaba a Laredo y El Paso. Sus últimas noticias datan
de diciembre de 1913 o de enero del año siguiente.
Tenía setenta y un años, y en una de sus últimas cartas
dice: «Soy tan viejo que me avergüenza vivir todavía».
También (a Lora, la mujer de su sobrino): «Si oyeras
que me han puesto ante un paredón mexicano y me
han fusilado hasta la desfiguración, piensa por favor
que es una bonita manera de despedirse de esta vida.
Evita la vejez, la enfermedad o la caída por la escalera
del sótano. Ser un gringo en México, ah, esto es eu-
tanasia».

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Su biógrafo Richard O’Connor ha recogido al-
gunos elementos de esta partida y de esta desaparición.
«Muchas personas, al reconstruir después sus últimas
palabras dirigidas a ellos, deben haberse preguntado:
¿Intentaba él decirnos algo? Tal vez. “¿Por que”, seña-
laba a su hija, “debería quedarme yo en un país que
está en las vísperas de la prohibición y del sufragio fe-
menino? En América ya no puedes ir al este o al oes-
te o al norte. La única senda de escape es el sur... Lle-
varé conmigo algunas cartas (de presentación) y
pasaré la frontera cerca de El Paso. Será bastante fácil
hacerlo. Voy a comprar un burro y contrataré a un
peón. No sé qué haré; tal vez escribir algunos artícu-
los sobre la situación, y después pasar hacia la costa
oeste de México. Desde ahí ir a Sudamérica, cruzar
los Andes y embarcarme hacia Inglaterra. Esta guerra
en México me interesa. Quiero ir allí y ver si estos
mexicanos disparan bien”».
En una entrevista realizada en Nueva Orleans el
24 de octubre de 1913, Bierce señala: «No tengo fa-
milia que cuidar; me he retirado del oficio de escritor
y quiero descansar. No, mi viaje no responde a una
búsqueda de “color local”. Me he retirado como se
retira un comerciante o un hombre de negocios... Pero
tal vez después de descansar pueda aún trabajar algo
más. No podría decirlo, tantas son las cosas que pue-
den suceder entre este momento y cuando vuelva».
Según O’Connor, a fines de noviembre Bierce pasó

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la frontera en Ciudad Juárez y viajó después a Chi-
huahua. Poseía credenciales como observador ante el
ejército de Pancho Villa.Y llegó a Chihuahua el 16 de
diciembre: precisamente ocho días antes las fuerzas
villistas la habían tomado.
La prudencia y la verdadera ignorancia de los he-
chos subsiguientes obligan a detener aquí la historia
de Ambrose Bierce. Resultó imposible siempre deter-
minar dónde y en qué circunstancias encontró la
muerte, si murió naturalmente o ante un paredón,
como imaginaba, aunque su ficción a narrar «muertes
violentas» nos predisponga a imaginar la suya de simi-
lar suerte.Varias leyendas se tejieron sobre esa tiniebla,
pero ninguna logró penetrarla. Testimonios indecisos
y contradictorios no pueden rescatarlo del anonima-
to en que desaparecieron miles de mexicanos y grin-
gos en México. El otro misterio es la voluntad y el
propósito de Bierce: ¿buscaba desaparecer? ¿Visitó los
lugares de la guerra civil como un adiós seguro? ¿Es
significativo que haya obviado en ese recorrido el ho-
gar familiar en Indiana? Entre muchas de sus frases
anticipadoras hay que anotar ésta: «Que vivas tanto
como desees vivir, y que luego pases sonriendo a la
oscuridad. A la buena, buena oscuridad».
En vida, como antes que él Poe, Bierce había com-
batido el realismo literario en sus formas pedestres.
Con un énfasis que no llevó, sin embargo, estricta-
mente a la práctica, escribió en su célebre Diccionario

