El Lechuguino Palido - Giovanni Guareschi
El Lechuguino Palido - Giovanni Guareschi
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Giovanni Guareschi
El lechuguino pálido
Don Camilo - 6
ePub r1.0
Titivillus 10.04.2020
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Título original: Lo Spumarino pallido
Giovanni Guareschi, 1981
Traducción: Mina Pedrós
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Yo soy así
Mi vida empezó el 1 de mayo de 1908 y, entre bien y mal, parece que aún
continúa.
Cuando nací, hacía ya nueve años que mi madre era maestra de primera
enseñanza y siguió haciendo de maestra hasta 1949. El párroco del pueblo
donde residió hasta 1950 le regaló un despertador en nombre del pueblo, y
mi madre, tras cincuenta años de estar enseñando en escuelas carentes de luz
eléctrica y de agua potable, aunque, en compensación, provistas de
abundantes escarabajos, moscas y mosquitos, se pasó el tiempo en espera de
que el Estado tomara en consideración su petición para obtener una pensión.
Y mientras se distraía escuchando el tictac del despertador que le había
regalado el pueblo, llegó la muerte y se la llevó.
Mi padre, por el contrario, cuando nací se ocupaba de máquinas de todo
tipo: desde trilladoras hasta gramófonos, y tenía unos bigotes que se
parecían mucho a los míos; siguió teniendo un estupendo bigote hasta 1950,
aunque ya hacía mucho que no se ocupaba de nada y se pasaba el tiempo
leyendo los periódicos. Leía también lo que yo escribo, pero mi forma de
escribir y de pensar no le gustaban:
Y en el fondo tenía toda la razón, porque a mí tampoco me gusta, lo que
se dice nada, lo que escribo.
En su época, mi padre había sido un hombre muy brillante e iba ya en
coche cuando en Italia poblaciones enteras se desplazaban de pueblo a
pueblo para ir a ver ese artilugio de coche que andaba por sí solo.
El único recuerdo de aquellos viejos esplendores es una antigua bocina
de coche: una de esas bocinas con pera de goma, que mi padre había
instalado en la cabecera de su cama y que de vez en cuando hacía sonar,
sobre todo en verano.
Tengo una moto de sesenta y cinco centímetros cúbicos de cilindrada, un
coche utilitario de quinientos centímetros cúbicos de cilindrada, una mujer y
dos hijos cuya cilindrada no sabría precisar, pero que me son de bastante
utilidad, puesto que los suelo utilizar como personajes en muchas de las
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historias que publico en un semanario que aprecia mucho mi colaboración,
quizá por el hecho de ser yo el director del mismo.
Y precisamente en ese semanario que se llama Candido es donde publiqué
semanalmente los cuentos del primer volumen de don Camilo.
Mis padres habían decidido que tenía que ser ingeniero naval, por lo que
acabé estudiando jurisprudencia y fui bastante conocido en la ciudad de
Parma como creador de carteles publicitarios y como caricaturista.
Como en la escuela nadie me había hecho estudiar dibujo, era lógico que
el dibujo ejerciera sobre mí una especial fascinación; por eso, después de la
caricatura y de los carteles publicitarios, cultivé mucho la xilografía y la
escenografía.
Al mismo tiempo trabajaba como portero en una fábrica de azúcar o
como guardián de un parque en que se guardaban bicicletas; a pesar de
ignorar completamente música, di también clases de mandolina a algunos
chicos del campo. Di también buen resultado como funcionario del censo.
Estuve durante un año de profesor en un colegio y después pasé a corregir
las pruebas del diario local. Para redondear mi modesta paga, empecé a
escribir cuentos; también me encargué de la crónica ciudadana y, como el
domingo me quedaba del todo libre, tomé la dirección de un semanario de los
lunes, y, para acabar antes, resultó que en sus tres cuartas partes lo escribía
todo yo.
Un buen día tomé el tren y me fui a Milán, donde conseguí ingresar en un
novísimo semanario humorístico llamado Bertoldo. Allí estuve obligado a
dejar de escribir, aunque sin embargo me fue permitido dibujar. Aproveché la
oportunidad dibujando en blanco sobre fondo de papel negro: lo que creaba
en el periódico vastas zonas deprimidas y, hay que reconocerlo, depresivas.
Yo he nacido en la Tierra Baja de Parma, cerca del Po; y la gente que
nace en aquellos lugares tiene la cabeza dura como el hierro: llegué a
convertirme en redactor jefe del Bertoldo, que no deja de ser el mismo
semanario en el que Steinberg, que por aquel entonces estaba estudiando
arquitectura en Milán, publicó sus primerísimos diseños y en el que trabajó
hasta que se marchó a América del Norte.
Por causas ajenas a mi voluntad, estalló la guerra y, en 1942, agarré una
gran borrachera porque mi hermano estaba perdido en Rusia y no conseguía
saber nada de él. Grité mucho aquella noche, por las calles de Milán, y dije
cosas que luego encontré escritas en dos hojas a la mañana siguiente cuando
la Oficina Política me arrestó. Un montón de gente se preocupó entonces por
mí y consiguieron que me pusieran de nuevo en libertad. Pero para sacarme
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de la circulación me hicieron llamar a filas, y el 9 de septiembre de 1943,
estallado el pastel, caí prisionero de los alemanes en Alejandría. Como no me
parecía bien desobedecer a mi rey, fui enviado a un campo de concentración
polaco. Después pasé por varios campos de concentración alemanes; todo
ello hasta 1945. Entonces pasé de la administración germánica a la inglesa y,
al cabo de cinco meses, me reexpidieron a Italia.
En el período en que estuve prisionero fue cuando desarrollé la actividad
más intensa de toda mi vida; quizá porque ante todo tenía que arreglármelas
para seguir con vida, y lo conseguí casi del todo gracias a haberme fijado un
concreto programa, que se resume en mi eslogan: «No me muero ni aunque
me maten».
No es fácil seguir con vida cuando uno se convierte en un saco de huesos
de un peso total de 46 kilos y cuando se está lleno de piojos, de chinches, de
pulgas, de hambre y de melancolía.
Al volver a Italia encontré que habían cambiado muchas cosas. Sobre
todo habían cambiado los italianos y tardé bastante tiempo en comprender si
habían cambiado en bien o en mal. Al final descubrí que no habían cambiado
en nada, y fue entonces cuando me entró la melancolía y me encerré en casa
a dibujar las ilustraciones para mi Cuento de Navidad, que había escrito en
1944 para alegrar con un poco de tristeza mis Navidades y las de mis
compañeros del campo de concentración.
Después fundamos el semanario Candido y me encontré metido hasta las
cejas en política, a pesar de que entonces era como ahora, completamente
independiente.
De ese período —es decir, el inmediato de la posguerra— he sacado un
grueso volumen acompañado de grandes tablas que lo documentan titulado
Italia provisional.
En 1950, el jefe de los comunistas italianos, señor Palmiro Togliatti, en
un discurso público en La Spezia, perdió la calma y llamó «tres veces idiota»
a aquel periodista milanés que se ha inventado el personaje de los «tres
orificios nasales». Aquel idiota tres veces idiota soy yo y aquél fue, para mí,
el más codiciado reconocimiento de mi obra como periodista político.
El «trinarigudo» u hombre de los tres orificios nasales ya ha entrado en
el habla común en Italia, y fui yo quien lo creó en un feliz momento de
imaginación satírica y, para ser sincero, tengo que decir que me
enorgullezco, porque conseguir caracterizar el tipo del comunista con un
minúsculo trazo de pluma de pocos milímetros (poniéndole debajo de la
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nariz, en lugar de los dos de siempre; tres orificios nasales) es una
ocurrencia que no está del todo mal. Y funcionó bien.
Y —¿por qué ser modesto?— funcionaron también muy bien las demás
cosas que escribí o dibujé durante los días de la preparación electoral. Pero
esto no importa: tengo en el desván un saco lleno de recortes de periódicos
que hablan mal de mí. El que quiera saber más que venga a leérselos.
Los cuentos de Pequeño mundo han tenido un éxito excelente en Italia:
mucha gente ha escrito largos artículos sobre Pequeño mundo y muchísima
gente me ha escrito cartas sobre tal o cual cuento, y de este modo me han
confundido un poco las ideas, y si ahora tuviera que formular yo un juicio
sobre Pequeño mundo creo que me costaría bastante.
El ambiente de estas historias es el de mi tierra: la Tierra Baja de Parma,
la llanura de la región emiliana junto al Po. Aquí la pasión política llega a
menudo a una intensidad inquietante; y, sin embargo, sus gentes son
simpáticas y hospitalarias y generosas y tienen un desarrollado sentido del
humor.
Debe de ser el sol, un sol maldito que martillea los cerebros durante todo
el verano. O bien debe de ser la niebla, una niebla cerrada que oprime los
cerebros durante todo el invierno.
Los tipos son auténticos; y las historias son tan verosímiles que, más de
una vez, al cabo de uno o dos meses después de haber inventado una historia,
el hecho sucedía realmente y se leía en los periódicos.
Y hasta incluso la realidad superaba a la fantasía; porque cuando yo
escribí la historia en que Peppone, para librarse de un avión que durante un
comido echaba folletos adversarios, sacaba del pajar una metralleta, no
llegué a hacerla disparar. «Vamos a caer en lo fantástico», me dije. Dos
meses después, en Spilimbergo, no sólo los comunistas dispararon sobre un
avión que lanzaba propaganda anti-comunista, sino que hasta lo derribaron.
No tengo nada más que decir sobre Pequeño mundo; nadie puede
pretender que un buen hombre, además de haber escrito un libro, lo tenga
además que entender.
GUARESCHI
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El coloso de pies de barro
De uva moscatel sólo había una vid en el huerto de la rectoría; y don Camilo
tenía una especial debilidad por la uva moscatel.
Por eso, al darse cuenta de que un tipo estaba afanándose, con las manos y
con la boca, con su uva moscatel, don Camilo se molestó.
Don Camilo se quedó allí un buen rato, apostado detrás de las persianas
de la ventana de la cocina con la esperanza de ver la cara del sinvergüenza:
legítima curiosidad justificada más aún por el temor de no llegar a tiempo de
agarrar al franco-vendimiador.
Pero el criminal continuaba mostrando una espalda que carecía de la
mínima expresión, y entonces don Camilo, abandonando su observatorio, y
andando con pasitos ligeros y cautelosos, salió al huerto y comenzó su marcha
de acercamiento.
Un tractor llegó a las inmediaciones del huerto haciendo un ruido infernal,
lo que permitió a don Camilo concluir felizmente la operación:
—Perdone, ¿molesto?
La voz de don Camilo hizo sobresaltar al asesino, que se dio lentamente la
vuelta, y que era nada más y nada menos que el Flaco.
Don Camilo se lo quedó mirando unos minutos; luego exclamó:
—¿Cómo es que andas por aquí?
—Pasaba por aquí y me he parado un momento a picar. ¿Son suyas?
—El hecho que esta vid esté en el huerto de la rectoría podría habértelo
hecho sospechar.
—Estaba preocupado, no me he dado cuenta.
Don Camilo meneó gravemente la cabeza:
—Entiendo. La verdad es que tenías que estar muy preocupado para no
haberte dado cuenta de saltar por encima de la red metálica del seto.
—No he saltado ninguna red metálica —precisó el Flaco mientras seguía
picando del racimo que tenía en las manos.
Parecía como si la presencia de don Camilo no le importara ni un comino
de lo tranquilo que estaba; pero, de repente, el Flaco se eclipsó como si se lo
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hubiera tragado la tierra y desapareció bajo la vid.
Fue rápido: escurriéndose entre la hierba como una lagartija, alcanzó en
pocos segundos el punto exacto donde la red metálica estaba levantada del
terreno unos dos buenos palmos y se metió por el pasadizo.
Desgraciadamente, don Camilo estaba en guardia y, lanzándose a
perseguirlo, consiguió agarrar un pie del Flaco.
Tiró enérgicamente del pie y el Flaco volvió a entrar marcha atrás.
—En el fondo tenías razón —dijo don Camilo cuando, tras haber
enganchado al Flaco por la ropa, lo hubo puesto en posición vertical—. Para
entrar aquí no has saltado por encima de la red metálica. Lo que significa que
la vas a saltar para salir. ¡Hay que potenciar a la aviación soviética!
—Padre —replicó el Flaco, al que no agradaba nada la idea de ser
agarrado por el cuello y el bajo de los pantalones y ser lanzado luego volando
por encima de la red de tela metálica—. No saque especulaciones políticas de
un hecho ocasional.
—¡Ah! ¿Tú llamas un hecho ocasional a una violación de domicilio con
hurto incluido?
—No lo tomemos por lo trágico: yo no he cometido ningún hurto. Me he
limitado a tomarme un anticipo. El día del levantamiento proletario se acerca
y todos los desheredados tendrán su parte.
A don Camilo ya se le había pasado.
—Flaco —afirmó—, consideradas así las cosas, tómate otro anticipo,
pues. Y si quieres un anticipo de vino, tengo una botella de blanco dulce en
fresco dentro del pozo.
Era una tarde de fines de agosto y no se movía ni una hoja ni soplando.
Hacía un calor agobiante.
Don Camilo se acercó al pozo y sacó el cubo en que estaba la botella y
luego entró en la casa.
El Flaco lo siguió, y cuando don Camilo, destapada la botella, hubo
llenado los dos vasos que estaban ya preparados encima de la gran mesa de la
cocina, preguntó:
—Padre, ¿a dónde quiere ir a parar?
—Flaco, sólo quiero ir a parar a sentarme y beber un vaso de vino fresco.
Si tú también quieres, siéntate y bebe. En agosto, a las tres de la tarde no se
hace política.
El Flaco se sentó y se tragó de un sorbo el vino de su vaso.
—Si no está envenenado, está bueno —observó.
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Don Camilo no le prestó atención: bebió a su vez y volvió a llenar los dos
vasos. Se sacó del bolsillo un toscano, lo partió con las uñas de los dedos
pulgares y ofreció la mitad al Flaco.
—No —explicó el Flaco—. Sólo fumo cigarrillos. También colillas de
pitillos.
Don Camilo se levantó y, tras haber buscado en dos o tres cajones, echó
un paquete de Nacionales delante del Flaco:
—Hay que tener también en casa de esto: siempre hay algún tonto que
prefiere cigarrillos al puro.
El Flaco no acusó recibo: tenía vino y cigarrillos. Todo lo demás le
importaba un bledo.
Fumó y bebió.
—¡Si Peppone supiera que he estado aquí! —exclamó de repente.
—Estáte tranquilo: no soy yo quien se lo va contar. Y además hace un
siglo que no nos hablamos. En confianza: en el fondo me sabe mal. Con todos
sus defectos, no es el peor. Hay gente más estúpida que él en el pueblo. Y no
sólo entre vosotros los desmandados.
El Flaco no contestó: bebió un buen trago de vino y suspiró:
—¡No sé!
Aquel «no sé» hizo enderezar las orejas a don Camilo, que llenó los dos
vasos y luego dijo, secándose el sudor:
—No tengo ganas de levantarme; aunque la botella está vacía y, para
conseguir otra, hay que ir a buscarla. La puerta de la bodega es aquella de allí.
—¿Blanco o tinto? —preguntó el Flaco, levantándose.
—Tinto.
—Yo seguiría con el blanco para no hacer mezclas.
—Encontraremos la solución: tinto acompañado de salchichón.
El Flaco partió como un rayo y volvió con una botella y con un
salchichón.
—El pan está allí dentro del aparador. Encontrarás también la tabla y el
cuchillo —comunicó con voz cansada don Camilo.
En la Tierra Baja, cuando hace un tiempo de agosto en serio, las gargantas
están secas de sed, y hay que beber. Y, para poder beber como es debido, no
hay nada mejor que acompañarse con un buen salchichón, que da una sed
tremenda.
El salchichón era extraordinario, y don Camilo observó:
—¿Por qué no coges mi bicicleta y te vas a buscar a Peppone? Ante un
salchichón como éste, estoy seguro que estaremos de acuerdo.
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El Flaco meneó la cabeza.
—Flaco —exclamó don Camilo—, no me interpretes mal. No tengo la
mínima intención de hacer bromas pesadas. Aunque mañana nos
estrangulemos o nos destripemos, ¿quién nos impide mientras tanto comernos
juntos un par de lonchas de salchichón? Dime la verdad: ¿no creerás acaso
que yo estoy pensando siempre en la cochina política?
El Flaco volvió a menear la cabeza:
—Padre, no es por eso. Deje estar a Peppone. No hablemos más.
Don Camilo lo miró:
—No sabía que os hubierais peleado. Si es así, como si no hubiera dicho
nada.
—¡No nos hemos peleado! Si nos tuviéramos que enfadar, en todo caso
sería él quien se podría enfadar conmigo, porque yo nunca me podría enfadar
con él. Son otras cosas.
—Flaco, bebamos y cambiemos de tema: hoy la política no me interesa.
El Flaco bebió, pero cuando hubo acabado de beber se sintió en el deber
de corregir:
—No se trata de cuestiones políticas. Son cosas privadas. Tonterías sin
importancia, pero que, a uno como a yo, le molestan.
Don Camilo sacudió la cabeza:
—De veras que lo siento. No creía que él también, en un momento
determinado, se portara mal con los amigos. Tú eres un barrabás, pero con
Peppone siempre te has portado mejor que un amigo. Es de ingratos tratarte
mal.
El Flaco protestó:
—No nos hemos entendido: no es que me trate mal. Él se comporta igual
que antes conmigo. Pero no es el de antes. Padre, ¿cómo se lo podría
explicar? Es como si usted fuera amigo íntimo del campeón mundial de
ciclismo. No ha pasado nada entre usted y el campeón mundial de ciclismo, la
amistad es la misma, el trato sigue siendo el mismo. Pero sucede que el
campeón mundial de ciclismo se afloja y empieza a perder carreras. Y su
amistad por él ya no es la de antes.
—Si razonara con tu cerebro disparatado, puede que sí —respondió don
Camilo—. Pero como yo razono con un cerebro normal, mi amistad no
cambiaría, porque sería amigo del hombre y no del campeón. Al contrario:
cuanto más desventurado fuera, más amigo suyo me sentiría.
—Sí —gritó el Flaco—. ¡Pero le sabría mal que estuviera perdiendo el
campeonato! Sería como si su mujer perdiera los dientes. ¡Usted seguiría
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queriendo siempre a su mujer, pero le sabría mal que perdiera los dientes!
Don Camilo meneó la cabeza:
—Ni Peppone es un campeón de ciclismo ni es tu mujer: lo que creo es
que te ha dado una insolación.
El Flaco se puso a gritar:
—Padre, pero ¿es posible que no consiga entenderme?
—¡Si quieres que te entienda, explícate! —respondió brusco don Camilo.
El Flaco se echó al coleto de un trago otro vaso de vino y empezó a
explicarse:
—Padre, la culpa de todo la tiene aquel desgraciado que metió en la
cabeza a la mujer de Peppone la idea de renovar la sala…
Era una asfixiante tarde de agosto. Otra abrasadora tarde de agosto. Don
Camilo estaba chorreando de sudor, pero no quería dar su brazo a torcer:
estaba allí, hacía más de una hora, apostado detrás del Seto Grande. Había
visto entrar a su hombre y quería verlo salir.
Y cuando Dios quiso salió el hombre y, mientras estaba a punto de
montarse en la bicicleta, se encontró delante a don Camilo.
—Buenas tardes, señor alcalde.
Peppone miró a don Camilo con mirada sospechosa.
—Buenas tardes, señor cura.
Don Camilo se encogió de hombros.
—No creía haberle faltado al respeto por saludarle —se lamentó.
—Usted falta al respeto a la gente haga lo que haga. Usted es una
provocación permanente.
Don Camilo alzó los ojos al cielo.
—Señor —exclamó—, ¿cómo es posible que esta gente esté siempre en
servicio? ¿Cómo es posible que esta gente lo vea todo exclusivamente en
función de la política? Señor, ¿qué piensa esta gente cuando ve una puesta de
sol, o un amanecer, o un eclipse de luna? ¿Qué piensa esta gente cuando en
primavera ve cómo florecen los cerezos? ¿Ni ante una erupción, o un
terremoto, o una tromba marina, o un alud, puede esta gente tener en el
cerebro algún otro pensamiento que no tenga que ver con el partido y las
últimas consignas?
Peppone escuchó enfurruñado el desahogo de don Camilo, y luego dijo:
—Este razonamiento no me lo tiene que hacer usted a mí. Soy yo quien se
lo tiene que hacer a usted. A usted, padre, que tiene la sangre envenenada por
la política.
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—Peppone —explicó con paciencia don Camilo—, hace un siglo que no
te veo; me he alegrado de verte en perfecto estado de salud, y mi culpa sólo
ha sido la de demostrar mi sincera alegría.
—Padre, ¿cómo se puede saber cuándo es sincero y cuándo no lo es?
Don Camilo iba a pie y Peppone se puso a andar a su lado remolcando la
bicicleta.
El camino estaba lleno de polvo y había también polvo suspendido en el
aire, que secaba las gargantas.
Don Camilo daba de verdad la impresión de estar animado por su mejor
intención, y por eso, poco a poco, Peppone fue abandonando toda reticencia y
la conversación se volvió cada vez más pacífica.
Hablaron de cosas generales, y, cuando llegaron delante de la rectoría,
don Camilo encontró natural invitar a Peppone a entrar a beber un vaso de
vino blanco dulce. Y a Peppone le pareció natural aceptar.
Se bebieron una botella, y al salir don Camilo dijo a Peppone:
—Tengo que ir a ver a Bicci; te acompaño hasta tu casa.
Tomaron el atajo, una vereda que, a pesar de todo aquel calor que mataba
a la gente, conseguía estar llena de barro, porque estaba en una zona baja en
donde moría el agua de los desagües de los campos de alrededor.
Al llegar delante de su casa y visto que don Camilo estaba jadeando,
Peppone encontró natural invitarle a entrar a tomar un trago.
El vestíbulo estaba en la penumbra y fresco.
—¿Nos quedamos aquí? —preguntó don Camilo.
—No, no, vamos adentro.
Adentro quería decir a «la sala». En esa estancia que en la Tierra Baja
llaman «la sala». En la que están los muebles del comedor, las ampliaciones
fotográficas de los parientes muertos, los chismes ganados en las rifas y los
regalados. Normalmente, suele ser la habitación a la que no va nadie de la
familia porque impone por todas las magnificencias que contiene y además
por ser la más triste y menos acogedora de la casa.
Pero cuando Peppone abrió la sala, don Camilo se quedó con la boca
abierta.
No se esperaba —a pesar de la descripción del Flaco— algo así: estucado
nuevo, lámpara novecentista, muebles nuevos, cortinas de puntillas en las
ventanas y, ¡maravilla de maravillas!, un suelo de baldosas de mármol. Un
suelo que brillaba como si fuera de cristal. Increíblemente liso, increíblemente
nítido y pulido.
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—¿Bien? —dijo Peppone al ver que don Camilo no hacía ademán de
entrar.
—¡Peppone! —exclamó don Camilo—, pero si esto es algo
extraordinario. ¡Es difícil encontrar una sala tan bonita y moderna como ésta
ni en una casa de ciudad!
—¡No exagere! —se carcajeó Peppone—. ¡Pase, pase! Sin cumplidos.
Don Camilo entró con precaución y Peppone se disponía a seguirlo
cuando, en aquel instante, se oyó un grito casi inhumano y apareció la mujer
de Peppone.
Lo agarró y lo paró en el umbral.
Después miró horrorizada los zapatos polvorientos y llenos de barro de
Peppone y desvarió durante un rato chillando como un águila herida.
Entonces Peppone dio un paso atrás y, cuando volvió a aparecer, llevaba
en los pies unas pantuflas.
Esos condenados rectangulitos de paño inventados por las buenas mujeres
burguesas de ciudad para salvaguardar el brillo de los suelos.
Don Camilo miró a Peppone, que andaba como un patinador y que, tan
gordo y fuerte, con el pañuelo rojo oscuro al cuello, el cabello despeinado y
pegado en la frente y con las manos tan grandes como palas y ennegrecidas
por el sol y la grasa de las máquinas, daba risa, aunque en realidad lo que
daba era más bien pena.
Don Camilo había ido allí para reírse, pero no sintió ningunas ganas de
reírse. Lo que hizo fue volver atrás y, tras haberse puesto bajo las suelas unas
pantuflas que estaban preparadas en el umbral, patinó a su vez por el suelo
brillante.
Se sentaron sin decir nada a la mesa, que tenía la superficie brillante como
el suelo. Y estuvieron allí callados hasta que llegó la mujer con las copas y la
botella en una bandeja.
La mujer lo puso todo encima de la mesa, llenó dos vasos y luego se fue
explicando con voz autoritaria:
—La botella en la bandeja y las copas en los posavasos.
Don Camilo secó, antes de beber, el pie de la copa con la manga y luego
puso con cuidado la copa en el centro del posavasos.
Ninguno de los dos sabía cómo empezar. Por suerte apareció en la puerta
el Flaco agitando un gran sobre amarillo.
—Jefe, urgentísima de parte de la dirección del partido.
—¡Tráela! —ordenó Peppone, espabilándose.
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—No, la dejo ahí —respondió el Flaco, haciendo el ademán de poner la
carta encima de la silla tapizada que estaba al lado de la entrada.
Peppone sacó la voz atronadora de sus buenos tiempos:
—¡Flaco, tráela aquí! —gritó.
El Flaco vaciló un instante y luego, embarcándose en el tercer par de
pantuflas que estaban estacionadas en los aledaños del quicio de la puerta,
patinó por el suelo encerado en dirección del jefe.
—¡Siéntate y bebe! —gritó Peppone, llenando una copa.
El Flaco apretó los dientes y se sentó.
—¡La botella en la bandeja y la copa encima del posavasos! —volvió a
gritar Peppone al Flaco, tirándole delante un centrito de paño bordado.
Peppone leyó la carta urgentísima, y se la puso en el bolsillo. Después se
bebió su vino de un sorbo y, tras una suficiente pausa de silencio total,
afirmó:
—Padre, ¡métase bien en la cabeza que, el día de la revolución proletaria,
andaremos sin pantuflas!
—¿Estaba escrito en la carta del partido? —se informó don Camilo.
—¡Está escrito en la historia de los pueblos! —respondió Peppone.
Y lo dijo con tanto orgullo y con tan noble decisión, que el Flaco sintió
reavivar su fe en la victoria final.
—¡Bien, jefe! —aprobó el Flaco.
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La rifa
A juzgar por lo que se les oye decir, a los campesinos siempre les va mal. Si
llueve, porque llueve, si no llueve, porque no llueve, si ganan diez porque
podían ganar doce. Si ganan doce porque podían ganar quince.
Don Camilo lo sabía perfectamente y no se hacía nunca ilusiones cuando
tenía que ir por ahí a llamar a las puertas para pedir dinero para aquella
bendita guardería que ya había sido creada y que a la fuerza tenía que
funcionar.
Aquella vez, sin embargo, don Camilo tenía el corazón lleno de
optimismo: la cosecha había sido extraordinaria para todos los tipos de
cultivos y el queso había subido de precio. Mas, tras haber llamado a tres
puertas, ya se conocía todo el repertorio: el tomate no había rendido lo que
habría podido rendir, las acelgas habían dado una graduación baja.
Y además la uva aún estaba por coger.
Decidió cambiar inmediatamente de tónica. Para reunir los cuartos
necesarios había que recurrir al remedio extremo: la famosa rifa con valiosos
premios.
Se preocupó en recolectar los valiosos premios.
En lo que se refiere a las rifas y a las tómbolas de beneficencia, en el
campo pasa lo mismo que en la ciudad: se aprovecha la ocasión para
desembarazarse de los más asquerosos cachivaches. Y, al final, siempre son
los mismos condenados objetos los que circulan en las fiestas de beneficencia.
Cada barrio ciudadano, cada pueblo, tiene los suyos porque el que gana uno
de estos trastos se apresura en ofrecerlo generosamente a la primera ocasión
que llega alguien a pedir regalos para la tómbola benéfica.
Don Camilo trabajó durante quince días y, al final, se encontró con la
rectoría transformada en un bazar de feria. De haber tenido el suficiente valor,
don Camilo habría podido aprovechar la ocasión para librar al pueblo de toda
aquella escoria. Y la verdad es que sintió el agudo deseo de desparramar en la
plaza toda aquella mercancía y pasar por encima una apisonadora; pero se
supo contener.
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De todos modos, ahora que ya tenía la masa de los normales, tenía que
reunir los dos o tres premios excepcionales. Sin los que nadie iba a comprar ni
un billete.
Tenía aún dos puntos fuertes a que recurrir: Filotti y el ayuntamiento.
Pero Filotti en seguida dijo que más de cincuenta botellas de vino blanco
no podía dar, porque el tomate no había ido bien, ni tampoco las acelgas, etc.
Don Camilo depositó todas sus esperanzas en el ayuntamiento y se fue a
pedir audiencia al alcalde.
Peppone ni le dejó hablar:
—Padre —dijo—, ya lo sé. La guardería tiene una desesperada necesidad
de dinero, lo mismo que el ayuntamiento. Con la sencilla diferencia que así
como la guardería puede organizar loterías para colectar dinero, el
ayuntamiento no lo puede hacer. Por tanto estamos peor que usted.
Don Camilo aspiró una bocanada de aire tan larga como el túnel del
Simplón y, después de haberse inflado de aire, explotó:
—¿Quiere decir el señor alcalde que el ayuntamiento se niega a aportar su
contribución?
—No; el señor alcalde quiere decir que el ayuntamiento da lo que puede.
Abrió un cajón de la mesa y sacó unos puñados de cosas, mientras
explicaba:
—Cincuenta lápices Superbus, treinta gomas de borrar, veinticinco
cuadernillos de papel y cincuenta plumas Perry. Como aportación mía
personal, le daré cinco cajas de cera para suelos marca Ceratom.
—Ésa la puedes emplear para…
—Padre —le interrumpió Peppone, severamente—, recuerde que está
hablando nada menos que con el señor alcalde. ¿Los objetos de escritorio se
los lleva usted o se los tengo que mandar a casa?
Don Camilo ni tan siquiera contestó: dio media vuelta y se dirigió hacia la
puerta. Al llegar al umbral se volvió.
—¿Sabes qué tengo que decirte? —gritó.
—Diga, diga.
—Que dais asco todos. Pobres, ricos, comunistas y anticomunistas.
—¡Un momento, padre! Pongamos los puntos en las íes.
Don Camilo volvió hasta la mesa y miró fijo a los ojos a Peppone.
—Si quieres poner los puntos en las íes, aquí estoy. ¿Hay algo que no te
gusta?
—No me gusta que diga estupideces. Los comunistas, por su norma y por
sus reglas, no dan asco. En toda ocasión los comunistas se comportan de
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modo perfecto.
Don Camilo agarró el paquete de lápices y se los puso debajo de la nariz a
Peppone, gritando:
—¡Cincuenta lápices Superbus, los más asquerosos del mundo: regalo de
la administración comunista!
—¡Regalo de la administración municipal! —rectificó Peppone—. Los
comunistas no tienen nada que ver. De modo que antes de decir que los
comunistas dan asco, antes tiene que oír qué le responde la sección del
Partido Comunista.
Don Camilo volvió a dejar los lápices encima de la mesa y luego se puso
en jarras:
—Y según tú, ¿qué crees que me respondería la sección del Partido
Comunista si yo fuera a pedirle un regalo para la rifa?
Peppone se encogió de hombros.
—Vamos a ver —murmuró—. A mi parecer, si usted se dirigiera a la
sección comunista, la sección ofrecería, por ejemplo, una bicicleta Stucchi
gran lujo, nueva por estrenar, con faros eléctricos y cambio Simplex. Y, a lo
mejor, con funda para el sillín, caballete y portaequipajes.
Don Camilo se lo quedó mirando durante un instante con la boca abierta.
—Tienes ganas de bromear —exclamó al final.
—Yo, quizá, sí. Pero la sección local del Partido Comunista no. El que
desee la bicicleta Stucchi modelo gran lujo, nueva a estrenar, etcétera, no
tiene más que dirigir una breve petición por escrito a dicha sección.
Don Camilo rió de mala gana:
—Ya; para que me contestes: «¡Diríjase a Pella!».
Peppone sacudió la cabeza:
—No, padre: basta con que usted mande dos líneas con la petición y, dos
horas más tarde, recibirá la bicicleta en la rectoría con el embalaje aún
original de la casa. Naturalmente, en la exposición de los premios la bicicleta
tendrá que figurar en el sitio de honor y llevar un cartelito de cuarenta
centímetros por treinta que lleve escrito en letra de imprenta así de grande:
«Regalo del Partido Comunista Italiano». Para ahorrarle trabajo, el cartelito se
lo mandaremos nosotros ya hecho.
—No te molestes —contestó, seco, don Camilo—. Quédate con el cartel y
con la bicicleta. No hago de agente de publicidad.
—Padre, ¿y si a la bicicleta Stucchi extra lujo, etcétera, le añadiéramos un
motorcito Mosquito también nuevo y por estrenar?
—¡Ni aunque le añadas un motor Fiat 1900 con transmisión hidráulica!
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—Lo siento. De todos modos, piénselo, padre.
—Ya lo he pensado.
Don Camilo volvió a casa embalado y se fue a desahogar con el Cristo del
altar mayor.
—Jesús —dijo jadeando—, de todos esos desgraciados ¿cuál es el más
desgraciado?
