E L D U E N D E V E R D E
LA ALACENA
Patricia García-Rojo
Ilustración: Nacho Pangua Méndez
Para la explotación en el aula de este libro,
existe un material con sugerencias didácticas y
actividades que está a disposición del profesorado
en nuestra web.
© Del texto: Patricia García-Rojo, 2018
© De las ilustraciones: Ignacio Pangua Méndez, 2018
© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., 2018
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
www.anayainfantilyjuvenil.com
e-mail:
[email protected] 1.ª edición, marzo 2018
Diseño: Taller Universo
ISBN: 978-84-698-3602-6
Depósito legal: M-198-2018
Impreso en España - Printed in Spain
Las normas ortográficas seguidas en este libro son las establecidas
por la Real Academia Española en la Ortografía de la lengua
española, publicada en el año 2010.
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o comunicada a través de cualquier medio,
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Patricia García-Rojo
LA ALACENA
Ilustración: Ignacio Pangua Méndez
Siempre me han llamado la
atención las pastelerías, ¿a
ti no? Es como entrar en una
joyería en la que relucen las
tartaletas de fresas y los
merengues brillantes. Después de
paladear una buena tarta o darle
el primer pellizco a una barra
de pan calentita, a todos se nos
escapa una sonrisa satisfecha,
casi de triunfo.
La gente siempre está feliz
comiéndose un dulce, como si
algo mágico estuviese pasando.
Pensando en estas cosas
fue como se me ocurrió esta
historia, ¿y si pasaba algo
mágico de verdad?
Entonces recordé aquel verano
en que mi abuela se apuntó a
un curso de repostería y tenía
una tarta nueva cada mañana…
¡y pensé en su alacena llena
de tarros! Y en cómo se le
resbalaban las gafas por la
nariz cuando yo le preguntaba
por las recetas, como si
quisiese ocultar el secreto de
la nata montada o del relleno
de chocolate.
Cogí todas esas ideas y, como
si fuese la receta de un pastel,
las mezclé, las espolvoreé con
un poco de imaginación y horneé
esta historia.
La alacena 7
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Aromas
AHÍ ESTABA otra vez. Lo había vuelto a ha
cer. Julián había visto perfectamente cómo su
abuela espolvoreaba algo sobre la magdalena
justo antes de meterla en la caja para dársela a
doña Matilde. ¡Delante de sus narices! Y doña
Matilde no se había percatado. La buena mu
jer pagó tranquilamente y con un buenas tar
des se marchó a su casa.
Julián clavó los ojos en su abuela, acusa
dor. Esperaba que ella pusiese cara de culpa
ble, pero jamás torcía ni siquiera un poco el
gesto.
¿Cómo no se había dado cuenta nunca?
Llevaba ocho veranos pasando el mes de julio
con su abuela, a veces, hasta la ayudaba a tra
bajar en la pastelería, y jamás, JAMÁS, había
considerado raro el que, antes de ofrecer el
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pan o el dulce al cliente de turno, la abuela
abriese la alacena, cogiese un botecito de cris
tal tintado de algún color raro y espolvorease
el producto con total normalidad. ¡Y a nadie
parecía extrañarle lo más mínimo!
Los primeros días no había reparado en
aquel detalle. De hecho, Julián había pensado
que lo que hacía la abuela era poner un poco
de azúcar glas en los pasteles. Pero después
había notado que en cada ocasión usaba un
bote de cristal de diferente color y que siem
pre, todas las veces, lo sacaba de la enorme
alacena de madera maciza cerrada con llave
que tenía en la tienda.
No sabía por qué, pero aún no le había pre
guntado. Se sentía tonto, como si su abuela
simplemente estuviese dando el último toque a
su receta y él, en su inexperiencia, no com
prendiese que aquello era de lo más normal.
Pero no, por fin había llegado a la conclusión
de que aquello no era normal.
La abuela le sonrió limpiando sus manos en
el delantal de rayas y se acercó a la alacena,
metió la historiada llave en la cerradura, abrió,
colocó el botecito de cristal azul entre sus com
La alacena 9
pañeros y después volvió a cerrar. Tararean
do, tan encantada.
¡Ni siquiera había notado que él la miraba
con una ceja levantada!
—Julián, hijo —le dijo la abuela parando su
cancioncilla—, ¿por qué no pasas el paño por
el mostrador, que hay migas?
En ese momento, Clara, la hija de don Ra
món, entró en la tienda como un torbellino
con su vestido de verano.
—¡Buenos días, doña Luisa! —saludó ra
diante—. Buenos días, Julián —añadió como
si le costase trabajo.