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del Diablo: «Los tres principios esenciales del arte lite-
rario son: imaginación, imaginación e imaginación».
Con estos principios abrió la veta –entreabierta ya por
Poe– del régimen fantástico en las letras norteameri-
canas, utilizó la ironía social de la literatura inglesa y
se consustanció con la novela gótica (debió conocer
El Monje, de Lewis, pues reescribió una novela alema-
na, El monje de Berchtesgaden, de Richard Vess, cuyo
personaje central –un monje torturado entre la fe y
sus instintos carnales– se llamaba igual que el monje de
Lewis y el propio Bierce: Ambrosius).
Ante todo esto, el extraño y subyugante carácter
de sus Cuentos de soldados y civiles trasciende el mero
realismo sin llegar a diferenciarse totalmente de los re-
latos que después escribiera Crane sobre la guerra de
Secesión. Es de advertir así que un cuento como «Par-
ker Adderson, filósofo» –un brillante diálogo sobre la
muerte, entre un general y su prisionero– absorbe el
tono de humor negro y paradoja del Diccionario del
Diablo, como cuando en éste dice de la «vida»: «Vivi-
mos en diario temor de perderla; cuando se la pierde,
sin embargo, no se la echa de menos». Otra de sus lí-
neas narrativas, en el mismo memento mori que es en
realidad su obra entera, lo constituye el «realismo»
sombrío de sus piezas sobre la guerra civil; de ella hay
que destacar, entre otros, el cuento que siempre se ha
coincidido en considerar el mejor de los suyos: «Un
suceso en el puente sobre el río Owl». Aunque Bierce

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alguna vez juzgó a Craner con evidente injusticia, éste
fue de los primeros en advertir la rara perfección del
relato: «Este cuento lo contiene todo –dijo–. No co-
nozco ninguno mejor». Es que «Un suceso en el puen-
te sobre el río Owl» relata una dolorosa ironía, segu-
ramente simbólica, de lo que fueron su autor y su
literatura entera.
Jorge Ruffinelli

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SOLDADOS

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UN JINETE EN EL CIELO

Cierta tarde de sol en el otoño de 1861, un soldado


se encontraba tendido bajo un monte de laurel junto
al camino, en el oeste de Virginia. Echado sobre el es-
tómago, con la punta de los pies clavada en tierra y la
cabeza apoyada en un antebrazo, empuñaba descuida-
damente el rifle con su mano derecha. Salvo por la
posición algo metódica de las piernas y un ligero mo-
vimiento de la cartuchera al dorso del cinto, se hubie-
ra pensado que estaba muerto. Dormía, sin embargo,
en el puesto de guardia. Pero de haber sido descubier-
to, muy poco después lo hubiese estado, ya que la
muerte era el castigo justo y legal de su crimen.
El monte de laurel estaba ubicado en el recodo de
un camino que, después de ascender hasta aquel lugar
por una escarpada cuesta, se volvía abruptamente hacia
el oeste, corriendo por la cumbre unas cien yardas. Des-
de allí regresaba de nuevo al sur y zigzagueaba monte
abajo a través del bosque. En el saliente del segundo re-

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codo había una gran roca lisa, proyectada hacia el nor-
te, que dominaba el hondo valle desde donde subía el
camino. La roca era el remate de un altísimo barranco:
de arrojarse una piedra desde el borde, caería a pico
más de mil pies hasta la copa de los pinos. El recodo
donde estaba el soldado se encontraba en otro risco del
mismo barranco. Si hubiese estado despierto habría vis-
to no sólo el breve brazo del camino y la roca salidiza,
sino el contorno entero del barranco allá abajo, pronto
para enfermarlo de vértigo.
La región estaba cubierta de bosques, excepto en el
fondo del valle, hacia el norte, donde un arroyo apenas
visible desde el otro extremo surcaba una pequeña pra-
dera natural. Este espacio parecía apenas más grande
que un patio, pero en realidad medía varios acres. Su
verdor era más vivo que el del bosque circundante, de-
trás del cual se levantaba una línea de gigantes barran-
cos similares a los que suponemos pisar en este examen
del paisaje, y por el cual el camino había ascendido de
algún modo hasta la cumbre. La forma del valle, en ver-
dad, era tal que desde nuestro punto de observación
parecía enteramente cerrado, y uno no podía menos
que preguntarse cómo podía el camino, que había en-
contrado una salida, haber entrado. O de dónde venían
y hacia dónde iban las aguas del arroyo que cruzaba la
pradera más de mil pies allá abajo.
No hay región tan abrupta e inhóspita que los
hombres no puedan hacer de ella el escenario de la