—Tú —respondió el Cristo.
Don Camilo miró hacia arriba, perplejo:
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque tienes el corazón rebosante de ira, don Camilo.
—Jesús —imploró desesperado—, ¿es posible no enfadarse después de lo
que me ha pasado?
—Sí, don Camilo, es de lo más posible.
A don Camilo se le asomaron las lágrimas a los ojos:
—Jesús, he llamado a noventa y nueve puertas y nadie me ha abierto. A la
centésima me han abierto para burlarse de mí. ¿Cómo puedo estar tranquilo?
—Don Camilo, yo llamo a cien mil almas cada día y ninguna se abre, y
me duele. Pero si, después de cien mil, encuentro una que se abre, me siento
invadir el corazón de alegría, aunque tras la puerta de esa alma encuentre sólo
irrisión. El que ignora a Dios es un ciego que no verá nunca la luz. Nunca
podrá vivir como un hombre justo el que ignora a Dios, porque el que ignora
a Dios no es un hombre.
Don Camilo aún tenía el motor en marcha a todo gas e intentó justificarse:
—Señor, si tengo hambre y noventa y nueve personas me niegan un
mendrugo de pan, ¿no es quizá más malvada la centésima que me lo ofrece, y
copioso, induciéndome, para obtenerlo, a cometer una acción deshonesta?
—Claro que sí, don Camilo; si Peppone ha intentado hacerte cometer una
acción contraria a la ley de Dios, es el más malvado.
Don Camilo se secó la frente llena de sudor:
—Señor no se puede establecer con certidumbre si él me ha propuesto
cometer una acción contraria a la ley de Dios. Quizá también por el hecho de
que en la ley de Dios no hay ninguna mención específica sobre las bicicletas
Stucchi y las tómbolas de beneficencia… De todos modos, lo que sí es cierto
es que yo no puedo hacer algo que satisfaga la idea expresada por Peppone.
Idea que es condenada como contraria a la idea cristiana. ¿No os parece,
Señor?
—Don Camilo, no sabría qué responderte con exactitud: tampoco yo
entiendo lo suficiente de bicicletas y de tómbolas benéficas.
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Don Camilo se inclinó.
—Jesús —dijo con voz triste—, qué contento se pondría Peppone si
supiera que también vos os burláis de mí.
Don Camilo volvió a la rectoría a pasar lista de la mísera mercancía
recogida. Al cabo de poco rato llegó el Flaco, que depositó en la mesa del
vestíbulo los lápices y lo demás.
—De parte de la administración municipal —explicó—. Si consigue sacar
punta a uno de estos lápices, podrá utilizarlo como punzón.
—Dale las gracias al señor alcalde. Dile que no tenía que tomarse tantas
molestias.
—Ninguna molestia. Poder hacer un favor al reverendo arcipreste es todo
un placer. Si quiere que le ayude a llevar al estercolero toda esa basura, lo
haré con mucho gusto.
Don Camilo sacó del montón un horrible gatito de yeso y lo expidió por
vía aérea a la cabeza del Flaco.
Pero el individuo estaba ya preparado para la defensa y, agarrando al
vuelo el gato de yeso, lo puso delicadamente encima de la mesa.
—Mejor un gato de yeso en mano, que una bici con motorcito volando —
explicó al largarse.
Don Camilo espachurró bajo la suela una torre de Pisa de alabastro que
parecía de azúcar cande.
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«Todos en contra de mí», suspiró mientras se sentaba en el escritorio del
cuarto de estar.
Después tomó una hoja y escribió la petición.
La bicicleta con motor llegó una hora después y la llevó el Flaco con la
furgoneta.
Junto a la bicicleta estaba el cartel con letras de imprenta enormes.
—Padre —advirtió el Flaco—. Recuerde: en el sitio de honor.
La exposición de los regalos de la rifa fue abierta al día siguiente y la
gente llenó el lugar.
La bicicleta con motor «ofrecida por el Partido Comunista» dio el golpe.
Spiletti desaprobó totalmente el asunto.
—Padre, yo no habría pedido ni aceptado regalos de esa gentuza.
—Tampoco yo, si usted y todos los demás, en lugar de colocarme
porquerías de yeso y de lata dorada, me hubieran ofrecido algo que justificase
una rifa.
—Si no había regalos, no tenía que haber hecho la rifa. Habría evitado
hacer tan mal papel.
—Claro —exclamó don Camilo—. Si uno tiene roña, no tiene que
quitarse los guantes en público, tiene que quedarse con las manos tapadas
para que la gente diga: «¡Oh, qué señorito tan elegante y pulido!».
Naturalmente, todos los rojos fueron a mirar y remirar su estupenda
bicicleta con motor y se hincharon como pavos.
El día de la extracción acudió también Peppone con su estado mayor. El
local y la zona de delante de la iglesia estaban llenos a rebosar.
Se vendieron los últimos billetes y se guardaron dentro de un sobre sus
relativas matrices.
Comenzó el sorteo. Don Camilo había conseguido juntar sólo cincuenta
premios decentes. Una vez extraídos por orden de importancia los cincuenta
números, el resto de pacotilla sería repartido a base de una pieza por billete
para que nadie se volviera a casa con las manos vacías.
—¡Primer premio: una bicicleta con motor! —anunció don Camilo.
Un niño extrajo un número de la urna.
—¡Ochocientos cuarenta y siete! —gritó don Camilo—. Quien tenga el
número ochocientos cuarenta y siete ha ganado la bicicleta.
Ninguno de los presentes lo tenía.
—¡La bicicleta queda a disposición de quien tenga el número ochocientos
cuarenta y siete! —voceó don Camilo—. La lista exacta de los números
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extraídos será publicada mañana. Segundo premio: una cesta que contiene
cincuenta botellas de vino blanco. Número…
El chiquillo sacó el número: dos mil trescientos.
El hombre que tenía el dos mil trescientos se adelantó agitando el billete,
y, haciéndose ayudar por los amigos, retiró, riéndose, la cesta de botellas.
Prácticamente la rifa ya se había acabado porque lo único que le interesaba a
la gente era la bici con motor. Lo demás, menos las botellas, era poco más
que basura. Pero nadie se movió hasta que no fueron sorteados todos los
demás cincuenta premios «varios».
Y cuando los cincuenta regalos fueron retirados por los ganadores, la
gente empezó a murmurar. Resultaba muy curioso que de los ganadores de los
cincuenta premios, el único en no estar presente fuera precisamente el de la
bicicleta.
—Yo —dijo un joven— he comprado el número ochocientos cuarenta y
seis y lo he comprado aquí dentro en el último momento y he visto que en el
talonario aún quedaban cuatro billetes: el ochocientos cuarenta y siete, el
ochocientos cuarenta y ocho, el ochocientos cuarenta y nueve y el
ochocientos cincuenta. Me gustaría ver el talonario: no quisiera que hubieran
metido dentro del sobre el billete no vendido en vez de la matriz.
Alguien se fue a avisar a don Camilo, que llegó resollando.
—¡No hay truco! —gritó—. Nosotros sólo hemos metido en el sobre las
matrices. Aquí está la extraída. Y aquí está el talonario. Todos los billetes han
sido vendidos.
—¿Y quién lo atestigua? —murmuró el joven.
—¡El comandante de guardia de los carabinieri[1], el notario, aquí
presentes!
—¿Y cómo pueden saber si el billete ha sido vendido? ¿Y si alguien lo
hubiera arrancado y se lo hubiera guardado en el bolsillo? El hecho de que la
matriz haya entrado en la urna no significaría entonces nada.
Don Camilo palideció:
—Ese alguien sólo puedo ser yo porque los últimos cuatro billetes los he
vendido yo.
—Yo no digo… —exclamó el joven—. De todos modos, si los billetes
han sido vendidos aquí, ¿por qué no ha salido el que ha comprado el
ochocientos cuarenta y siete?
Don Camilo tenía unas ganas locas de agarrar al jovenzuelo por el cogote
y aplastarlo contra la pared, pero tenía que conservar la calma.
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—¡Señores! —gritó—. El número ochocientos cuarenta y siete ha sido
vendido aquí hace pocos minutos. El que lo ha comprado tiene que hallarse
aquí. Por favor, miren en sus bolsillos: el asunto tendría que quedar liquidado
en seguida. Quien me haya comprado un billete a mí, aquí, hace poco, que
busque en los bolsillos.
Buscaron todos, hasta los que no habían comprado billetes, y de repente
se oyó resollar a alguien:
—¡Lo tengo yo!
Y se adelantó Peppone, que alargó un billete a don Camilo.
Don Camilo sacó del fondo del alma un fuerte respiro de alivio.
—¿Todo arreglado? —preguntó alegremente—. ¿Se ha quedado
convencido el joven? Muy bien; con sumo placer hago entrega del premio al
señor alcalde. Nada más justo: ofrecido por el Partido Comunista, está bien
que vuelva al Partido Comunista.
La gente se rió.
—No se han matado ésos —murmuró el viejo Cibia—. Han ofrecido la
bicicleta y luego se la han vuelto a quedar. ¡Hay que ver qué bien saben dar
de beber a las ocas cuando llueve!
Peppone se puso rojo como la revolución de octubre:
—¿Qué estupideces está diciendo? Yo he comprado un billete como todos
los demás. ¿Qué culpa tengo si el primer premio me ha tocado a mí?
—Lo que pasa es que si no hubiera comprado el billete, no le habría
tocado.
El Flaco intervino; agarró por el manillar la bicicleta y dijo a Peppone:
—Jefe, déjales que hablen; nosotros estamos perfectamente dentro del
orden y de la legalidad.
Se dirigió hacia la salida y Peppone lo siguió rechinando los dientes.
—Es el sistema soviético —explicó sonriendo don Camilo—. Grandes
promesas y luego nada al final. ¡Humo en los ojos!
Peppone, que lo había oído, se volvió:
—¡Venga otra vez a pedirme algo y verá qué bonito regalo le voy a hacer!
—Tenga su cartel —le contestó, carcajeándose, don Camilo—. En vez de
«Regalo del Partido Comunista», teníais que haber puesto: «Vana promesa
del Partido Comunista».
Peppone se fue de prisa para no comprometerse y, cuando don Camilo
salió triunfante y fue a dar las gracias al Cristo del altar mayor, el Cristo le
dijo:
—Don Camilo, el más malvado sigues siendo tú.
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—Señor, lo sé —respondió abriendo los brazos don Camilo—. Y me
duele; pero en la política la maldad es una dolorosa necesidad porque en la
política no se trata con hombres, sino con partidos. Y los partidos no son
criaturas del buen Dios. Amén.
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El lechuguino pálido
Resultó que a Peppone le hizo falta un metro de tubo de cobre de una pulgada
y, como en el pueblo nadie podía suministrarle algo así y tenía que acabar el
trabajo para el día siguiente por la mañana, cogió el coche de línea y se fue a
buscar el tubo a la ciudad.
Llegó más tarde del mediodía y se vio obligado a esperar hasta las tres de
la tarde. Y el asunto no terminó cuando abrieron las tiendas porque ninguna
ferretería tenía tubo de cobre de una pulgada, y por eso Peppone tuvo que
empezar a buscar por los talleres.
Total, que cuando encontró el maldito tubo, empezaba ya a anochecer. Y
para colmo, el coche de línea ya había salido.
Treinta kilómetros no son ninguna broma; por otra parte, el trabajo no
podía ser postergado porque se trataba de una boule de la fábrica de salsa de
tomate y los de la fábrica iban a ir a buscar la pieza reparada a las cuatro de la
mañana siguiente.
Peppone se puso en camino con la esperanza de encontrar un coche que le
diera pasaje.
Allí, en la carretera general, era inútil perder tiempo y esfuerzos en parar
coches: pasan cientos de coches por la carretera general y vete a saber cuál de
ellos se dirige a tal o a cual pueblo.
Había que llegar al menos hasta la comarcal: por ahí ya pasaban coches
seleccionados, que ya iban en la dirección apropiada. Caminó, pues, hasta la
comarcal y, justo después de la curva, apareció una camioneta. Iba despacio
y, al ver gesticular a Peppone, el conductor paró en seguida.
No iba al pueblo; de todos modos seguía durante casi siete kilómetros el
mismo camino que Peppone, por lo que Peppone se montó. Siete y tres (desde
la ciudad hasta allí) diez: mejor veinte que treinta.
Al llegar al puente nuevo, Peppone se bajó de la camioneta y, después de
despedirse del hombrecillo, reemprendió el camino pedibus calcantibus.
Ya era casi de noche y, como si con eso no bastara, se puso a llover.
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A poca distancia había un pequeño templete resguardado por un pequeño
pórtico bajo el que Peppone se pudo guarecer.
«Perdón por daros la espalda —murmuró Peppone a la Virgencita,
tocándose el ala del sombrero—. Pero es que no puedo perder de vista la
carretera. Me he quedado a pie por culpa de este maldito tubo y tengo que
encontrar pasaje».
A medida que iba aumentando la oscuridad, aumentaba también la lluvia
y, mirando la carretera fangosa y completamente desierta, se tenía la
descorazonadora impresión de estar aislado del resto del mundo para siempre.
Peppone esperó media hora, esperó otra hora y luego perdió la paciencia:
«¡Perdón! —exclamó dirigiéndose a la Virgencita—, pero si no pasan
coches, ¿podéis decirme vos qué puedo hacer?».
La Virgencita no se lo dijo y Peppone rugió.
Y hete aquí que de pronto aparecen dos faros de automóvil en la dirección
esperada. Peppone se puso en agitación y se preparó para saltar, situándose al
borde del pórtico, porque, claro, había que pescar el coche, pero intentando
también no calarse de agua.
Cuando el coche que circulaba despacio a causa del chubasco y del fango
estuvo a pocos metros de la capillita, Peppone saltó en medio de la carretera.
El coche, un 1400 gris, se paró de golpe; Peppone, de otro salto, alcanzó
la portezuela y metió la cabeza por la ventanilla, mientras la lluvia le
remojaba la espalda y otras partes.
El conductor había encendido la luz interior y Peppone alcanzó a ver un
rostro palidísimo.
—¿Qué pasa? —balbuceó el conductor.
—Nada —respondió Peppone—. ¡Qué quiere que pase! ¡Que me estoy
mojando el trasero! ¿Hacia dónde va?
—A Torricella —explicó el conductor, que era un joven delgado,
elegante, muy fino y también, al parecer, muy tímido.
—¡Estupendo! —exclamó Peppone mientras abría la portezuela y se metía
en el coche al lado del joven.
Al removerse para ponerse cómodo en el asiento, Peppone dio en el pecho
sin querer, con la extremidad del tubo de cobre, al joven, que se retiró
poniendo las manos en alto a la altura de los hombros.
Peppone se quedó unos instantes bastante sorprendido por el extraño
comportamiento del joven; luego, al darse cuenta de que los ojos del infeliz
estaban fijos en el tubo de cobre, lo comprendió.
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—Pero ¿qué se cree que es este artefacto? —exclamó Peppone—. ¿Una
metralleta? ¿No ve que es un tubo de cobre envuelto en papel de cera negro?
El joven sacó de su exigua caja torácica un fuerte suspiro larguísimo.
—Compréndame —explicó, molesto—. En una carretera oscura en medio
del campo, al ver salir de repente a un hombretón como usted que te da el alto
con un artefacto como ése en las manos, no se te ocurren cosas muy buenas.
Con los tiempos que corren…
Peppone se encogió de hombros:
—¿Hubiera podido hacerlo de otra forma? Hace una hora que estaba
esperando porque he perdido el coche de línea y tengo que llegar esta noche a
casa, lloviendo a cántaros. Hay que hacerse cargo de la situación en que se
encuentra uno.
—Me doy cuenta —respondió seco el joven, poniendo una marcha y
arrancando el coche—, aunque hay formas y formas.
Hasta el más tranquilo y reflexivo de los hombres, si tiene el trasero
completamente empapado, se pone nervioso.
—¡Se dice fácilmente cuando se puede viajar cómodamente en coche sin
importarle a uno el resto del mundo! —bramó Peppone con bastante mal
humor—. ¡Pero cuando para vivir hay que partirse el alma de la mañana a la
noche, el asunto cambia!
—Yo no viajo por diversión —se justificó tímidamente el joven.
—¡Nadie lo duda! —dijo riéndose ferozmente Peppone—. Si viajara por
diversión no habría escogido esta carretera ni este tiempo. Lo que pasa es que
mientras usted viaja por trabajo, pero en coche, yo viajo por trabajo pero a pie
y bajo la lluvia. Y cuando llegue a casa no me podré ir a la cama, sino que
tendré que quedarme a pegar martillazos en el taller hasta las dos de la
madrugada. Y eso si todo va bien.
El joven, atento a conducir, no respondió y Peppone no volvió a decir
nada.
Después de recorrer dos o tres kilómetros en el más absoluto silencio,
Peppone hizo para sus adentros una consideración importante.
«Soy un necio —pensó—. Paro a este desgraciado lechuguino haciéndole
morir de miedo; me meto dentro de su coche como si no fuera suyo sino del
ayuntamiento. Y luego, en vez de darle las gracias por no haberme dado
ninguna patada en el hocico, voy y le monto la polémica antiburguesa como si
le acusara. Hay que animar al pobre lechuguino de ciudad, si no tendré un
cargo de conciencia».
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El coche pasó por delante del cementerio de Borghetto, que tenía la verja
justo en la carretera, iluminada por un farol de la pobre iluminación del
pueblo. Peppone se sacó el sombrero y le pareció como si el joven apreciara
mucho aquel gesto de respeto por los difuntos.
—¡Pobres, pero cristianos! —exclamó Peppone—. Nuestros pueblos no
son bonitos, pero son cívicos.
—Lo sé —murmuró el lechuguino de ciudad con escasa convicción.
—¿Conoce usted bien estos lugares? —preguntó Peppone.
—No, es la primera vez que vengo; pero sé cómo es la gente de la Tierra
Baja. Halcón rojo, Metralleta y el Pistolero, ¿no son de por aquí?
A Peppone le pareció captar un claro tono de sarcasmo en la voz del
lechuguino, especialmente al pronunciar los nombres de guerra de los tres
más famosos campeones del extremismo rojo de la Tierra Baja, y se rebeló:
—Estimado señor, Halcón rojo, Mitra y el Pistolero no son gente de la
Baja, son tres malditos chalados que han nacido aquí como podían haber
nacido en cualquier otra parte. No tiene que juzgamos a los de la Tierra Baja
por tres chulos que han volcado en la política su profesión de ladrones de
cerdos, y que ahora están, como se merecen, en la cárcel. Tiene que juzgarlos
por los demás. ¿Qué se cree, que aquí en la Tierra Baja mandan los violentos,
los sinvergüenzas y los sin Dios?
—¡No, no! —protestó con viveza el lechuguino pálido—. No quería decir
esto. He nombrado a esos tres porque se ha hablado tanto de ellos en los
periódicos…
—¡Los periódicos! ¡Usted no tiene que mirar los periódicos para
comprender la Baja: tiene que miramos a nosotros!
El coche pasó por delante del templete de Crociletto y Peppone rindió
homenaje a la Virgencita descubriéndose.
El lechuguino pálido, que no llevaba sombrero, inclinó la cabeza.
—¡Me da gusto ver que usted también es un buen cristiano! —observó
complacido Peppone—. Y siendo buenos cristianos es fácil entenderse
siempre, aunque se tengan ideas distintas.
El lechuguino lo miró con tanta extrañeza que Peppone, al subirse el
cuello de la chaqueta, se sacó diestramente del ojal la insignia, pensando:
«Si este hijo de papá sospecha que soy un comunista, le entra un susto de
miedo».
—Los que son buenos cristianos son también buenos padres de familia y,
por tanto, también buenos patriotas, ¿no es así? —gritó enfáticamente
Peppone.
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—Claro que sí —respondió el lechuguino pálido—. Dios, patria, familia.
Ésa es la base.
—Muy bien. ¡Así se habla! ¡Creer, obedecer y luchar!
Peppone se dio cuenta de haber dicho algo que exactamente no quería
decir. Sin embargo, mirando por el rabillo del ojo a su compañero de viaje,
advirtió en los labios del lechuguino una sonrisa complacida. Claro, era lo que
Peppone se había imaginado. Quiso confirmarlo:
—Veo que con usted se puede hablar abiertamente, de modo que seamos
sinceros. Dos personas pueden tener las ideas que quieran, pero, si son dos
caballeros, tienen que reconocer lo que es justo. La historia es la historia. Los
cuentos son cuentos. De modo que no se puede condenar en bloque a un
hombre y afirmar que todo lo que ha hecho es malo. Ha hecho cosas malas,
pero seamos francos, también ha hecho cosas buenas. ¡Y negar esto, es no
tener vergüenza! ¿Tengo razón?
—¡Y tanto! —exclamó el lechuguino—. Estoy completamente de acuerdo
con usted. Ha sido un hombre excepcional. Excepcional en sus virtudes y en
sus defectos, pero excepcional. Hombres así ya no quedan en el mundo.
Mientras tanto había parado de llover y, al atravesar la aldea de
Fraschetto, el joven tuvo que aminorar la marcha porque había un atasco
delante de la Casa del Pueblo: gente que estaba mirando a dos jóvenes que
estaban pegando unos carteles referentes a la huelga agrícola que se estaba
preparando.
El joven se volvió y miró con aire preocupado a Peppone, que lo
tranquilizó:
—¡No se impresione! —dijo, riéndose, Peppone—. ¡No es más que papel
que no sirve ni para envolver patatas! No tiene ninguna importancia. ¿Sabe lo
que pasó aquí, hace unos días, cuando hubo la huelga general?
—No —dijo el joven.
—Carteles, fajas, órdenes y contraórdenes, discursos para preparar la
huelga general y luego todos han trabajado. Todos, entiende: rojos, negros,
verdes, blancos y amarillos. Así es la Tierra Baja: ¡lo que interesa es lo
sustancial, no las charlas!
—¡Bien! —aprobó satisfecho el joven—. Si uno tuviera que estar
pendiente de la política…
—¡La política es la ruina de las familias! —exclamó Peppone—. ¡Por esto
yo tengo mis ideas y me las guardo sin necesidad de tener que apuntarme a
ningún partido! ¿Y usted?
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—¡Ídem! ¡No hay necesidad de tener un carnet para tener una idea! Al
contrario, la mayoría de las veces, los que tienen el carnet no tienen la idea, y
viceversa.
—Santas palabras —exclamó Peppone.
Pero ya habían llegado; al entrar en el pueblo el coche empezó a saltar a
causa de los baches que constelaban el empedrado de la calle principal.
—¡Maldito sea el desgraciado del alcalde y sus concejales! —imprecó—.
¡Vaya asco!
Pero en seguida temió haber metido la pata y preguntó débilmente:
—¿Qué administración hay?
—Comunista —respondió Peppone.
El joven suspiró, aliviado:
—Me lo imaginaba. En lugar de hacer política sería mejor que
pavimentaran las calles.
—¡Exacto! —aprobó Peppone—. Ya he llegado —explicó mientras se
apeaba—. Se lo agradezco mucho. Buen viaje.
En cuanto hubo comenzado a andar, el jovenzuelo lo llamó.
—¡Su metralleta! —le dijo riéndose, sacando por la ventanilla el tubo de
cobre.
—Si todas las metralletas fueran como ésta, todo iría mejor —replicó,
riéndose, Peppone mientras recuperaba el tubo.
El 1400 partió y Peppone se quedó mirándolo.
«¿Hay algo mejor —pensó— que consolar a un pobre imbécil? ¡Ése es un
idiota que, esta noche, dormirá tranquilo y que mañana, al volver a la ciudad,
contará a los lechuguinos amigos suyos que el peligro comunista no existe y
que la famosa Tierra Baja da risa!».
Peppone, para acabar su trabajo, estuvo bregando hasta las cuatro de la
mañana y durmió hasta las once. Habría seguido si el Flaco no lo hubiera ido
a llamar a esa hora.
A las once y veinte Peppone estaba en la Casa del Pueblo.
—Jefe, ha llegado el inspector de la Federación —explicó el Flaco—. Te
espera en tu despacho.
Peppone entró en su despacho particular y, como es lógico, se encontró al
lechuguino pálido de la noche anterior.
Peppone se asombró al encontrarse al lechuguino pálido y el lechuguino
pálido también quedó asombrado al encontrarse al hombretón de la supuesta
metralleta.
El lechuguino fue el primero en recobrarse.
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—Soy el inspector federal —dijo, presentándose.
—Soy el jefe de la sección y el alcalde —respondió Peppone.
Se dieron la mano.
—La federación quiere saber cómo ha ido la huelga general en el
municipio.
—Perfectamente. Abstención total en el trabajo.
—Le felicito, camarada. Y la huelga agrícola ¿cómo se anuncia?
—Aún mejor que la huelga general.
El lechuguino sonrió.
—Muy bien, camarada. Había oído hablar de ti, pero no te conocía. Me
alegra haberte conocido.
Se sentaron.
El Flaco llevó una botella y dos vasos; después salió, cerrando
meticulosamente la puerta.
Peppone sirvió el vino en los vasos. Bebieron.
—El de anoche fue un viaje interesante. Eres magnífico, camarada
Bottazzi: sabes disimular a la perfección tus verdaderos sentimientos —
comunicó el lechuguino.
—También tú, camarada inspector, sabes disimular perfectamente tus
verdaderos sentimientos.
El lechuguino sacó solemnemente la conclusión:
—Los dos valemos. El partido puede estar contento de nosotros.
Peppone sacudió la cabeza.
—Ahora —murmuró— hay que ver si nosotros podemos estar contentos
del partido.
El lechuguino llenó los dos vasos y dijo:
—Va tirando, camarada Bottazzi.
Lo celebraron bebiendo.
Y luego estuvieron totalmente de acuerdo en reconocer que el
Lambrusco[2] es un aperitivo extraordinario y se fueron al Molinito.
Y lo celebraron comiendo.
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El pasagatos
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—No es una razón para que ahora yo permita que vosotros lo hagáis
encima de mí —respondió Barotti, brusco.
—¡Hubiera sido mejor que en lugar de llevarlo en brazos, como oro en
paño, lo hubiera estampado! —gritó Bia, que tenía sesenta y ocho años, pero
que, en casos de emergencia, aún podía desatinar como un muchacho de
veinte.
Llegadas las cosas a ese punto, no faltaba más que el asunto del pasagatos.
Pero resulta que el diablo metió la cola y sucedió el drama del pasagatos.
La tierra de la Fossa desaguaba toda en un canalucho que partía la finca
en dos y que desembocaba en el canal nuevo, a través de un pasagatos.
O sea, ese pequeño canal, al llegar al límite este de la finca, se encontraba
interceptado por la zanja que marcaba el confín. La zanja pertenecía al
propietario de la finca contigua, y para llegar al canal nuevo, el agua de
desagüe de la tierra de Barotti tenía que pasar por debajo de la zanja
fronteriza; y ahí estaba el famoso pasagatos; es decir, un conducto
subterráneo en forma de sifón, de unos diez o doce metros de largo,
construido sólidamente en cemento.
A esos artilugios los llaman pasagatos para indicar que vienen a ser como
un orificio para gatos, puesto que los gatos, que tienen siete vidas y huesos de
goma, consiguen pasar por todos los agujeros.
A nadie se le ocurriría llamarlos «pasaperros» porque, aunque un
pasagatos tenga medio metro de diámetro, la tierra, los rastrojos y demás
cosas de ese tipo, que se depositan fatalmente en la curva de abajo de todos
los sifones de esa clase, llega un momento en que reducen ostensiblemente la
capacidad del conducto y, por tanto, achican el orificio.
El perro del doctor Barotti no estaba al corriente de estas cosas, y un día
que acompañaba a su amo durante la inspección de los campos, al ver que un
gato, después de haber pasado como un rayo por el fondo de la zanja casi
seca, se introducía por el agujero del sifón, se lanzó en su persecución.
Y así, tras haber entrado con facilidad en el pasagatos, quedó atrapado
miserablemente en el cieno y en los rastrojos del fondo sin conseguir zafarse.
Barotti sólo se dio cuenta una hora más tarde de la triste aventura en que
se había metido su perro; o sea, cuando le llamó la atención el desgarrador
lamento que subía por el agujero del sifón. Entonces se fue corriendo a casa
de los Gnappi a pedir ayuda, pero al volver junto con dos o tres Gnappi al
lugar de la desgracia, pudo tan sólo enviar un conmovido saludo a la memoria
de su infeliz perro; alguien, más arriba del canal nuevo, acabadas sus horas de
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riego, había abierto la compuerta y el agua, al volver a pasar al canal nuevo,
había llenado el fondo del pasagatos.
—Amén —murmuró el viejo Bia—. Ha muerto justo como tendría que
morir cierta gente que yo me sé.
El doctor Barotti volvió a su casa muy pesaroso y, aunque pasaron los
días, no conseguía olvidar a su pobre perro, que había acabado atrapado como
un ratón. Más tarde, cuando empezó a llover, tuvo aún más que pensar en
ello, porque, al cabo de dos días de lluvia torrencial, el viejo Bia llegó a
Villablanca para avisar que el canal de desagüe se había desbordado y que los
campos se estaban convirtiendo en la laguna de Venecia.
Barotti se extrañó:
—¿Qué novedad es ésta? ¿No tira el canal nuevo?
—El canal nuevo tira —explicó Bia—. Es el pasagatos el que no tira.
—No es la primera vez que pasa; arregláoslas para desembozarlo.
—No somos nosotros los que lo tenemos que hacer —replicó con frialdad
Bia—. Le toca a usted. Lo ha atascado usted.
—¿Yo?
—Sí; el perro no era nuestro, era suyo. El perro no lo teníamos en
aparcería.
—¡Vaya forma de razonar! Tampoco el fango, las piedras ni los rastrojos
están en aparcería; y, sin embargo, siempre habéis desatascado el pasagatos
sin discutir.
Bia meneó la cabeza:
—El razonamiento no es válido. Las piedras, la maleza, el fango son
desgracias naturales, como el granizo, o la sequía o la niebla. Cosas de las que
ni usted ni nosotros tenemos la culpa. Pero si mañana su perro va y se come
una pierna de mi nietecito más pequeño, ¿pagamos la pierna a medias? De su
perro el responsable es usted, porque se trata de algo que no tiene nada que
ver con la finca. Su perro ha atascado el pasagatos: desembócelo usted. Si no
lo desemboza, los daños causados por el agua no los dividiremos, sino que los
pagará todos usted.
El razonamiento del viejo Bia era correcto y Barotti, que era doctor en
derecho, lo tuvo que reconocer. Simplemente hizo una objeción:
—Sí, todo es lógico. Pero lo que es cierto es que si yo le viera caerse
dentro de un canal, a pesar de tratarse de una desgracia que no tiene nada que
ver con la aparcería, iría a sacarlo.
—Yo, en cambio, no lo iría a sacar, si le viera caerse dentro del agua del
canal —respondió con frialdad Bia—. Yo simplemente cumplo con lo que
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está escrito en el contrato.
—Muy bien: de ahora en adelante también lo haré yo. El doctor Barotti
mandó a la Fossa a cinco hombres con la orden de dasatascar el pasagatos a
cualquier costo. Y el pasagatos fue desatascado y el agua de desagüe volvió a
hallar su cauce habitual; pero, desde entonces, cada vez que fue a
inspeccionar los cultivos en la Fossa, se hizo acompañar por dos testigos.
Y cada vez que encontró algo irregular, lo comunicó a los Gnappi, ya no
de palabra sino por carta certificada.
Después de recibir la quinta carta, los Gnappi se pusieron furiosos, y el
mayor de los hijos de Bia, tras enseñarle los documentos de provocación a
Peppone, le explicó:
—Jefe, la próxima vez que Barotti aparezca en la era lo voy a echar a
patadas junto con esos condenados que lleva consigo de testigos.
—Tú la próxima vez no vas a echar a nadie a patadas —le contestó
Peppone—. Si se comporta como un miserable, compórtate tú también como
un miserable. Mándale tú también cartas certificadas.
Gnappi lo miró confundido:
—¿Y qué le escribo?
—Todo lo que no esté bien. Reparaciones que hay que hacer, servicios
higiénicos, abusos, injusticias, vejaciones, infracciones contractuales y cosas
así.
No pareció que la explicación disipara las dudas de Gnappi.
—Jefe, Barotti es un cerdo, pero los pactos los cumple.
—¡Figúrate si un maldito terrateniente va a cumplir los pactos! —replicó
Peppone, carcajeándose—. Los pactos no son sólo los que están escritos en el
contrato; hay deberes que no están escritos en el contrato y que son los más
importantes. ¿Está escrito en el contrato que el amo se compromete a darte
una acequia sin escarabajos?
—No.
—¿Y en tu acequia hay escarabajos?
—¡A miles!
—Así entonces, ¿tu amo cumple con el progreso social?
—No.
—Bien: empieza por los escarabajos. Testigos y carta certificada. Si no se
encarga de ponerte la acequia conforme a los reglamentos higiénicos, manda
una carta al alcalde que hará que vaya a tu casa el inspector de higiene para
verificarlo y hacer la denuncia.
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Gnappi volvió a su casa y se preparó la primera acción de represalia con
escarabajos certificados.
Al cabo de cuatro días, Gnappi volvió a ver a Peppone:
—Ha contestado.
—¿Y qué dice?
—De poner una vez por semana los polvos blancos en el fondo y en las
paredes. Ha mandado también los polvos blancos. Van muy bien: los
escarabajos han desaparecido.