Julián le devolvió el saludo moviendo la ca
beza. Se negaba a responder con simpatía si
ella no hacía el mismo esfuerzo. ¡Cómo habían
cambiado las cosas ese verano! ¿Era posible
que en solo un año todo se hubiese puesto pa
tas arriba? Siempre que le daban las vacacio
nes, Julián preparaba la maleta para ir a casa
de su abuela hecho un manojo de nervios y
emoción. En aquel pueblo minúsculo tenía mi
llones de amigos, amigos de verano con los
que ir al río a bañarse, con los que jugar al
fútbol en el campo de Tomasa, con los que ir
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al cine en la plaza… ¡Con los que vivir el mejor
mes de todo el año!
Pero ese verano había sido diferente. En
cuanto había dejado la maleta en su habitación
del desván, había salido corriendo a casa de
Luis, su mejor amigo del pueblo. No se habían
escrito demasiadas cartas durante ese invierno,
aunque era comprensible porque sus profeso
res cada vez les ponían más deberes y tenían
mucho que estudiar. Julián ni siquiera se había
preocupado por eso. Luis y él habían vivido
aventuras inolvidables: juntos se colaron en la
casa abandonada en mitad de la noche, juntos
treparon al manzano más alto del huerto de
Damián para salvar a un gato, juntos le tiraron
piedras a la ventana de don Antón para des
pués salir corriendo… ¡Eran compañeros de
batalla! ¿Qué más daba que no hubiesen cruza
do muchas cartas?
Eso era lo que había pensado Julián, pero
sus pensamientos se habían convertido en hie
lo en cuanto aporreó la puerta de su amigo y
apareció Gabriel. Gabriel era su mayor enemi
go, su rival de los veranos, el capitán del otro
equipo de fútbol y el mayor camorrista del
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pueblo. Julián había aguantado sus insultos
desde pequeño, había soportado que lo llama
se «chulito de ciudad» durante años y solo se
habían enzarzado una vez en una pelea, sin
consecuencias, porque Gabriel lo acusó de ro
bar una gallina a su padre, cuando todos sa
bían que aquello era mentira.
Así que, ¿qué hacía su peor enemigo en
casa de su mejor amigo? A Julián le costó un
poco atar los cabos sueltos de aquella historia,
pero en cuanto Luis salió con mala cara, com
prendió que las cosas habían cambiado mucho
y que ya no tenía un mejor amigo en el pue
blo, tenía enemigo y medio.
Se había sentido traicionado por Luis, pero
la abuela lo convenció para que intentase en
tender la situación. Julián la habría entendido
encantado si aquellos dos no se hubiesen ocu
pado de poner al resto de los niños del pueblo
en su contra, incluida Clara, que solo lo saluda
ba porque estaba delante de su abuela. ¡Bah!
¡Que se pudriesen todos! Seguro que, cuando
les faltase uno para el fútbol, lo llamaban.
—¿Qué quieres, bonita? —le preguntó la
abuela a Clara, apoyándose en el mostrador
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de cristal con los codos y dedicándole la mejor
de sus sonrisas.
—Mi madre me manda a por el pan —res
pondió la niña mirando todas las barras y bo
llos que se exponían en las estanterías de ma
dera de la tienda.
—¿Y qué se le antoja a doña Clara? —bro
meó la abuela poniéndose sus gafas rosas de
pasta.
Aquel gesto despertó el interés de Julián. Era
otra de las pistas que estaba siguiendo para des
cubrir qué se traía su abuela entre manos con
los botecitos de la alacena. Porque la abuela
Luisa no usaba las gafas para nada, absoluta
mente para nada, si no era para echar un vista
zo por encima a sus clientes o para mirar al in
terior de la alacena cuando quería alguno de los
tarros de cristal que guardaba dentro. Ni para
leer, ni para hacer punto, ni para preparar sus
recetas, la abuela solo usaba las gafas rosas
para mirar a la gente y a los botes de la alacena.
Así que Julián se olvidó de la rabia que se
había acumulado en la boca de su estómago
después del saludo de Clara y se concentró en
su abuela. No quería perderse ningún detalle.
EL DUENDE VERDE
Julián sospecha que
su abuela hace cosas raras
a los pasteles, galletas
y panes que vende
en su panadería:
les espolvorea algo
que saca de su misteriosa
alacena. Cuando descubre
que son azúcares mágicos
que sirven para tratar
las dolencias espirituales
de la gente, decidirá
intentar sacar partido
de ello.
Edad recomendada
para este libro:
A partir de 8 años
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