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guerra. En el bosque, al fondo de aquella ratonera mi-
litar donde quinientos hombres que dominaran sus
salidas podían hacer morir de hambre a un ejército,
estaban escondidos cinco regimientos federales de in-
fantería. Habían tenido una larga marcha durante el
día y la noche, y ahora descansaban. Al anochecer re-
tomarían el camino, subiendo hasta el lugar en que
dormía el desleal centinela, y bajando por la otra pen-
diente de la quebrada, cerca de la medianoche caerían
sobre el campo enemigo. Su esperanza estaba puesta
en la sorpresa, pues el camino llegaba hasta la retaguar-
dia. En caso de fracasar, su posición sería en extremo
peligrosa, y fracasarían inevitablemente si algún acci-
dente o algún espía prevenía del movimiento de tro-
pas al enemigo.

El centinela dormido en el monte de laurel era un jo-


ven virginiano llamado Carter Druse. Hijo único de
una familia pudiente, había conocido tanto ocio y
educación y buena vida como lo permitiera el refina-
miento y la riqueza en una zona montañosa del oeste
de Virginia. Su casa estaba a pocas millas de donde
ahora se encontraba. Una mañana se había levantado
de la mesa, después del desayuno, y había dicho, tran-
quila y gravemente:

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–Padre, un regimiento de la Unión ha llegado a
Grafton.Voy a unirme a él.
Su padre levantó la leonina testa, miró al mucha-
cho un momento en silencio y respondió:
–Bien, márchese, señor, y pase lo que pase haga lo
que considere su deber. Virginia, a quien traiciona,
continuará sin su presencia. Si ambos llegamos vivos
al final de la guerra, volveremos a hablar del asunto.
La salud de su madre, como ya le ha informado el mé-
dico, es muy delicada: no estará con nosotros más que
unas pocas semanas, como máximo; pero ese tiempo
es precioso. Es preferible que no se la moleste.
De este modo, Carter Druse, inclinándose reve-
rentemente ante su padre –quien respondió al saludo
con una augusta cortesía que disimulaba su corazón
partido– abandonó el hogar de su niñez para enrolar-
se. Por su conciencia y su coraje, por sus heroicos ac-
tos de devoción y osadía, pronto fue apreciado por sus
camaradas y oficiales.Y, debido a estas cualidades y a
algún conocimiento que tenía de la región, se lo ha-
bía elegido para este peligroso deber en la extrema
avanzada. Sin embargo, la fatiga había sido más fuerte
que la voluntad y él se quedó dormido. ¿Quién podrá
decir qué ángel, bueno o malo, vino luego en su sue-
ño a despertarlo de su estado de culpa? Sin el menor
ruido o movimiento, en el profundo silencio y la lan-
guidez del crepúsculo, algún mensajero invisible del
destino presionó con sus dedos liberadores los ojos de

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su conciencia, susurró en el oído de su espíritu la mis-
teriosa palabra que tiene el don de despertar y que
ningún labio humano pronunció nunca ni memoria
alguna jamás ha recordado. Lentamente despegó la ca-
beza de sus brazos y miró por entre los encubridores
tallos del laurel, apretando instintivamente la mano
derecha sobre la caja del rifle.
La primera sensación fue un vivo deleite artístico.
Sobre una colosal plataforma –el barranco–, inmóvil
al borde de la roca saliente y nítidamente recortada
contra el cielo, había una estatua ecuestre de impre-
sionante dignidad. Era la figura del hombre montada
sobre la del caballo, erguida y marcial pero con la cal-
ma de un dios griego tallado en el mármol que pe-
trifica el movimiento. La vestimenta gris armonizaba
con su fondo. El metal de su atavío y el jaez de su ca-
balgadura estaban mitigados por la sombra; la piel del
corcel era opaca. Una carabina insólitamente acortada
descansaba sobre el pomo de la silla, y se mantenía en
su lugar gracias a la mano que la aferraba por el puño,
mientras la otra, que mantenía las riendas, quedaba
oculta. Recortado contra el cielo, el perfil del caballo
parecía tallado con la agudeza de un camafeo. Miraba
por sobre las alturas hacia los barrancos, más lejos. La
cara del jinete, ligeramente desviada, mostraba apenas
el contorno de la sien y de la barba: estaba observan-
do el fondo del valle. Magnificada por su altura contra
el cielo y por la sensación de horror que causaba en