Peppone se puso verde de rabia.
—Os dejáis tomar el pelo como unos tontos —gritó—. De todos modos,
insistid. Atacad ahora con el asunto de las letrinas. ¿Cómo está vuestra
letrina?
Gnappi abrió los brazos:
—Como todas las demás: un asco.
—Bien: enviad una carta certificada; si no se ocupa de ello, le enviaremos
nosotros un apremio.
Los Gnappi escribieron y Barotti respondió inmediatamente: «Tomo nota
de su justa observación. Me voy a ocupar inmediatamente de encargar una
completa instalación higiénica. En cuanto el ayuntamiento ponga el agua
potable, avísenme para hacerla instalar. En el caso de que el ayuntamiento no
vaya a poner el agua potable, ya me encargaré yo de la subida eléctrica del
agua, siempre y cuando el ayuntamiento me indique dónde puedo encontrar
los cuatro millones necesarios para los tres kilómetros y medio de tendido
eléctrico. Estoy dispuesto a instalar un pozo con subida por motor de
explosión o con bomba de aspiración manipulada a mano siempre y cuando el
ayuntamiento les obligue también a hacerlo a todos los demás propietarios».
Se trataba de un asunto complicado desde todos los aspectos, y Peppone
decidió sobreseerlo. Aconsejó a Gnappi que atacara con las ofrendas de
género.
—¿Le entregáis ofrendas de género?
—Claro: pollos, huevos, etcétera, como todos los demás.
—Este tipo de entregas de género están prohibidas por la ley. ¿No lo
sabes?
—Sí, pero se dan al amo al margen del contrato, porque las gallinas y el
cerdo son del colono y no a medias con el amo.
—Esto no importa: ¿en el contrato se te prohíbe tener pollos y cerdos?
—No.
—Esto es lo importante. Cuando venza el contrato, ya veremos.
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Los Gnappi discutieron el asunto de las entregas de ofrendas de género y
lo encontraron perfecto. Esperaron el primer vencimiento y actuaron.
Mandaron una carta certificada: «Habiéndonos enterado que las entregas
de ofrendas de género están prohibidas, hoy, en lugar de mandarle los dos
capones impuestos por usted ilegalmente, le enviamos esta carta. Utilícela
para hacer caldo: saldrá un caldo ligero, pero justo».
Barotti se lo tomó muy mal no por los capones, porque le sobraban, sino
por la mezquindad. Y decidió acabar con todo el asunto.
Mandó a su vez una carta certificada: «Habiéndome enterado que ustedes,
además de mi finca, explotan con ayuda de asalariados, en arrendamiento, la
finca Pioppetta de otro propietario, ya no pueden ser considerados como
cultivadores directos. Por tanto, al tener que colocar a un cultivador directo
me siento obligado, muy a pesar mío, a tenerles que desahuciar».
Desde aquel momento el doctor Barotti no se dejó volver a ver más por la
Fossa y los Gnappi se enfurecieron.
El asunto se fue complicando cada día más porque Peppone y los rojos se
lo tomaron como algo personal.
Se vieron carteles en las esquinas, artículos de periódico y, en los pilares
de la verja de Villablanca, una mano misteriosa escribió con alquitrán:
«¡Barotti, explotador del pueblo, se acerca tu hora!».
Pero Barotti tenía la ley a su favor. Tenía la ley y la copia de las cartas
certificadas. La guerra duró todo un año, pero por San Martín, los Gnappi
tuvieron que desalojar y trasladarse todos ellos a la finca que Bia había
arrendado.
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—Pero… —balbuceó— ¿cómo se va a hacer? No sé si…
Gnappi hijo intervino desde lo alto del tractor.
—¡Padre —gritó—, venga! Se va a poner a llover. ¡Deje estar a ese
desgraciado!
—¡Cállate tú! —respondió el viejo duramente. Después se volvió hacia el
hombre de confianza.
—Yo no me muevo de aquí si ése no me viene a despedir —repitió con
voz firme.
Empezó a caer el agua, espesa y fina; el viejo puso al niño bajo el tabardo
y el perro se acurrucó a sus pies.
—Al cabo de cien años, los Gnappi dejan la Fossa —dijo el viejo—. En
un siglo bien habrán hecho algo bueno los Gnappi por los Barotti.
El hombre de confianza, al ver que el viejo se había plantado allí bajo la
lluvia como una estatua, se subió a su coche Topolino y partió a toda
velocidad en dirección a Villablanca.
El doctor Barotti estaba en su despacho, delante del fuego.
—Bia quiere verle —explicó el hombre de confianza en cuanto llegó.
—¡Que se vaya al infierno con toda su ralea! —respondió Barotti.
—Está allí en medio de la era, con un niño y el perro. Bajo la lluvia. Dice
que si no va a saludarlo no se mueve. El hijo lo está esperando con la última
carga en el camino. En su lugar yo no iría. El hijo está medio loco, ya lo sabe.
Barotti se levantó:
—Usted quédese, iré solo.
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La mano derecha del viejo Bia asomó del tabardo y se encontró a mitad de
camino con la mano derecha de Barotti.
El apretón de manos fue duro y largo, a lo campesino.
Cuando la mano derecha del viejo Bia volvió bajo el tabardo, salió la
mano izquierda que tenía agarrados por las patas dos hermosos capones.
—A cada cual lo suyo, y cada cual a su destino —dijo el viejo Bia,
ofreciendo a Barotti los dos capones.
Barotti se quedó de piedra, allí con los dos capones en la mano, mientras
el viejo Bia se dirigía lentamente hacia el puente con el niño y el perro.
Al llegar al puentecillo, Bia se volvió, y con un gesto ampuloso y
solemne, se quitó el sombrero.
Con gesto ampuloso y solemne Barotti se quitó el sombrero.
El viejo Bia se volvió a cubrir con el sombrero, dio media vuelta y subió
al tractor.
El tractor retumbó, se puso en marcha, desapareció.
Ahora todo estaba desierto y abandonado: el camino, la gran era.
Y en medio de la gran era desierta y abandonada el doctor Barotti seguía
allí plantado como un palo, con el sombrero en la mano derecha y los capones
regalados en la izquierda.
Y no sabía si estaba oyendo el restallar del tractor que se alejaba, o si
estaba oyendo los latidos de su corazón.
Cómo llovía.
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Recordando a una vieja maestra de pueblo
—Este año —explicó el Flaco— parece que el director quiere hacer las cosas
a lo grande con lo de las plantas.
—¿Qué plantas? —preguntó Peppone, que, sentado en la mesa de su
despacho, estaba firmando unos papeles.
—Las plantas de la escuela —murmuró el Flaco—. Vamos, la fiesta de
las plantas.
—Las plantas de la escuela se llaman árboles —precisó Peppone—. Por
tanto, la fiesta de las plantas se llama fiesta de los árboles.
—Plantas o árboles, de lo que se trata es que mañana por la mañana
llegarán al pueblo un montón de pelmazos de la ciudad: prefecto,
subgobernador, etcétera.
Peppone paró de firmar.
—Por mí que venga el Papa, yo no me pienso mover —afirmó decidido
—. No tengo tiempo que perder con estas memeces.
El Flaco se encogió de hombros.
—Jefe, las plantas no son ninguna memez, a mi entender.
—Las plantas no, pero las autoridades ciudadanas, sí —estableció
Peppone—. Somos capaces de plantar árboles, aunque no vengan a
enseñárnoslo los de ciudad. Las autoridades sólo se mueven de sus sillones
cuando hay que oír cantar a los niños de las escuelas o cuando hay que cortar
la cinta para inaugurar algo que ya ha sido hecho. Cuando hay pegas y
dificultades, seguro que no se mueven. Que se mueran.
Entonces el Flaco intentó aún hacer entrar a Peppone en razón:
—Jefe, estoy de acuerdo: son todos unos desgraciados, desde el
gobernador hasta el ujier. Pero tú, como alcalde, tienes el deber…
—¡Como alcalde tengo el deber de pensar en cosas más serias! —gritó
Peppone, dando un porrazo en la mesa.
El Flaco zanjó el asunto y se guardó bien de volver sobre el tema; de
modo que Peppone, aquella noche, se fue a la cama habiéndose olvidado
completamente de árboles, fiestas y autoridades.
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Fueron a recordarle el asunto el Pardo y el Brusco a la mañana siguiente:
—Están a punto de llegar las autoridades. Hay una gran expectación en el
pueblo, y la calle que va a la escuela está abarrotada de gente. Date prisa; si
llegas con retraso, vas a perder un montón de puntos.
Peppone se tenía que vestir de alcalde, afeitarse, mandar a buscar los
zapatos nuevos al zapatero, y perdió la calma. Se hizo un lío, soltó ráfagas de
reniegos y de gritos como para hacer temblar las tejas del tejado y, si el Pardo
y el Brusco no lo hubieran ayudado, no hubiera llegado a conseguir arreglarse
para estar presentable.
Cuando Dios quiso, Peppone pudo salir de casa; pero ya habían llegado
todas las autoridades y el gentío era tan denso en el gran patio de la escuela
que, para entrar, Peppone tuvo que transformarse de alcalde en Panzer.
Las autoridades estaban ya en el palco decorado en blanco, rojo y verde, y
Peppone, al ver que el director didáctico había sacado un gran pliego y se
disponía a pronunciar su discurso, se sintió invadido de desesperación; si no
conseguía izarse al palco antes de que aquel desdichado empezara a hablar,
estaba perdido.
No lo logró: el director soltó el chorro en seguida y Peppone, tras haber
provocado con su agitación muchos rabiosos siseos, se quedó quieto, lleno de
coraje.
El director hablaba muy bien; era uno de esos oradores fenomenales que
consiguen desgranar medio millón de hermosas palabras sin decir nada. Son
los oradores que más gustan a las multitudes, porque la gente los escucha
como si fueran cantantes y no tiene que preocuparse en lo más mínimo de
seguir el sentido de su razonamiento.
Peppone lo estaba escuchando con la boca abierta, cuando alguien, por
detrás, le susurró al oído:
—Muy bien, el primer ciudadano, y el último en llegar.
Peppone ni tan siquiera se volvió.
—En todo caso el penúltimo —murmuró bajo—. Hay alguien que ha
llegado después del alcalde al parecer.
—He llegado aquí antes que los demás —explicó don Camilo—. Me he
quedado aquí porque no quería encontrarme al lado de ciertos individuos, en
el palco de las autoridades. De todos modos, recuerda que has hecho quedar al
pueblo como un trapo. Las más altas autoridades provinciales honran con su
presencia al pueblo participando en esta fiesta, y no hay ni un mal alcalde o
teniente de alcalde que las reciba.
Peppone se quitó el sombrero y se secó el sudor.
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—¡Métase en sus cosas! —dijo apretando los dientes—. De las mías me
ocupo yo.
—Son también cosas mías, porque yo también formo parte de la
población —replicó don Camilo.
—¡Los curas no tienen patria! —respondió enérgico Peppone.
Don Camilo estaba detrás de Peppone y su primer impulso fue el de
propinarle una patada en el trasero al alcalde. Pero renunció a la idea por
obvias razones y, sobre todo, por falta de espacio. Porque, en realidad,
apretujado a los lados por la muchedumbre y bloqueado por delante por la
espalda de Peppone, don Camilo tenía detrás suyo la verja que rodeaba el
amplio jardín de la escuela.
Mientras tanto, el director seguía hablando; aunque ya estaba finalizando,
al llegar a la última cuartilla dirigió la mirada del lado de don Camilo y, al
divisar a Peppone, sonrió y añadió a su discurso:
—Y ahora quisiera dar las gracias a las autoridades y lo hago en nombre
del profesorado. En nombre del pueblo lo hará, por su parte, el alcalde.
El orador señaló con un gesto amable a Peppone y Peppone sintió
inmediatamente un millón de ojos encima suyo.
Después oyó la traca final del director, oyó los aplausos que saludaron el
disparo final del director. Luego ya no oyó nada.
La verdad es que nadie resollaba y todos estaban en espera de que el
alcalde tomara la palabra.
Todos estaban expectantes, y, a excepción de los pertenecientes al bando
rojo, los demás esperaban con diabólica alegría que Peppone empezara a
soltar sus habituales disparates para poder chancearse durante dos o tres
meses en el café o en casa, en familia.
Peppone sudaba y estaba nervioso, pero sin conseguir abrir la boca.
—¡Por favor! —le dijo sonriendo desde el palco el director—. Acérquese
al micrófono, señor alcalde. Tengan la amabilidad de dejarle pasar.
Ya no se podía zafar.
—Gracias —respondió Peppone—. Pudemos hablar más mejor desde
aquí…
La reacción estalló de regocijo: «pudemos» y «más mejor». La cosa
prometía ser colosal.
Era una fría mañana de noviembre y la niebla era ligera, pero entraba en
los pulmones como hielo licuado; don Camilo se subió el tabardo casi hasta
los ojos y se arrebujó dentro de la caliente capa negra.
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«Podemos hablar bastante mejor desde aquí», dijo el tabardo de don
Camilo.
—Podemos hablar bastante mejor desde aquí —repitió Peppone.
«Porque hemos querido quedamos aquí», sugirió el tabardo de don
Camilo.
—Porque hemos querido quedarnos aquí —repitió Peppone.
«Para sentirnos como entonces, cuando éramos niños, como estos cientos
y cientos que nos rodean», sugirió el tabardo de don Camilo.
—Para sentimos como entonces, cuando éramos niños, como estos cientos
y cientos que nos rodean —repitió puntualmente Peppone.
«En este mismo patio asistíamos al rito noble del trasplante de los árboles,
y el cielo y el pueblo estaban como los demás días, pero había algo ensoñador
en el aire».
Peppone estaba formidable: repitió palabra por palabra la larga perorata, y
el tabardo de don Camilo sugirió aún:
«Y nuestra vieja maestra estaba con nosotros».
Peppone tuvo una breve vacilación, luego se sacó el sombrero y dijo en
otro tono de voz:
—Y nuestra vieja maestra estaba con nosotros…
«Y hoy, al cabo de tantos años —sugirió el tabardo de don Camilo—,
aquel asombro se renueva…».
Pero Peppone no captó lo que le apuntaban y dijo:
—Nuestra vieja maestra estaba con nosotros, aquella mañana lejana. La
vieja señora Giuseppina, que ninguno de nosotros no ha conocido nunca
joven, quizá porque nunca ha sido joven. La vieja señora Giuseppina, que ha
muerto, pero que aún está viva, porque no puede morir y que ahora está aquí y
que yo siento que está allí, detrás de aquellos colegiales que están agrupados,
clase por clase, alrededor de sus maestras.
»La señora Giuseppina está también allí, con su vestido negro de siempre,
con su sombrerito negro de siempre sobre sus blancos cabellos. Con su cejo
de siempre; y, de vez en cuando, su mano pequeña y seca blande el aire para
hacer sentir el sabor de los huesos viejos a alguna sesera pelada.
La gente no se rió. Y Peppone prosiguió:
—Porque también la señora Giuseppina está aquí, y también ella, como
todas las demás maestras, tiene a su alrededor a su alumnado. Están todos. No
falta ni uno: Diego Perini, muerto a los ocho años, atropellado por las ruedas
de un carro; Angiolino Tedai, muerto a los seis años de tifus; Tonino
Delbosco, muerto a ventidós años en la guerra. Mario Clementi, Giorgino
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Scamocci, Dante Fretti, Girolamo Anselmi, Giuseppe Rolli, Alvaro Facini…
Están todos, no falta ni uno y están alrededor de doña Giuseppina. Y todos,
también aquellos muertos a cuarenta o a cuarenta y cinco años, conservan aún
sus caras de niños. Todos están tal cual como cuando eran colegiales: doña
Giuseppina los ha ido tomando uno por uno y ahora, después de haberles
enseñado las reglas de la gramática, les enseña las reglas de la eternidad.
»Éste es para mí el significado de la fiesta de esta mañana y los arbolitos
que ahora vosotros, niños, vais a plantar en la tierra son como el lazo de unión
entre la muerte y la vida: entre la vida que está encima y la muerte que está
debajo. Y si el futuro del árbol y su progreso hacia arriba están encima de la
tierra, sus raíces están bajo la tierra. Y esto significa que el futuro se alimenta
del pasado. Desgraciados los que no cultivan el recuerdo del pasado: son
gente que no siembra en la tierra, sino en el cemento…
Peppone se secó el sudor y luego añadió con voz sosegada:
—Niños, os hablo a vosotros, jóvenes árboles que alimentáis con nuevas
frondas el bosque de la vida, y os digo, no como actual alcalde, sino como ex
escolar: sé que ahora mi vieja maestra está aquí junto a todo su alumnado; lo
sé con toda seguridad y podría verla, a mi vieja maestra, con sólo girar la
cabeza hacia cierto lado. Pero no tengo el valor de girar la cabeza hacia ese
lado porque he sido el peor escolar del mundo. No tengo el valor de mirar a la
cara a mi vieja maestra. Que no os tengáis que encontrar un triste día en mi
situación…
»Viviré todo lo que el destino quiera y, cuando me muera, yo también me
presentaré, como se han presentado los otros, a mi vieja maestra. Y temo que
no me vuelva a querer en clase. Temo que me diga, como me dijo entonces
cuando cometí una travesura peor que las otras: “¡Fuera de aquí, Barrabás!”.
Peppone acabó el discurso bajando la voz, cabizbajo, dándole vueltas y
más vueltas a su sombrero entre las manos y la gente se quedó atónita durante
unos instantes. Después prorrumpió en un desesperado aplauso.
Peppone no pudo seguir más allí y se deslizó entre el muro y la gente.
Fuera de la verja, se lo tragó la niebla.
Al llegar al primer camino de carros, dejó la carretera sin importarle nada
ni los zapatos nuevos ni el traje de alcalde.
Caminó despacio, con la cabeza baja, dirigiéndose hacia el camino de la
orilla para ir a su casa dando un rodeo al pueblo.
Oyó acercarse a don Camilo, que se puso a caminar a su lado, pero no le
dijo ni palabra.
Tampoco habló don Camilo.
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Llegaron hasta el muro de contención y aún parecían más perdidos,
porque el muro estaba sumergido en la niebla y no se veía nada más que la
tira de la carretera, casi como si fuera una carretera suspendida en el aire.
Caminaron despacio con la cabeza baja, en el gran silencio, hasta que don
Camilo oyó una sosegada voz a sus espaldas:
«Camilo, te he dicho más de mil veces que no tienes que apuntar cuando
se pregunta a alguien. Eres un asno. Eres un asno, aunque el desgraciado de tu
padre te quiera mandar al seminario. ¡Seminario! Sería mejor que te enviara a
hacer de mozo».
Don Camilo siguió recto, porque, si se hubiera vuelto y hubiera
contestado, seguramente Peppone le habría tomado por loco.
Luego la voz se dirigió a Peppone:
«¡Barrabás! ¡Barrabás! ¿Has visto cómo has acabado? Jefe de los
barrabases del pueblo. Jefe de los sin Dios, cabecilla de los anárquicos…».
—Yo… —balbuceó Peppone. Pero la voz le apremió:
«¡Calla! Y pórtate bien, si no quieres que te eche como entonces, cuando
te presentaste en clase… En cuanto a la lección que has dado esta mañana…
Bueno, te daré el aprobado: seis».
—¡Es una injusticia! —susurró Peppone.
«¡Seis menos! Y si vuelves a protestar, te pondré un cinco. En cuanto a
ese asno que te ha apuntado mal, le pondré un cuatro».
La voz se calló y los dos hombres siguieron andando mudos por entre la
niebla.
Después, de repente, se pararon, se miraron a la cara y, como si se
hubieran puesto de acuerdo, se volvieron hacia atrás.
Claro: doña Giuseppina estaba allí al fondo, parada en el muro de
contención y a su alrededor estaban todos sus escolares muertos.
Doña Giuseppina alzó el brazo y agitó en el aire un dedo amenazador.
Don Camilo y Peppone se volvieron de golpe y reemprendieron su camino
casi corriendo.
Don Camilo caminaba farfullando de prisa oraciones, y de vez en cuando
Peppone decía: «Amén».
¡Vaya pueblo desquiciado!
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«Togo»
Sucedió uno de esos hechos que generalmente suelen acabar en las páginas de
colores del periódico la Domenica del Corriere. Sin embargo, ningún
periódico habló de ello a causa de ciertas implicaciones que indujeron a la
gente del pueblo a hacer ver que no habían visto nada ni oído nada.
Era la tarde del día de san Silvestre, y en todas las casas se estaban
afanando en preparar la gran cena de medianoche y la matanza del año.
Los que no estaban en las casas, estaban dando vueltas por el pueblo,
yendo de una a otra tienda, o zanganeando bajo los soportales.
Los chiquillos estaban ya desazonados desde primeras horas de la mañana
y engañaban la espera de la algarabía final sacrificando algún petardo y algún
buscapiés.
En la era de los Rosi había como medio regimiento de chiquillos y, a
pesar de los gritos de los mayores, se disparaba como en todos los demás
sitios.
Pero cuando llegó el momento de sacar a abrevar a los animales de los
establos, el viejo Rosi se puso en medio de la era y advirtió que si oía una sola
detonación, iba a dar de correazos a toda la pandilla.
Los muchachos dejaron de armar ruido y los animales pudieron beber
tranquilamente. Pero, justo cuando le llegó el turno a Togo, un maldito cohete
salió disparado de detrás de la granja y, después de haber atravesado silbando
la era, fue a estallar en el hocico de Togo.
Togo era un toro carnation colosal: una especie de carro armado de carne
y daba miedo sólo de mirarlo.
Al sentirse explotar aquel artefacto infernal en el hocico, se volvió loco.
De un bote se soltó del vaquero y, tras destrozar la gruesa, barrera de
madera colocada entre las dos pilastras del pórtico, en un instante estuvo en el
camino.
La era de los Rosi estaba, por así decir, casi en el pueblo y, al cabo de
cincuenta metros, el camino se convertía en calle que pasaba entre las casas
del pueblo para ir a desembocar, a unos cien pasos, en la plaza.
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De modo que, en el momento en que los Rosi, recobrándose de golpe
inesperado, partían en persecución de Togo, éste llegaba como un rayo a la
plaza.
Fue una cuestión de pocos segundos y no fácil de explicar: el hecho es
que Togo estaba a punto de desahogar su furia contra un grupo de mujeres
que gritaban y que habían quedado atrapadas entre una pared y dos camiones
aparcados, cuando el comandante de puesto de los carabinieri, salido Dios
sabe de dónde con la pistola empuñada, le cortó el camino.
El comandante de puesto disparó hiriendo de refilón a Togo, lo que
enfureció aún más al animal.
El comandante de puesto y varias de las mujeres atrapadas en la trampa de
los dos camiones estaban listos.
Sólo una ráfaga de fusil ametrallador que hubiera hecho estallar la cabeza
a Togo hubiera podido frenar la trágica carrera del toro furioso.
Y la ráfaga del fusil ametrallador llegó en el momento justo.
No se sabe de dónde llegó; lo que sí, es que llegó; y la enorme bestia fue a
derrumbarse justo a los pies del comandante de puesto.
El comandante de puesto enfundó la pistola y, quitándose la gorra, se secó
la frente empapada de sudor y se quedó allí, mirando la corpulencia de la
bestia.
A su alrededor la gente armaba un gran barullo y las mujeres chillaban
como si aún estuvieran bajo la amenaza de Togo; pero el comandante de
puesto oía sólo el sonido del fusil ametrallador.
El arma había disparado su fulminante ráfaga y después se había callado,
pero para el comandante de puesto aún seguía sonando. El comandante de
puesto estaba seguro de que, si se hubiera girado y hubiera levantado la vista,
habría localizado con total exactitud la ventana desde la que se había
disparado la metralleta.
Por eso, el comandante de puesto sudaba. No porque el peligro le hubiera
hecho entrar miedo, sino porque sentía que tenía que volverse y no tenía el
valor de hacerlo.
La verdad es que ni pudo girarse, porque se sintió agarrar por un
hombretón excitadísimo, que no era otro que don Camilo.
—¡Bravo, comandante! —gritó don Camilo—. ¡Toda esta gente le debe la
vida!
—¡Ha sido muy valiente de verdad! —graznó una vieja cretina—. Pero si
no hubiera sido por el que ha disparado con la…
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Quería decir «el que ha disparado con la metralleta», pero no lo logró,
porque alguien le propinó tal pisotón en un pie que le hizo perder el sentido.
Y en seguida fue engullida por el gentío.
—¡Bravo, comandante! —gritó la gente—. ¡Bravo!
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—Padre, aquella ráfaga de metralleta me ha salvado la vida a mí y a
numerosas otras personas, esto es indudable. Pero también es indudable que
una ráfaga de fusil ametrallador sólo puede ser disparada por un fusil
ametrallador.
Don Camilo se encogió de hombros:
—Comandante, como ya le he explicado, yo no entiendo en asunto de
armas de fuego, pero, si me es permitido expresar mi opinión, le diré que eso
que usted define como «ráfaga de metralleta» podría haber sido disparada, por
ejemplo, por una escopeta de caza cargada con proyectiles.
—Si se tratara simplemente de explicar la cosa a mis superiores, la tesis
de los proyectiles podría estar bien —respondió el comandante—. Pero
¿cómo me lo puedo explicar a mí mismo? Ve, padre: el carabiniere nunca
está sólo, siempre tiene a un carabiniere de guardia aquí dentro.
El comandante de puesto se golpeó el pecho y don Camilo sonrió:
—Y si se hubiera muerto, ¿dónde estaría ese carabiniere que tiene ahí
dentro?
—Se habría muerto también. Pero no me he muerto y el carabiniere que
tengo aquí dentro me dice: «En el pueblo hay alguien que tiene un fusil
ametrallador en perfectas condiciones. Esto representa un delito contra la ley:
¡procede!».
Don Camilo encendió el medio toscano y aspiró unas bocanadas:
—Comandante, es inútil que sigamos con las adivinanzas: hable claro. Si
tiene alguna sospecha sobre mí, proceda. Aquí estoy a su disposición y a la de
su carabiniere interno.
—Padre, no bromeemos; sé perfectamente quién ha disparado la ráfaga de
metralleta, Y usted también lo sabe. Lo sabe mejor que yo porque usted lo ha
visto.
Don Camilo miró fijamente a los ojos al comandante de puesto.
—Usted se ha equivocado de puerta —exclamó con voz dura—. Para este
tipo de informaciones diríjase a cualquier otro sitio menos aquí. Si esto no le
gusta, Denúncieme por reticencia. Yo, aquí, dentro, no tengo un carabiniere
de guardia, tengo mi conciencia, que le puede enseñar muchas cosas a usted y
a su carabiniere.
—¡No podrá nunca enseñamos que un ciudadano particular, que además
resulta ser el jefe local de los fautores de la revolución y de la justicia
popular, pueda tener un fusil ametrallador! —gritó el comandante.
—Yo no quiero saber nada ni de jefes locales, ni de revoluciones —
replicó don Camilo—. Yo sólo quiero que sepa que mi oficio no es el de
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espía. Y si lo que viene buscando es que yo delate a alguien, ya se puede
marchar.
El comandante de puesto meneó la cabeza:
—Lo único que quería de usted era tan sólo saber cómo puede un hombre
honrado denunciar a quien le ha salvado a él y a otras personas. Y quería
también saber cómo un hombre honrado puede no denunciar a quien posee un
arma que representa un grave peligro para la comunidad.
La ira de don Camilo se aplacó.
—Comandante, el peligro no es quien posee el arma, sino el arma en sí.
Hay que tener en cuenta que se ha dramatizado demasiado, por razones de
polémica política, sobre las llamadas metralletas. Las metralletas son un arma
horriblemente mortífera, pero esto no quiere decir que todo el que posee una
metralleta tenga que ser un delincuente, un peligro para la sociedad. Para la
sociedad puede ser peligroso también el que posea un clavo o un cuchillo de
cocina. Al fin y al cabo, para los que han combatido, las armas se convierten
en un recuerdo querido porque recuerdan un pasado honroso, duros días de
sacrificio, de fe, de esperanza…
—Comprendo —interrumpió el comandante de puesto—. Un souvenir,
una fruslería bien lubricada que, de una ráfaga, puede tronchar al toro más
corpulento de la región…
—Y salvar, así, de la muerte a un comandante de puesto y a varios
ciudadanos —añadió don Camilo.
El comandante se levantó.
—Padre —exclamó—, puedo buscar al poseedor del fusil ametrallador y
quizá no lo pueda encontrar. Pero lo que debo hallar a cualquier precio es el
fusil ametrallador.
También don Camilo se levantó:
—Usted encontrará el fusil ametrallador. Yo me comprometo a
entregárselo.
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—El comandante de puesto está loco —se carcajeó Peppone—. No puede
saber nada por la sencilla razón de que yo no poseo ninguna metralleta ni se
me ha pasado nunca por la imaginación disparar a los toros.
—Peppone, deja de bromear: has disparado tú. Yo te he visto, con mis
propios ojos.
—Pues váyase a contárselo al comandante de puesto. ¿Por qué me lo
viene a contar a mí?
—Yo no soy un espía; yo soy un ministro de Dios y Dios no necesita que
yo le informe de lo que pasa aquí o en cualquier otro lugar.
Peppone meneó la cabeza:
—Usted es ministro del Vaticano y de América, y por eso siempre intenta
enredar a las personas cabales.
Don Camilo había decidido no dejarse provocar y no le hizo caso.
Lo que hizo fue intentar explicar a Peppone la angustiosa situación del
comandante de puesto, y lo hizo con todo el ardor. Rogó, imploró, suplicó.
Pero Peppone le respondió, con una carcajada:
—No entiendo a qué pretende aludir. Yo no sé nada ni de metralletas, ni
de toros, ni de comandantes. Pruebe en otra parte. A lo mejor obtendrá mejor
resultado. Pruebe con el párroco: si insiste, alguna metralleta sacará.
Don Camilo se fue de casa de Peppone totalmente descorazonado.
—No lo voy a sentir por ti, si te denuncian —le dijo a Peppone antes de
salir—. Te lo mereces porque eres un desgraciado. Lo siento por el
comandante, que se verá obligado a pagar con una denuncia al que le ha
salvado la vida a él y el pan a sus hijos.
—Tranquilícese —dijo, riéndose con sorna, Peppone—, que si hubiera
tenido una metralleta, como usted dice, yo no le habría disparado al toro, sino
al comandante.
Al llegar a su casa, don Camilo seguía sin estar en paz y siguió andando
arriba y abajo por el zaguán frío de la rectoría.
Al final, tomó una resolución y subió corriendo las escaleras. El amplio y
polvoriento granero estaba completamente a oscuras, pero don Camilo no
necesitaba de luz para encontrar lo que buscaba.
Encontró en seguida el tubo de la chimenea que subía hacia el techo. Y
encontró el famoso ladrillo que, al empujarlo a la derecha, sobresalía por la
izquierda. Una vez sacado el ladrillo, don Camilo introdujo el brazo en el
agujero y exploró con la mano hasta que encontró con los dedos el clavo. El
clavo estaba enganchado a un alambre. Lo desenganchó y empezó a estirar,
ayudándose con la mano, que no había entrado en el agujero.
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Dejó de estirar cuando se acabó el alambre y empezó a aparecer una caja
estrecha y alargada.
Una vez sacada la caja y extraído su contenido, se fue a encerrar a su
habitación para controlar si todo estaba como era debido.
Después se tapó con el tabardo y salió.
Pasó el seto del huerto y tomó por el camino de los campos.
Al llegar al matorral del Canaletto, esperó que sonara la medianoche.
Y cuando al sonar las doce de la noche la gente empezó a disparar por
doquier para matar el año, también él disparó algunos tiros, a distancia de
algunos segundos uno de otro.
Después se dirigió al cuartel de los carabinieri.
El comandante de puesto aún estaba levantado y don Camilo cuando
estuvo en su presencia dijo:
—Aquí tiene lo que usted llama metralleta. No me pregunte de dónde
viene, no me pregunte quién me la ha dado.
—No le pregunto nada —respondió el comandante de puesto—. Me
limito a darle las gracias por su ayuda. Feliz año nuevo.
—Feliz año nuevo para su usted y para su carabiniere interno —masculló
don Camilo, volviéndose a tapar con el tabardo y marchándose.
Pero no habían transcurrido ni diez minutos cuando el timbre de la puerta
del edificio volvió a sonar.
Fue a abrir el mismo comandante de puesto y, al abrir, algo macizo y
pesado que, desde afuera, estaba apoyado contra la puerta, cayó hacia adentro.
El comandante de puesto recogió el artefacto que llevaba un cartelito
atado con alambre.
Y en el cartelito alguien, pegando letras recortadas de los títulos de algún
periódico, había escrito: «Metralleta culpable de haber salvado la vida a un
comandante de puesto».
«El estilo es el hombre», pensó riéndose el comandante.
Luego, después de haber colocado el artefacto junto al otro que acababa
de llevar don Camilo, abrió los brazos, exclamando, a pesar del que hubiera
sido el parecer del difunto Togo:
—Demasiada gracia, san Antonio Abad.
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De pie y sentados
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—Jesús —dijo, apretando los dientes—, si conocéis tan bien a esas
gentes, ¿por qué no los tratáis como se merecen? ¿Por qué no enviáis una
helada tremenda que les tronche el trigo en los campos?
—El pan es de todos, no sólo del que siembra el grano. La tierra produce
para todos los hombres, no sólo para los que poseen la tierra. Blasfemas, don
Camilo, cuando le pides a tu Dios que tronche el trigo que está germinando.
Danos hoy el pan nuestro de cada día: eso es lo que los hombres justos tienen
que pedir a Dios.
Don Camilo inclinó la cabeza.
—Perdonadme —susurró—. Yo sólo quería decir que esos egoístas no se
merecen poseer y administrar la tierra.
—Si ellos, en lugar de grano siembran piedras, no lo merecen. Pero si
obtienen de la tierra lo que la tierra tiene que producir, entonces es natural que
sean ellos los que posean y administren la tierra.
Don Camilo perdió los estribos.
—Jesús —protestó—, esto significa que defendéis los intereses de los
terratenientes.
—No —respondió, sonriendo, el Cristo—, yo defiendo los intereses de la
tierra. En una isleta vivía un pequeño pueblo de pobre gente, entre los que
había dos médicos. Uno, generoso y caritativo; el otro, avaro y egoísta. El
primero, por sus cuidados a los enfermos, se contentaba con poco. El segundo
pretendía, al contrario, onerosas retribuciones. El médico bueno y caritativo
era desgraciadamente un pésimo médico, mientras que el egoísta y agarrado
era excelente en su arte. Y todos los enfermos iban al médico egoísta,
mientras que nadie requería los cuidados del médico bueno y caritativo. Don
Camilo, ¿era justo eso?
Don Camilo se encogió de hombros.
—Jesús —respondió—, que los enfermos vayan a hacerse curar por el
médico que los sana y no por el que los deja morir es natural. Pero que el
hombre caritativo sufra miseria y que el egoísta se enriquezca no es justo.
—Eso, don Camilo: no es justo, pero es natural. Es natural que los
hombres recompensen al médico mejor. Es justo que Dios castigue al médico
egoísta que, durante la vida, se ha aprovechado injustamente de un don de
Dios.
Don Camilo meneó el cabezorro.
—¡Jesús! —replicó—, yo…
—Tú, si te encontraras entre los habitantes de aquella isleta perdida,
¿rogarías a Dios que fulminara al médico válido pero egoísta y concediera, en
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cambio, una larga vida al médico caritativo pero ignorante en su oficio?
—No —respondió don Camilo—. Pediría a Dios que hiciera que se
volviera caritativo el médico eficiente pero egoísta y que hiciera mejorar en
su profesión al médico caritativo pero incompetente.
—El agricultor —dijo, sonriendo, el Cristo— ¿no es quizá el médico al
que se confía la salud y la prosperidad de la tierra?
—Jesús —exclamó don Camilo—. He comprendido y pido a Dios perdón
por mis necias palabras. Pero no consigo no angustiarme pensando que, para
mañana, necesito treinta pollos y sólo tengo seis.
—Ocho —precisó el Cristo.
—Ocho —confirmó don Camilo, que, en su confusión, se había olvidado
que tenía en la jaula dos capones de su propiedad.
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Consultada su opinión sobre el particular, Ful hizo entender que, también
para él, lo más importante era encontrar los veintidós faisanes dispuestos a
sustituir a los veintidós pollos no encontrados.
Seguidamente, Ful encontró natural que don Camilo se enfundara dentro
de un par de calzones y de una chaqueta de fustán marrón y se pusiera en la
cabeza una gorra de ciclista. No era la primera vez que don Camilo se
encontraba con tener que cazar en lugares donde la sotana le hubiera
estorbado.
Pero lo que no encontró natural es que don Camilo saliera de casa sin
coger la escopeta. Esto no había pasado nunca.
Ful pensó que se trataba de un olvido y, llamando al amo, que ya estaba a
punto de cruzar el umbral de la puerta del huerto, le dijo:
«¡Eh, mira que te has olvidado la escopeta!».
Don Camilo volvió atrás y se encontró a Ful en el cuarto de estar mirando
hacia arriba, hacia la escopeta de dos cañones, el morral y la cartuchera
colgados en la pared, al lado del aparador.
—¡Aprisa, Ful! —le intimó, brusco, don Camilo.
El perro no se movió y le respondió:
«Coge la escopeta y luego nos iremos».
Se lo dijo ladrando, pero don Camilo lo entendió igualmente la mar de
bien:
—¡Ven y deja de hacer ruido! —exclamó don Camilo—. La escopeta se
queda ahí. ¡Imagínate si cojo ese artefacto! No hay que hacer ruido, o estamos
listos.
Luego, como Ful no se movía, don Camilo hurgó por el cinturón y se sacó
de la pernera izquierda una pequeña escopeta de un solo cañón y se la enseñó
a Ful.
Ful miró extrañado el artilugio y lo comparó con la escopeta de caza de
doble cañón colgada en la pared y luego dijo:
«Eso no es la escopeta. La escopeta es aquella de allí arriba».
Don Camilo conocía bien a Ful, perro de caza y, por tanto, lleno de
dignidad.
—Esto también es una escopeta —le explicó—. Una pequeña y vieja
escopeta que se carga por el cañón y que dispara muy flojo, pero que para
derribar a un tonto de faisán, a dos o tres metros de distancia, va la mar de
bien.
Le mostró cómo se cargaba la pequeña escopeta y luego, una vez que la
hubo cargado, abrió la ventana que daba al huerto y disparó contra una lata
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vacía que alguien había puesto en un palo.
La escopeta hizo ¡plic! y la lata saltó del palo.
Ful saltó al huerto, tomó la lata y luego se volvió.
«¡Bah! —rezongó—. Vámonos a cazar latas».
Los faisanes estaban posados en las ramas de las plantas más bajas, casi
como encantados.
Hacía tres años que los Finetti estaban en el extranjero y, desde hacía tres
años, nadie había hecho ningún disparo en toda la reserva.
Los faisanes, gordos y tontos, dormitaban en las ramas de los árboles más
bajos e incluso alguien que no hubiera tenido la escopeta los hubiera podido
igualmente derribar a sombrerazos.
Don Camilo tenía la escopeta y no empleó el sombrero. A cada ¡plic! de la
escopeta correspondía la caída de un faisán y, a pesar de perder un montón de
tiempo cada vez que tenía que volver a cargar, don Camilo hizo un buen
trabajo y llegó al faisán número veintiuno con toda tranquilidad.
El número veintidós fue el que le dio serios disgustos.
Ful había ya dado muestras de intranquilidad, y eso significaba que algo
no iba bien y que no se trataba de faisanes ni de liebres.
Pero don Camilo quería llegar hasta veintidós «pollos voladores» y dijo a
Ful que no lo molestara y que se estuviese quieto.
Ful obedeció contra su voluntad, pero justo cuando don Camilo estaba
disparando al vigésimo segundo faisán, pegó un brinco.
Don Camilo se dio cuenta de que había exagerado, pero ya era demasiado
tarde. El guarda jurado estaba llegando.
Tiró la escopeta a una zarza y, agarrando el saco con los veintiún faisanes,
partió a toda pastilla.
Empezaba a hacerse de noche: una ráfaga de niebla se interpuso
piadosamente entre don Camilo y el guarda jurado. Esto permitió al cazador
furtivo distanciarse de su perseguidor.
Ful guiaba con gran seguridad la marcha de repliegue y, una vez
encontrado el agujero en la red metálica que rodeaba la reserva, se apostó a un
lado indicando la vía de salvación a don Camilo.
Don Camilo era una especie de elefante y, además, tenía que remolcar un
saco que contenía veintiún faisanes; aun así, se lanzó a la red con una
precisión y una rapidez dignas de un portero de un equipo nacional de fútbol.
El guarda jurado llegó justo a tiempo de ver cómo la retaguardia de don
Camilo pasaba por la brecha.
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Disparó desde lejos, y sin ninguna convicción, un par de tiros a la
retaguardia.
Don Camilo saltó el foso y se encontró en la carretera.
No podía tomar el camino de los campos porque, del otro lado de la red
metálica, pasaba el canal grande que tenía una anchura de dos metros y medio
e iba lleno de agua. Tenía a la fuerza que ir por la carretera y el guarda jurado
seguro que lo iba a identificar porque el cercado de la reserva corría a lo largo
de la carretera casi todo un kilómetro hacia arriba y otro kilómetro hacia
abajo.
—¡A casa! ¡Vete! —ordenó a Ful, que salió de estampida y desapareció.
Siguió corriendo jadeando.
«Aunque me tenga que echar al agua —se dijo para sus adentros don
Camilo—, no va a poder ver quién soy».
En la curva del Santino, don Camilo vio cómo venía hacia él a toda
velocidad un gran camión. Se echó al borde del canal grande e hizo señas con
la gorra.
No dejó ni que el camión parara; saltó al estribo con el camión aún en
marcha. Tanto es así que el conductor paró en seco el vehículo, todo
preocupado.
Don Camilo abrió la portezuela y se metió dentro de la cabina, jadeando:
—¡De prisa! ¡De prisa! ¡Por el amor de Dios!
El conductor sacó el pie del embrague y el vehículo salió disparado, como
si le hubieran dado una patada en el trasero.
Después de haber recorrido un kilómetro, el conductor murmuró:
—Le había tomado por un bandido. ¿Qué le pasa? ¿Por qué estas prisas?
—Tengo que coger el tren de la seis y veintidós.
—¡Ah! ¿Comercia con aves?
—No, trato con detergentes para tu sucia alma.
El conductor se rió socarronamente.
—He sido un burro —dijo—. Habría hecho mejor en dejarle allí. Así el
guarda jurado hubiera podido ver su bonita cara de agente del Vaticano.
Caramba: lo ha hecho a lo grande. ¿Espera muchos invitados a cenar?
—Treinta. He encontrado seis pollos; dos los tenía yo, pero aún necesitaba
veintidós aves más para contentar a todos los pobres. He encontrado
veintiuno. Al llegar al veintidós el guarda me ha encontrado a mí. Eso es todo.
¿Necesitas algo más para tu informe al partido?
—Necesito saber qué clase de moral tiene.
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—La de los buenos cristianos y de los ciudadanos honrados —contestó
don Camilo.
Peppone paró el vehículo.
—Bien. Entonces, señor padre, volvamos atrás. ¿Por qué, cuando yo, el
mes pasado, le propuse hacer causa común conmigo para el asunto de la leña
para los parados, se opuso usted y me montó una tremenda campaña en
contra?
Don Camilo encendió el medio toscano.
—Porque sí —respondió—. Porque yo no puedo ayudar a la gente a violar
la ley.
—¿Qué ley?
—La que protege la propiedad privada. Los pobres necesitan leña para
calentarse; estamos de acuerdo. Pero no se les puede decir: «Vamos a buscar
la leña en los bosques de los señores del pueblo». «No robarás», dice la ley de
Dios. «No robarás», dice la ley de los hombres.
—«¡No robarás!», dice la ley de Dios y la de los hombres —gritó
Peppone—. ¡Y así, mientras el trabajador no puede tocar las cosas de los
propietarios, los propietarios le pueden robar al trabajador los dineros que le
deben por su trabajo y negarle el derecho a vivir!
—Es inútil que me hagas mítines —replicó don Camilo—. Yo no puedo
ayudar a nadie a violar la ley.
—¡Perfecto! —vociferó Peppone—. Pasemos, pues, al capítulo segundo.
Los pobres tienen el derecho de comer algo bueno por Año Nuevo, pero los
que tienen no quieren dar. ¿Qué hace entonces el párroco? ¡Va contra la ley
de Dios y de los hombres y roba los faisanes! ¿Existe una moral especial para
los párrocos? ¿Por qué usted se arroga el derecho de violar dicha ley?
—Yo no me arrogo ningún derecho, compañero alcalde. Yo me quito el
uniforme de párroco, me disfrazo, me enmascaro para ocultar mi identidad e
intento clandestinamente violar la ley.
»Yo no desfilo del brazo del camarada alcalde, y no atravieso las calles
del pueblo gritando, tal como pretendía el camarada alcalde: «¡La ley somos
nosotros! ¡Abajo la ley! La ley es inmoral e injusta».
»Yo actúo como un ladrón corriente; me despojo de mi autoridad de
sacerdote y actúo a escondidas, como un normal delincuente. Y el mismo
hecho de que me disfrace y actúe subrepticiamente significa que reconozco la
existencia y la validez de una ley.
»Si soy soldado y paso por delante del general, lo tengo que saludar.
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»Si no quiero que el general me vea, puedo intentar escabullirme,
sustrayéndome a su mirada; entonces puedo dejar de saludarlo.
»Pero no puedo pasar delante suyo mirándolo arrogantemente a los ojos,
con las manos en los bolsillos y gritando: “No se saluda a los generales
bribones como usted”.
»Yo he robado los faisanes. Pero no he gritado: “Venid, amigos. Los
faisanes también son nuestros”.
Peppone meneó la cabeza y pegó un puñetazo en el volante:
—Usted es el que enseña a no robar y luego va y roba. ¡Usted es el que
predica el bien y practica el mal! —gritó.
—Según tu moral, Peppone, si enseño a no robar y luego robo, más bien
sería el que predica mal y obra bien. Pero la verdad es que tú tienes razón:
predico bien y obro mal. Pero, al predicar el bien a las masas, hago bien a las
masas; obrando mal por exclusiva cuenta mía, simplemente me hago un mal a
mí mismo. Y de este mal tendré que responder. Y por este mal seré
justamente castigado. Podré escapar de la justicia humana, pero no podré
escapar de la justicia divina.
Peppone se carcajeó:
—Es cómodo contraer deudas en este mundo diciendo: «¡Ya pagaré
cuando me muera!». ¡El que obra mal tiene que pagar en seguida!
—Pagaré en seguida con el sufrimiento que me dará el pensar que he
violado la ley de Dios y la de los hombres. Mi conciencia de cristiano y de
ciudadano…
—¿Qué? —bramó Peppone—. ¡Su conciencia! ¡Ya le diré yo dónde tiene
usted su conciencia de cristiano y de ciudadano! ¡La tiene donde termina la
espalda!
Don Camilo suspiró.
—Bueno, Peppone —dijo con voz cordial—: admitamos que tenga la
conciencia donde tú dices. ¿Cambia esto algo de lo que he afirmado?
Peppone lo miró con desagrado:
—Padre, ¿qué quiere decir?
—Nada; sólo quisiera preguntarte: compañero Peppone, ¿te han pegado
alguna vez una perdigonada abajo de todo de la espalda?
Don Camilo había hablado con una voz extraña que parecía provenir de
muy lejos y Peppone encendió la luz interior.
Vio que don Camilo estaba más blanco que una sábana.
—¡Pad…! —dijo, atragantándose, Peppone.
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—Apaga y no te intranquilices —lo interrumpió don Camilo—. Es una
pequeña crisis de… conciencia. Pasará. Llévame a Torricella al doctor viejo.
Es un amigo y me sacará el plomo sin preguntar nada.
Peppone arrancó como una bomba atómica y voló por las carreteras
quebrantadas. Después de dejar a don Camilo a la puerta del viejo doctor de
Torricella, se quedó esperando.
Limpió el asiento, que estaba mojado de sangre.
Luego escondió bajo el asiento el saco con los faisanes y se fue a dar una
vuelta para poner en orden sus ideas.
Don Camilo volvió al cabo de una hora aproximadamente.
—¿Cómo está? —le preguntó Peppone.
—En cierto sentido te podría decir que estoy en paz con la conciencia,
pero poniendo las cartas boca arriba, tendría que viajar de pie por exigencias
de carácter técnico. Si no te sabe mal subiré detrás. Mira de no exagerar con
la velocidad.
Afortunadamente, el camión iba cubierto con un toldo y el viaje de vuelta
no fue excesivamente angustioso para don Camilo.
La niebla había ya bajado su telón y, al llegar a destino, don Camilo pudo
escabullirse por la puerta de la rectoría sin ser visto por nadie.
Peppone lo siguió con el saco de los faisanes, que fue a dejar en la
bodega.
Cuando volvió al cuarto de estar, se encontró a don Camilo con sotana,
vestido de cura. Y el negro del hábito aún hacía resaltar más la palidez de don
Camilo.
—Padre —murmuró Peppone—, si necesita algo, no haga cumplidos.
—Yo no necesito nada. Por lo que estoy preocupado es por el perro. Da
una vuelta y mira a ver si puedes encontrar a Ful.
Le respondió un gemido, y era Ful, que, acurrucado debajo de la mesa,
contestaba: «Presente».
Peppone se agachó para mirar a Ful.
—Parece que también él tiene una crisis de… conciencia —murmuró
Peppone, levantándose—. ¿Tengo que llevarlo también al viejo doctor?
—No —contestó don Camilo—. La cosa tiene que quedar en familia. Ya
le sacaré yo el plomo. Tú llévamelo a mi habitación.
Ful se dejó coger en brazos y subir por Peppone.
Y Peppone no dijo nada hasta que no dejó a Ful en el primer piso.
Entonces volvió a bajar y asomándose a la puerta del cuarto de estar y
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levantado hacia el cielo el dedo índice amenazador, dijo con voz dura a don
Camilo:
—¡Las culpas de los párrocos recaen sobre la cabeza de los inocentes!
—Sicario, vas a matar a un párroco muerto —le respondió don Camilo,
pálido. Y de pie.
Una vez hubo salido Peppone, don Camilo echó el cerrojo de la puerta y
se fue a la bodega a colocar bien los veintiún «pollos voladores».
Que en realidad resultaron veintidós, porque entre los mismos había
también un maravilloso capón ya limpio y desplumado.
Era el que Peppone había comprado en Torricella para completar el
número.
Don Camilo, antes de ponerse boca abajo en su cama, quiso irse a
arrodillar ante el Cristo del altar mayor.
—Jesús —imploró—, no puedo daros las gracias por haberme protegido
en esta empresa porque lo que he hecho esta tarde ha sido una acción
deshonrosa que merece un grave castigo. Quizá hubiera sido preferible que la
escopeta del guarda jurado me hubiera fulminado.
—Hasta el peor de los curas siempre vale más que veintidós faisanes —
respondió severamente el Cristo.
—Veintiuno, para ser exactos —susurró don Camilo—. El veintidós no lo
cogí.
—La intención era cogerlo.
—Jesús, tengo el corazón lleno de angustia, porque me doy cuenta del mal
que he cometido.
—No, don Camilo: mientes. Tu corazón, por el contrario, está lleno de
alegría porque piensas en la felicidad que vas a dar mañana a los treinta
pobres.
Don Camilo se puso en pie, retrocedió dos pasos y se sentó pesadamente
en el banco de primera fila.
Le sudaba copiosamente la frente, inundándole el rostro, que estaba cada
vez más pálido.
—Levántate —dijo de repente la voz del Cristo crucificado—. Ego te
absolvo.
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La máquina soviética
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La verdad es que don Camilo no pretendía enredar a nadie: su proyector
de dieciséis milímetros ya no era una máquina de proyectar, sino justo todo lo
contrario de ello. Peor, casi. Porque, en lugar de tener que viajar en una
bicicleta a la que le falta la rueda delantera, el sillín y los pedales, resulta
menos cansado viajar a pie, sin ninguna traba.
Machacada por el proyector de don Camilo, la mejor película se
transformaba en el peor de los churros cinematográficos. Sin hablar del
«sonoro», que rayaba horriblemente los diálogos y la música.
—La única reparación posible —había dicho el técnico de la ciudad al que
don Camilo había llevado el malvado artefacto— es tirarlo a la basura,
siempre y cuando el Instituto de Higiene se lo consienta.
Y don Camilo había sentido la tentación, al volver al pueblo, de ahogar el
trasto en el río grande; aunque, antes de deshacerse del viejo cachivache, tenía
que conseguir una máquina nueva.
O, al menos, tener idea de dónde podía encontrar el dinero necesario para
comprar un proyector nuevo.
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Peppone lo miró extrañado:
—¿Qué acontecimiento?
—La inauguración del nuevo cine.
—No me consta que haya en el pueblo cines antiguos ni que se vayan a
abrir cines nuevos —respondió Peppone—. Sólo sé que usted, hace ya unos
años, hace proyecciones con la linterna mágica para los niños de la sala
parroquial.
Don Camilo lo encajó alegremente:
—El pasado está enterrado; ahora tenemos un cine de verdad con una
máquina estupenda, perfecta.
Peppone se encogió de hombros.
—Por estupenda y perfecta que sea, seguirá tratándose del «paso
estrecho» de siempre.
—Cuando haya visto cómo funciona la nueva máquina, se dará cuenta de
que el «paso estrecho» es el paso del futuro, mientras que el «paso normal»
no es más que una tentativa sin éxito de superar el «paso estrecho».
—Normal o estrecho —masculló Peppone—, el cine es un género
superado, cosa de parroquias.
—¿Y cuál sería el género adecuado a los tiempos? —preguntó don
Camilo—. ¿El curso nocturno de activismo?
—Dejemos estar la política, que no tiene nada que ver —replicó Peppone
—. El progreso ha matado al cine; ahora es el momento de la televisión.
En aquel momento apareció el Flaco, que preguntó a Peppone:
—Jefe, ¿lo has decidido? Ha venido el técnico y quiere saber dónde ha de
colocar la antena.
—Que la ponga donde le parezca mejor. De lo que yo entiendo es de
motores de explosión, no de televisión.
El Flaco se fue volando y don Camilo, después de haber tragado algo que
se le había quedado atragantado, preguntó:
—¿Va a ser, pues, el señor alcalde el pionero de la televisión?
—No. Yo, no, pero el partido de los trabajadores tiene que estar a la
vanguardia del progreso. La televisión va a ser instalada en la Casa del
Pueblo. La inauguraremos esta noche. De todos modos, esto no le va causar
ninguna molestia, padre, porque el aparato televisor es un regalo de los
grandes talleres radiotécnicos de Moscú y, por tanto, estará reservado
exclusivamente a los afiliados. No puedo ni invitarle, padre, y lo siento. A
menos que no se inscriba al Partido Comunista.
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—Confieso que tengo bastante curiosidad por saber qué es esa maldita
televisión de la que tanto se habla —confesó con los dientes apretados don
Camilo—. De todos modos, creo que aún podré esperar.
—Fate vobis —respondió Peppone, abriendo los brazos.
Don Camilo regresó a casa en ascuas y se fue a confiar su desazón al
Cristo del altar mayor:
—Jesús —respondió don Camilo—, ¡Peppone y sus socios tienen la
televisión!
—No creo que sean los únicos del mundo en tener ese artefacto del que
me hablas —respondió el Cristo—, y no creo además que sea un artefacto
mortífero.
—No son los únicos del mundo, pero sí los únicos del pueblo —replicó
don Camilo.
—¿Y por qué te preocupa todo esto? ¿Temes quizá que, atraído por la
novedad, alguno de tus muchachos deje de vacilar en entrar en la guarida del
león?
—No; la utilización del aparato estará reservada sólo a los afiliados del
partido de Peppone —explicó don Camilo—. Lo que pasa es que yo esperaba
atraerme, con el nuevo cine, a alguno de los jóvenes inscritos al partido de
Peppone. Esperaba sustraer a algún infeliz a las garras del león.
El Cristo suspiró tristemente:
—¿Son éstos tus instrumentos, don Camilo? Yo no utilizaba máquinas
eléctricas para arrancar las almas de las garras del demonio, para llevar a los
hombres al buen camino.
Don Camilo bajó la cabeza humildemente.
—Señor, perdonadme —susurró—. Pero tampoco las empleaba el
demonio. Si el demonio se escapa en bicicleta, ¿por qué tengo que correr
detrás de él a pie?
—Don Camilo —respondió el Cristo—, yo no puedo seguirte por el
camino del ciclismo. Pero recuerda que, para ir al Paraíso o al Infierno, el
medio de transporte sigue siendo el de entonces y siempre lo será.
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Al día siguiente, cuando se asomó a la ventana que daba a la plaza de la
iglesia y vio plantada en lo alto de la Casa del Pueblo la antena de TV, una
luz imprevista le iluminó el cerebro.
Y cuando, por la tarde, consiguió toparse con Peppone, soltó el chorro:
—Peppone —dijo—, ¿también, por lo que respecta a la televisión, sigues
directrices que vienen de arriba o actúas a tu aire?
—¿Qué tienen que ver las directrices de arriba con la televisión? —replicó
Peppone—. Yo hago lo que me parece y lo que me place.
—En este caso la cosa es simple: el desgraciado eres tú. ¡Porque sólo a un
desgraciado se le puede ocurrir que en este pueblo haya alguien que se deje
convencer de sacarse el carnet comunista impulsado por el anhelo de
contemplar las estupideces proyectadas por tu teletrampa made in URSS!
Don Camilo se rió.
—¿Y, además, a quién se lo quieres hacer tragar? ¿Qué televisores quieres
que tengan en Rusia?
Peppone abrió los brazos:
—¡Ah, olvidaba que los rusos no conocen ni las bicicletas ni los relojes!
Lo que significa que el televisor que nos ha llegado de Rusia lleva escrito por
todas partes «made in URSS», pero es norteamericano. De todos modos, no se
obliga a nadie: quien tenga el televisor que se lo guarde y el que no lo tenga
que rabie.
Don Camilo, efectivamente, se moría de rabia e hizo bien en irse sin
contestar.
Mas en cuanto llegó a la rectoría tuvo que escuchar a los informadores
que habían ido a darle cuenta de las repercusiones que tenía en el pueblo ese
condenado asunto de la TV:
«Parece que se trata de un aparato excepcional».
«Dicen que es un aparato ruso de verdad».
«Los rojos que han presenciado la primera audición están entusiasmados.
Van voceando que los norteamericanos ya se pueden retirar».
Aquella noche, don Camilo dio muchas vueltas en la cama antes de
conciliar el sueño y no durmió ni una hora entera, porque siete u ocho
malditos pelmazos se pararon a hablar enfrente de la iglesia, justo debajo de
las ventanas de la rectoría.
—Es una lástima que cuando venga la televisión en color se tenga que
cambiar el aparato.
—¿Cambiar de aparato? ¡Qué va! En Norteamérica aún no tienen la
televisión en color, pero en Rusia funciona ya desde hace dos años. Y el
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aparato, que es del tipo de exportación, puede servir tanto para blanco y negro
como para color. ¿Te has fijado en la palanquita roja que hay en el lado
derecho? Basta con ponerla hacia abajo y se recibe en color.
—Si yo fuera Peppone, haría funcionar el aparato en la expendeduría para
que todos pudieran verlo. Así dejarían de decir que no lo enseñamos porque
no es ruso, sino norteamericano o nacional.
—¡Ni soñarlo! ¡Que digan lo que quieran! ¡Si quieren ver el aparato que
se saquen el carnet!
Don Camilo tuvo que oír aun sin querer. Y, cuando dejaron de hablar alto
y se pusieron a charlar bajo y a reírse, don Camilo saltó de la cama y se fue a
escuchar pegando la oreja a la rendija de las persianas.
—… un invento peor que el de antes…
—… películas tontas peores que antes…
—… todos dicen que también el sonoro es una porquería…
—… ¡pero qué quieres que sepa ése de máquinas! Le han tomado el
pelo…
—… a menos que…
—… ya sabes lo que pasa: cuando uno se encuentra con un buen fajo de
billetes en la mano, se puede hacer de más y de menos…
Don Camilo se fue a echar a la cama porque, si no, sentía que iba a
explotar, pero estuvo despierto hasta que se hizo de día, masticando toda su
rabia.
Al final, sin embargo, cuando se calmó, ya había digerido toda la hiel y su
cerebro podía volver a funcionar sin interferencias.
«El buen jugador no deja ni que se imaginen qué cartas tiene en la mano
—concluyó don Camilo—. Tú no enseñas el aparato porque te has inventado
el cuento del televisor ruso. Ya te deshincharás tú solo, camarada Peppone».
Don Camilo inició la política de la perfecta indiferencia y, al que le
hablaba del famoso televisor ruso, se limitaba a contestarle sonriendo:
—Si los rusos tienen la bomba atómica, ¿por qué no habrían de tener
tantos aparatos de televisión como para poder regalar a los amigos residentes
en el extranjero?
—¿Y de lo del asunto del color?
—Es gente capaz de hacerlas de todos los colores, hijo. ¿Por qué no
tendrían que saber aprovechar esa cualidad suya en la técnica televisiva?
Así pasó un mes, pasaron dos, pasaron tres.
Puntualmente, cada noche, los camaradas de turno (habían establecido
turnos) iban a la Casa del Pueblo para disfrutar mirando la TV. Y, después de
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las transmisiones, no dejaban nunca de pararse enfrente de la iglesia, debajo
de la ventana de la habitación de don Camilo, para intercambiar sus
entusiastas impresiones sobre la perfección técnica alcanzada por los
soviéticos.
Don Camilo se despertaba y tenía que escuchar en perfecto silencio y
perfecta calma.
Y lo consiguió siempre. Pero cuando la tortura infame se repitió por
nonagésima vez, don Camilo acabó por rendirse.
—Basta —dijo—. No puedo más. Dios me perdonará.
Eso pasaba al cabo de unos diez días después del famoso hundimiento. La
nieve había derrumbado una parte del techo de la Casa del Pueblo y del
correspondiente desván. El desperfecto había sido inmediatamente reparado.
Se había vuelto a rehacer el tejado. Y también se había reconstruido el techo
hundido. Pero los cuartos del guardián estaban inhabitables porque las
paredes estaban empapadas de agua y el hormigón tardaba en secar y no se
podía quitar el encofrado.
El Largo, su mujer y el niño fueron, por eso, a dormir a otra parte, y la
Casa del Pueblo, desde las doce de la noche hasta las cuatro de la madrugada,
se quedaba sin guardián.
Fue así que, una noche de espesa niebla, un individuo, al encontrar abierta
la puertecita que daba al patio, se introdujo en la Casa del Pueblo y se dirigió
decidido y silencioso hacia el desván. Una vez allí, se escondió y esperó
inmóvil como una piedra.
A medianoche, el Largo, tras bajar la puerta metálica de la zona de
despacho y puesto, como siempre, dentro de la cartera el dinero de la
recaudación y los libros contables, dio una vuelta de inspección por todos los
locales, cerró todas las puertas y se fue a dormir a casa de su suegra.
El desconocido tenía unos nervios de acero y esperó aún dos horas antes
de actuar.
Después bajó cautelosamente hasta la planta baja y entró en el salón de las
reuniones. Las contraventanas de todas las ventanas estaban cerradas; esto lo
ponía a buen recaudo de cualquier sorpresa.
Encendió la linterna de bolsillo e inspeccionó la amplia estancia. Lo que
el desconocido buscaba tenía que estar escondido debajo de alguna funda, allí
al fondo.
El desconocido se acercó, sacó la funda y apareció la caja brillante de un
televisor.
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En la parte superior había una placa metálica con la hoz y el martillo que
ponía: «Made in URSS».
No es difícil atornillar una placa así en una caja de madera que contenga
una maquinaria norteamericana o italiana o inglesa. El desconocido pasó
detrás del televisor y quitó la tapa posterior del aparato.
De la emoción, la linterna se le cayó al suelo.
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—Compañero, ¿cuándo van a parar tus subordinados con esa farsa de la
caja vacía?
—Cuando sea hora.
—¡Menuda estupidez, compañero!
—Intente organizar usted, con sus burguesitos, una estupidez de este
género, padre.
Don Camilo no supo qué contestar y se fue.
A la mañana siguiente se esparció por el pueblo fulminantemente la
noticia: durante la noche, a causa de un cortocircuito, el aparato de televisión
había sido completamente destruido por el fuego.
«¡Pero que los enemigos del pueblo no se rían! —decía el comunicado de
Peppone puesto en el tablón de la Casa del Pueblo—. ¡Porque los
trabajadores, a pesar de estar en la miseria, sabrán reconquistar su TV!».
E hicieron una colecta con la que, diez días más tarde, la Casa del Pueblo
ya no tenía un cajón vacío, sino un cajón relleno de TV.
—No es un aparato perfecto, excepcional como el ruso que teníamos antes
—decían por doquier los rojos de Peppone—. Pero algo es algo.
Y, desde su condenado punto de vista, no andaban equivocados.
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El carburador
Los periódicos hablaban aún de la famosa historia del niño que había sido
salvado por las famosas ampollas llegadas desde América por avión.
Seguían aún hablando porque, ahora que el niño estaba bien, se sentían
molestos los de la hoz y el martillo por el motivo de que, según su lógica
descabellada, se trataba sólo de un gran montaje propagandístico organizado
por el embajador norteamericano.
El hecho había ocurrido en una aldea a orillas del gran río, a menos de
cuarenta kilómetros de la parroquia de don Camilo, y por eso, cuando surgió
la polémica, Peppone sintió el deber de tener que participar en ella con
especial entusiasmo, ya que se trataba de «mantener en alto el nombre de la
Tierra Baja».
Y dijo tantas cosas y tan gordas como para hacer que don Camilo se
tropezara «por pura casualidad», delante del café de los soportales, con el
señor alcalde, que, en medio de un grupo de personas, estaba explicando el
porqué y el cómo del asunto.
En cuanto percibió la mole negra del párroco, Peppone levantó la voz:
—Están bien las exigencias de la propaganda política, está bien todo,
hasta lo que va mal; pero lo que no se les puede perdonar a esa gente es lo de
hacer especulaciones políticas con un niño. El que tenga hijos lo comprenderá
sin tener que explicárselo; no lo entenderá nunca el que no tiene hijos ni
puede tenerlos.
Todos se volvieron a mirar a don Camilo y don Camilo, al sentirse
directamente aludido, se encogió de hombros.