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el soldado la proximidad de un enemigo, la estatua
parecía de un tamaño heroico, casi colosal.
Por un instante, Druse tuvo la extraña sensación
de que había dormido hasta el fin de la guerra, y que
ahora miraba una noble obra maestra erigida allí para
conmemorar los hechos de un pasado heroico del que
él había cumplido una cuota poco gloriosa. Pero un
ligero movimiento del grupo rompió el hechizo: el
caballo, sin mover las patas, había retrocedido ligera-
mente del borde del abismo; el hombre permanecía
inmóvil como siempre. Despierto del todo y cons-
ciente de la gravedad del momento, Druse llevó la cu-
lata del rifle contra la mejilla, empujando cautelosa-
mente el caño por entre los matorrales; amartilló el
arma, y observando por la mira cubrió un punto vital
en el pecho del jinete. Una presión sobre el gatillo y
todo le hubiera ido bien a Carter Druse. En aquel ins-
tante, el jinete volvió su rostro y miró en la dirección
de su oculto antagonista. Parecía estar examinando, a
través del follaje, su cara, sus ojos, su corazón bravo y
compasivo.
¿Es entonces tan terrible matar en la guerra a un
enemigo, a un enemigo que ha sorprendido un secre-
to vital para la propia seguridad y la de sus camaradas,
un enemigo más formidable por lo que sabe que to-
dos los ejércitos por sus contingentes? Carter Druse
palideció, le temblaron los brazos y las piernas, se des-
vaneció y vio el grupo estatuario delante de él como

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figuras negras que se levantaban y caían o se agitaban
inseguras en círculos por un cielo encendido. Sus ma-
nos soltaron el arma y la cabeza descendió con lenti-
tud hasta descansar entre las hojas. Este temerario ca-
ballero y duro soldado estaba a punto de desmayarse
por la intensidad de su emoción.
No fue por mucho tiempo; un momento después
irguió la cabeza y las manos reasumieron su lugar en el
rifle, mientras el índice buscaba el gatillo. La mente,
el corazón y los ojos estaban claros; sólidos, el racioci-
nio y la conciencia. No podía pensar en capturar al
enemigo, y de alarmarlo sólo lo haría precipitarse en su
propio campamento con las noticias fatales. Su deber
de soldado era sencillo: debía matar al hombre por sor-
presa; debía enviarlo o saldar sus cuentas sin prevenirlo,
sin un solo momento de preparación espiritual, sin una
sola plegaria, nunca tan necesitada. ¡Pero no: hay una
esperanza! Probablemente no ha descubierto nada, tal
vez no hace otra cosa que admirar la solemnidad del
paisaje. Si es posible, puede volverse y cabalgar indife-
rente en la dirección que trajo. Seguramente se podrá
juzgar si sabe algo en el momento preciso en que se
marche. Bien podría ser que la fijeza de su atención...
Druse giró la cabeza y miró hacia abajo por las profun-
didades del aire, como desde la superficie al fondo de
un mar transparente.Vio una sinuosa fila de hombres y
caballos serpenteando a través de la verde pradera: ¡al-
gún oficial estúpido había permitido que sus soldados

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de escolta abrevaran los caballos en el claro, visible des-
de una docena de sitios en el barranco!
Druse apartó la vista del valle y la fijó otra vez so-
bre el conjunto de hombre y caballo en el cielo, y otra
vez fue a través de la mira del rifle. Mas ahora apun-
taba al caballo. En su memoria, como si se tratase de
un mandato divino, sonaban las palabras de su padre
en el momento de partir: «Pase lo que pase, haga lo
que considere su deber». Ahora estaba tranquilo. Sus
dientes apretados firmemente aunque sin rigidez, sus
nervios tan calmos como los de una criatura dormida,
ni siquiera un temblor afectaba los músculos de su
cuerpo. La respiración, aunque contenida en el mo-
mento de apuntar, era regular y lenta. El deber había
vencido.Y el espíritu había ordenado al cuerpo: «Si-
lencio, quédate tranquilo». Disparó.