—Señor alcalde —dijo—, si el enfermo que había que salvar era un niño,
no podían salvar a un adulto.
—¡Pero qué salvar! El niño no estaba grave.
—Si lo dice usted, que es toda una eminencia médica, no hay más que
hablar —replicó don Camilo.
Peppone se excitó.
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—Yo no soy ninguna eminencia médica —afirmó—. Pero las personas
competentes han declarado que, sin dar espectáculos con las travesías
atlánticas, se podía haber traído el remedio para el niño de Holanda en un
cerrar de ojos.
—Me inclino ante la competencia de los competentes. Y hasta le daría
completamente la razón, señor alcalde, si no fuera por un detalle que sus
compañeros competentes han olvidado. Que el niño, para curarse, no
necesitaba ni una vaca seleccionada ni un molino de viento, sino una
globulina muy especial que sólo tiene el departamento de Sanidad de
Michigan. Y que no tiene nada que ver ni con las vacas seleccionadas, ni con
los molinos de viento, ni con la gammaglobulina holandesa. Hacía falta
concretamente la globulina norteamericana y, por eso, ¿cómo se puede
reprochar al embajador norteamericano, que en lugar de mandar a buscar la
globulina a Holanda, donde no hay, la haya mandado ir a buscar a América
donde sí hay?
Peppone meneó el cabezón, carcajeándose divertido:
—Latinorum, latinorum! Cuando ya no saben qué decirte, sacan el
latinorum, el alfa, la gamma y la omega y el que no haya estudiado latín, que
se calle.
—En todo caso, señor alcalde, se trataría de griego, no de latín —objetó
amablemente don Camilo—. De todos modos, tenga en cuenta que la
hemoglobulina mencionada no la han bautizado los curas. Es un asunto de
estricta incumbencia de los científicos.
Peppone se agarró al clavo que la soviética providencia le tendía:
—¡Pero el asunto de la Virgen apareciéndose al niño durante el sueño es
de estricta competencia de los curas, señor párroco! Y supongo que entonces
querrá admitir que si la gamma hemoglobulina la han inventado los
científicos, el cuento de la Virgen que se le aparece al niño durante el sueño,
se lo han inventado los curas.
Don Camilo miró a Peppone con aire asombrado:
—Señor alcalde, el clero no ejerce ninguna injerencia en los sueños de los
niños ni en los de los adultos. Niños y adultos sueñan cuando quieren y lo que
quieren.
—Pero —gritó Peppone, que empezaba a perder la calma— mientras el
avión viaja sobre el Atlántico por cuenta de la «zorra rubia» norteamericana,
el niño enfermo sueña lo que quiere, ¿y qué sueña? Con la Virgen. Sueña que
la Virgen lo viene a buscar, que se lo lleva al Paraíso, que le presenta a
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Jesucristo, y que Jesucristo le explica que, como están por en medio la señora
Clara Luce y Estados Unidos, todo va a acabar maravillosamente bien.
Don Camilo abrió los brazos.
—Señor alcalde —preguntó—, ¿y qué habría tenido que soñar el niño,
según usted? ¿Con Lenin que se lo lleva al Kremlin y que luego le hace
explicar por Stalin el plan quinquenal?
Uno de los del grupo se carcajeó y Peppone perdió un poquito más la
calma.
—¡No mezclemos las cosas con la política, padre! —exclamó—. ¡De
todos modos, nosotros nos guardamos bien de atribuir a un niño sueños de
este género! Primero, porque no hacemos especulaciones políticas con un
niño; segundo, porque no tenemos ninguna necesidad de recurrir a cuentos…
—Tercero, porque nadie os creería —concluyó tranquilamente don
Camilo.
—¡Sin embargo, sus cuentos hay gente que se los cree!
—Parece que sí, señor alcalde; hay gente que no sólo se cree el cuento del
Paraíso, sino que se lo cree tanto como para comportarse en modo de ganarse
el Paraíso. Y vive honradamente y siempre está en paz porque tiene fe en la
divina Providencia.
Peppone se echó el sombrero hacia atrás y se puso en jarras.
—¡La divina Providencia! —exclamó—. Como las ampollas han venido
de América, ahora se puede hablar de divina Providencia. ¡Si, por el
contrario, hubieran llegado de Rusia, el padre no hablaría de divina
Providencia, sino de intervención del demonio!
Don Camilo meneó la cabeza.
—No, señor alcalde —explicó—. Como el padre razona con la cabeza que
el Padre Eterno le ha confiado, el padre no diría nunca tamaña tontería. En
parte quizá también porque el padre sabe perfectamente que la divina
Providencia no tiene nacionalidad ni partido. Provenga de donde provenga es
muestra de la benevolencia de Dios.
—Amén —masculló el Flaco.
—De todos modos —prosiguió don Camilo—, en el presente caso
tomamos buena nota de que la divina Providencia no ha llegado del Este, sino
del Oeste.
—Por tanto —voceó Peppone—, ¡arriba Norteamérica y abajo Rusia!
Don Camilo sonrió:
—Arriba Norteamérica; pues bien, sí, si el señor alcalde lo quiere. Pero
¿por qué abajo Rusia? ¿Qué ha hecho de malo Rusia en todo este asunto? ¿Ha
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obstaculizado la curación del niño? Yo, señor alcalde, sé ser objetivo y por
eso no temo declarar públicamente que quizá éste sea el único caso en que
Rusia no ha perjudicado a nadie. Aunque, créame, señor alcalde, en lugar de
gritar: «Arriba Norteamérica», sería más oportuno gritar: «Viva la divina
Providencia», que ha hecho que se curara el niño enfermo.
A Peppone se le había puesto la cara tan roja como la revolución de
octubre.
—En lugar de hacer que se curara —gritó—, hubiera sido preferible que
la divina Providencia no lo hubiera hecho enfermar.
—No es —replicó don Camilo— la divina Providencia la que ha hecho
que el niño se pusiera enfermo, sino la naturaleza. Y dicha naturaleza está
regulada por leyes rigidísimas, y pobres de nosotros si no fuera así, que si no
se observan sobrevienen dolorosos zafarranchos. Usted, señor alcalde, es un
consumado mecánico y sabe que un motor funciona perfectamente hasta que
se estropea un mecanismo. Cuando en un carburador se obtura el chiclé, ¿es
por culpa de la divina Providencia o por culpa del polvo? Todo lo que atañe a
la materia compete a la naturaleza. Por otra parte, en Rusia, donde todo ha
sido creado no por Dios, sino por Lenin, ¿no hay acaso también
enfermedades?
Peppone poco a poco se había ido despejando y al acabar de hablar don
Camilo se volvió, sonriendo, al Flaco.
—Flaco —dijo recalcando las palabras en voz muy alta—, ¿quieres
preguntar al padre, a propósito de lo del carburador, si el mecánico, cuando
quita el polvo que obtura el chiclé, representa a la divina Providencia?
El Flaco miró a don Camilo y le dijo:
—¿Ha oído el acusado la pregunta de la parte querellante?
Don Camilo hizo un ademán afirmativo.
—Sí, el acusado ha oído la pregunta de la parte querellante y dañada en la
cabeza. Y responde que el mecánico no representa a la divina Providencia,
sino un simple destornillador con un hombre detrás del mango. Estamos en el
campo de la mísera materia. Nada de divino. Nada más que natural.
A Peppone le agradó la respuesta.
—Entonces, padre, pongamos otro caso. El carburador no funciona
porque el tomillo del chiclé se ha aflojado y se ha perdido. Desgraciadamente,
el carburador es de fabricación norteamericana y no se encuentra aquí la pieza
de recambio. ¿Qué hacer? ¿Echar a la chatarra el vehículo? Afortunadamente
ahí está el embajador de Norteamérica, que, al enterarse del problema, manda
a buscar por avión la pieza de recambio a Washington. Se pone en su sitio el
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tornillo que falta y el coche vuelve a funcionar. Seguimos siempre en el
campo de la mera materia porque la historia se refiere siempre al carburador;
pero como la pieza de recambio viene de América, tenemos que gritar: «Viva
la divina Providencia». Por tanto, el razonamiento del padre funciona en
modo distinto según si el carburador depende del Este o del Oeste.
Los socios de Peppone se pusieron a reír con sorna entusiasmados y don
Camilo dejó que se desahogaran. Después replicó:
—Mi razonamiento funciona igual en todas las direcciones.
—¡Mentira! —gritó Peppone—. Si el niño está enfermo por causa de las
leyes naturales, así como el carburador está averiado porque le falta un
tornillo, ¿qué tienen que ver las leyes divinas si el embajador norteamericano
encuentra el tomillo de recambio para el niño?
—La diferencia consiste en que el niño no es un carburador —explicó
tranquilo don Camilo—. Y por eso, así como el carburador no puede tener fe
en la divina Providencia, el niño sí la puede tener. La tiene y demuestra
tenerla. Todo lo que concierne a la pura máquina humana, sus averías y los
remedios a dichas averías, atañe estrictamente a la naturaleza y a la materia.
La fe en Dios es otro asunto que tú no puedes entender, compañero
carburador. Y por eso, tú, en el caso del niño, no puedes ver a la divina
Providencia, sino que tan sólo ves el Pacto Atlántico y al embajador
norteamericano. Quien no tiene oído no puede comprender qué es la música.
El que no tiene fe en Dios no puede comprender qué significa la divina
Providencia.
—O sea —gritó Peppone— que esa divina Providencia es cosa de
privilegiados y no de quienes la necesitan. ¡Si cien personas tienen hambre y
sólo siete creen en la divina Providencia, Dios no es justo porque manda las
latas de carne sólo a los siete privilegiados!
—No, camarada alcalde: Dios manda las latas de carne a los cien, pero
sólo siete de ellos tienen abrelatas. Los otros no lo tienen porque no creen en
él y no lo quieren.
Peppone había perdido completamente la calma y se le notaba por la
forma en que estaba sudando.
—Padre, déjese de cuentos y céntrese en la realidad; y la realidad es que
mientras aquí sólo comen siete porque creen en la divina Providencia, y por
eso tienen el abrelatas, en Rusia nadie cree en la divina Providencia, pero
todos tienen abrelatas.
—Pero no tienen las latas —concluyó sonriendo don Camilo.
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La gente se puso a reír con sorna de la salida de don Camilo, lo que puso a
Peppone al borde de la rabia:
—Usted juega bien con las palabras, padre. Y siempre consigue
transformar cualquier discusión en un juego de palabras. Pero aquí hemos
partido de hechos concretos, no de palabras. ¡Especulación política! Sucio
montaje propagandístico norteamericano sobre un niño inocente. Con todas
sus trolas no ha conseguido demostrar que yo esté equivocado.
Don Camilo se encogió de hombros:
—Lo sé, ni nunca conseguiré demostrártelo porque yo nunca te podré
demostrar que dos y dos son cuatro si tú crees firmemente que dos y dos son
cinco, tal como te han enseñado. De todos modos, te diré que si es la
propaganda política la que le ha salvado la vida a ese niño, yo grito: «Viva la
propaganda política». Y si tuviera un hijo y su salvación dependiera de un
remedio ruso, yo…
Peppone no le dejó acabar.
—¡Pues yo no! —gritó—. Yo tengo el hijo, pero si su salvación
dependiera de las ampollas del embajador norteamericano, ¡antes de hacerles
el juego lo dejaría morir!
Don Camilo abrió los ojos de par en par horrorizado.
A las tres de la madrugada, Peppone se sentó en la cama. No podía
dormir. Se levantó y se vistió a oscuras.
Salió de la habitación con los zapatos en la mano; fue a echar una ojeada
al cuartito donde dormía su hijo pequeño.
Encendió la luz y estudió un buen rato la cara del niño dormido.
Se quedó allí un buen rato, luego apagó la luz y silenciosamente salió de
la habitación.
Poco después, embozado hasta los ojos, caminaba por la calle helada.
Al llegar frente a la iglesia, debajo de las ventanas de la rectoría, buscó
una piedra, pero la nieve helada había soldado las piedras a la tierra. Rascó el
hielo hasta que le sangraron las puntas de los dedos.
Y, a medida que los minutos iban pasando, su ansia aumentaba hasta
convertirse en desesperación.
Consiguió arrancar una piedra y la tiró contra las persianas de la segunda
ventana del primer piso.
Al oír el ruido seco del canto contra la madera, se consoló.
Las persianas se entreabrieron.
—¿Qué pasa? —preguntó una voz malhumorada.
—Baje.
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Don Camilo se echó encima el cobertor de la cama y bajó a abrir.
—¿Qué quieres a estas horas? ¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada —explicó, sombrío, Peppone.
—Mejor —murmuró don Camilo, tranquilizándose—. Al verte me ha
entrado miedo.
—¿Miedo de qué? No soy ningún bandolero.
—Todos los que me vienen a despertar de noche me asustan. No se va a
buscar al cura, de noche, para contarle un chiste.
Peppone se quedó unos segundos con la cabeza gacha y luego susurró:
—Cuando uno discute en público, a menudo dice cosas que no querría
decir.
—Ya lo sé —admitió don Camilo—; no hay que hacer caso.
—¡La gente hace caso!
—Qué va: la gente sabe qué tipo de razonamientos se pueden pretender de
un carburador.
Peppone apretó los puños.
—Padre —bramó—, ¡está diciendo tonterías!
—A lo mejor tienes razón: los carburadores no vienen a despertar al
párroco a las tres de la madrugada. Puedes volverte a la cama.
Peppone seguía allí, quieto como una piedra.
—¿Quieres algo, camarada Peppone? —preguntó don Camilo—.
¿Necesitas quizá el abrelatas?
—Ya tengo —respondió, sombrío, Peppone.
—Bien, pues procura no perderlo. Y que Dios te ilumine también cuando
estás en público.
Peppone se marchó y don Camilo, antes de volver bajo las mantas, se
arrodilló ante el crucifijo.
—Jesús —dijo—. No se ha vuelto un carburador; sigue siendo el
desgraciado de siempre. Gracias sean dadas a la divina Providencia.
Después se fue a la cama y, finalmente, también él pudo conciliar el
sueño.
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De novela policíaca
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—No se preocupe —respondió, riendo, don Camilo—. Yo no tengo reuma
y puedo llevar veinticinco kilos de trigo como si fueran un paquete de
galletas.
La mujer se puso en marcha y don Camilo la siguió, subiendo detrás suyo
hasta el segundo piso, donde estaba el granero.
—Padre, no se fije en el desorden —comentó la mujer, mientras metía la
llave en la cerradura de la puerta del granero.
—A mí sólo me importan mis veinticinco kilos de trigo —respondió don
Camilo—. Con tal que ésos estén, todo lo demás es perfecto.
La mujer no había mentido, y si el montón de trigo era pequeño, el
desorden era grande, porque el granero servía también de depósito general de
trastos.
—En cuanto caiga por aquí el trapero —exclamó la mujer—, voy a hacer
que se lleve todo esto, aunque se lo tenga que regalar.
Don Camilo se sorprendió y se acercó al montón de cachivaches.
—Si va a hacer eso —le dijo a la mujer—, aquella estufa de allí, en lugar
de darla al trapero, démela a mí. Me servirá para el pasillo del parvulario. Está
siempre helado y los niños quisieran siempre jugar en el corredor.
—Es un trasto viejo, roto —objetó la mujer.
—Se puede arreglar la mar de bien.
—Bueno, padre: si la quiere, llévesela ahora, que me hará un favor.
Don Camilo no se lo pensó ni un instante: sacó la estufa y la metió dentro
de un saco porque estaba llena de polvo y de suciedad, y la bajó junto con los
veinticinco kilos de trigo.
—Muchísimas gracias —dijo a la mujer al despedirse—. Los sacos se los
devolveré dentro de unos días.
—El del trigo, sí —replicó la mujer—. El otro ya se lo puede quedar
porque está muy viejo y ya no nos sirve.
Don Camilo, en cuanto hubo cargado en el tílburi su mercancía,
emprendió el camino de regreso.
Naturalmente, se paró en todas las eras y, por eso, cuando llegó a la
rectoría ya era oscuro.
Ni intentó encontrar a nadie que le ayudara a descargar los sacos; se las
apañó él solo, y, cuando hubo colocado el trigo recogido, se dispuso a
desenganchar el caballo del tílburi, aunque en seguida cambió de idea.
«Acabemos también con el asunto de la estufa —pensó—. A lo mejor
tengo la suerte de encontrar a un desgraciado dispuesto a arreglármela para
mañana».
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Volvió a cargar en el tílburi la estufa que había sacado fuera del saco y,
tras convencer, al caballo de que volviera a ponerse en ruta, salió en busca del
«desgraciado».
El «desgraciado» estaba aún en el taller, ordenando las herramientas del
oficio.
—¿Está el herrero? —preguntó cautelosamente don Camilo al entrar.
—¡Está cerrado! —contestó, sin volverse siquiera, el «desgraciado».
—¡Pues vaya! —exclamó don Camilo—. Si está cerrado, ¿cómo he
podido entrar?
—¡Ha entrado indebidamente! —replicó malhumorado Peppone—. Por
tanto, ya puede salir.
—De acuerdo; salgo, pero te dejo aquí esta estufa. La necesito para
mañana por la mañana.
Peppone se rió sarcásticamente:
—¿Necesita la estufa para mañana por la mañana? Si espera calentarse el
trasero con esa estufa, se va a morir de frío.
—La estufa no es para mí, sino para los niños de la guardería —explicó
don Camilo—. Si eso tampoco te interesa, me volveré a llevar la estufa.
Peppone se giró.
—¿Sacamos también a relucir la especulación política con la estufa,
padre? —se informó, socarrón.
—Peppone, déjate estar de política y piensa en el frío. Mira de remendarla
para que sirva para este invierno. Si pudieras tenérmela lista para mañana…
—¡No me comprometo! —refunfuñó Peppone—. Pruebe a venir a eso de
las diez.
Don Camilo se fue y Peppone bajó la puerta metálica con gran estrépito.
Hacia las diez del día siguiente don Camilo iba a mandar al campanero a
recoger la estufa, cuando entró en la rectoría alguien que parecía un
endemoniado: era Bradoni.
—Padre —jadeó—, ¡la estufa!
—¿La estufa?
—¡Sí, la estufa que le regaló ayer mi mujer! ¿Dónde está?
—La he llevado al herrero —explicó don Camilo—. Dentro de unos
momentos estará lista.
El hombre parecía totalmente enloquecido.
—¡La estufa! —gritó—. ¡Tengo que verla en seguida!
Don Camilo se echó el tabardo sobre los hombros y siguió a Bradoni, que
había salido corriendo.
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Lo alcanzó justo delante de la puerta del taller de Peppone, pero no
consiguió detenerlo.
Peppone estaba trabajando con el torno de mano y miró extrañado a
Bradoni:
—¿Qué le pasa? —murmuró.
—¡La estufa! —gritó Bradoni—. La estufa que le ha traído don Camilo.
—¡No hace falta que se altere tanto! —replicó Peppone—. La estufa está
ahí, ya lista.
Bradoni se acercó a la estufa, sacó la tapa, abrió la portezuela y miró
ávidamente dentro y, después de haber mirado bien, metió un brazo dentro de
ella y luego, sin darse por satisfecho, le dio la vuelta y la puso boca abajo.
Por fin se volvió, pálido como un muerto, hacia Peppone.
—Lo mío —dijo.
—¿Lo suyo? —inquirió Peppone.
—Yo había puesto algo dentro de la estufa —explicó, excitadísimo,
Bradoni—. Mi mujer no lo sabía y ha regalado la estufa a don Camilo. Me he
dado cuenta esta mañana al ir al granero.
Peppone abrió los brazos:
—Bradoni, yo no he encontrado más que herrumbre y porquería dentro de
esa estufa.
—¿Y usted, padre? —le preguntó Bradoni a don Camilo.
—Qué quiere que haya encontrado —exclamó don Camilo—. Si hubiera
encontrado algo, se lo habría ido a llevar sin necesidad de que se molestara.
Ni he mirado tan siquiera la estufa: tal como su mujer me la ha dado la he
traído aquí.
Bradoni se dejó caer encima de un taburete. Parecía la viva imagen de la
desesperación.
—Si dentro había algo, se puede haber perdido durante el trayecto de su
casa hasta aquí —sugirió Peppone.
Bradoni meneó la cabeza.
—¡Es imposible! —gritó—. El padre, antes de sacar la estufa, la ha
metido dentro de un saco. El saco estaba sucio, pero no estaba agujereado.
Peppone se echó el sombrero a un lado.
—Para empezar —dijo—, aquí la estufa ha llegado sin saco. Padre,
¿estamos de acuerdo sobre este punto?
—¡Mi mujer jura que el padre ha metido la estufa dentro del saco! —
insistió Bradoni.
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—Calma —intervino don Camilo—. ¿Quién dice lo contrario? Yo metí la
estufa en el saco al cogerla en su casa y la he sacado de él al llegar a mi casa.
Peppone sacó la conclusión:
—O sea, que la cosa es sencilla: o lo suyo está dentro del saco o se ha
perdido durante el transporte de la rectoría al taller.
Bradoni miró con ansiedad a don Camilo:
—¿Tiene aún el saco?
—Claro —respondió don Camilo—. Lo he sacudido un poco antes de
guardarlo. Pero si lo que ha perdido es algo pequeño, muy bien puede ser que
se haya quedado dentro del saco.
—¡Algo pequeño! —gimió Bradoni—. ¡Era un fajo así de grande! Un
millón en billetes de diez mil, de cinco mil y de mil liras.
Don Camilo y Peppone se miraron aturdidos.
—¡Y usted pone un millón dentro de una estufa vieja, en el granero,
corriendo el peligro de que las ratas le echen a perder todos los billetes! —
exclamó Peppone, mirando de arriba abajo a Bradoni.
—¡Qué ratas! —gimió Bradoni—. El dinero estaba dentro de una caja de
hojalata y con la tapa atada con un alambre. Y la caja era justo igual de
grande que el hueco de la estufa; se ajustaba tanto que para hacerla bajar hasta
el fondo he tenido que empujar con un palo la tapa. No podía salir sola, ni aun
poniendo boca abajo la estufa; había que sacarla haciendo fuerza.
Don Camilo meneó la cabeza.
—Pues todo queda claro —explicó—. Como la caja no puede haberse
salido del agujero durante el transporte, significa que la hemos sacado o
Peppone o yo.
—¡Yo no digo esto! —replicó Bradoni—. Digo que tiene que haberla
sacado alguien.
Peppone concretó su posición.
—En cuanto a mí —afirmó—, desde que la estufa ha entrado aquí dentro,
sólo la he visto y la he tocado yo.
—Ídem —comentó don Camilo—. Desde su casa hasta aquí sólo yo he
tocado y he visto la estufa. De modo que existen tres posibilidades: que la
caja la haya quitado yo, o que la haya quitado Peppone, o que alguien la haya
quitado antes que me la dieran.
—¡Imposible! —gritó Bradoni—. El dinero me lo dieron la otra tarde en
la ciudad, adonde fui a vender cuatro bueyes. Lo metí dentro de la estufa en
cuanto volví a casa. Y el dinero ha estado dentro de la estufa sólo pocas
horas; desde que lo metí hasta que el padre se ha llevado la estufa. Nadie me
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ha visto meter el dinero dentro de la estufa porque mi mujer y mi hijo ya
estaban en la cama. Y la llave del granero siempre la ha tenido mi mujer
porque, cuando me he marchado por la mañana a las seis y media al mercado
con mi hijo, he entregado la llave a mi mujer ordenándole no dársela a nadie.
—Yo he llegado a su casa a las dos de la tarde —observó don Camilo—.
¿No puede ser que, desde las seis y media hasta las dos, alguien haya quitado
la llave a su mujer sin que ella se diera cuenta?
—No —respondió Bradoni—. Aparte de que estaba sola en casa, mi
mujer ha tenido todo el rato la llave en el bolsillo.
Peppone dijo:
—Oiga, Bradoni: no es por hacer ninguna insinuación, pero ¿no podría ser
que su mujer haya ido a curiosear al granero? Ya me entiende: las mujeres
son suspicaces… Al oírle decir que no diera la llave a nadie…
Bradoni indicó que no con la cabeza:
—No, no ha sido ella. Si hubiera sido ella me lo habría confesado con la
paliza que le he dado.
Peppone apretó los puños.
—Oiga —dijo—. Dentro de la estufa yo no he encontrado nada y no
quiero que me vengan con cuentos. Vaya a contar sus historias al comandante
de puesto de los carabinieri.
—Lo mismo digo —añadió don Camilo—. ¡Y vaya por que, si no, iré yo!
—¡Claro que voy a ir, y ahora mismo! —gritó fuera de sí Bradoni.
El hombre se marchó gesticulando y Peppone se volvió malhumorado a
don Camilo.
—¿No podía comprometer a algún otro? —gritó—. ¿Era justo a mí a
quien tenía que meter en sus líos?
—¡Yo no tengo ningún lío, ni he inmiscuido a nadie! —replicó duro don
Camilo—. Yo tenía una estufa por arreglar y la he llevado al herrero. Yo no
he visto si había nada dentro. Yo, tal como me la han dado, la he traído aquí.
—Y yo, tal como me la ha dado, se la devuelvo: ¡vacía y sin saco! Sin
saco, que quede bien claro. Y ahora, coja su maldita estufa y lárguese.
—Yo no me llevo nada y tú la estufa la vas a dejar así, tal como está, sin
que la toque nadie. Ahora la estufa pertenece a la justicia y el que la toque
comete delito.
Don Camilo volvió furioso a la rectoría, y aún no había colgado el tabardo
en el perchero, cuando ya estaban llamando a la puerta.
Era el comandante de puesto.
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—Padre —se excusó el comandante de puesto—, siento que esté usted
implicado en este desagradable asunto…
—¿Implicado? —balbuceó don Camilo—. ¿Qué tengo yo que ver? ¡Yo
soy una persona honrada!
—Nadie lo pone en duda, padre; pero la justicia, desgraciadamente, en
todos los hechos y delitos, parte del supuesto que todas las personas
implicadas pueden ser culpables. Todos, empezando por el que dice ser
víctima de la acción criminosa.
Don Camilo se rebeló.
—Yo —manifestó— empezaría interrogando a la mujer de Bradoni. Es la
única que puede decir realmente lo que pasa.
—Desgraciadamente es la única que no puede ser interrogada porque,
durante el interrogatorio que le ha hecho su marido, ha recibido tantos palos
que ahora está en el hospital con conmoción cerebral. Por favor, padre:
nombre, apellido, nombre de sus padres, lugar y fecha de nacimiento,
profesión…
Don Camilo se sintió casi un criminal.
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Fue una tarde de invierno y el encuentro se efectuó en un lugar solitario:
los dos se encontraron con sendas escopetas de caza en las manos y se
miraron airadamente.
El primero en hablar fue Peppone.
—Padre —dijo Peppone—, aquí estamos sólo tres: yo, usted y Dios. Bien,
si juro ante usted y ante Dios que yo no he cogido aquel dinero y que no sé
quién lo puede haber cogido, ¿me creería?
Fue algo tan imprevisto y tan solemne que don Camilo se quedó allí
parado y sin poder articular ninguna palabra para contestar de algún modo.
Al final le salió una, corta, muy corta, pero suficiente:
—Sí.
Después le salieron otras, pero ya completamente inútiles.
—Y si yo te jurara… —empezó don Camilo.
—No hace falta que me lo jure —lo interrumpió Peppone—. Sé que no ha
sido usted.
Don Camilo se quedó con la boca abierta.
—Pues —balbuceó— si no he sido yo ni has sido tú, ¿quién ha sido?
Peppone abrió los brazos:
—Dios sabrá.
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Don Camilo le explicó lo que creía que tenía que ir a hacer a Turín.
—¿No sería más simple hablar con el comandante de puesto? —objetó
Peppone.
—No; hablar de un tipo al comandante de puesto es como acusar a ese
tipo, convertirlo en sospechoso. ¿Y si luego resulta que el tipo no tiene nada
que ver?
Peppone salió para Turín y, al cabo de cuatro días, volvió y se fue
directamente al comandante de puesto.
—Soy parte encausada y no es que venga a hacer de delator, sino a
defenderme, a mí y a mi reputación. Y también la del párroco —explicó
Peppone al comandante de puesto—. Cuatro días después de la desaparición
de la famosa caja de Bradoni, el hijo de Bradoni se fue a hacer el servicio
militar. Ahora está en Turín desde hace tres meses y, a pesar de ser soldado
raso, lleva una vida más brillante que la de un generalísimo. ¿Quiere ir a
preguntarle de dónde ha sacado el dinero? ¿O dónde lo ha encontrado?
Una vez interrogado Bradoni hijo, unos días después, por unos eficientes
individuos de Turín, dijo que el dinero lo había encontrado dentro de una
estufa, en el granero de su casa.
—Aquel dinero me hacía más falta a mí que a mi padre —explicó al final
—. Yo necesito un montón de cosas porque soy joven. Mi padre no necesita
nada.
—¿Y los palos que ha recibido tu madre por tu culpa? —le preguntó al
joven el jefe de los eficientes individuos de Turín.
—Las madres se tienen que sacrificar por el bien de los hijos —respondió
el joven, encogiéndose de hombros—. ¡Sólo se vive una vez!…
El jefe de los eficientes individuos de Turín aprobó meneando la cabeza:
—Hijo, tienes razón: sólo se vive una vez. Pero esto no es razón para
hacerlo como un sinvergüenza.
Luego le sacudió en el morro una bofetada extrarreglamentaria. Pero fue
una bofetada tan limpia, tan precisa, tan noblemente maciza como para ser
digna de figurar en el calendario bajo la denominación de «Santa Bofetada».
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El culebrón
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La Palanca tenía un nombre más gracioso que las otras aldeas de la
comarca, y por eso le tocó a La Palanca representar el papel del pueblo que
había querido mover el campanario de sitio. «¡Los de La Palanca son los que
querían cambiar de sitio el campanario! —cuenta la gente—. Y, para que
corriera mejor, habían esparcido en el suelo, alrededor del campanario, mucha
paja, y luego habían empezado a empujar el campanario. Y como, al hacer
fuerza con los pies sobre la paja resbalaban, les parecía que era el campanario
el que se movía y gritaban: “¡Ánimo, que se mueve!”».
Una historia descabellada, infantil. Aunque son precisamente las historias
estrambóticas las que más gustan a la gente y, una vez colgado el sambenito a
alguien, no hay manera de hacerlo olvidar.
Eso es lo que había pasado con La Palanca. Hacía más de cien años que
La Palanca sufría el «complejo de la paja».
Una vez que cierta pandilla de muchachos del pueblo principal había ido
durante el carnaval a La Palanca con una mascarada compuesta simplemente
por un carro cargado de balas de paja, se había armado un jaleo tremendo y
mucha gente se tuvo que ir a hacer coser el tiesto al hospital.
Sin embargo, de todos los pueblecitos del municipio administrado por
Peppone, La Palanca era el más triste.
Los de La Palanca, hasta los más razonables y más desenvueltos, se
sentían oprimidos por el «complejo de la paja», que era un auténtico y
verdadero complejo de inferioridad.
Y así, la gente que antes era cordial y alegre se había vuelto recelosa y
murria.
«¿Es usted de La Palanca?».
«Sí, ¿por qué?».
En cada forastero que se interesara por La Palanca, sus habitantes veían a
un provocador.
Y en el forastero que no se interesaba por La Palanca, sus habitantes veían
un probable provocador, tanto que, al final, miraban con suspicacia y
hostilidad a toda persona que no fuera del pueblo.
La Palanca se había vuelto el pueblo más melancólico de la zona. El más
escuálidamente monótono, puesto que, aunque entre los habitantes había
gente con iniciativa, nadie emprendía nada. Nadie organizaba nada.
Se sentían con miles y miles de ojos encima y sabían que si una iniciativa
cualquiera no hubiera tenido éxito, miles de «extranjeros» se iban a burlar
socarrona y ferozmente.
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Los «extranjeros» más odiados eran, naturalmente, los del pueblo
principal. Los del pueblo principal se daban un poco aires de ciudadanos y sus
bromas resultaban, pues, más amargas e intolerables para los campesinos de
La Palanca.
Además andaban por medio las chicas. Las chicas del pueblo principal,
que gustaban mucho a los jóvenes de La Palanca, pero que se reían a la cara
de los que decían ser habitantes de La Palanca.
«¡Ah! ¿Uno de esos que querían mover la torre de sitio?», exclamaban las
«ciudadanas» del pueblo grande.
Los jóvenes de La Palanca estaban obligados a ocultar de dónde eran.
Pero acababan siempre por descubrirlo los jóvenes rivales del pueblo grande.
Y las chicas, si no se habían burlado antes, acababan por burlarse más tarde.
Hacía más de cien años que los de La Palanca se hacían mala sangre
porque los vivos seguían haciéndose mala sangre también por los muertos.
Hacía cien años que soñaban con vengarse. Pero el destino nunca había sido
propicio para los infelices.
Y La Palanca iba volviéndose cada vez más triste.
Y todos sus habitantes habían llegado a detestar La Palanca y a todos sus
vecinos, igual que el obrero oprimido por un trabajo ingrato llega a odiar la
fábrica en que trabaja y a todos los demás obreros que trabajan con él.
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No lo había soñado: era la pura verdad.
Además con sólo hacer cien metros se podía verificar fácilmente la
verdad: el culebrón se estaba calentando al sol sobre un gran montón de
escombros del edificio que, tiempo atrás, había sido el viejo matadero.
Llegaron tres o cuatro mujeres que armaron un gran revuelo; ellas también
habían visto la gran culebra, y una de ellas, después de contarlo, cayó
desmayada entre los brazos de la gente que estaba allí.
Peppone se puso en camino y la población lo siguió.
Allí estaba el montón de escombros del viejo matadero. Peppone, lenta e
imperceptiblemente, aminoró la marcha. Al llegar a unos veinte metros del
montón, se paró en seco.
Encima del montón había algo redondo y viscoso que brillaba bajo el sol.
—¡La culebra! —gritaron los chiquillos.
Casi molesto por tanto alboroto, el reptil se movió y a la gente se le heló
la sangre en las venas.
Mientras los demás se quedaban inmóviles, Peppone dio aún unos pasos.
Ahora veía perfectamente al culebrón: debería de tener bastantes metros
de largo y era tan grueso como un brazo robusto.
Pareció como si el animal se fuera a mover, pero se volvió a quedar
quieto.
Una comisión de valerosos ciudadanos, capitaneados por el Flaco, se
reunió con Peppone y estudió atentamente a la bestia.
—Jamás he visto un culebrón semejante y de ese color negro azulado —
dijo al final el Flaco—. Seguramente debe de ser una serpiente que se habrá
escapado de algún circo ambulante.
Efectivamente, un circo ambulante había estado por aquellos parajes, dos
meses antes, y llevaba leones, tigres, monos y serpientes.
El serpentón debía de haberse escapado de aquel circo y encontrado un
fácil y seguro refugio entre el montón de escombros. Allí había invernado, en
letargo, y ahora, al despertarse, había salido a tomar el sol.
Fuera como fuese, se trataba de un peligro, y por eso había que actuar en
seguida, antes de que el culebrón se volviera a esconder.
Peppone susurró algo al Flaco, que salió volando.
En aquel momento apareció don Camilo, que, después de haberse hecho
precavidamente informar por los espectadores de primera fila, se adelantó
hasta llegar al lado de Peppone. Escudriñó atentamente al culebrón que
brillaba al sol y luego, volviéndose a Peppone, preguntó:
—¿Un camarada escapado de la sección?
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—No, un cura escapado del seminario —respondió con cara de pocos
amigos Peppone, sin dignarse echarle ni una ojeada.
El Flaco ya estaba de vuelta.
—¡Jefe! —exclamó, enseñándole la escopeta de dos cañones y la
cartuchera.
Peppone se acercó a él, tomó dos cartuchos y los introdujo en la escopeta.
Un viejo se adelantó.
—Señor alcalde —dijo el viejo—, ¡espero que no esté tan loco como para
dispararle!
—¿Y qué quiere que le haga? ¿Una serenata? —replicó Peppone.
—No se puede —afirmó un segundo viejo—. Si se dispara a una bicha,
estallan los cañones de la escopeta.
—¡No digas tonterías! —refunfuñó el Flaco—. ¿Qué tienen que ver las
bichas con las escopetas? ¿Qué relación hay?
—Y entre la luna y el vino, ¿hay alguna relación? —preguntó un tercer
viejo.
—No —respondió el Flaco—. ¿Y qué?
—Pues que si no se embotella el vino con la luna llena después de haber
dejado pasar un miércoles, el vino se estropea.
—¡Residuos del oscurantismo medieval! —dijo, riéndose, Peppone, que
sin la luna buena no hubiera embotellado vino, aunque se lo hubieran
impuesto con una pistola en la nuca.
Peppone, tras cargar la escopeta, se acercó al montón de escombros, pero
un grito lo detuvo:
—¡Giuseppe, no hagas locuras! ¡No se puede disparar a la bicha!
Era su mujer, que, llegada en el último momento e informada rápidamente
de la situación, había tomado en seguida la dirección general de las
operaciones.
—¡Tú a callar y a casa! —le contestó ferozmente Peppone.
Pero se veía que ya no tenía la seguridad del principio y que empezaba a
sudar.
Lo que si se dispara a una bicha, estallan los cañones de la escopeta, era
un cuento hasta cierto punto porque Verola, hacía veinte años, se había
accidentado precisamente así, disparando a una bicha en el bosque.
Mientras tanto, el culebrón parecía cansado de esperar y se había movido
un momento. Peppone tenía que disparar a toda costa.
Cuando se disponía a apuntar con la escopeta, oyó la voz de don Camilo:
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—Compañero, dame a mí: yo no creo en el oscurantismo medieval. Y
además no tengo mujer ni hijos.
—¡Antes que darle esta satisfacción prefiero reventar mil veces! —
respondió Peppone.
—¡Déjalo estar! —le aconsejó don Camilo, poniéndole una mano sobre el
hombro. Pero Peppone se separó y, alcanzando de un salto una altura mayor,
disparó un par de disparos atómicos al culebrón.
El serpentón se estremeció, pero Peppone, llevado por la fuerza de la
desesperación, estaba exacerbado; volvió a cargar fulminantemente y pegó
otros dos tiros.
Después lo volvió a hacer por tercera vez y luego por cuarta vez.
—Está acabado —anunció don Camilo—. Las balas lo han destripado
totalmente. ¡Señor alcalde, ha salvado al pueblo!
Luego, trepando hasta lo alto del montón, se agachó sobre los restos
exánimes de la serpiente y, agarrándola, la levantó y bajó llevándola a rastras.
La gente retrocedió presa de instintivo horror y luego, cuando vio que se
trataba de un grueso tubo de goma de manguera de camión cisterna, sucio de
nafta y de aceite lubricante, la gente dio un paso hacia delante.
Peppone se había puesto más pálido que un muerto.
—¡Quisiera tener entre mis manos al delincuente que ha montado esta
broma! —gritó.
Pero no era ninguna broma: y se supo la verdad pocas horas después,
cuando Giarini, el camionero, confesó cándidamente en el café que aquel
viejo tubo de goma untado y pringado lo había tirado él al montón, la noche
anterior.
Pero lo que ya era irreparable era lo acontecido y había que tomar
medidas inmediatamente.
Peppone mandó llamar a los corresponsales de los diarios y les hizo un
comunicado rápido y claro:
—Si esta historia aparece en los periódicos, os las vais a tener que ver
conmigo y os voy a retorcer el pescuezo a todos.
Todo el pueblo automáticamente fue automovilizado y no hubo necesidad
de directrices. Todos sabían lo que tenían que hacer: callar y hacer ver que no
había pasado nada.
Tratárase de Peppone o de cualquier otro, el asunto daba igual. Estaba de
por medio el buen nombre de todo el pueblo.
Si todos los habitantes no cumplían con su deber, iban a salir perjudicados
todos.
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Si la gente de los pueblos cercanos se enteraba de lo que había pasado, los
ciudadanos del pueblo principal iban a ser marcados para toda la eternidad.
Los llamarían: «¡Los del culebrón!».
En el pueblo grande sucedió entonces algo milagroso: desaparecieron los
resentimientos y los intereses de partido, y todos los ciudadanos se apiñaron
automáticamente como uno solo, como un bloque único de granito.
Y nadie habló, nadie hizo la menor mención sobre la aventura del
culebrón; pero, al cabo de tres días, una terrible noticia circuló rápidamente
por el pueblo.
Peppone, sin vacilar, se dejó caer por la rectoría.
—¡Padre —gritó excitadísimo—, hoy tenemos que mostrarnos todos de
acuerdo y, por tanto, tenemos todos que cumplir, sin discutir, con nuestro
propio deber de ciudadanos!
—De acuerdo —respondió don Camilo.
—Entonces, coja la bicicleta y vaya volando a La Palanca. Dentro de tres
días tenemos el desfile de disfraces y se ha sabido que los de La Palanca van a
participar con una carroza alegórica.
Don Camilo lo miró extrañado:
—¿Y qué tiene de malo?
—¡Tiene de malo que los de La Palanca van a hacer una carroza alegórica
que representa un culebrón!
Don Camilo sacudió la cabeza.
—¡Vaya desastre! —murmuró—. Por otra parte, era de esperar. No es
posible mantener oculto un hecho tan ridículo.
—¡Padre —gritó Peppone—, le digo que si los de La Palanca se presentan
con una carroza así, va a haber una carnicería! No estamos dispuestos a
tragarnos la afrenta. Sólo usted puede intervenir y convencer a esa gente para
que renuncien a la idea. Si voy yo, puede ocurrir que mate a quince o dieciséis
de ellos.
—Mejor que no, compañero —lo amonestó don Camilo—. Ya te basta
con haber matado el culebrón.
—¡Tendría que darle vergüenza! —vociferó Peppone—. ¡Recuerde que si
le hubiera hecho caso, habría sido usted quien hubiera matado al culebrón de
goma! ¡Y, además, moralmente lo ha matado usted también, porque estaba a
mi lado!
Don Camilo se puso el tabardo, se montó en la bicicleta y cogió el camino
de La Palanca.
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Don Camilo había estado en La Palanca hacía quince días y lo recordaba
como el más triste, sombrío y melancólico pueblo del mundo.
Pueblo poblado por gente sombría, huraña, taciturna.
Al llegar a La Palanca creyó haberse equivocado de camino porque se
encontró en una localidad risueña, con brío, llena de gente sonriente, cordial,
jovial. Parecía un hervidero.
Hasta daba la impresión de que las casas fueran distintas; distintas de
color, distintas como arquitectura. Tenían incluso un aspecto coquetón.
Una localidad remozada.
Una localidad que había vuelto a renacer.
Don Camilo preguntó por el párroco.
—Está reunido en la cooperativa comunista —le contestaron.
Don Camilo se creyó que le querían gastar una broma, pero cuando un
viejo se aproximó y se ofreció a acompañarlo, don Camilo comprendió que la
cosa iba en serio.
Al llegar a la cooperativa comunista apoyó la bicicleta contra la pared y
entró con cautela; conocía aquel almacén-mesón como la guarida de los rojos
del lugar, que eran de los más desencadenados.
En cuanto entró, vio un espectáculo increíble: alrededor de una gran mesa
llena de botellas estaban sentados, discutiendo tranquila y pacíficamente,
todos los capitostes del pueblo: el párroco, los clericales, los monárquicos, los
republicanos, los fascistas, los socialistas, los comunistas.
Los ricos y los pobres, los jóvenes y los viejos, los demócratas y los
antidemócratas, los progresistas, los conservadores y los regresistas.
Don Camilo no tuvo valor de seguir adelante. Dio media vuelta
prudentemente y, cuando volvió a estar fuera, mandó a un joven que pasaba
por allí a buscar al párroco.
Al cabo de poco, el párroco salió del local.
—¡Vaya, si es nuestro don Camilo! —exclamó, dándole un caluroso
apretón de manos—. ¿En qué puedo servirle?
—Venía a hablar con usted para organizar juntos la procesión de mayo —
balbuceó don Camilo, por decir algo.
—Don Camilo, perdóneme —replicó el otro—. Ya iré a verle yo uno de
estos días. Tenemos mucho tiempo por delante. Ahora tengo que volver
inmediatamente a la reunión. Debemos tomar los ultimísimos acuerdos. Los
más importantes.
Don Camilo abrió los brazos y el otro, siempre excitadísimo, se le acercó:
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—No puedo darle detalles. ¡Pero ya verá el domingo! ¡Ya verá el
domingo!
—Ya entiendo —respondió don Camilo—. Pero ¿no cree que el juego
puede ser peligroso? Conozco a la gente del pueblo. No quisiera que ocurriera
algún percance.
—¿Algún percance? ¿Y por qué? —gritó el párroco—. ¡Hace cien años
que lo estamos esperando! Hace cien años que el pueblo sufre en silencio.
Cien años de provocaciones, de insultos, de vejaciones. ¿Tenemos o no
tenemos derecho también nosotros a decir lo que queremos?
Don Camilo no insistió.
—Procuren no exagerar —aconsejó tímidamente.
—Tranquilícese, padre —exclamó el párroco—. Nosotros, los de La
Palanca, tenemos la cabeza sobre los hombros: ¡no somos como los del
culebrón!
Don Camilo se dirigió directamente al taller de Peppone.
—No hay nada que hacer, compañero. El domingo van a participar en el
desfile con la carroza del culebrón.
—No les vamos ni a dejar entrar en el pueblo —replicó, furioso, Peppone.
—Entrarán, Peppone —observó don Camilo—. Los de La Palanca ya no
son los mismos de antes. No podía ni reconocer el pueblo. Parece un pueblo
nuevo. Y la gente ha cambiado.
Don Camilo contó lo que había visto en La Palanca y concluyó:
—El culebrón ha hecho que los de La Palanca volvieran a encontrar la
unidad nacional. Desde el párroco hasta el rojo más extremista, desde el
terrateniente hasta el último bracero, la gente de La Palanca son un bloque
único de granito. Se quieren tanto los unos a los otros que sería un delito
perturbar aquella dulce atmósfera de paz.
Peppone apretó los puños:
—Pues que hagan lo que quieran. ¡Si el domingo se derrama sangre, la
culpa no será nuestra!
Después Peppone meditó sobre ello y modificó el programa:
—Si ellos han encontrado la unidad nacional, también la vamos a
encontrar nosotros. Esta noche celebraremos una asamblea general nosotros
también y estableceremos las contramedidas oportunas.
El plan de las contramedidas consistió en que, ricos y pobres, rojos y
negros, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, se pusieran de acuerdo para
construir con toda urgencia una carroza alegórica de emergencia, basada en el
tema: «El triunfo de la paja».
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Al domingo siguiente, al desfile de disfraces de la población principal
asistieron todos los de La Palanca.
Hasta las viejas de noventa y seis años, hasta los enfermos.
Y todos se comportaron perfectamente, porque, cuando vieron desfilar el
carro de la paja, hicieron ver que no lo veían.
Y los del pueblo grande, cuando vieron desfilar la carroza titulada «Caza
al culebrón» hicieron lo mismo.
La carroza era toda una obra de arte, porque el culebrón, enorme, figuraba
como si estuviera hecho con tubos de estufa. Abría y cerraba ferozmente las
fauces y, a su alrededor, había muchos disfrazados de cazadores que
disparaban al culebrón con gran estrépito.
La canción (la carroza iba provista de altavoces) explicaba el hecho, con
todos sus detalles.
Hasta lo de que el culebrón se movía, porque, dentro del tubo, había una
pareja de gatos enamorados o algo así.
Gelinda Beghini, de noventa y seis años, la mujer más vieja de La
Palanca, después de haber visto desfilar la carroza del «Culebrón» levantó los
ojos al cielo y dijo:
—Ahora, Señor, ya podéis hacer que muera, que moriré contenta.
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Acción sindical
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—Además de tocar las campanas tengo que dar cuerda y conservar los
relojes —dijo Manecchia.
—Los relojes no —precisó Peppone—; será el reloj del campanario. Del
reloj del ayuntamiento nos encargamos nosotros.
—Porque quieren encargarse. Yo, cada ocho días, me presento aquí sin
falta para dar cuerda a su reloj y para limpiarlo, y siempre me dicen que no
hace falta. Que ya está hecho.
—¡Natural! —se rió Peppone—. No queremos espías del cura en nuestra
casa.
—Yo no soy espía, sino campanero. Y el sueldo que me dan como
campanero es poco.
—El ayuntamiento hasta te da demasiado. Si no te basta, que te lo
aumente el cura.
Manecchia se marchó.
Esto pasaba a las diez de la mañana del lunes.
A las doce del mediodía del mismo lunes, la campana no sonó.
Don Camilo oyó los doce tañidos del viejo péndulo del cuarto de estar,
pero esperó en vano que fueran confirmados por el campanario.
Controló la hora en el voluminoso Roskoff que llevaba en el bolsillo del
chaleco, y comprobó que eran las doce pasadas.
Entonces se asomó a la ventana que daba a la iglesia y llamó en voz alta a
Manecchia.
Manecchia apareció inmediatamente.
—¿Qué pasa? —gritó don Camilo—. ¿Qué esperas para tocar las doce?
—Espero que sea mediodía —explicó Manecchia, indicando el reloj del
campanario.
Don Camilo miró hacia arriba y vio que el reloj del campanario marcaba
las diez y quince minutos.
—Cuando el reloj marque las doce, tocaré el mediodía —explicó
Manecchia.
Don Camilo se quedó extrañado.
—Manecchia —balbuceó al fin—, ¿no te has dado cuenta que se ha
parado el reloj?
—Claro —contestó el campanero—. Lo he parado yo.
—¿Y eso por qué?
—El alcalde no me ha concedido el aumento y por eso hago huelga.
Don Camilo perdió la calma y, alejándose de la ventana, salió afuera.
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—¡Manecchia! —vociferó, agarrando al campanero por la solapa—. Ve a
poner como Dios manda el reloj. Aquí estas payasadas no se hacen.
Manecchia se quedó impertérrito.
—Muy bonito —comentó—. El párroco ayuda al alcalde comunista a
robar a un pobre diablo.
—Yo no ayudo a nadie —replicó don Camilo.
—Entonces déjeme libre para defender mis derechos.
Don Camilo soltó la solapa de Manecchia.
—Está bien —murmuró—. De todos modos, podías dejar que el reloj
ande, porque, aunque éste no funcione, el reloj del ayuntamiento sigue
funcionando.
—El reloj del ayuntamiento está estropeado, padre.
—¿Estropeado, desde cuándo?
—Desde las diez y siete de esta mañana. Desde que yo, antes de salir del
consistorio, he ido a sacarle tres engranajes que he puesto en un sitio que yo
solo sé.
—Es su problema —murmuró don Camilo—. Arréglenselas ustedes.
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síndico.
Se encasquetó el sombrero y, dando media vuelta, empezó a andar. Al
cabo de tres pasos se volvió:
—Que quede bien claro que la responsabilidad de esta tontería recaerá
toda sobre usted, padre.
—No sobre mí, sino sobre quien le ha negado a ese pobrecillo el aumento
de sueldo.
Don Camilo no se equivocaba: la huelga del campanero fue aprovechada
como agua en mayo por la gente del pueblo y, a la mañana siguiente, se
encontraron pegados en las paredes de la plaza unos carteles que decían cosas
de este género:
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Manecchia salía adelante haciendo de zapatero remendón y tenía su
cuchitril en una casucha adosada a la rectoría.
Don Camilo se fue al campanero con la embajada, liquidando el asunto en
pocos minutos.
—Señor alcalde —explicó a su regreso—. He comunicado su encargo con
las palabras exactas. Manecchia me ha contestado que lo suyo no es ninguna
broma, sino una regular acción sindical. Volverá a reemprender su actividad
cuando se le otorgue el aumento pedido.
Peppone apretó los puños y estaba a punto de contestar cuando, en aquel
instante, el Flaco le enseñó el reloj.
Faltaba un minuto para el mediodía.
Peppone saltó: alcanzó a grandes zancadas la puertecita del campanario y
entró.
Después agarró la primera cuerda que se encontró entre las manos y tocó a
su manera las doce del mediodía.
No debería de hacerlo tan mal porque, cuando salió del campanario, la
gente… que, mientras tanto, se había reunido delante de la iglesia lo miró con
cierto respeto.
Mas en la puerta de su cuchitril estaba Manecchia.
—¡Esquirol! —gritó Manecchia.
Ayudado por su estado mayor, que en seguida lo había rodeado, Peppone
consiguió dominarse y Manecchia se salvó.
La gente agrupada delante de la iglesia tenía unas ganas locas de reírse
socarronamente, pero antes de ponerse a reír esperaron prudentemente que
Peppone se hubiera ido.
Pero pudieron reírse poco, porque al cabo de unos diez minutos reapareció
el Flaco acompañado por un joven de Molinetto.
—Señor párroco —explicó con voz autoritaria el Flaco—, como el reloj
del campanario es un servicio público, el señor alcalde ha dispuesto que este
joven ponga a la hora el reloj y toque las campanadas del mediodía.
Don Camilo se encogió de hombros.
—El campanario está ahí —contestó—. Fate vobis. Yo no quiero
inmiscuirme en cuestiones sindicales.
El Flaco se echó la visera de la gorra a la izquierda y concretó:
—Esto no es una cuestión sindical, señor párroco. Esto es un ejemplo
típico de «huelga política». O sea, organizada con la única y exclusiva
finalidad de especulación política.
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—Eso será, joven —replicó tranquilo don Camilo—. Yo no entiendo de
estas cosas. No actúo de agitador sindical ni de agitador político.
El Flaco se rió con sorna.
—Su actividad nos es sobradamente conocida —dijo—. Y sobradamente
conocidas sus iniciativas. De todos modos, tenga presente que el golpe del
campanero le ha salido mal.
Se volvió hacia el joven de Molinetto y le indicó la puerta de la torre.
—Sube arriba y pon el reloj a la hora: ya te gritaré yo la hora exacta.
Se sacó el reloj, mas en seguida tuvo que volver a guardárselo porque el
joven de Molinetto no lograba abrir la puerta de la torre.
—Está cerrada con cerrojo por dentro —murmuró.
El Flaco se volvió a don Camilo:
—Padre, ¿me equivoco o hay una puerta entre la sacristía y el
campanario?
—No te equivocas.
—¿Podría ahorrarme el tener que echar la puerta abajo enviando a alguien
a descorrer el cerrojo?
—Con sumo gusto —respondió don Camilo, llamando a un chiquillo.
Al cabo de pocos minutos, la puertecita se abrió y el joven de Molinetto
entró en la torre. Luego volvió a salir y parloteó excitadamente con el Flaco.
El Flaco fue a hacer una inspección ocular del otro lado de la puertecita.
Reapareció con una sonrisa sarcástica en los labios.
—Padre —dijo—, algún gracioso se ha divertido dedicándose a llevarse
arriba la escalera portátil y cerrando el escotillón del primer tramo. ¿Tiene
idea de quién puede haber sido?
Don Camilo no tuvo necesidad de contestar, porque en aquel momento
toda la gente se había puesto a mirar hacia arriba gritando.
A una de las aberturas de lo alto del campanario estaba asomado
Manecchia.
Y Manecchia, empleando las manos de altavoz, explicó desde arriba la
situación:
—Ahora estoy aquí yo. Y mientras yo esté aquí, no se van a tocar ni el
reloj ni las campanas.
Efectivamente, parecía que Manecchia tenía razón, puesto que, después de
haberse llevado para arriba todas las escaleras portátiles y cerrado todos los
escotillones de todos los tramos, había desatado las cuerdas de todas las
campanas.
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El Flaco miró con odio a don Camilo, pero éste, sin descomponerse en lo
más mínimo, dijo:
—Querido hijo —explicó don Camilo—, no he sido precisamente yo
quien ha enseñado a los huelguistas la ocupación de las fábricas.
—¡Seguro que usted no! —exclamó el Flaco—. ¡Usted ha enseñado a los
industriales explotadores el empleo de las camionetas de la policía
antidisturbios!
—Hijo —explicó con dulzura don Camilo—, escúchame un momento: en
un caso como éste, por ejemplo, ¿cómo se puede hacer bajar a ese chalado del
campanario si no se recurre a la policía o al comandante de puesto de los
carabinieri?
—¡Tenemos otros medios más democráticos, señor arcipreste!
El Flaco y su socio se fueron y la gente se quedó en la plaza disfrutando
del espectáculo.
Pero Manecchia, hecha su comunicación, se retiró y no se dejó volver a
ver. Lo llamaron mas no respondió. Era un hombre serio, no le gustaban las
payasadas.
El jueves por la mañana Peppone salió de casa con un sombrío
presentimiento. Y pronto se dio cuenta de que sus preocupaciones no carecían
de fundamento. Durante la noche, los filibusteros de siempre habían
embadurnado de pasquines y escritos las paredes de más de medio pueblo:
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El otro elemento había sido fijado en el alféizar de la ventana del desván
de la casa de Manecchia. Se trataba, muy simplemente, de dos poleas unidas
por un fuerte cordel: uno de esos artilugios que suelen utilizar los de ciudad
para tender la ropa de una pared del patio a la otra.
El «teleférico» que unía lo alto de la torre del campanario con la casa de
Manecchia había sido instalado durante la noche. Y a las diez y media de la
mañana siguiente comenzó puntualmente a funcionar.
La gente seguía el aéreo viaje de cada paquete con gritos de entusiasmo.
Salchichones, botellas de vino, barretas de pan, puros, mantas de lana.
—¡Por poco subo hasta yo! —gritó de repente la mujer de Manecchia,
que, desde la buhardilla de su casa, presenciaba las operaciones de
«lanzamiento».
La fiesta duró hasta el mediodía y Manecchia, al final, dio las gracias
agitando el pañuelo al aire.
Después se retiró dignamente.
A las cuatro en punto de la tarde el pueblo se estremeció: el reloj del
campanario había dado una campanada.
A aquella primera campanada le siguieron otras once e, inmediatamente
después de la duodécima, las campanas del mediodía se pusieron a sonar
alegremente.
El reloj ahora funcionaba y a las cuatro de la tarde marcaba las doce en
punto. A las cinco, el reloj dio dos campanadas.
A las diez de la noche el reloj dio seis campanadas enteras y una pequeña
para la media.
Luego, carillón de campanas con ejecución de Reinecita campestre.
A las dos de la misma noche, once campanadas dio el reloj, y luego
carillón de campanas con ejecución de No puedo ya dormir / ni tampoco
reposar / las mujeres son unos diablos…
Luego descanso.
El primero de los habitantes del pueblo que salió de su casa por la mañana
del viernes miró el reloj y vio que marcaba las once. Y eran las cinco.
A las ocho, así pues, el reloj del campanario marcaba las doce y, sonada la
última campanada, se oyeron las campanas del mediodía.
A continuación, carillón de campanas con ejecución especial de El
silencio militar (fuera de programa), seguido por Ha llegado el embajador.
A la una de la tarde, con imprevista decisión, las agujas del reloj de la
torre se pusieron a correr. Al llegar las dos a las doce se pararon. Sonaron las
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doce campanadas y luego las campanas volvieron a dar alegremente el
segundo anuncio del mediodía.
El singular fenómeno se repitió a las dos y veinte de la tarde.
Fue entonces cuando Peppone estalló y salió de su casa como un
energúmeno, dirigiéndose casi corriendo hacia la iglesia.
Había gente, como es lógico, y en primera fila estaba don Camilo.
—Padre —gritó Peppone—, ¡si no quiere que lo eche abajo a tiros, haga
callar a ese maldito borracho!
Don Camilo lo miró extrañado.
—Señor alcalde —respondió—, no está ni loco ni borracho. Él, tras
ocupar la fábrica, ha reemprendido la normal actividad de producción sin el
control de los técnicos. No es la primera vez que pasa un hecho de este
género.
En aquel preciso instante volvieron a sonar las doce campanadas del reloj
y las campanas anunciaron por cuarta vez el mediodía.
Peppone se quitó el sombrero, lo tiró al suelo y empezó a pisotearlo.
—¡Basta! ¡Basta! —gritaba—. Basta o me va a dar un ataque.
Tuvo que esperar que acabara el repique.
Entonces don Camilo gritó:
—¡Manecchia! ¡El señor alcalde quiere hablarte!
Manecchia se asomó y la gente hizo silencio.
—Ya está, señor alcalde —dijo don Camilo—. Las maestranzas le
escuchan. Puede hablar.
—¡Háblele usted! —bramó Peppone—. Si hablo yo, le voy a gritar que es
un hi…
—No vale la pena, señor alcalde —lo interrumpió don Camilo—. Ya le
hablaré yo.
Se dirigió hacia lo alto del campanario:
—Manecchia, el señor alcalde está dispuesto a venir hacia ti.
—Que se quede donde está —contestó Manecchia—. A mí me basta con
que me dé lo que he pedido.
Don Camilo se volvió a Peppone.
—Conforme. ¡Que Dios haga que un rayo lo parta! —rugió Peppone.
—Manecchia —gritó don Camilo—. El señor alcalde está de acuerdo.
—¡Lo que canta son los papeles! —respondió Manecchia.
A Peppone le estaba chorreando la cara de sudor. Se mordió la boca y dijo
bufando:
—Sí.
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Don Camilo le alargó papel y pluma y Peppone con mano temblorosa
escribió:
Firmado: El Alcalde
GIUSEPPE BOTTOZI.
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Malvasía
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sueño. Es decir, consiguió comprar el huerto de su vecino y transformar el
huerto en viña.
Una viña simbólica más bien porque no había más que un palmo de tierra.
Pero a Amilcare le bastaba.
Tanto es así que, al cabo de unos cuantos años, pudo pisar su propia uva.
Y suya no porque estuviera producida por su viña, sino porque uva de aquella
calidad no la tenía nadie.
La producción total del primer año fue de veinte botellas: Amilcare Bessa
las puso en el sitio mejor de la bodega y esperó confiado.
El día en que decidió destapar una de sus botellas, Amilcare casi tenía
fiebre de lo excitado que estaba.
Estaba solo en la bodega, y, antes de llevarse el vaso a los labios, vaciló
bastante.
Mas, en cuanto hubo degustado un sorbito de su vino, se apresuró a obrar
sin dilación: salió corriendo de la bodega, enganchó el caballo al tílburi y
marchó disparado.
Al llegar a Castellino, se fue a llamar a la puerta del notario Barozzi, y en
cuanto apareció el viejo notario, Amilcare le dijo simplemente:
—¡Póngase el sombrero y venga conmigo!
Barozzi, al ver a Amilcare tan exaltado, comprendió que tenía que haber
sucedido algo gordo y no opuso ninguna objeción.
No abrió boca en todo el viaje. Se dejó llevar a donde Amilcare Bessa
quiso; así, se encontró al cabo de media hora en la bodega de la taberna y sólo
entonces fue cuando el viejo notario habló:
—¿Se puede saber de qué se trata?
—Necesito que me dé su parecer.
—¿Sobre qué?
—Sobre mi malvasía.
El notario hizo una mueca con la cara.
—¡Malvasía! —exclamó con asco—. ¡Bebida de jovencitas!
Bessa se fue a buscar algo a un rincón de la bodega y volvió con una
botella. La destapó, tiró unas gotas al suelo y, escanciados dos dedos de vino
en un vaso, se lo tendió al notario.
Éste se volvió hacia la puerta abierta, miró el vino a contraluz y luego,
llevándose el vaso a los labios, bebió un sorbito.
Saboreó un ratito el sorbo entre la lengua y el paladar, meditando a
continuación bien el asunto.
Probó otro sorbo, más abundante, para confirmar.
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Luego devolvió el vaso vacío a Amilcare y decretó:
—Es un vino de reyes.
El notario Barozzi, hombre hosco pero de gran corazón, en asunto de
vinos era la intransigencia personificada.
«Tengo el valor de confesarlo —solía afirmar—: aunque de un juicio mío
positivo dependiera mi vida o la de otra persona, jamás podría admitir que un
vino mediocre sea bueno. Se puede llamar pan a la polenta[3] o polenta al pan,
pero se tiene que llamar vino al vino».
Y el notario Barozzi había dicho que el vino de Amilcare era un vino de
reyes.
Pasaron unos instantes antes de que Amilcare pudiera recuperarse; por fin
consiguió preguntar:
—¿Cuánto le debo por la molestia?
—Una copa de tu malvasía —contestó el notario Barozzi.
Amilcare pensó y repensó mucho en lo que le había dicho el notario
Barozzi. Por eso, un buen día llegó a formularse un razonamiento de lo más
lógico: «Es vino de reyes porque lo ha dicho Barozzi. De modo que si es un
vino de reyes, ¿quién se lo tiene que beber? ¿Esos pueblerinos mal criados?
¿O el primer imbécil de paso que entre en el establecimiento? Si es un vino de
reyes que se lo beba el rey».
Se fue a la ciudad a hacerse imprimir unas bonitas etiquetas que pusieran:
«Malvasía del rey. Producción Amilcare Bessa». Luego, cuando tuvo las
etiquetas, las pegó en doce de las botellas que habían quedado y, colocadas
las botellas en una robusta caja, las envió al rey junto con una cartita de
acompañamiento que le había dictado el notario.
Naturalmente, al cabo de cierto tiempo, de la Casa Real le llegó a
Amilcare Bessa una estupenda carta en la que se decía que su majestad había
agradecido mucho el obsequio y que había encontrado «exquisito» el vino del
señor Amilcare Bessa.
Fue un día memorable: Amilcare, tras enmarcar la carta en un suntuoso
marco dorado, la colgó en el centro de una repisa, detrás de la barra, debajo
de un gran retrato del rey.
El altarcito fue completado por dos ejemplares de las famosas botellas de
Malvasía del Rey.
Amilcare Bessa era un hombre muy serio y estricto: «El rey —pensó—
me ha otorgado un honor extraordinario y yo sería un pillo si me aprovechara
de la generosidad del rey para ganar dinero. Si se llama Malvasía del Rey, se
la tiene que beber sólo el rey. Naturalmente, como antes de enviar las botellas
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tengo que tener la seguridad de que el vino esté perfecto, el único que podrá
probar la Malvasía del Rey, además del rey, seré yo».
Limitó, pues, la producción de veinte a quince botellas: y de las quince,
doce, cada año se destinaban como obsequio al rey.
Se retenían tres: una para la cata y dos para el altarcito.
De esta manera quedaban cada año dos botellas de Malvasía del Rey en la
bodega de Amilcare que venían a constituir la «reserva real» que tenía que ser
empleada en el caso de que una de las partidas anuales de doce botellas no
resultara digna de ser enviada al rey.
Sólo en casos excepcionalísimos se destapaba alguna botella de la
«reserva».