En espíritu de aventura o en busca de experiencia, un


oficial de las fuerzas federales había abandonado el vi-
vac escondido en el valle, caminando sin propósito
determinado hasta el borde de un pequeño claro al
pie del barranco. Pensaba en qué podría ganar de aven-
turarse más lejos en su exploración. A un cuarto de
milla adelante, aunque aparentemente a un paso, se
elevaba desde su franja de pinos la gigantesca mole,

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remontándose a tan grande altura que le producía vér-
tigo alzar la vista hasta su borde recortado en una agu-
da y áspera línea contra el cielo. La roca se presentaba
con un perfil limpio, vertical, contra un fondo de cie-
lo azul hasta casi la mitad, y de lejanas colinas, apenas
más pálidas, desde allí hasta la copa de los árboles. Le-
vantando los ojos hacia la vertiginosa cima, el oficial
presenció una escena pasmosa: ¡un hombre a caballo,
cabalgando valle abajo por el aire!
El jinete iba rígidamente erguido, firme su apoyo
sobre la silla, y apretando con fuerza las riendas para
contener la impetuosa precipitación de su corcel. En
su cabeza descubierta flotaban ondulantes los cabellos
muy largos, como un penacho. Las manos desapare-
cían en la nube de crin de su caballo. El cuerpo del
animal iba tan horizontal como si cada golpe de sus
cascos encontrase la resistencia de la tierra. Sus movi-
mientos parecían de un galope desbocado, pero, apenas
el oficial miró, cesaron, las patas del caballo estiradas ha-
cia delante en el acto de caer de un salto. ¡Y aquello era
un vuelo!
Presa de espanto y terror por esta aparición de un
jinete en el cielo –casi creyéndose el escriba elegido de
algún nuevo Apocalipsis–, el oficial fue superado por
sus intensas emociones: sus piernas lo traicionaron y
se fue al suelo. Casi simultáneamente oyó un estallido
entre los árboles –un sonido que murió sin eco– y
todo volvió al silencio.

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El oficial se alzó sobre sus piernas, todavía temblo-
rosas. El dolor familiar de una canilla dislocada le de-
volvió sus facultades. Esforzándose, corrió rápidamen-
te desde el barranco hasta algún lugar lejos de su
falda; allí esperaba encontrar a su hombre, y allí natu-
ralmente fracasó. En la fugacidad de su visión, la apa-
rente gracia, elegancia y designio del prodigioso he-
cho había influido tanto sobre su imaginación que no
se le ocurrió pensar que la trayectoria de la caballería
aérea había de ser directamente a pique y que podía
encontrar los objetos de su búsqueda en el mismo
fondo del barranco. Media hora después regresó al
campamento.
El oficial no era tonto; demasiado discreto como
para contar una verdad increíble, no dijo nada, pues,
de lo que había visto. Pero, cuando el comandante le
preguntó si en su reconocimiento había aprendido al-
guna cosa de provecho para la expedición, respondió:
–Sí, señor: que no hay ningún camino que baje al
valle por el sur.
El comandante sonrió con discreción.

Después de disparar su rifle, el soldado Carter Druse


volvió a cargarlo y continuó vigilando. Habían trans-
currido apenas diez minutos cuando un sargento se

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le acercó cautelosamente, arrastrándose sobre manos
y rodillas. Druse no volvió la cabeza ni lo miró; per-
maneció quieto, como si no lo hubiera notado.
–¿Usted disparó? –susurró el sargento.
–Sí.
–¿A qué?
–A un caballo. Estaba sobre aquella roca, allá lejos.
Ya ve que no está. Se despeñó por el barranco.
La cara del hombre había palidecido, pero no mos-
traba signos de emoción. Después de contestar volvió
los ojos y calló. El sargento no entendía.
–Escuche, Druse –dijo, tras un momento de silen-
cio–, es inútil que haga de esto un enigma. Le ordeno
dar parte. ¿Había alguien sobre el caballo?
–Sí.
–¿Bien...?
–Mi padre.
El sargento se levantó para marcharse. «¡Dios mío!»,
exclamó.

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