Esta, en resumidas cuentas, vendría a ser la parte administrativa de la
historia. La parte histórica es aún más expedita.
Amilcare Bessa siguió enviando puntualmente las doce botellas de
Malvasía del Rey al rey, y el altarcito siguió en el centro de la repisa hasta la
muerte de Amilcare Bessa.
Su hijo Giocondo pudo mantener sólo pocos meses el altarcito porque
estalló la república social y no se quiso volver a oír hablar ni de reyes ni de
reinas.
Fue entonces justamente cuando comenzó la broma de pedir a Giocondo
una botella de «aquella malvasía especial».
Durante la república social aconteció otro grave inconveniente: durante
una pesquisa en la bodega de la taberna, los alemanes descubrieron las
botellas de la «reserva real» y se las echaron todas al coleto.
El viejo Amilcare, antes de morir, le había dicho al hijo:
—Giocondo, sobre todo no te olvides de las botellas del rey. No me hagas
quedar mal.
Giocondo era un hombre de bien, lleno de buena voluntad, pero ¿cómo
podía cumplir con el viejo?
Al acabar el follón de la guerra y de la república, cuando parecía que todo
iba a volver a ser como antes, va y estalla otra república, teniéndose que ir al
exilio el rey.
Se trataba de un caso de fuerza mayor y Giocondo, después de haberse
atormentado durante un tiempo, se tranquilizó: «El viejo —pensó—
comprenderá que no es culpa mía si el rey no recibe lo que le corresponde».
Se sintió en paz, pero fueron los demás los que no lo dejaron en paz,
volviendo a reanudar la bromita a partir del seis de junio del cuarenta y seis:
—Giocondo, ¿se podría tener una botella de aquella malvasía especial?
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Hacía ya siete u ocho años que la maldita broma duraba. Y a Giocondo no
le gustaba, pero tenía que tragársela.
Pero llegó la vez que Giocondo perdió la paciencia.
Aquella vez llegó el acostumbrado chascarrillo en un momento de relativa
calma: faltaba una hora para cerrar y llovía a cántaros. Se habían quedado
sólo cuatro en la taberna a jugar a la brisca: Peppone, el Flaco, el Pardo y el
Brusco.
Giocondo, con los codos apoyados en el mármol de la barra, estaba
mirándolos medio adormilado.
De repente, el Flaco dijo en voz alta:
—Giocondo, otra botella.
—Oye —añadió, siempre en voz alta, Peppone mientras barajaba las
cartas—: para variar, ¿por qué no nos trae una buena botella de aquella
famosa malvasía?
El Flaco, el Pardo y el Brusco soltaron la carcajada.
—¿De qué famosa malvasía habla? —contestó Giocondo, saliendo de
detrás de la barra y acercándose.
Algo semejante estaba fuera de lo previsto y Peppone se quedó extrañado.
—Bueno —murmuró—: de aquella malvasía especial. ¿No tenía una
malvasía especial de producción propia?
—Claro que sí —añadió el Flaco—: me acuerdo perfectamente que allí,
encima de la repisa, había, hasta hace un tiempo, un altarcito con un cuadro,
un gran retrato y dos formidables botellas de malvasía. ¿No te acuerdas,
Pardo?
—Sí que me acuerdo —afirmó el Pardo—. Pero oye: ¿cómo se llamaba
aquella malvasía?
—Porras, lo tengo aquí, en la punta de la lengua —exclamó el Brusco—.
Tenía un nombre tan gracioso…
La chacota ya había durado bastante.
—No tenía ningún nombre gracioso —dijo Giocondo—. Se lo había
puesto mi padre. Se llamaba Malvasía del Rey.
—¡Eso! —gritó alegremente Peppone—. Ése es el nombre que tenía. ¿Y
cómo es que la empresa ya no produce aquel tipo de malvasía?
Los tres de la banda se rieron socarronamente.
—La empresa lo sigue produciendo —concretó Giocondo.
Tampoco esa respuesta era de prever y dejó extrañados a los cuatro.
—Si la empresa sigue produciendo ese tipo de malvasía —objetó el Flaco
—, ¿cómo la llama ahora?
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—Malvasía del Rey.
—¡Qué bueno! —voceó Peppone.
—¿Y a quién se la manda ahora? ¿Al Rey de Copas?
—A nadie —explicó tranquilo Giocondo—. Me la guardo. Cuando vuelva
el rey, le mandaré lo atrasado.
Los cuatro se miraron y luego se echaron a reír:
—¡Esta noche Giocondo tiene ganas de bromear! O sea, que viva la
alegría y celebrémoslo con una buena botella de lambrusco.
—Conforme: ahora os traigo la botella de lambrusco. Pero pensad que no
tengo ganas de bromear. Ver para creer.
Giocondo se dirigió a la bodega y, tras unos instantes de vacilación, los
cuatro se levantaron y lo siguieron.
Al llegar a la bodega, Giocondo se detuvo delante de una puerta que tenía
una ventanilla en la parte superior. Giocondo abrió la ventanilla y luego
accionó un interruptor.
Se encendió la luz dentro de la bodega.
—Ya podéis mirar —dijo Giocondo, haciéndose a un lado.
Primero Peppone y luego los otros tres, todos miraron por el hueco y
todos vieron la estantería con las botellas en las que destacaba la etiqueta:
«Malvasía del Rey. Producción Amilcare Bessa & hijo».
En el centro de la estantería estaba el altarcito famoso con los dos retratos:
el del rey muerto y el del rey vivo.
—Hay la producción de nueve añadas, desde el cuarenta y cinco hasta el
cincuenta y tres —explicó Giocondo—. Doce por nueve, ciento ocho botellas.
Más dos botellas por año de la «reserva real».
Peppone meneó la cabeza:
—¡Y las tiene ahí!
—Las tengo ahí.
—¡Y sigue esperando!
—Y ustedes —replicó Giocondo—, ¿no hacen acaso lo mismo? Ahora no
pueden hacer la revolución proletaria, pero ¿han renunciado a la revolución
proletaria? Yo lo preparo todo para cuando llegue el rey. Si viene primero la
revolución proletaria, el vino del rey se lo beberán ustedes como se lo
bebieron aquellos otros. Si viene antes el rey, su vino se lo beberá él.
—Moraleja —exclamó Peppone—: tanto en un caso como en el otro el
que se queda sin vino es usted.
—Una cosa es dar espontáneamente una cosa y otra es que te la quiten —
puntualizó Giocondo—. De todos modos, que cada uno se quede con sus
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ideas y respete las de los demás. Yo soy un buen demócrata.
—Que sea un buen demócrata, con todas esas ideas que tiene en la cabeza,
eso está por ver —afirmó Peppone—. Lo que sí es cierto es que es un mal
tabernero. Si fuera un tabernero como es debido, cambiaría su vino de nombre
y lo pondría a la venta. El buen tabernero pone su mejor vino a disposición de
los clientes, no de sus nostalgias políticas.
—¿Y cómo lo tendría que llamar? —se informó Giocondo.
—En lugar de Malvasía del Rey póngale Malvasía del Presidente, y todo
en regla.
Giocondo meneó la cabeza:
—El presidente de la república no necesita mi vino; hasta tiene demasiado
del suyo. Y además el doctor Barozzi, al probar el vino, no le dijo a mi padre:
«Es un vino de presidente». Le dijo: «Es un vino de reyes».
Peppone se rió meneando la cabeza. Luego se informó:
—Giocondo, ¿entre las botellas de la «reserva real» no habrá alguna, por
casualidad, llena de vino de alcalde?
—No —explicó Giocondo—, todo es vino de reyes. Ya lo ve: está escrito
en la etiqueta.
—¡Alto! —gritó el Flaco—. «Reserva real», primera fila, tercera botella a
la izquierda: ¡falta la etiqueta!
Efectivamente, la etiqueta se había despegado y se había perdido por
algún lado. Giocondo lo verificó mirando por la mirilla y luego dijo:
—La esencia sigue siendo, sin embargo, siempre la misma, con etiqueta o
sin ella; se podría incluso beber, pero sólo a la salud del rey.
Peppone volvió la espalda y se dirigió hacia la salida.
—¡Cuesta demasiado! —gritó—. No es para los pobres proletarios.
Volvió con los demás a la mesa y se puso a jugar de nuevo.
Giocondo, al cabo de unos diez minutos, se les acercó:
—¿Entonces, traigo la botella de lambrusco?
—No —contestó hosco Peppone—. Traiga la malvasía. Pagaremos lo que
se tenga que pagar. Es destino que el proletario sea siempre la víctima de los
usureros.
Giocondo se marchó y volvió al cabo de poco rato con cinco copas
especiales, de esas de fino cristal, y las puso encima de una bandeja de latón
brillante.
Después trajo la botella, que destapó explicando:
—Reserva real, cosecha 1945.
Vertió dos dedos de vino en cada una de las cinco copas.
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—A la salud del rey —dijo levantando la copa.
—Salud… —murmuraron los otros cuatro haciendo apenas el ademán de
levantar sus copas.
Bebieron un sorbito. Después lo cataron, se lo pensaron y bebieron otro
sorbito para asegurarse.
Después Peppone puso la copa en la bandeja y decretó:
—Es un vino de reyes.
—Con todo el respeto y devoción que tengo por la república —dijo
depositando su copa el Flaco—, soy de la misma opinión que el jefe.
—Ídem —murmuraron el Pardo y el Brusco.
Peppone se llenó la copa y llenó las de los demás.
—La idea es la idea —sentenció con voz solemne—, y no hay que
doblegarse ni ante las siete maravillas del mundo; pero hay que tener el valor
y la honradez de inclinarse ante la evidencia de la Némesis histórica. ¡Si
estuviera aquí el mismísimo Giuseppe Mazzini reconocería francamente que
éste es un vino de reyes!
—¡Bien dicho, jefe! —aprobó la cuadrilla.
Giocondo no dijo nada porque estaba emocionado. Aunque, inmerso en
aquel ardiente ambiente del Risorgimento, se fue corriendo a la bodega y
volvió con otra botella de la «reserva real».
Una botella con su hermosa etiqueta.
Fuera llovía a cántaros.
Giocondo cerró la puerta de la barraca para dar mayores facilidades a
Peppone y al público restante para inclinarse ante la evidencia de la Némesis
histórica de la segunda y, a lo mejor, de la tercera botella de Malvasía del
Rey.
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El atentado
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El lugar seguía estando desierto y en silencio, lleno de sombras y de
misterio, como en las novelas escalofriantes.
El Flaco se levantó a duras penas y, una vez recuperada la moto, cogió y
se fue para el pueblo.
En cuanto estuvo dentro de la cooperativa, se dejó caer en una silla.
Tenía la cara llena de sangre y un enorme chichón en el lado derecho del
coco. Todos se apresuraron a rodearle: Peppone le echó una copita de orujo a
la cabeza y un gran vaso de orujo al gaznate; el Flaco, al sentirse arder por
todas partes, recobró el conocimiento.
Entonces Peppone, ayudado por el Pardo, lo remolcó hasta el despacho,
fuera de miradas indiscretas y, cerrando la puerta con llave, le preguntó:
—¿Quién ha sido?
—No lo sé —farfulló el Flaco.
—¿Cuándo ha pasado?
—Hace veinte minutos, creo. Perdí el conocimiento.
—¿Dónde ha pasado?
—En el paso a nivel de la Carretera Retorcida. Yo estaba charlando; el
estacazo me ha venido por detrás y no he podido ver.
Peppone agarró al Flaco por la solapa:
—¡Flaco, habla! ¿Con quién estabas hablando?
—Con uno de Molinetto…
—Habla o te hago otro chichón en la cabeza, más gordo que el que ya
tienes. ¿Quién es ese tipo de Molinetto que te ha sacudido?
El Flaco protestó con todas sus fuerzas:
—No, jefe. No ha sido él. No podía. Estábamos abrazados muy
apretados…
Peppone miró al Pardo. Después volvió a agarrar por la solapa al Flaco.
—¿Cómo se llama ese tipo de Molinetto con el que estabas abrazado tan
apretado?
—Anita —susurró tristemente el Flaco.
—Entiendo —dijo Peppone—. Eres siempre igual de imbécil. Pero esta
vez, el Rizado no se libra.
El Rizado era el hermano mayor de la Anita, uno que veía a los «rojos»
como humo en los ojos. Cuando la Anita iba con el Flaco, había sido el
Rizado quien les había hecho romper las relaciones. Y más de una vez había
dicho en público que, si su hermana se volvía a parar con cierta gentuza, iba a
haber cabezas descalabradas.
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—Ven —masculló sombrío Peppone, dirigiéndose al Pardo—. Hay que ir
inmediatamente a ajustarle las cuentas.
—Jefe —resolló el Flaco—, no me metas en líos.
—No te preocupes: del Rizado nos vamos a ocupar nosotros.
—Y de mi mujer, ¿quién se va a ocupar, luego, si se arma un escándalo?
—Apáñatelas: así aprenderás a no hacer el cretino con las chicas.
El Rizado estaba jugando tranquilamente a cartas en la taberna de
Molinetto. Peppone le hizo decir por medio del tabernero que saliera un
momentito para un asunto urgente. Lo buscaban dos tratantes de ganado.
El Rizado salió sin sospechar nada.
Al ver el Rizado de qué clase de tratantes de ganado se trataba, apretó los
dientes.
—¿Bien? —preguntó—. ¿Qué clase de bromas son ésas?
—No se trata de ninguna broma —contestó hosco Peppone—. Creo que
pronto te vas a dar cuenta. Ven tranquilo con nosotros sin hacerte el chulo,
porque cuanto más resuelles peor va a ser para ti.
El Pardo se quedó para vigilar y Peppone y el Rizado torcieron por un
camino de carros.
—Joven —explicó amenazador Peppone, cuando estuvieron lo bastante
alejados—. Hace años que vienes provocando y nadie ha hecho caso.
Mientras se ha tratado de palabras lo he dejado correr. Pero ahora, que has
pasado de las palabras a los hechos, el asunto cambia.
El Rizado estaba sinceramente extrañado.
—Peppone —exclamó—. Hace al menos un año que no te nombro ni a ti
ni a tus socios, ni en público ni en privado. ¿Qué historia me andas contando?
—Una historia que ha pasado hace media hora, cerca del paso a nivel de
la Carretera Retorcida.
—¿Y qué tengo yo que ver con esa historia? Cincuenta personas pueden
atestiguar que hace dos horas que estoy ahí en la taberna, clavado a la mesa.
—Pues si has estado ahí desde hace dos horas, ¿quién es el que le ha
pegado un trancazo en la cabeza al Flaco, hace media hora?
Al oír hablar del Flaco al Rizado le entró un ataque de rabia:
—¿Y a mí qué me importa ese mamarracho chupado? ¿Qué tengo yo que
ver si le han sacudido un trancazo en la cabeza?
—Tienes que ver, Rizado —explicó Peppone—. Tienes que ver porque el
Flaco estaba parado de cháchara con tu hermana.
El Rizado dio un salto.
—¿Parado con mi hermana? —gritó—. ¡Esta noche le parto la cabeza!
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Peppone le clavó la garra en un hombro:
—Tú no vas a partir nada, tunante. Y menos aún si piensas que yo estoy
aquí para partirte a ti la cabeza.
—Peppone —gritó, babeando, el Rizado—. Has venido a cometer una
canallada, de acuerdo. Pero entonces no andes buscando excusas estúpidas.
Yo hace dos horas que estoy jugando a las cartas y no me he movido ni un
minuto de la mesa.
Peppone se quedó más bien desconcertado por la seguridad del joven.
—Y si no has sido tú —masculló—, ¿quién puede, pues, haberle pegado
al Flaco?
—Todos pueden haberle pegado, porque es un tipo tan desgraciado que se
hace odioso a todos los que lo conocen.
—No es verdad: el Flaco tiene cualidades.
—¡Que se guarde sus cualidades para su mujer y no para mi hermana! —
gritó el Rizado—. Se aprovecha porque está respaldado por ti y toda tu
cuadrilla. Pero un día me caerá a tiro.
—¿No te ha caído ya hace media hora a tiro? —insinuó Peppone.
—¡No! ¡Y lo siento! —gritó el Rizado.
Peppone se sintió desarmado ante aquel grito que salía del alma. Llamó al
Pardo.
—Vete a la taberna y mira si hay alguno de los nuestros. Llámalo aparte y
que te diga cuánto rato hace que éste estaba en la taberna.
El Pardo partió con su misión y regresó al cabo de pocos minutos.
—Hace dos horas que estaba ahí —explicó—. Noticia comprobada.
Peppone abrió los brazos:
—Rizado, siento de veras que no hayas sido tú quien ha golpeado al
Flaco.
—¡Figúrate lo que lo siento yo! —respondió resentido el Rizado.
—Hay que investigar por otro lado —masculló Peppone—. Vamos a ver,
Rizado: ¿con quién tiene relaciones ahora tu hermana?
—¡Con todos los que no debiera! —bramó el joven—. Pero esta noche le
voy a retorcer el pescuezo.
El Rizado se alejó furioso y Peppone dejó que se marchara.
De regreso a la base, se encontraron al Flaco que se había emborrachado
con grappa. Peppone lo levantó y lo arrastró fuera de la expendeduría.
—Monta en la bicicleta y síguenos —ordenó Peppone, saltando al sillín.
Al cabo de diez minutos estaban los tres en el maldito paso a nivel.
Dejaron las bicicletas junto a la orilla del canal.
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—Flaco —dijo Peppone—, colócate en la posición exacta en que estabas
cuando te han dado el trancazo.
El Flaco se fue a apoyar en el poste de la izquierda y Peppone se lo quedó
mirando un momentito. Luego se dirigió al Pardo:
—Mira de bajar la barrera despacio.
El Pardo se fue a levantar el contrapeso de hierro fundido y la barrera
blanca y roja bajó.
—¡Alto! —ordenó Peppone cuando la barrera llegó a cuatro dedos del
coco del Flaco.
Después se dirigió a él:
—Ahora gírate del otro lado. Así: estate quieto. Tú, Pardo, sigue, pero
con más energía.
Al cabo de un segundo se oyó un grito: era el Flaco, que acababa de
recibir otro trancazo en la cabeza, pero en el otro lado del de antes.
—¿Has entendido ahora lo que ha pasado? —le preguntó Peppone.
Nadie había visto lo que había pasado en el paso a nivel. Nadie había oído
ni una palabra de lo que se había dicho en el paso a nivel.
Pero, a la mañana siguiente, en el tablón de la rectoría había un dibujo que
representaba un paso a nivel: en el lugar de la barrera el dibujante había
puesto un largo y nudoso bastón. El texto rezaba:
El Flaco no lo supo encajar. Por otra parte, aun estando confortado por la
más firme fe marxista, cuando se tiene una cabeza llena de chichones como la
tenía el Flaco, ¿cómo se pueden dominar los propios impulsos?
El Flaco, al ver el dibujo, lo arrancó y se lo metió en el bolsillo.
En el mismo instante recibió una indescriptible patada en el trasero
acompañada de esta amable justificación:
—Es la única parte de la cabeza que aún te queda sana.
El Flaco encajó con firmeza la patada y se alejó dignamente; después de
dar diez pasos, se volvió y dijo:
—El que explota con fines de especulación política los asuntos íntimos de
un adversario, es un marrano.
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—Más marrano es aún el que, teniendo mujer e hijos, hace el idiota con
las chicas. Y tanto es así que, aunque escape al castigo de Dios, no escapa al
de los Ferrocarriles del Estado.
El Flaco, como la escenita se había desarrollado en público, comprendió
que al volver a casa iba a encontrarse a su mujer con algún trasto contundente
en las manos. Por tanto, siguió directo hasta la Casa del Pueblo y se fue a dar
el informe a Peppone:
—Jefe; me han dado públicamente una patada en el trasero. Esta vez no
ha sido la barrera del paso a nivel. Ha sido don Camilo.
—¿Traicioneramente?
El Flaco se sacó del bolsillo la hoja arrugada y se la enseñó a Peppone:
—He visto en el tablón de la parroquia esta canallada y la he quitado.
Entonces es cuando me ha dado la patada.
Peppone miró el dibujo, luego llamó a la mujer del cantinero y le entregó
la hoja:
—Plánchalo, que quede como nuevo.
Volvió a tener en su poder la hoja al cabo de unos diez minutos, y,
poniéndola con cuidado entre dos cartulinas, salió.
Al llegar delante de la vitrina de la rectoría, sacó la hoja y diligentemente
la clavó con cuatro chinchetas en el tablón.
Naturalmente, don Camilo estaba allí, detrás suyo, y al volverse, Peppone
se encontró con su mirada.
—Se ha vuelto a restablecer el orden —explicó Peppone—. Así la gente
se podrá divertir. Claro que será un grave golpe para la idea marxista.
Don Camilo se acercó al tablón, quitó el dibujo, lo rompió y tiró los
pedazos.
—No con esos chismes combatimos la idea marxista —explicó—. No es
harina de mi costal.
—¿Y de qué costal es harina la patada que le ha dado al Flaco? —se
informó Peppone.
—No puedo negar que ha sido cosa mía —reconoció don Camilo.
—¿Y son ésos los argumentos con los que pretende combatir la idea
marxista, padre?
—No; pero en determinadas circunstancias no dejo de excluir que una
buena patada pueda ser una elocuente afirmación de principio.
Peppone lo miró sacudiendo piadosamente la cabeza:
—Es el principio del fin, padre. De todos modos, yo sigo siendo un
hombre de mundo y, cuando usted lo vea feo de verdad, yo estoy siempre
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dispuesto a hacerme cargo de toda la empresa —indicó con un amplio gesto la
iglesia y la rectoría.
Se volvieron a encontrar al día siguiente por la tarde en el Salón de la Rifa
Benéfica pro colonias marinas.
Era un asunto apolítico, organizado por un grupo de personas de todas las
ideas y era lógico que todos apoyaran la iniciativa.
Los regalos habían sido recogidos llamando a todas las puertas, sin
excepción, y por eso había salido un muestrario curioso.
El alcalde Peppone compró veinte billetes y veinte billetes compró, como
era de prever, don Camilo.
Parecía una escena organizada por un director de cine: diecinueve veces
Peppone ganó lápices, plumas y trompetas de madera que repartió entre los
niños que tenía más cerca.
La vigésima vez ganó uno de los premios de primera categoría: «Imagen
de la Virgen ricamente enmarcada».
Y diecinueve veces don Camilo ganó chucherías sin importancia, pero la
vigésima, también le tocó a él un premio de primera categoría: «Retrato en
colores de Malenkov, ricamente enmarcado, regalo de la Sección del PCI».
«¡Parece preparado!», exclamaban todos.
A la salida, don Camilo y Peppone se encontraron el uno al lado del otro y
siguieron así durante un buen trecho de camino.
Al llegar frente a la iglesia, don Camilo se paró.
—Señor alcalde —le dijo a Peppone, alargándole el retrato de colores del
«jefe»—, si la suerte ha sido injusta, lo podemos remediar. ¿Lo cambiamos?
Peppone meneó la cabeza:
—¿Para qué? A usted le servirá bastante ese retrato: podrá aprender a
conocer al propietario de esa cara, y así, cuando él llegue también aquí, ya no
será una sorpresa para usted.
—Claro, señor alcalde. Pero a usted, ¿para qué le puede servir esa
imagen?
—¡Para pedirle de rodillas que le mande un rayo que le parta! —bramó
Peppone, alejándose.
Don Camilo volvió a la rectoría con el ánimo muy sereno. Depositó el
retrato dentro de un arcón y, antes de bajar la tapa, se excusó:
—Yo no te puedo rogar que mandes un rayo a Peppone, camarada. Lo
malo es que lo vas a mandar igualmente a él y a todos nosotros, de seguir así.
Cerró el arcón.
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—Jesús —susurró alzando los ojos al cielo—, somos como un perro
estúpido que no ceja de dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo,
persiguiendo su cola para morderla, mientras la casa está a punto de
derrumbarse. ¡Malo cuando la cabeza se vuelve enemiga de la cola!
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Don Gildo
A las nueve, el cielo que hasta aquel momento había mantenido una conducta
ambigua e intranquilizadora, se limpió rápidamente y el sol mostró decidido
su rostro de caballero.
El acontecimiento, inusitado en aquella desgraciada primavera, llenó de
alegría a don Camilo, que hacía ya una hora que estaba cavando en el huerto.
Pero la felicidad de don Camilo no duró mucho, porque en el horizonte
apareció la madre del campanero.
—Padre —explicó la vieja—, ha llegado el curita.
Don Camilo estaba preparado para el golpe y lo encajó con aparente
indiferencia.
—Está bien, hágale entrar —respondió sin dejar de cavar.
La vieja lo miró extrañada.
—Padre —murmuró—, ya lo he hecho pasar al cuarto de estar.
—Pero como ahora no estoy en el cuarto de estar, sino aquí, hágale pasar
aquí.
La vieja se fue y, poco después, un joven sacerdote se adentraba en el
huerto, parándose detrás de don Camilo.
—Buenos días, padre.
Don Camilo paró de cavar, se volvió y se acercó al joven cura, que se
presentó:
—Soy don Gildo.
—Mucho gusto —le contestó don Camilo, agarrándole con la zarpa la
mano y dándole un apretón de manos capaz de destrozar a una serpiente boa.
El curita se quedó desconcertado y palideció; pero había recibido una sana
educación deportiva y consiguió sonreír.
—Tengo una carta del señor secretario de su excelencia —explicó,
alargando a don Camilo un gran sobre.
—Con su permiso —dijo don Camilo, abriendo el sobre y sacando la hoja
con el mensaje del señor secretario de su excelencia.
Una vez leída la misiva, se dirigió al curita:
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—Yo le había dicho al señor secretario que no se molestara porque, a
pesar de ser un pobre viejo, hubiera podido seguir llevando adelante yo solo
la parroquia. De todos modos, ya que el señor secretario, interpretando el
expreso deseo de su excelencia el obispo, ha querido aliviar mis desvelos, no
me queda más que darle la bienvenida, don Gildo.
El joven cura hizo una reverencia con mucho garbo:
—Gracias, don Camilo. Disponga de mí con toda libertad.
—Muy amable. Le tomo la palabra inmediatamente —respondió don
Camilo.
Se acercó al guindo garrafal y, tomando una azada que colgaba de una
rama, la puso en las manos del curita.
—Entre los dos acabaremos rápidamente —explicó.
El curita miró la azada y luego fijó la mirada en don Camilo.
—La verdad —balbuceó— es que no tengo práctica en manejar estas
herramientas…
—No se preocupe. Póngase a mi lado y haga exactamente lo mismo que
hago yo.
El curita se puso encamado de enojo. Era un joven que tenía unos nervios
sensibles y dignidad.
—Padre —objetó como con resentimiento—, yo he venido aquí para
cuidarme de las almas, no de los huertos.
—Naturalmente —replicó, tranquilo, don Camilo—. Pero tiene usted que
tener presente que para obtener ensaladas, guisantes y judías con que alegrar
nuestra humilde mesa, hay que cuidar el huerto.
Don Camilo volvió a ponerse a cavar. El curita se quedó allí, en el
sendero, con la azada en la mano.
—¿O sea, que no quiere usted ayudar a este pobre viejo cura lleno de
achaques? —dijo de repente don Camilo sin levantar la cabeza.
—¡No es que no le quiera ayudar! —explicó con vivacidad el curita—. Lo
que pasa es que yo he venido aquí para hacer de sacerdote.
—Don Gildo, la primera dote del buen sacerdote es la humildad —dijo
don Camilo.
El curita apretó los dientes y, poniéndose al lado de don Camilo, se
dispuso a darle a la azada.
—Don Gildo —observó dulcemente don Camilo—, si le he dicho algo
molesto u ofensivo maltráteme a mí, pero no maltrate la tierra que no tiene
ninguna culpa.
El curita se puso a cavar mejor.
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Fueron precisas dos horas para que el huerto quedara listo. Y cuando,
sucios de tierra hasta las rodillas, don Camilo y el curita llegaron a la rectoría,
daban las once.
—Tenemos el tiempo justo para acabar con otra cosilla —dijo don
Camilo, dirigiéndose hacia la puerta de la cochera.
Había unos troncos de olmo que trocear, y, hasta que no dieron las doce,
el curita tuvo que ayudar a don Camilo a cortar leña.
El curita había tragado tanta bilis, en aquellas tres horas, que no podía
más. Por eso, se sentó a la mesa con desgana y, en cuanto hubo probado la
sopa, dejó la cuchara a un lado.
—No se preocupe si no tiene apetito —lo tranquilizó don Camilo—. Es el
cambio de aires.
Don Camilo comía con un apetito formidable y, sólo después de haber
despachado dos colosales cuencos llenos de caldo con tocino, restableció los
contactos verbales con el curita.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Le gusta el pueblo?
El curita se encogió de hombros.
—Apenas lo he entrevisto.
—Es un pueblo como todos los demás. Con gente buena y gente mala. Lo
difícil consiste en saber distinguir quién es la gente verdaderamente buena y
quién es la gente verdaderamente mala. Desde el punto de vista político, le
diré que los rojos tienen mucho peso. Y lo malo es que su potencia, en vez de
disminuir, va en aumento. Uno se afana todo lo que puede, se intenta
cualquier cosa, pero cada vez es peor.
El curita sonrió:
—Es cuestión de método.
Don Camilo lo miró con curiosidad:
—¿Tiene usted quizá un método mejor que los empleados hasta el
momento?
—No quiero hacer comparaciones, padre, y no quiero decir que haya
descubierto el remedio milagroso. Sólo digo que hay que ver la situación con
otros ojos. O aún mejor: sin las anteojeras tradicionales que impiden tener en
cuenta los requerimientos sociales. ¿Por qué tienen tanto éxito los comunistas
con las clases menos adineradas? Porque prometen a los pobres: «Quedaos
con nosotros y estaréis bien porque nosotros les quitaremos los bienes a los
ricos para dárselos a los pobres. Los curas os prometen el Paraíso en el cielo.
Nosotros os daremos el bienestar en la tierra».
Don Camilo abrió los brazos:
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—Comprendo, don Gildo; por otra parte, nosotros no podemos volvernos
materialistas.
—Ni hay que volverse materialista. Simplemente no hay que dar a pensar
que se pretenda defender el bienestar de los privilegiados. En lugar de hablar
siempre de deberes, hay que hablar de derechos. Estamos de acuerdo en que si
cada uno cumpliera con su deber, automáticamente serían respetados todos
los derechos. Pero si se quiere que los ricos observen sus deberes, es
necesario consolidar los derechos de los pobres. Actuando así, se vacía de
significado al comunismo.
Don Camilo meneó gravemente la cabeza:
—Claro. O sea que habría que entrar en competencia con los comunistas
y, si es preciso, violar la llamada legalidad.
—Exacto: la legalidad, cuando sirve para defender los privilegios de los
malvados va contra lo justo y, por tanto, es contraria al espíritu de la ley
divina.
Don Camilo extendió los brazos:
—Verá, querido don Gildo: intento seguir su razonamiento. Pero no
consigo comprenderlo. Ya no tengo la agilidad mental de antes. Me tiene que
perdonar.
El curita era joven, tenía una agilidad mental extraordinaria y volcó sobre
el pobre don Camilo todo un alud de palabras bonitas que expresaban
conceptos estupendos.
Además, tenía una concreta misión que cumplir y, al final, lo dijo bien
claro:
—Querido padre, nosotros sabemos perfectamente adónde queremos
llegar y llegaremos. Usted ha hecho óptimas cosas en este difícil pueblo y hoy
tiene el derecho de contar con una ayuda. Y no sólo cuando tiene que cavar o
cortar leña.
Don Camilo estaba de lo más humillado:
—Perdóneme. Yo no tenía idea de su cultura y de su preparación.
El curita había vencido contundentemente la batalla. Aquella misma
noche estableció los primeros contactos e implantó las bases para la acción
futura.
Al ver cómo se ponían las cosas, don Camilo, al cabo de tres días, le dijo
al curita:
—Ha llegado usted en el momento oportuno. No me encuentro bien y
necesito absoluto reposo. Si no le sabe mal y si no es demasiado trabajo para
usted, tendría que sustituirme completamente durante un tiempo. Esta mala
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estación me está pesando terriblemente. Necesitaría sol, tiempo seco y no
hace más que llover desde hace meses.
Eso era justo lo que andaba buscando el curita: le contestó entusiasmado a
don Camilo que no se preocupara. Él se encargaría de todo.
Y don Camilo se retiró.
No se fue muy lejos. Se fue al primer piso y se recluyó en las dos grandes
habitaciones que daban al huerto y al campo de deportes.
La vieja madre del campanero le llevaba la comida y don Camilo vivía
encerrado allí.
En la habitación contigua al dormitorio, don Camilo había dispuesto su
altarcito de campaña y celebraba la misa cada mañana, solo. Pero Dios estaba
junto a él.
Se había llevado arriba un cajón de libros y se pasaba el tiempo leyendo.
Al cabo de quince días, la vieja, que hasta entonces no le había dicho
nunca nada, le comunicó a quemarropa:
—Don Camilo, en cuanto se sienta con fuerzas, baje. El curita está
armando un montón de conflictos.
—¿Conflictos? Pero si parece tan tranquilo.
—¡Tranquilo! No es un cura, ése, es todo un comicio permanente. Hay
bastante gente que ya no viene a la iglesia.
—No se preocupe: es un método nuevo y la gente se tiene que
acostumbrar. Después todo irá mejor.
Pero el método nuevo, evidentemente, no resultó grato a nadie y la madre
del campanero, una mañana, en pocas palabras le hizo el punto exacto de la
situación:
—Padre, ¿sabe qué ha dicho Peppone ayer? Ha dicho que cuando don
Gildo haya conseguido vaciar la iglesia totalmente se lo va a quedar como
capellán de la sección.
Después, la misma vieja, unos días más tarde, le contó a don Camilo lo
que había contestado Filotti a quienes le preguntaban por qué había dejado de
ir a misa: «Me conviene más ir a oír a Peppone en la Casa del Pueblo que a
don Gildo en la iglesia: Peppone me insulta mucho menos».
Don Camilo resistió todo lo que pudo. Mas, al cabo de cuarenta días,
perdió la calma y, arrodillándose delante del crucifijo del altarcito de
campaña, dijo:
—Jesús, he inclinado humildemente la cabeza ante la voluntad de los
superiores. Me he retirado para dejar a don Gildo la mayor libertad de acción.
Jesús, vos sabéis lo que he sufrido durante todo este tiempo. ¡Perdonadme,
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pero hoy voy a bajar, voy a agarrar a don Gildo por el cuello y lo voy a
reexpedir a la ciudad por paquete postal!
Eran las ocho de la mañana.
Don Camilo quería bajar al piso de abajo perfectamente en orden y, por
eso, decidió afeitarse.
Al abrir las persianas de la ventana se dio cuenta de que hacía un
espléndido día de sol.
Se quedó allí, asomado, a disfrutar de aquella luz tibia y de aquella paz.
Pero al cabo de unos minutos oyó un griterío.
Don Camilo miró y vio a los muchachos del «Gallardo» entrar corriendo
en el campo de deportes.
Los muchachos estaban ya listos y empezaron el entrenamiento.
Don Camilo se olvidó de la barba y quedó mirando a sus chicos, que
estaban más desfasados que nunca y que no conseguían embastar ni una sola
acción decente.
«Si juegan así contra el equipo de Peppone, vamos a sufrir una derrota
horrorosa», pensó don Camilo, angustiado.
En aquel preciso instante llegó al campo don Gildo, quien, gritando,
interrumpió el juego y, una vez reunidos los muchachos en torno a él, se puso
a hablarles animadamente.
—¡Hasta el equipo de fútbol quiere echarme a perder, ahora! —bramó
don Camilo—. Si no se va de ahí, bajo y lo despedazo.
Pero el curita no daba la menor señal de irse del centro del campo.
Al contrario, a un buen momento, se puso en el sitio del contraataque y, al
llegarle el balón entre los pies, emprendió un regateo que quitaba el hipo.
Don Camilo, entonces, perdió el control: más que bajar, voló escaleras
abajo.
Al llegar al campo, agarró al vuelo a don Gildo y se lo llevó a rastras a la
rectoría.
—Ahora —le intimó— quítese la sotana, póngase camiseta y botas y siga
el entrenamiento.
—Pero yo —balbuceó el curita—, ¿cómo puedo…?
—Juegue con pantalones largos, con bigote postizo, con careta, pero
juegue. Tiene que ponerme a punto el equipo.
—Pero mi misión aquí…
—Su misión es ésta. Usted haga que gane el equipo y les habremos
propinado a los rojos un golpe mortal.
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El «Gallardo» barrió al «Dinamos»: lo molió, lo pulverizó. Y mientras
Peppone y sus socios parecían destruidos, los otros estallaban de alegría.
Por la noche, don Camilo le ofreció al curita una cena especial.
—Usted —le dijo al final— déjese estar ahora de instancias sociales y
ocúpese exclusivamente del equipo de fútbol. No se preocupe de nada más.
Del peligro comunista ya me encargo yo.
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Los náufragos del espacio
Los barracones de la feria llegaron aquel año también para las fiestas de
mediados de mayo, pero esta vez se quedaron fuera de la plaza por exigencias
de carácter político local, puesto que había mucho movimiento en la zona y el
programa organizado por los agitadores comprendía una larga retahíla de
importantes comicios.
Los feriantes tuvieron que contentarse con el prado que servía para el
mercado de ganado.
Un lugar desagradecido, alejado, al lado de la carretera que llevaba a
Molinetto.
Como compensación, aquel año los feriantes habían traído dos novedades
absolutas: una pista gigante de autos de choque y un carrusel aéreo.
Este carrusel aéreo era una gran máquina de tubos de acero parecida al
armazón de una sombrilla. Al extremo de cada varilla había un avioncito y,
cuando el carrusel empezaba a dar vueltas, el que iba sentado dentro del
aeroplano podía, accionando una palanca, hacer subir o bajar el aparato a su
gusto.
El prado donde se había instalado la feria quedaba detrás de la rectoría, a
unos trescientos o cuatrocientos metros de distancia, y don Camilo, cada
noche cuando subía a su habitación del primer piso y se asomaba a la ventana
para cerrar las persianas, veía claramente el carrusel aéreo en pleno
funcionamiento, y se quedaba allí rato y rato admirando el espectáculo.
La verdad es que no hay nada de deshonroso o de pecaminoso en
montarse en un carrusel terrestre o aéreo; pero a pesar de ello, un cura no
puede concederse esa agradable distracción, porque la gente, como tiene ojos,
ve y, como no tiene seso dentro de la cabeza, se ríe al ver a un cura dando
vueltas en un carrusel.
Don Camilo sabía muy bien todo eso, que le sabía muy mal por obvias
razones.
Los autos de choque y el carrusel aéreo eran lógicamente las atracciones
que hacían más negocio. Tanto es así, que cada noche, hasta tarde, cuando ya
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todas las otras barracas y atracciones habían cerrado por falta de clientela, los
autos de choque y el carrusel aéreo seguían tranquilamente funcionando.
E incluso hasta cuando la pista gigante de los autos de choque apagaban
sus luces, el carrusel seguía funcionando aún un buen rato.
Don Camilo era un observador atento y no dejó de destacar el hecho. Y
así, una buena noche, cuando vio que los autos de choque cerraban, salió y
atravesando con paso tranquilo e indiferente el prado de alfalfa que se
extendía por detrás de la rectoría, llegó hasta el seto que seguía la carretera de
Molinetto y se apostó allí detrás.
Del otro lado de la carretera se abría el espacio del parque de atracciones:
las barracas ya habían apagado sus luces y dormían sumergidas en la
oscuridad, mientras la enorme sombrilla del carrusel aéreo aún seguía dando
vueltas en el centro del breve islote de luz.
El plan de don Camilo era muy sencillo: en cuanto la última pandilla de
adeptos hubiera tomado tierra y se hubiera ido a dormir, don Camilo saldría
de detrás del seto y, acercándose al dueño del carrusel, le convencería para
que le diera una vuelta.
La espera de don Camilo no duró mucho: el carrusel se paró, los
jovenzuelos del último grupo bajaron de los aviones y, arrancando las motos,
se perdieron voceando en la noche.
Entonces don Camilo saltó el canal y se dirigió decidido hacia su objetivo.
El hombre del carrusel había entrado dentro de la garita de la taquilla y
estaba haciendo caja: al ver aparecer a aquel enorme bulto negro se
sobresaltó.
—¿No ha visto nunca a un cura? —le preguntó don Camilo.
—Sí, padre. He visto curas, pero nunca después de medianoche. ¿En qué
puedo servirle?
Don Camilo señaló la rectoría:
—Duermo allí y no puede imaginarse cuánto llega a molestarme con su
maldita música.
—Lo siento, padre —contestó el feriante, abriendo los brazos—. Pero
cualquier carrusel, si no da vueltas con acompañamiento musical, resulta de lo
más insípido. De noche intento bajar el volumen todo lo que puedo, pero, a
ciertas horas, hasta la música más floja hace un gran estruendo.
—De acuerdo —replicó don Camilo—. Pero si cada noche me causa
tantas molestias, debería sentir el deber de hacerme, aunque sólo sea una vez,
un favor.
—Con mucho gusto, padre. Estoy a su disposición.
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—Bien: entonces deme una vuelta en su carrusel. Rápido, dese prisa.
El hombre del carrusel puso una cara sinceramente compungida.
—Padre, tendrá que conformarse a esperar unos minutos. Tiene que llegar
un grupo que me ha encargado un par de vueltas. Allí están.
Don Camilo se volvió para emprender la fuga, pero ya era demasiado
tarde: el grupo estaba ya detrás suyo y el primero de la banda era Peppone.
—¡Oh, nuestro bien amado señor arcipreste! —exclamó Peppone—. ¿Está
quizá explicando al dueño del carromato que hasta el carrusel aéreo es pecado
mortal?
—Estaba tan sólo explicándole que la música de su carrusel impide
dormir a las buenas gentes.
—Menos mal —se carcajeó Peppone—, justamente me imaginaba que
también la música le molestaba a usted.
El Flaco, el Pardo, el Brusco, el Largo, Rayo, es decir los componentes
del grupo, no habían hecho caso de don Camilo y se habían ido alegremente a
montar cada uno en un avión.
—¿Y usted, señor alcalde, qué ha venido a hacer de bueno por aquí? —se
informó don Camilo—. ¿A hacer divertir a sus niños traviesos?
—¡Jefe, date prisa! —dijo en voz alta el Flaco.
—Vaya, vaya, señor alcalde —lo amonestó, sonriendo, don Camilo—.
Los niños le están llamando. ¡Qué divertido debe de ser ver volar a un alcalde
tan grandote dentro de un avioncito!
Peppone lo miró con odio:
—Nunca tan divertido como a un cura grandote como usted.
—Lo que pasa es que, así como yo voy a ver volar al alcalde, usted no va
a ver volar al cura.
—Pues que se divierta, padre —bramó Peppone, dirigiéndose al carrusel
—. Y luego, mañana, escriba un bonito artículo de carácter escandaloso en su
diario mural.
Peppone se fue a montar también en uno de los aviones y el hombre del
carrusel se acercó a la palanca de mando que estaba dentro de la caseta.
—¡Que se divierta, padre! —repitió Peppone—. ¡Cuente a sus hijos de
María que los administradores públicos comunistas malgastan en juergas
nocturnas el dinero de los contribuyentes!
La máquina se puso en marcha y por el altavoz empezó a salir con
volumen moderado la música de una alegre marcha.
—¡Dale gas, comandante! —gritó Peppone, al pasar volando por delante
de la garita—. Así el padre podrá dormirse con la nana.
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—¡Calla, desgraciado! —le gritó alguien a su espalda. Peppone se giró y,
en el avión detrás del suyo, estaba don Camilo.
El carrusel estaba ya funcionando a pleno régimen y durante algunos
minutos la cosa resultó de vivo agrado a todos.
Después y principalmente por el aire fresco y húmedo de la noche, don
Camilo empezó a sentirse algo molesto.
—¡Dile al hombre que vaya un poquito más despacio! —gritó don Camilo
a Peppone.
Entonces Peppone accionó la palanca y el brazo de su avión se bajó.
Cuando el avioncito pasó por delante de la caseta, Peppone quiso gritar,
pero no pudo.
—¿Qué pasa? —gritó don Camilo.
Peppone se volvió y farfulló Dios sabe qué, señalando la garita.
Don Camilo bajó de altura y, al pasar por delante de la garita, vio lo que
poco antes había visto Peppone.
Es decir, vio a tres chavales, todos con la cara tapada con un pañuelo
hasta los ojos, empuñando todos ellos una pistola.
El hombre del carrusel estaba cara a la pared con las manos arriba y los
tres chavales le apoyaban los cañones de las pistolas en la espalda. Un cuarto
chaval también embozado estaba hurgando en el cajón y metía en un saco los
billetes que cogía a puñados.
Mientras tanto, el carrusel giraba a toda velocidad con acompañamiento
musical.
Los chavales, acabada la pesca en el cajón, no quedaron satisfechos y dos
de ellos acompañaron al dueño dentro de la caravana, para encontrar el resto
del botín.
Salieron al cabo de un poco maltratando al feriante.
—Es inútil que insistan —protestó el hombre—. Todo el resto del dinero
lo he ingresado en el banco. Busquen en la cartera y encontrarán el recibo.
Encontraron el recibo y lo rompieron llenos de rabia.
Mientras tanto, el carrusel seguía dando vueltas.
—¡Paradlo, malditos! —gritó el Flaco al pasar delante de los jóvenes.
Uno de los jóvenes tapados se volvió blandiendo amenazadoramente la
pistola, y todos los hombres de la pandilla voladora accionaron
desesperadamente la palanca y todos los brazos del carrusel se subieron.
Ahora el carrusel parecía justo una sombrilla volcada por el viento.
Los chavales estaban furiosos por la escasez del botín, pero el cabecilla
era un chaval lleno de ideas.
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—Vamos a pelar a esos siete mirlos que están volando —dijo.
Se dirigió hacia arriba y gritó:
—¡Tirad todo el dinero que lleváis en los bolsillos u os vamos a hacer
salir los sesos por las orejas!
—¡Así revientes! —le respondió la voz de Peppone. El cabecilla dio una
orden a su lugarteniente, que, entrando dentro de la caseta, empuñó la
manecilla de la resistencia variable y la apretó dos o tres dientes más.
El carrusel aumentó de velocidad.
Arriba, la cuadrilla voladora empezó a gritar, pero el vicecabecilla
aumentó el volumen del amplificador y la música cubrió fácilmente los gritos.
Al cabo de media docena de vueltas, el jefe le hizo una señal al segundo y
éste volvió a dejar la velocidad de antes. O hasta un poco menos.
—Que cada uno ponga todo su dinero dentro del pañuelo, lo ate y, cuando
pase por delante de la garita tire dentro el bulto. Treinta segundos de tiempo.
Pasado medio minuto, el jefe dio la orden:
—¡Empezando por el que va vestido de negro, venga! Don Camilo, el
vestido de negro, fue el primero en tirar su paquetito dentro de la garita. Los
otros lo imitaron.
El jefe recogió los hatillos, los abrió, observó el dinero.
—¡Poco! —gritó—. Tirad las carteras con todo el resto o aumento la
velocidad; cinco segundos de tiempo… ¡Empezando por el que va vestido de
negro, afloje!
A los pies del jefe de la banda cayeron siete carteras que fueron vaciadas
y tiradas a un rincón de la taquilla. El jefe de la banda se dirigió al dueño del
carrusel:
—Tú para el carrusel sólo cuando hayan pasado quince minutos desde que
nos hayamos ido. No intentes hacernos una mala pasada porque te conocemos
y puede que una noche te llenemos de gasolina la caravana y te asemos
dentro.
Los cuatro se fueron corriendo al coche que los esperaba parado en la
carretera y partieron como un rayo.
—¡Páralo, maldito! —le gritaron al feriante los de la cuadrilla voladora.
Pero el desgraciado estaba lleno de miedo y paró sólo cuando hubieron
pasado los quince minutos.
El carrusel se paró y la sombrilla se cerró lentamente. Los siete de la
cuadrilla tuvieron que quedarse veinte minutos inmóviles, dentro de su
avioncito, antes de acumular las fuerzas suficientes para volver a ponerse en
pie.
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Finalmente se encontraron los siete junto al dueño del carrusel, dentro de
la caseta de la taquilla. Recuperaron sus carteras vacías.
Nadie había hablado hasta aquel momento. El primero en hablar fue
Peppone.
Peppone agarró al feriante por la chaqueta:
—Si dices una sola palabra de lo que ha pasado esta noche, no sólo te
parto la cabeza, sino que hago que no puedas volver a trabajar, ni aquí ni en
ninguno de los municipios que dominamos nosotros.
—Y yo en los que dominamos nosotros —añadió don Camilo.
Los siete tomaron el camino de los campos y se dejaron caer detrás de la
rectoría:
—Resumidas cuentas: hemos pasado una buena velada, señor alcalde —
dijo don Camilo.
Peppone le respondió con un rugido que despertó, en la noche
aterciopelada, ecos lejanos.
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Ciencia y vida
El notario venía de lejos y era hombre de pocas palabras. Cuando vio que
Peppone movía la cabeza e intentaba dar largas al asunto, cortó en seguida:
—Señor alcalde —dijo—, se trata simplemente de contestar sí o no. Yo
no soy ningún mediador, sino un albacea testamentario.
—En lo que se refiere a la finca, puedo decirle inmediatamente que
aceptamos —afirmó Peppone—. En lo que respecta al monumento, primero
tengo que oír el parecer del consejo municipal y de la población.
El notario volvió a meter dentro de la cartera sus cartapacios.
—Tiene quince días para tomar la decisión —concluyó—. Tenga en
cuenta que no existe ninguna posibilidad de arreglos o compromisos: o todo o
nada. Esta es la concreta voluntad del difunto.
—¡Nosotros no aceptamos imposiciones ni de vivos ni de muertos! —
exclamó orgullosamente Peppone.
De todos modos, como el asunto era más bien importante, Peppone, tras
haberlo discutido en privado con los suyos de la banda, tuvo que llevarlo al
consejo.
—Ha muerto en Turín, donde residía desde hacía treinta años, el
conciudadano Luigi Lollini, que ha dejado escrito en su testamento que
estaría dispuesto a legar al asilo de ancianos de los viejos la finca Pioppazza,
a condición de que nosotros concedamos el uso perpetuo del centro de la
plaza al monumento de su padre. Creo que puede contestársele que, si el asilo
de los viejos tiene necesidad de ayudas, la plaza no es un cementerio.
Piletti, único consejero de la oposición, saltó indignado:
—Señor alcalde, ése que usted define como «padre del conciudadano
Luigi Lollini» se llama Anselmo Lollini, y es conocido en todo el mundo
como científico de gran valor. ¡Si no lo sabe, infórmese!
—No tengo ninguna necesidad de informarme —replicó Peppone—. Sé
quién ha sido Anselmo Lollini y sé que no ha hecho nada que le dé derecho a
tener un monumento en la plaza principal del pueblo. La plaza es el templo
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del pueblo trabajador y no se permite que en ella tengan su lugar las estatuas
de falsas divinidades.
—¡Bien! —gritó entusiasmada la mayoría.
Pero la oposición no se dejó intimidar.
—Anselmo Lollini no ha sido ningún histrión político, sino un científico
—gritó Piletti—. Y su nombre y sus estudios son recordados en todos los más
importantes tratados de entomología.
Peppone sacudió la cabeza sonriendo:
—La entomología no es una ciencia, es un pasatiempo de señores.
—¡No blasfeme, señor alcalde! —gritó la oposición—. El hecho de que
usted ignore qué es la entomología no le autoriza a despreciarla.
Mas Peppone se había preparado y su respuesta fue rápida:
—Que la reacción no ironice culturalmente sobre nuestro bachillerato
elemental. Porque nuestro bachillerato elemental, aun sin haber estudiado en
él entomología, está en condiciones de responder a la reacción que, hoy, el
pueblo trabajador pasa de los que corren persiguiendo mariposas. Hoy los
exponentes de la verdadera ciencia y de la verdadera cultura corren tras los
problemas sociales.
La oposición no pudo seguir hablando y se tuvo que ir a casa con el rabo
entre piernas. Aunque Peppone no se forjó ilusiones.
La entomología no goza de mucha popularidad y se puede discutir sobre
el efectivo valor de un entomólogo o sobre la oportunidad de erigir en la plaza
pública un monumento a un entomólogo.
Pero hay poco que discutir sobre el efectivo valor de la tierra y sobre la
oportunidad de renunciar a una finca de cuarenta hectáreas perfectamente
equipada, como precisamente se trataba del caso de la Pioppazza. Una finca
de ese tipo representaba un capital de setenta millones de liras como mínimo,
y privar al asilo de ancianos de la segura renta de ciento veinte fanegas de
tierra de primera categoría, significaba algo que todos estaban en condiciones
de comprender perfectamente.
Tanto más si se tenía en la cuenta de que el ayuntamiento no iba a tener
que gastar ni una lira para el monumento. El monumento, con su buena
estatua de bronce y su buen pedestal de mármol, ya estaba listo, y había sido
realizado por un conocidísimo escultor. Además, en caso de que el
ayuntamiento hubiera aceptado la propuesta, los albaceas testamentarios del
difunto Anselmo Lollini se encargaban también de hacer instalar el
monumento en el centro de la plaza.
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El primer golpe que lanzó la reacción fue fuerte. Se constituyó de
urgencia un «comité para honrar la memoria de Anselmo Lollini» bajo la
presidencia honoraria de un pez gordo de la ciudad.
Naturalmente, antes de cerrar la lista y antes de pasar el texto al tipógrafo,
los del comité consideraron que debían enviar a un representante suyo
autorizado al alcalde.
El representante autorizado se hizo recibir por el alcalde y dijo:
—Por iniciativa de unos ciudadanos de buena voluntad se ha constituido
un comité para honrar la memoria del gran entomólogo y conciudadano
Anselmo Lollini (1830-1918), comité al que se han adherido ilustres
personalidades. Estamos seguros de que el señor alcalde, celoso guardián de
las glorias locales, será uno de los nuestros.
—¡Nunca! —respondió con odio Peppone.
El representante autorizado del comité pareció profundamente turbado por
la inesperada contestación del alcalde.
—No consigo captar el sentido exacto de su respuesta —balbuceó el
representante autorizado del comité—. O usted se ha explicado mal o yo no le
he entendido bien.
—Yo me he explicado perfectamente bien y usted me ha comprendido
perfectamente, padre —replicó Peppone—. Yo no me adhiero a intrigas
clericales.
Don Camilo sonrió:
—Honrar a un ciudadano ilustre no es intrigar, señor alcalde. Por otra
parte, si mi presencia en el comité tiene que privar a dicho comité de la
preciosa adhesión del primer ciudadano, estoy dispuesto a quitarme de en
medio.
—¡No tiene por qué preocuparse, padre! —exclamó amenazador Peppone
—. En el momento oportuno ya lo quitaremos de en medio nosotros.
—El porvenir está en las manos de Dios, no en las del alcalde —
respondió don Camilo—. Lo que sí está en manos del alcalde es, por el
contrario, el éxito de la noble iniciativa del comité que represento.
Peppone ya no podía más y abrió las válvulas de seguridad.
—Métase bien en la cabeza que si tienen el valor de levantar en la plaza la
estatua de ese cazador de escarabajos, no sólo la haré sacar y tirar al río, sino
que les denunciaré a todos por abuso de ocupación del suelo público. La plaza
es del pueblo y no tiene que servir a la reacción clerical para sus
especulaciones políticas.
Don Camilo, ahora, ya no tenía más ganas de bromear.
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En la estantería junto al escritorio de Peppone había dos repisas enteras
ocupadas por una serie de gruesos volúmenes: don Camilo agarró el que
llevaba impresa la letra «L», pasó las hojas rápidamente, y cuando hubo
encontrado lo que le interesaba, puso el volumen abierto delante de Peppone y
dijo:
—Toma, lee aquí: «Lollini, Anselmo»…
Peppone cerró violentamente el libraco.
—Ya lo he leído —gritó—. Me sé de memoria toda la letanía de su
condenado Lollini.
—Las glorias patrias son un orgullo de todos los ciudadanos y constituyen
el patrimonio espiritual de todos los ciudadanos. Si no consigues comprender
estas cosas elementales, presenta tu dimisión como alcalde y como ciudadano.
—Dimitiré de alcalde cuando usted dimita de cura. Si Anselmo Lollini es
patrimonio de todos, nosotros les cedemos nuestra parte muy a gusto. Si
quieren hacerle un monumento, háganselo delante de la iglesia.
Don Camilo miró con sincero asombro a Peppone.
—Son argumentos dignos de un loco —dijo al fin—. Que los
entomólogos te sean más o menos simpáticos, bien. Pero que por pura
tozudez tengas que privar al asilo de ancianos de un legado de setenta
millones, esto no consigo entenderlo.
Peppone pegó con rabia un fuerte puñetazo sobre la mesa:
—Padre —gritó—, hace tiempo que nos conocemos y nos entendemos
perfectamente.
Don Camilo se encogió de hombros:
—Señor alcalde, estamos saliéndonos del tiesto. Volvamos a lo nuestro:
yo he venido a preguntarle si usted quiere o no quiere prestar su adhesión al
comité constituido para honrar la memoria de Anselmo Lollini.
—¡No! —respondió ferozmente Peppone.
Don Camilo volvió a la rectoría para informar al comité que estaba
esperándolo.
—¿Y qué? —preguntó con ansia Piletti.
—No acepta —explicó don Camilo.
Un grito de alegría salió de los reunidos.
—¡Esta vez están fritos! —exclamó excitadísimo Piletti—. La cosa es
enorme, y de una evidencia horrible: «con tal de no honrar a un famoso
científico conciudadano cuyo único error es el de haber pertenecido a la clase
burguesa en vez de a la proletaria, ¡la administración comunista rechaza un
legado de setenta millones a favor del asilo de ancianos!». Tenemos un
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argumento formidable. A excepción de los cuatro o cinco chalados del estado
mayor, Peppone se va a encontrar a todos los suyos en contra.
El comité pasó a estudiar inmediatamente el plan de acción:
—Ante todo —explicó Piletti— hay que publicar el manifiesto del comité
constituido para honrar la memoria de Lollini con los nombres de todos los
que se han adherido a la iniciativa. El hecho de que falte el nombre del
alcalde, me autorizará a pedirle públicas explicaciones en el Consejo
Municipal. En base a la respuesta del consejo, actuaremos inmediatamente y
organizaremos un escándalo horroroso que obligará a los rojos a comerse lo
que han dicho o tener que dimitir. Esta vez no va a conseguir salvarse
convirtiendo el asunto en política.
La asamblea trabajó intensamente hasta altas horas de la noche y,
finalmente, cuando el manifiesto del comité estuvo perfectamente a punto, se
envió a un hombre de confianza a Barchini, el tipógrafo, para que compusiera
en seguida el original.
Piletti y don Camilo se quedaron en vela en la rectoría.
Hacia media noche llegó la prueba de imprenta del manifiesto: don
Camilo se puso los lentes y empezó a leer despacio y en voz alta la prueba,
mientras Piletti seguía atento la lectura con los ojos clavados en el texto
original.
Barchini había trabajado concienzudamente y don Camilo pronto pudo
volver a entregar la prueba corregida al chico del tipógrafo, que estaba
dormitando en el sofá de la entrada.
—Dile a Barchini que lo imprima a toda velocidad —ordenó Piletti al
muchacho—. Por la mañana, a las seis, el equipo de pegar vendrá a buscar los
carteles.
Piletti y los demás del comité salieron de casa a las ocho para disfrutar del
espectáculo: los muchachos encargados de pegar habían trabajado de modo
excelente, pero, a pesar de ello, don Camilo, hacia eso de las ocho y media,
vio llegar a la rectoría a Piletti y a los demás aparentemente deprimidos.
Piletti, sin hablar, presentó a don Camilo una copia del manifiesto, y lo
primero que le saltó a la vista a don Camilo fue el nombre del alcalde entre
los primeros de la lista de los componentes del comité.
Don Camilo miró desconcertado a Piletti y Piletti abrió los brazos
desconsolado.
—Así es, padre —dijo—. Ya he ido a ver a Barchini para comprobar la
prueba y el original: ambos han desaparecido, prueba y original. Barchini,
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después de haber compuesto el manifiesto se fue a dormir. No se puede
acordar si estaba o no el nombre del alcalde.
—¡Nosotros sí que hemos visto que el nombre no estaba en la prueba! —
exclamó don Camilo.
—Es inútil hacer polémicas —concluyó Piletti—. Lo único que importa es
que el nombre del alcalde está impreso en el manifiesto. No podemos someter
a tortura a Barchini y a sus operarios para saber cómo se ha llegado a producir
dicho fenómeno.
Los del comité se marcharon de la rectoría muy compungidos y don
Camilo se fue a la iglesia a desahogarse con el crucifijo del altar mayor:
—Jesús —dijo—, a mí me parece que Peppone se lo debe de haber vuelto
a pensar y ha estado alerta. Cuando ha visto volver a la tipografía al chico con
la prueba corregida, lo ha parado, ha añadido su nombre amenazando al
muchacho con romperle la cabeza si lo decía y si luego no hacía desaparecer
la prueba y el original. Porque, cuando he corregido la prueba, el nombre de
Peppone no constaba en la lista.
—¿Estás del todo seguro, don Camilo? —preguntó el Cristo.
—La verdad es que anoche estaba muy cansado y tenía sueño —admitió
francamente don Camilo—. En esas condiciones a uno se le puede escapar
algo. De todos modos mejor que sea así: se honrará a Lollini, y el asilo de
ancianos, en vez de salir perjudicado, va a resultar muy beneficiado. Sin
contar con los varios beneficios que va obtener el pueblo.
El monumento a Anselmo Lollini, entomólogo insigne que vivió de 1883
a 1918, fue solemnemente inaugurado una hermosa mañana de abril.
La verdad es que se trataba de una magnífica pieza escultórica, y el
austero señor de bronce emplazado en lo alto del pedestal de mármol no
dejaba de tener cierto encanto.
—Ahora que está el monumento —observó al final de la ceremonia don
Camilo, dirigiéndose a Peppone—, uno se da cuenta de que a la plaza vacía le
faltaba algo. Quedaba incompleta. ¿No le parece, señor alcalde?
—No lo sé —contestó Peppone—. Ya veremos.
Pasaron los días y las semanas y llegó la fiesta de junio.
O mejor dicho: llegó la víspera del festejo y, aquel sábado por la noche,
tras haber contemplado al broncíneo Anselmo Lollini, que desde lo alto de su
pedestal dominaba el centro de la plaza vacía y desierta, don Camilo se fue a
la cama la mar de satisfecho.
A la mañana siguiente don Camilo se levantó de excelente humor y, una
vez celebrada la primera misa, no pudo sustraerse al deseo de dar una vuelta
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por la plaza.
En cuanto llegó, se quedó allí como encantado, como si se hubiera
convertido en un cura de cemento armado.
Como el día de la fiesta popular de los años anteriores, la plaza estaba
ocupada por el gran barracón del «entoldado», lo que allí llaman «festival».
Y, como decían los carteles, también esta vez, como en las ocasiones
anteriores, el «entretenimiento popular danzante» había sido organizado por
las secciones juveniles de la banda de Peppone.
El gran entoldado levantaba majestuoso sus lonas en la plaza, en cuyo
centro, hasta la noche anterior, se erguía la estatua del insigne entomólogo
Anselmo Lollini.
Don Camilo se recuperó de su asombro y los primeros ojos con que se
topó su vista fueron los de Peppone.
—¿Os habéis vuelto locos? —exclamó, indignado, don Camilo—. ¡Al
sacar la estatua para poner en su lugar vuestro maldito barracón del vicio,
habéis faltado además al compromiso adquirido con los herederos de Lollini!
—¿Por qué, padre? —contestó Peppone—. Los compromisos son
sagrados e inviolables, y por eso, al no poder sacar al señor Anselmo Lollini,
le hemos invitado a la fiesta.
Don Camilo se fue a explorar por una rendija del entablado lateral del
entoldado y vio que, entre los dos postes centrales que sostenían la lona, justo
en el centro del «festival», estaba dignamente, sobre su basamento de
mármol, el entomólogo de bronce.
—Hoy el señor Lollini seguro que se va a divertir —exclamó Peppone—.
Buena música y buena compañía.
Don Camilo retrocedió horrorizado:
—¡Una bufonada de este género va a hacer reír a todo el mundo! —
exclamó.
—Lo importante es que no se ría el individuo que, con el pretexto del
monumento en la plaza, contaba con impedirnos organizar el baile popular en
el pueblo.
Y la verdad es que don Camilo no se rió.
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GIOVANNI GUARESCHI (Roccabianca, Parma 1 de mayo de 1908 - Cervia,
Ravenna 22 de julio de 1968). Su nombre completo era Giovannino Oliviero
Giuseppe Guareschi, fue un dibujante de humor, escritor y periodista italiano.
Su padre tenía una tienda pequeña y su madre era profesora; tuvo una infancia
feliz hasta que su familia se vio afectada por la crisis económica de los años
1926 y 1927 y Guareschi se vio obligado a abandonar sus estudios en la
Universidad de Parma. Antes de dedicarse al periodismo ejerció todo tipo de
profesiones, desde portero a docente, hasta comenzar a colaborar en un
periódico local. En 1929 fue nombrado editor de la revista «Corriere
Emiliano», llegando a ser editor jefe en 1936 de la publicación humorística
«Bertoldo». En 1940 se casó con Ennia Pallini, quien se convirtió en el tema
de sus columnas autobiográficas.
Al llegar la Segunda Guerra Mundial Guareschi se unió al ejército italiano, en
parte para escapar de las denuncias que había recibido al burlarse de
Mussolini. Cuando los aliados firmaron su armisticio con los italianos,
Guareschi fue arrestado por los alemanes, y enviado a un campo de
concentración en Polonia y después a Alemania otros dos años junto a otros
soldados italianos: los «IMI» (Internados Militares Italianos). Todas sus
experiencias las describió en su Diario clandestino. Ya en 1945 pudo fundar
la publicación satírica «Candido», en la que seguía usando su tono burlón y
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crítico, lo que condujo a varios encarcelamientos que contribuyeron a
debilitar su salud. Candido incluyó las primeras apariciones del personaje que
haría famoso a Guareschi, don Camilo.
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Notas
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[1] Militares de un arma del ejército italiano constituida con fines policiales.
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[2] Vino tinto de aguja que se produce en la región de Módena. (N. de la t.) <<
Página 149
[3] Polenta: plato italiano a base de harina de maíz cocida en agua. (N. de la t.)
<<
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